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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (17 page)

BOOK: La chica con pies de cristal
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Se quedó un momento allí de pie, con las manos en los bolsillos. El susto del accidente y el centelleo del hielo en cada hoja y en cada pincho de cardo le hicieron albergar pensamientos descabellados.

Treinta años atrás, el verano había secado la hierba de los patios interiores que separaban los edificios de la universidad. El césped, amarillento, parecía pergamino hecho jirones pudriéndose y volviendo a la tierra. Carl se hallaba de pie a la sombra de uno de los edificios de arenisca universitarios, con las manos en los bolsillos y el ceño fruncido. Sacó un peine y se lo pasó varias veces por el negro cabello. Otros estudiantes lo esquivaron al subir los escalones que conducían a los mal ventilados pasillos de aquel edificio.

Cómo los odiaba, cómo odiaba su falta de imaginación. No había nadie que tuviera empuje ni ambición. Correteaban por allí en serios círculos literarios o se paseaban tan tranquilos aceptando su inminente fracaso académico. Tanto si estaban obsesionados por sus estudios como si les resultaban indiferentes, carecían de dinamismo y pasión. Preferían holgazanear bajo aquel sol insoportable que aprender. Resopló como un jabalí, y al hacerlo asustó a un estudiante regordete que, nervioso, se colocó bien las gafas y se alejó tambaleándose. Carl se guardó el peine en el bolsillo y se cruzó de brazos.

Una chica entró con su bicicleta en el patio interior. Iba deprisa, como si llegara tarde, pero al pasar por encima de una losa agrietada su bici dio una sacudida, se soltó la cadena y la chica cayó con las piernas enredadas con la bicicleta. Carl sonrió mientras la ayudaba a levantarse.

De pronto la sonrisa se le borró. La chica era muy guapa.

Se había lastimado las rodillas. La sangre, oscura, descendía por sus pantorrillas como estigmas mal situados. Al tratar de arreglarse el cabello, de un rubio casi albino, se lo manchó de aquel rojo sanguíneo. Abandonó la bicicleta y subió a toda prisa los escalones que conducían al edificio, dejando a Carl con los amargos perfumes de su aroma y la sangre.

La chica había hecho que algo se revolviera dentro de Carl, el cual estaba convencido de que se hallaba por encima de esos instintos; creía que estaba allí sólo por dedicación académica. Pero... se sorprendió a sí mismo corriendo de nuevo hacia el patio para rescatar la bicicleta que la chica había dejado tirada. Al alzarla y comprobar lo oxidado que estaba el cuadro, comprendió que necesitaba una nueva. La apoyó con cuidado contra la pared y posó una mano en el sillín con la esperanza de hallar algo de calor residual. Aunque no notó nada, permaneció en esa posición un buen rato.

Más tarde soñó que le ponía tiritas en las lastimadas rodillas.

—Freya —dijo, y esa palabra lo sacó de su ensueño y lo devolvió a los mudos árboles, la carretera helada y la cierva muerta en el maletero de su coche. Se volvió y miró los cardos del arcén y los bosques plateados que había detrás—. Freya —repitió con tristeza.

Su nombre quedó muerto en el aire. Ya sólo era el nombre de aquello que nutría las raíces de la hierba en un cementerio del continente. Carl había tenido una premonición cuando ella había dejado de utilizar su apellido de soltera, pero no había hecho nada para impedirlo. Jamás habría insistido para que ella adoptara el apellido Maulsen. Se agarró el pelo con ambas manos y tiró de él tan fuerte que se le saltaron las lágrimas. Cómo envidiaba a aquellas raíces que bebían de su cuerpo, a los filamentos que crecían donde antes había estado su piel, cálida y suave.

Se dio la vuelta y cerró el maletero con la res muerta. Ida Maclaird: era un nombre que todavía significaba algo. Pensar en que la joven había salido del cuerpo que ahora estaba confinado bajo la hierba le arrancó la primera sonrisa desde hacía varios días. La absoluta realidad de Ida era maravillosa.

Y eso hacía que aún fuera más difícil soportar el hecho de que estuviera enferma. Carl la había visto moverse por la casa y no había tardado mucho en sospechar que padecía alguna enfermedad grave.

Él tenía experiencia con los traumatismos. Una vez se había roto un metatarso del pie derecho, y otra, la tibia de la pierna izquierda. Por eso sabía que la lesión de Ida no era de esa clase. Se movía por la casa con tanta delicadeza que parecía que sus pies fueran de porcelana. Esa comparación le había recordado a Emiliana Stallows, la mujer de Hector, quien con la ayuda de la fortuna de su marido había regentado durante un tiempo una pequeña empresa de medicina alternativa en Enghem, en la costa norte de Gurm. En opinión de Carl, todas esas cosas no eran más que remedios de gitanos y supersticiones, pero mientras salían juntos le había seguido la corriente. Su aventura había supuesto mucho más para Emiliana de lo que jamás podría haber supuesto para él, pero en esa época ella era hermosa, y él se había equivocado especulando que, en caso de existir una mujer capaz de vencer el fútil deseo que todavía sentía por Freya, tendría que ser tan sofisticada como ella.

Rebuscó en su memoria tratando de recordar qué le había dicho Emiliana, algo que le había comentado y a lo que, en su momento, Carl no había prestado atención. De pronto se acordó: tumbados en la cama una mañana, él disfrutaba del primer cigarrillo del día mientras ella hablaba sin parar de sus problemas. Emiliana siempre se compadecía de alguno de sus pacientes, pero había una chica con una historia especial, cuyos detalles él ya había olvidado. Emiliana había confesado que no sabía qué le pasaba.

Carl iba a tener que buscar el teléfono de Emiliana o ir hasta Enghem, porque llevaba años sin verla y sin charlar con ella.

Sin embargo, antes le quedaba otra visita pendiente. Había pensado en el hijo de Crook en un par de ocasiones desde la muerte del doctor Crook. Carl sentía tanta curiosidad por saber qué clase de persona era como por averiguar si se trataba de una compañía adecuada para Ida. Si había algo malo que pudiera heredarse de Freya, y no cabía duda de que Ida lo había heredado, era su mal gusto para los hombres. Hacía poco, cuando Ida le había hablado de sus ex novios, lo había dejado estupefacto, incapaz de entender qué podía haberle gustado de ellos.

Ida necesitaba que le echaran una mano, y Carl estaba decidido a ofrecérsela.

«Te caerá bien —le había dicho Ida refiriéndose a Carl Maulsen—. Y tú le interesarás«. Pero el caso era que a él no le caía bien la gente y que él no interesaba a nadie. Sentado a solas a la mesa de su cocina, Midas se sujetó la cabeza con las manos. Así estaban las cosas. Y era mejor que siguieran así.

—Me estoy implicando demasiado con Ida —le confesó a su cámara, que reposaba sobre la mesa—. Debería distanciarme de ella cuanto antes.

Echó un vistazo a la cocina, contemplando con cariño el agradable ambiente que había creado en la casa. Debería llamar a Ida y cancelar la cita que tenían. ¿Qué conseguía con verla?

—Me gusta la tranquilidad —afirmó levantándose.

Fue hasta el teléfono, agarró el auricular y empezó a marcar el número de Ida (y al hacerlo cayó en la cuenta de que lo había memorizado). Tras vacilar un instante, colgó. Ida no le había robado demasiada tranquilidad. Pensó en sus pies. Recordó el resplandor de la luz al atravesarlos, arrancando destellos de su sangre cristalizada. Recordó que le había prometido quedarse para ayudarla. Sería cruel abandonarla ahora.

—Si la cosa se complica —decidió mientras volvía junto al hervidor de agua—, me largo y punto. Y nada de culpabilidades.

Se estremeció. La verdad era que nunca había entendido del todo a la gente, y aún menos a las mujeres. La única relación que había tenido lo había reafirmado en esa idea. Había puesto todo su material fotográfico al servicio de Natasha; hasta había alquilado vestuario. A ella le encantaba posar; decía que le hacía sentirse bien consigo misma; y como a él le gustaba la fotografía, parecía la pareja perfecta. Natasha era sensacional, guapísima, pero... sólo en las fotos. A Midas le costaba salir con ella. Prefería fingir que estaba enfermo para poder quedarse en casa y mirar carpetas y más carpetas atestadas de su imagen. Al natural, el denso y reluciente cabello de los retratos de Natasha se volvía seco y apestaba a laca. Sus cautivadores ojos se convertían en trozos de madera quemada en cuanto Midas cerraba el álbum. Necesitó un valor enorme para dejarla, para sentarse ante ella y explicarle que sólo le atraía la versión de su persona que captaba en la película fotográfica.

Midas se había sentido culpable durante unos años, mientras ella encontraba a alguien que la amara por lo que era en realidad, y no por lo que la hacían parecer el nitrato de plata y la lenta exposición a la luz. Le escribió una carta que Midas había leído tantas veces que se la sabía de memoria.

Siempre parecías más contento con las cosas planas, con las dos dimensiones. Nunca conseguí apartarte de eso. Jamás te hice ver en tres dimensiones. Hasta hoy, no creo que hayas descubierto la profundidad ni la distancia, pero yo deseaba con toda mi alma ser quien te lo enseñara. Ten cuidado, Midas.

Esas palabras le hicieron sentirse fatal, porque demostraban, por una parte, que Midas le había hecho daño, y por otra, que Natasha no le había entendido. Era absurdo afirmar que él no sabía qué eran la profundidad ni la distancia; cualquier fotógrafo conocía estos conceptos. Él no era de miras estrechas, como su padre; se había asegurado de ser objetivo respecto a su relación con el resto del mundo. Y por eso no se separaba de su cámara.

Denver no tardaría en llegar. Se sentía a gusto con ella porque a la niña no le importaba estar callada. Es más, la desconcertaba cualquier tipo de charla innecesaria. Ambos pasaban horas sentados a la mesa, mientras Midas trabajaba con sus fotografías y ella dibujaba.

Y sin embargo, desde el día en que la niña le había enseñado las bolas de Navidad y hablado con franqueza sobre el tiempo que pasaba en el fondo de su pensamiento, estaba preocupado por ella. Gustav se había esforzado mucho para hacerla salir al mundo exterior y exponerla a la realidad. La había convencido para que pisara las líneas de la acera y ayudado a comprobar que no pasaba nada (después Denver había saltado durante horas adelante y atrás, de una losa a otra, realizando una especie de penitencia). Había simulado cortes de luz para ayudarla a superar el miedo a la oscuridad (aunque desde entonces la pequeña guardaba velas en una caja bajo su cama). Había tardado una eternidad en quitarle el miedo al agua. En el colegio, Denver había pinchado sus flotadores de brazo con una pluma estilográfica. Las maestras la habían castigado y le habían hecho copiar una frase, pero, cuando la niña la había copiado con resignación y paciencia, las maestras habían informado a Gustav de la inutilidad del castigo. A Midas tampoco le gustaba el agua, así que, en silencio, había aprobado aquel pequeño desafío; sin embargo, desde su reciente conversación con Denver, le preocupaba haber estado deshaciendo sutilmente el duro trabajo de Gustav. Midas había fomentado la introversión de Denver como parte de su identidad. El, que siempre había pensado que eso era positivo, ¿desde cuándo pensaba lo contrario?

Denver estaba dibujando un narval, con su característico colmillo retorcido y con aletas doradas, mientras él colgaba fotografías nuevas en las paredes de la cocina: la de una llanura anegada bajo un sol intenso, donde el suelo parecía una hoja blanca con miles de manchas de huellas dactilares; la de un caracol con un caparazón semejante a mármol negro que alzaba las antenas contra el cielo, o la de un gato albino con un solo ojo fotografiado delante de la casa de Catherine. Una semana atrás, todas esas imágenes lo habrían complacido. Podría haber pasado una hora fascinado por la profundidad de sus sombras y el brillo de la luz, pero en ese momento le parecían un despilfarro de espacio en la pared donde estaba colgándolas. En cambio, las selectas fotos que había dejado sobre la mesa eran las únicas que despertaban su interés: las de los pies de Ida, tomadas cuando ella dormía. Escogió una, la colgó de la pared y guardó las otras. Entonces se quedó allí de pie con las manos en los bolsillos, contemplándola.

En los últimos años había ido dejando de usar su vieja réflex de una sola lente. Añoraba las largas noches en el cuarto oscuro, con aquel olor a humedad y a líquido revelador, y con aquella luz roja que hacía que pareciera que veías la habitación con los párpados cerrados. Pese a esas punzadas de nostalgia, se había convertido en un esclavo de las cámaras digitales. El reclamo de la siguiente fotografía, que esperaba con coquetería, le resultaba demasiado irresistible. Antes de la aparición de las digitales, el final de un rollo de película siempre le imponía cierta moderación, pues lo obligaba a volver al cuarto oscuro a sonsacarle las copias al nitrato de plata. Sus ojos se habían adaptado y habían aprendido a ver el mundo en penumbra, mientras la imagen iba formándose en la cubeta.

Y también estaban los negativos, ¡cómo los echaba de menos! Eran los mismos rayos de luz: rebotaban de un paisaje, un objeto, una persona y dejaban su marca en la película.

Los negativos fotográficos constituían la prueba más concluyente que podías obtener de tus recuerdos. Eran la quemadura que dejaba el fuego, la contusión que te quedaba en la piel. La misma luz que, el día que tomabas la foto, llevaba hasta tus ojos la imagen de tu madre, de tu padre o de tu amigo íntimo, quedaba grabada en la película. Y ahora, contemplando la reciente fotografía de los pies de Ida, transparentes, sobre las sábanas de la cama, pensó en cómo se parecían a los negativos: ambos pertenecían a ese mundo semirreal entre la memoria y el presente. No eran unos dedos de los pies reales, flexibles, capaces de pisar, sino un juego de luces que mostraba dónde habían estado esos dedos.

Sonó el timbre de la puerta y Midas miró el reloj. Gustav llegaba con media hora de antelación.

Pero, para su sorpresa, cuando abrió no se encontró con Gustav sino con Carl Maulsen, enfundado en una chaqueta de piel, con las manos en los bolsillos y un rastro de nieve sobre los hombros.

—Hola —saludó el hombre—. No nos conocemos, pero tú debes de ser Midas, ¿no? Me llamo Carl Maulsen. Soy amigo de Ida.

Midas recordaba perfectamente la fotografía de su padre y Carl recibiendo sus doctorados. En persona, Maulsen tenía algo que la cámara no había captado: presencia. Una especie de campo magnético, como el que rodeaba un generador.

—Sí, hola. Ida me enseñó su fotografía.

—Se me ha ocurrido pasar a verte. Es curioso, conocía a tu padre. —Trató de escudriñar el interior de la casa por encima del hombro de Midas—. ¿Estabas ocupado?

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