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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (13 page)

BOOK: La chica con pies de cristal
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De mayor, Midas trató de orientarse conduciendo con el mapa de su padre en el regazo, al que había enganchado con clips las indicaciones que le había garabateado su madre. Resultaba extraño ver las dos caligrafías juntas.

A la hora que Midas salió de Martyr's Pitfall, la sombra del peñón andaba suelta, colgada en racimos de las rocas y oscureciendo las grietas que había a los bordes de la carretera. Todo un fragmento sombreado parecía llenar el interior del coche, como un líquido negro. Pensó que, si abría la puerta, la sombra se marcharía volando.

Descendió por la ladera y se metió en el túnel por el que se salía de Lomdendol Island, y por último cruzó los puentes de vigas que conducían a Gurm.

Más allá de los puentes se veía Gurmton, que se extendía por la costa hacia el sur; pero dejaba de verse cuando la carretera entraba en otra clase de túnel: un oscuro pasillo entre pinos que ascendía por una colina. En el interior de la isla, los aletargados bosques se volvían más densos. Las hayas se alzaban, aterradas, en medio de charcos de hojarasca. Los álamos plateados parecían rayos de luna. Esos árboles podían ser cualquier cosa: Midas dejó atrás a una vieja bruja, un alce y un gato que cazaba escondido entre la maleza.

Sin apenas darse cuenta, ya había cruzado el estrecho y llegado a Ferry Island, donde los árboles empezaban a escasear a medida que se imponía el pantanal. Había llegado a la ciénaga, y la ciénaga... Bueno, aquel paisaje nunca cambiaba. De niño lo habían llevado un par de veces allí, a contemplar aquellas aguas viscosas. Siempre había detestado ver su reflejo, sucio, en aquellos charcos marrones. Después de aquellas visitas, despertaba con el aliento de la ciénaga en los labios y picaduras de mosquito por todo el cuerpo.

Por la ciénaga discurrían innumerables senderos, pero las masas de juncos, fangosas y cubiertas de nieve, los ocultaban. Pasó al lado de un coche herrumbroso hundido, en vertical, en un hoyo de barro negro. Sin duda, la carretera lo había sorprendido con aquella trampa, y la ciénaga se había solidificado hasta confundirse con el asfalto. Con el tiempo, el pantano lo engulliría del todo y lo haría desaparecer para siempre de la superficie. Midas se preguntó qué habría sido del conductor del vehículo.

La niebla era muy espesa, y al poco rato, cuando se convenció de que ya se había perdido del todo, salió del coche. Al respirar aquella atmósfera hedionda sintió náuseas. A cada paso que daba, una película de fluido que cubría la irregular calzada de la carretera se le enganchaba a las suelas. Vio un pájaro del tamaño y el color de un penique sobrevolar la carretera y desaparecer entre las altas cañas.

Consultó el viejo mapa de su padre, confiando en que fuera lo bastante antiguo para tener marcadas las carreteras ahora cubiertas por la nieve fangosa. Se metió otra vez en el coche y prosiguió.

Condujo un rato por un paisaje de juncos y turberas. Luego la carretera quedaba cortada por un arroyo que la atravesaba. Consultó el mapa lo mejor que pudo, hasta convencerse de que, en la época en que lo habían dibujado, aquella carretera continuaba.

Su madre le había descrito un puente por el que ya no pasaba ninguna carretera, y un poco más allá vio un extraño montículo de musgo y cieno. Bajó del coche y echó a andar por una orilla del arroyo hasta acercarse al montículo. Los juncos y el barro, que iba apartando con un palo, enmarañaban los márgenes. Comprobó que, bajo el musgo y los líquenes, el montículo estaba formado por ladrillos viejos y agrietados. Siguió limpiando los ladrillos hasta que descubrió la parte superior de un indicador de mareas. Aquello era lo que quedaba del puente. Volvió a meterse en el coche y atravesó el arroyo, levantando a su paso dos cortinas de agua.

A partir de ahí tuvo que conducir con cuidado, porque el camino se hundía una y otra vez en lentos riachuelos. Llegó a un vado, lo atravesó y, cuando sólo llevaba unos minutos más de marcha, distinguió la silueta de una casa solitaria. La torcida chimenea del edificio, recubierta de una hiedra densa y viejísima, con tallos del grosor de muñecas, parecía un cuello estrangulado por la enredadera. La hiedra estaba expeditivamente cortada alrededor de las ventanas, y se distinguía una puerta baja pintada de verde tritón.

Las plantas que crecían en el jardín eran unas criaturas estranguladoras con tallos colgantes. Al fondo de una parcela que, sin rigor excesivo, podía describirse como cubierta de césped, la valla continuaba en línea recta por un lodazal bordeado de piedras y convertido en una especie de estanque. Posado en una de esas piedras había un extraño pájaro con el pico largo y curvo, como una pajita. Midas vio cómo el ave introducía el pico en el agua y succionaba un fluido verde. Unos sapos lo observaban sin parpadear. Al fondo del jardín se alzaba un viejo cobertizo de pizarra con una puerta recubierta de musgo y cerrada con candado.

No le había costado mucho llegar hasta allí, de modo que se dijo que el camino de regreso resultaría más fácil. El viaje le había llevado poco más de una hora, lo que hizo que se enojara otra vez con Fuwa, por no haber encontrado nunca una hora de su tiempo para ir a Martyr's Pitfall y a casa de su madre. Sin embargo, en ese momento tenía otras prioridades, así que decidió llamar a la puerta y presentarse ante Fuwa sin mencionar más que la posibilidad de ofrecer ayuda a Ida.

Henry Fuwa estaba sentado al escritorio de su habitación, cambiando el lecho de paja de un viejo farol de latón. Cuando hubo terminado, vertió agua limpia en un platillo y lo puso con cuidado dentro del farol; entonces se volvió y llamó con un silbido a la vaca con alas de palomilla que volaba describiendo lentos círculos sobre la cama, con la panza hinchada como una uva. Al oír el silbido, el animal viró, fue flotando hasta el escritorio de Henry y se posó suavemente en él, doblando sus alas color lapislázuli. Avanzó lenta y pesadamente hasta la puerta del farol, y a cada paso que daba con sus pezuñas el peso de su voluminosa panza oscilaba de un lado a otro. Henry sonrió, orgulloso, y le acarició con ternura los rizos del pescuezo.

Conseguir que aquellas reses criaran era una lucha constante. A veces tenía la impresión de que pertenecían a una especie reñida con la supervivencia. Se emparejaban para siempre, pero, aun así, en ocasiones los toros se volvían caprichosos y acosaban a las vaquillas más jóvenes, alterando a las que estaban preñadas y poniendo en peligro a las crías. En la época en que empezó a criar su ganado, muchas veces había encontrado a madres tarareando a unos abortos minúsculos con alitas arrugadas y todavía sin acabar de formarse.

Ahora metía las vacas preñadas dentro. Reintroducirlas a ellas y sus terneros en el rebaño le llevaría trabajo, pero era preferible que los terneros nacieran allí a que no llegaran a nacer.

Levantó la cabeza y vio a un desconocido de cabello negro saltando por las piedras del camino en dirección a su casa. Dio un grito ahogado y se volvió bruscamente, y a punto estuvo de derribar el farol del escritorio. La vaca preñada mugió, asustada.

Fuwa se apostó en la ventana, escondido tras la cortina. Le había impresionado ver aparecer a alguien en su escondite.

Pero aún le había impresionado más ver a un muerto.

¿Cómo podía ser? ¡Él había visto con sus propios ojos la tumba de Crook en el cementerio de Tinterl!

Un momento... ¡Claro, era su hijo!

Henry se mordió las uñas. Si lo dejaba entrar, ¿le estrecharía el chico la mano? ¿Y cómo se sentiría él? Hacía mucho que no tocaba a ningún ser humano. Eso, por sí solo, ya bastaba para disuadirlo de ir a abrirle. En el pasado, se había permitido imaginar ese primer encuentro: sucedía en una habitación donde reinaba una atmósfera agradable y acogedora. La madre del chico los presentaba y luego servía tres vasitos de ginebra. Henry se atusó la barba. Nunca había imaginado una situación como aquélla. Había hecho un gran esfuerzo yéndose a vivir tan lejos y dejando que la ciénaga inundara las carreteras y borrara cualquier señal que pudiera indicar el camino.

Era tan inconcebible y ridículo que pudieran encontrarlo allí que le daban ganas de reír. Pero el chico estaba ahí mismo; su presencia no podía negarse. Se le aceleró el pulso. Mirarlo era como mirar un dibujo cuyo boceto todavía no hubieran borrado. Había líneas oscuras y definitivas, que indudablemente correspondían a una persona joven; pero también trazos a lápiz más difuminados, bocetos de su madre visibles en sus movimientos y en la asustada expresión de sus ojos. Fuwa comprendió que, para que la vida siguiera resultándole sencilla, tendría que seguir ignorando a Crook hijo.

El chico ya estaba llamando a la puerta. Toc, toc, toc. Los golpes resonaron en toda la casa. ¿Y si fingía haber salido?

Había protegido unos cuerpos forrados de pelaje del viento invernal ahuecando las manos; había dormitado con la cabeza sobre una almohada y con una vaquilla cuyas alas temblaban al recibir su aliento acurrucada contra su frente; pero la idea de semejante proximidad a un ser humano se le antojaba más aterradora que un viaje espacial. Era cierto que se había sentido extraño cerca de todas las personas que había conocido, excepto de Evaline Crook. El día que la vio por primera vez no podía dar crédito a la atracción que sintió; lo sorprendente no era que sintiera deseos de estar con una mujer casada, sino que experimentara deseos, sencillamente, de estar con otro ser humano.

Recordaba que, después de verla, había seguido cuidando a un toro alado entrecano que no tenía pareja; había envejecido sin compañera —era el último de la lista y no había podido emparejarse— y sufría reuma y depresión.

Estaba tan absorto en esos pensamientos mientras descendía de puntillas la escalera que se olvidó de cerrar el farol de latón de la vaca preñada. Cruzó rápidamente el recibidor y se apoyó contra la pared, dejando que los golpes de Midas lo atravesaran a modo de enmienda a los latidos de su corazón.

Catorce años atrás, Evaline le había sonreído. Se habían sentado a hablar y hubo entendimiento. Habían encontrado una frecuencia común, como los insectos, y no necesitaban palabras ni lenguaje corporal para comunicarse.

Se incorporó y abrió la puerta.

No sabía qué decir. Aquel chico era más alto que el marco de la puerta. Le tendió la mano.

—Hum... —murmuró Midas sin estrecharla—. Hum...

Henry lo miró de arriba abajo moviendo la cabeza.

—Yo... Bueno... Me llamo Midas Crook. Creo que... hum... Creo que usted conocía a mis padres.

—Aja.

—Ajá.

—Bueno...

—Esto... ¿puedo pasar?

Henry infló los carrillos, pero acto seguido se apartó para dejarle entrar. El pasillo de su casa tenía el techo bajo; en el suelo —de tablones de madera que crujían— estaban amontonados de cualquier manera viejos archivadores y paquetes de papel atados con cuerda. Vio que Midas se fijaba en los bocetos de insectos enmarcados —en vuelo o diseccionados— que adornaban las paredes del vestíbulo, y el hecho de que un desconocido reparara en esas cosas, que él llevaba años viendo a diario, le produjo un desagradable cosquilleo en la piel.

Guió al joven hasta un salón decorado con más tórax, alas y ojos compuestos. En una vitrina había una tabla con mariposas sujetas con alfileres. En una pecera de cristal, las hormigas cubrían unas hojas estriadas. Dos velas gruesas ardían con llama vacilante en sendos farolillos de papel, moviendo las sombras de la habitación en
stop-motion.
Había una mesa baja, antigua, con cuatro taburetes acolchados.

Henry, nervioso, se tiró de la barba.

—Bueno... Me llamo Henry —dijo, y sus palabras sonaron extrañas. No utilizaba la voz a menudo. Sus amígdalas eran como dos bolas de naftalina, y su lengua, una puerta chirriante.

—Ya lo sé.

—Ah.

Volvió a ofrecerle la mano al visitante, pero de nuevo sólo recibió a cambio una mirada intranquila. ¿Era esa negativa a estrechar la mano que le tendían un insulto, o era él quien estaba mostrándose ofensivo? Henry no estaba seguro.

—Bueno —dijo rastreando su memoria en busca de alguna fórmula de cortesía—. ¿Te apetece un té?

—¿Podría ser... un café?

—Lo siento, sólo tengo té. Té verde.

—En ese caso, sí. Por favor.

Henry vaciló un momento y luego se dirigió a toda prisa a la cocina.

Midas se levantó, sorprendido de la sencillez con que habían salvado la situación. La casa olía a pergamino seco, pero bajo ese olor se percibía el hedor del pantanal. Examinó unas fotografías aéreas del mar expuestas en marcos de madera. Se veía una especie de destello solar, pero, cuando lo examinó más de cerca, reparó en que no se trataba de un efecto de la luz, sino de algo tangible que estaba en el agua, a poca distancia de la superficie. Junto a esa fotografía había un dibujo enmarcado de una medusa, con los tentáculos etiquetados en latín. Midas recordó a su padre riendo entre dientes mientras leía libros en esa lengua muerta.

Henry volvió con el té verde en unas delicadas tazas de porcelana con pétalos rojos pintados en el borde. Sorprendió a Midas mirando el dibujo de la medusa mientras dejaba las tazas.

—La cortaron en rodajas, pero aun así no descubrieron dónde tenía la luz.

—Ah, ¿sí?

—Es un espécimen local. Eso es un dibujo de la disección. Esas medusas brillan... Bueno, todo eso ya lo sabes, claro.

El joven asintió con la cabeza. Lo sabía todo sobre los invertebrados que hibernaban y que en diciembre plagaban las calas, atrapando la luz del sol en sus hinchados cuerpos y devolviéndola en forma de destellos que componían un espectáculo de luces eléctricas. Pese a ello, pese a que podían captar cada rayo de luz y convertirlo en un destello rosa o un chispazo amarillo, tenían algo que le hacía mantenerse alejado de aquel espectáculo.

—Cuando llegué a Saint Hauda, parte de mi trabajo consistía en estudiarlas. Había visto medusas más pequeñas en la cocina de mi padre, en Osaka: pequeñas criaturas blancas, parecidas a los hongos bejín, que él cortaba en tiras para rebozarlas. Pero la especie que llega a este archipiélago es completamente diferente. Completamente.

—¿En qué consiste con exactitud su trabajo? —Henry se sonrojó—. ¿Es biólogo?

—Bueno, digamos que tengo cierto nivel de... conocimiento que me permite mantenerme. Antes, por ejemplo, se creía que las medusas gravitaban hacia las islas para criar, hasta que mis investigaciones demostraron que emiten luz cuando mueren.

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