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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (32 page)

BOOK: La chica con pies de cristal
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Midas peleó con su lengua para ser el primero en decir algo.

—¡Ufffl —consiguió articular.

—Quítate los zapatos.

Midas obedeció. Ella empezó a besarlo otra vez; lo agarró por un muslo y le hincó las yemas de los dedos, mientras él mantenía sus manos inertes junto a los costados. «Dios mío», pensó Midas, feliz. Ida le deslizó una mano por debajo de su camiseta, y luego por debajo del apretado cinturón. Él profirió un sonido gutural.

—Relájate —pidió ella desabrochándole la camisa—. ¿Qué pasa?

—Nada. En serio —replicó él negando con la cabeza.

Ida le quitó la camisa, y él notó los primeros síntomas de relajación: sus músculos se volvían de gelatina. En lugar de caer como una estatua derribada, se desplomó como una muñeca de trapo. Los pulmones se le llenaron de Ida. Ella le cogió las manos y las guió por su sedosa cintura. Él recorrió su piel centímetro a centímetro, palpó los surcos entre sus costillas. Ella le agarró una mano
y
se la deslizó por debajo del sujetador, donde se agarrotó como un guante; entonces le acarició los dedos, que volvieron a cobrar flexibilidad. Midas notó un tejido blando bajo el pulgar.

Ida se quitó la camiseta
y
se desabrochó el sujetador. Al principio, la sombra que proyectaban sus pechos lo hipnotizó, pero cuando reparó en que ella tenía los ojos humedecidos se apartó. Ida parpadeó, pero él ya había visto las marcas del vientre.

Alrededor del ombligo se apreciaban unas espirales de piel blanca y mate. Partían de su cintura y le recorrían el abdomen, dibujando un remolino alrededor del ombligo. Acentuaban la textura de la piel, surcada de hoyuelos, hasta hacerla parecer de cítrico. En cada poro había una motita que brillaba bajo la luz de la luna; juntas, componían el cianotipo del cristal, un alarde de la transformación que iba a producirse. Aterrado, se preguntó qué alteraciones habría llevado a cabo ya el cristal en el resto del cuerpo de Ida.

Seguía con la vista fija en su cintura cuando ella le puso una mano en la ingle, mirándolo en busca de una señal de aprobación. Él asintió. Ida se quitó la falda; Midas tragó saliva.

—¿Qué pasa?

—Nada.

La piel de las caderas ya había adquirido el mismo blanco de las marcas de la barriga. En los muslos no quedaba ni rastro de color. La inflamación producida por las cataplasmas casi había desaparecido, pero la piel tenía una textura gomosa. A la altura de las rodillas, en cambio, la piel parecía translúcida. Se distinguía el rosa de los tendones bajo una membrana cristalina. En las pantorrillas, transparentes, quedaban pedacitos de músculo, como confeti que se marchitara en una calzada mojada. Y en la parte exterior de la rodilla derecha, la que se había golpeado en Enghem Stead, había una mancha de cristal que parecía más avanzada respecto al resto del proceso, rodeada de piel, como una pequeña ventana. Ofrecía una imagen de los huesos cristalizados, igual que muestras expuestas en un tarro.

Ida volvió a atraer a Midas encima de ella. Era imposible sentir tantas experiencias de golpe. El calor de los labios; el peso del liviano cabello de Ida; el destello del blanco surcado de venitas de un ojo; el subir y bajar del pecho. Ida tragó saliva. La suavidad de su cuello. La tensión de su vientre contra el de él. Lo mullido de sus pechos. La frialdad de las rodillas. Sus rígidas articulaciones. El peso muerto de sus piernas.

Al principio, creyó que la expresión de Ida era de placer, pero, cuando sus jadeos alcanzaron un tono torturado, ralentizó un poco sus movimientos. Ella se tapó la cara con las manos.

—Me duele —susurró—. Es como si me clavaran cuchillos en la pelvis.

Midas se retiró y se tumbó a su lado.

—Creo que tengo cristal dentro —dijo, y a continuación sofocó un grito, llevándose las manos al vientre.

—¡Ida!

—Tranquilo, estoy bien.

A través de una mancha transparente y empañada de su cadera, Midas vio algo granate que latía. ¿Sería un órgano? ¿El colon, la vejiga, el útero? Un sudor frío cubría el torso, los brazos y la cara de Ida, haciéndolos brillar intensamente. Las venas, color violeta, discurrían por la cara interna de sus muslos. Ida parecía un personaje salido de un sueño. Dejándose llevar, Midas alargó un brazo y hundió una mano en el cabello de su amiga.

Ese contacto le hizo comprender que la amaba. El calor de su cuero cabelludo. La grasa de sus rizos. Enroscó el pelo alrededor de su mano, y éste retrocedió entre sus dedos como arena. Se quedaron largo rato tumbados uno al lado del otro. Oyeron ladrar a un perro. Midas no podía creer que hubiera vivido tanto tiempo sin querer tocar a nadie ni ser tocado. La fotografía le había hecho olvidar cuánto necesitaba esa sensación.

Ida le acarició una mejilla. Él se encogió y luego se relajó.

—Quiero pedirte una cosa. —Ida respiró hondo y miró al techo—. No soporto esta inseguridad.

Midas aguardó. Se daba cuenta de que no siempre era imprescindible hablar.

—Quiero estar contigo todo el tiempo que me quede —anunció, cerrando los ojos.

Los ladridos del perro cesaron. A Midas le pareció oír los copos que se posaban en el alféizar de la ventana, y en algún rincón de la casa, una burbuja engullida por un caño. Permanecieron en silencio hasta que él notó que la respiración de Ida se volvía más lenta. Giró la cabeza hacia ella y vio que sus ojos se movían muy deprisa bajo los párpados. Permaneció despierto, pensando que aquel momento era como el tiempo atrapado en una fotografía. El instante duraría eternamente, en estasis. Saboreó un rato esa idea, y poco a poco fue quedándose dormido.

Capítulo 34

La capa nevada se derretía en la ciénaga. Unas minúsculas pulgas de la nieve, amodorradas durante el invierno, habían abierto sus cámaras de hielo y salido a la luz de la mañana tras tantear el terreno con las patas delanteras. Una nutria solitaria se daba un baño frío en una laguna que una semana atrás todavía estaba helada. El azul del cielo empapaba el amarillo enfermizo de los juncos y las azucenas, tornándolos de un verde apagado. Un trío de peces que habían quedado atrapados en el hielo del río comprobaron el estado de sus aletas y siguieron nadando.

Henry apartó los libros y los dibujos de insectos de su mesa y, con cuidado, puso la vaca preñada en el cálido nido de un viejo gorro de lana. El animal se acurrucó hasta acomodar su hinchada panza mientras Henry seguía con los preparativos. Primero puso un calefactor eléctrico, de filamentos rojos, sobre la mesa. Luego sacó una cartera de piel de un cajón, en la que había un juego de fórceps minúsculos fabricados por él mismo con pinzas de depilar y alfileres. La vaca gimió y hundió la testuz en la lana; no paraba de agitar la cola golpeándose las ijadas.

Henry acercó un poco el gorro y deslizó un pulgar bajo el cuello de la res alada y entre sus patas traseras para ayudarla a ponerse en pie. El animal consiguió levantarse, pero le temblaban las alas, y Henry necesitaba apartárselas para poder trabajar. Tenía un arnés especial para la ocasión, que le ciñó, sin apretarlo, alrededor de los hombros. Atado al arnés había un sencillo separador de cartulinas que mantenía las illas extendidas y protegidas.

Cerró los ojos y respiró acompasadamente para apaciguar sus latidos. En el pasado se habían producido algunos accidentes, sobre todo en la primera época, pero, desde hacía unos años, la mayoría de los partos se llevaban a término con éxito. Y sin embargo... últimamente había descuidado un poco el rebaño pensando en Evaline y en Ida, y no quería que eso le hiciera cometer errores durante una operación tan delicada. Dio un sorbo de ginebra y lo paladeó tratando de relajarse. Escogió un fórceps y lo sujetó entre el pulgar y el índice, concentrándose en el metal hasta que dejó de temblarle la mano. Entonces, con suma precisión, abrió las diminutas pinzas y las introdujo en la vagina de la vaca. No podía calcular la fuerza que ejercía el fórceps sobre el ternero que la vaca llevaba en el vientre, sino que tenía que obedecer a su instinto para calcular la presión necesaria. Conteniendo la respiración, extrajo el ternero y lo expuso a la luz. Tras él salió la placenta. La cría estaba envuelta en un saco amniotico amarillo que se tensó cuando estiró las patas. Su madre, jadeando aliviada, se tambaleó y empezó a lamer el saco desde la cabeza, revelando una cabecita negra y rizada con una mancha blanca en el morro. En el lomo, aunque difíciles de distinguir del saco, estaban las membranas lila de las alas. Henry se recostó en la silla, sonriente; cruzó los brazos sobre el regazo y observó.

Siempre le emocionaba ver a la madre lamer a su cría después del nacimiento para desprender la placenta. Eso demostraba que la pasión no era un sentimiento exclusivamente humano, y ponía de manifiesto su carácter físico. Brindó a la salud de la vaca alada alzando el vaso de ginebra. La ternura y la emoción iban cogidas de la mano de la sangre y las vísceras.

Le habría gustado experimentarlo personalmente.

Era asombroso lo que podía afectarte un poco de interacción con otros seres. Henry le puso comida a la vaca alada y fue al cuarto de baño. Se lavó y luego bajó a comer un mendrugo rancio, con la esperanza de calmar su estómago. Había decidido ir a Martyr's Pitfall. En el pasado había acudido allí dos o tres veces, pero se había limitado a espiar a Evaline. Siempre se había marchado convencido de que la mujer a quien había conocido ya no estaba en el frágil cuerpo que él observaba en secreto. No había anunciado ninguna de aquellas visitas, pero esa vez pensaba avisar. Intentó plancharse una camisa vieja, pero no recordaba cómo se hacía; como estaba nervioso, sólo consiguió marcarle unas tremendas arrugas. De todas formas, se la puso, se sirvió otro vaso de ginebra y lo apuró con prisas antes de partir.

Mientras conducía hacia Martyr's Pitfall, notaba sus nervios tensos como tambores de guerra, una sensación que fue intensificándose a medida que se acercaba a la roma cima del peñón de Lomdendol, coronada con pobres vetas de nieve. Cruzó los puentes zigzagueantes que llevaban a Lomdendol Island y sintió la sombra del peñón como un olor desagradable. Las laderas más bajas del gigantesco cerro se hallaban pobladas de árboles enclenques con las cortezas recubiertas de hongos muertos. Entre los árboles se atisbaban las austeras fachadas de las viviendas y las residencias para ancianos. Se fijó en que había muchas más casas deshabitadas que la última vez que había estado allí; los letreros de «EN VENTA» estaban caídos y cubiertos de barro y de huellas de neumáticos. La población más joven del archipiélago de Saint Hauda había emigrado tras la prohibición de la caza de ballenas, y quienes se habían quedado allí estaban sumidos en la melancolía y la inactividad. Eso le hizo sonreír, pues le ayudaba a imaginar el archipiélago habitado únicamente por teses aladas.

La asistenta de Evaline, Christiana, fue a abrir la puerta y, como es lógico, no lo reconoció. Henry había olvidado que para hablar con Evaline tendría que persuadirla. Se quedó un momento de pie, pasando por alto sus educadas y atentas interrogaciones (¿En qué puedo ayudarlo? ¿Se ha perdido?). Luego entró en la casa esquivando a la chica; corrió por el pasillo, abrió sin vacilar la puerta del salón e, incapaz de estarse quieto, se puso a dar saltitos como si matara insectos. Evaline se levantó y acalló las protestas de Christiana llevándose un dedo a la boca.

—Ho... ho... hola... —Henry se pasó la lengua por los labios, que sabían a ginebra.

—Henry Fuwa.

Él reparó en que había estado tan preocupado por cómo reunir el valor para acudir hasta allí que no había pensado qué diría cuando llegara.

En la habitación reinaba una atmósfera irreal. Henry estaba a un metro de distancia de Evaline, y sin embargo tenía la impresión de que entre ellos dos se alzaba una barrera de cristal. No podía estirar un brazo y tocarla, como no podía alargar un brazo para tocar la bandeja del té ni agacharse para rozar la alfombra.

Vio que ella estaba a punto de echarse a llorar. Su expresión normal se hallaba tan cerca del llanto que bastaría un sutil movimiento muscular para que se abrieran los conductos. Tampoco alteró su postura: permaneció con las manos entrelazadas y los hombros caídos. La verdad es que sólo cambiaron sus mejillas: brillaban como una piedra en la ciénaga cuando nace un arroyo.

Habían pasado muchas cosas desde la última vez que se habían visto, pero sólo el tiempo les daba peso. La vida había sido una rutina desde el momento en que él la vio por primera vez; una rutina cómoda, cierto, pero que impedía que los días se distinguieran unos de otros. La importancia acumulativa de todos aquellos años nada era comparada con el único día que habían pasado juntos con las libélulas a la orilla del río. Sin embargo, en cierto modo aquellos años comprimidos eran responsables de esa barrera invisible que dividía el salón de Evaline en dos, asignándole un lado a ella y otro a él. Era lo más tangible de la casa. Henry levantó un brazo y lo notó en el aire. Sus caras estaban a tres palmos escasos, pero su mano no podía acercarse más. Ella también alzó una mano, de manera que sus palmas quedaron separadas por sólo unos centímetros. Un panel de aire del grosor de una uña separaba sus dedos, pero Henry ni siquiera podía sentir el olor de Evaline, ni su aliento.

Permanecieron así hasta que a él empezó a dolerle el codo, y cuando bajó la mano, ella hizo otro tanto, como si fuera su reflejo. Volvió a sentarse en su butaca, clavó la mirada en su nevado jardín y aferró con ambas manos la taza de té, ya frío. Se la acercó a los labios y dio un sorbo. Henry salió sin hacer ruido y cerró cada puerta, la de la habitación, la del pasillo, la de la casa... con la sublime delicadeza adquirida tras años de cuidado de las reses aladas.

Fuera, la sombra del peñón de Lomdendol lo amortiguaba todo. No había tráfico. Un gato se refugió en un seto nevado, procurando no rozar las hojas. El coche de Henry resopló alterando el silencio cuando salió de Martyr's Pitfall. Regresaría junto a sus reses aladas y a los zumbidos y chasquidos de la ciénaga, y jamás volvería allí.

Capítulo 35

En los tejados de Ettinsford, al derretirse la nieve, aparecían I rozos de pizarra limpia, cuerpos de luz líquida que refulgían donde durante semanas sólo había habido un blanco sucio. Frente a la iglesia de Saint Hauda, un carámbano que colgaba de la nariz de la estatua del santo goteaba sobre los pliegues de bronce de su túnica. El estrecho de Ettinsford se ampliaba a medida que los cursos de agua descendían borboteando por las pendientes del parque. Los coches circulaban despacio por las calles mojadas, y los faros convertían en bombillas los adoquines. En el jardín de Midas, un mirlo daba saltitos bajo el canalón, hasta que le cayó encima una bomba de nieve. Entonces graznó e, indignado, agitó las plumas. El goteo de los canalones tamborileaba en la tapa del cubo de basura, por donde unos hilillos de agua trazaban indecisos caminos. De los árboles cuyas ramas se inclinaban sobre la valla caían montones de nieve que hacían temblar los arbustos.

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