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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (34 page)

BOOK: La chica con pies de cristal
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Había escrito casi exclusivamente acerca del cristal que crecía en su corazón. Acerca del ruido hueco de sus latidos, parecido al de los golpes de un tenedor en una copa de vino. Acerca del dolor que experimentaba cuando subía un tramo de escaleras, o cuando caminaba demasiado deprisa calle abajo para comprar el periódico. El mismo dolor que notaba si se le aceleraba el pulso. Una caricia de su esposa bastaba para que su pecho se llenara de pinchazos, como le había pasado al mirar una fotografía de una biblioteca que su hijo le había dejado en el estudio, a modo de regalo: le había retorcido el esófago y clavado las uñas en los pulmones.

Se recostó en la silla y se preguntó qué sería de esas otras páginas, las que acababa de escribir. Era demasiado tarde para entregarlas en mano, pues se arriesgaba a crear un momento emotivo, y eso quizá lo desviara de sus planes. No, se le había ocurrido una idea mejor. Pasó un dedo índice por los lomos de los libros de una de las estanterías hasta que encontró el borrador de
Sobre la belleza
, que había encuadernado en cuero negro como la melaza. Era inútil volver a la cama, porque el dolor del pecho y la emoción lo habían alterado. Se puso la chaqueta de
tweed
y un pantalón de pana y se fue al coche con su libro en una mano y las páginas de la carta recién escritas en la otra. Libros. Lectura. La magia del papel y la pluma. Su hijo todavía tenía que descubrir aquel mundo, pero quizá la lectura de aquellas páginas supusiera el momento decisivo. Había escrito sobre todo cuanto temía y más. Había descrito los rayos X, el momento en que por primera vez se enfrentó a esa oscura y transparente cartografía de sí mismo. Creía que esas palabras serían la conexión entre padre e hijo que siempre había soñado con ver surgir, desde el día que fue engendrado el chico.

Condujo bajo las estrellas, por carreteras oscuras, hasta Glamsgallow. Aparcó frente al pequeño taller de encuadernación, con aquellas páginas sueltas y el borrador encuadernado en piel en el regazo, y se quedó esperando a que llegara el amanecer, la hora de apertura, una oportunidad para arreglar las cosas.

Midas e Ida fueron hacia el sur, hacia Gurmton, por la carretera que discurría en lo alto del acantilado. El mar estaba cubierto de niebla, lo que les impedía calcular la altura a la que se hallaban. Cuando aparcaron en un mirador desierto y Midas arrastró las cajas hasta el mismísimo borde del terreno, parecía que estuviera de pie en la orilla de un lago de nubes. Unas infladas almohadas blancas se extendían hasta el horizonte, creando un paisaje demasiado celestial para su gusto.

Lo primero que sacó de las cajas fue el traje de chaqué. Lo alzó contra el viento, que se lo arrebató antes de que pudiera soltarlo; primero le arrancó los pantalones, y luego la chaqueta, y ambas prendas se perdieron en la niebla. A continuación les llegó el turno a las gafas paternas, que el viento hizo girar como una peonza. Unos dados de póquer de ballena se precipitaron, entrechocando, hacia las nubes. Un viejo pañuelo que nunca le había visto se hundió en la bruma como una mariposa empapada. Dejó que los vestigios de su padre fueran esfumándose uno a uno, y cuando los hubo lanzado todos a las nubes desde el acantilado, arrojó también las cajas.

Por último estaba el libro, que Ida le entregó con cierta solemnidad. Por un instante, Midas vaciló y pensó que si pudiera descifrar la caligrafía académica de su padre, quizá descubriera por qué su autor se había quitado la vida. Pero mientras lo sujetaba y pasaba un dedo por la cubierta, con cuidado de no doblar el lomo al abrirlo por primera vez y ver las páginas, todavía intactas, tuvo un vivo recuerdo de su padre realizando exactamente los mismos movimientos. Entonces arrancó las tapas y lanzó con furia las hojas, que lucharon contra el viento como criaturas aterrorizadas, golpeándose unas a otras.

Entonces ocurrió algo inesperado: sin poder evitarlo, gritó «¡No!» e intentó recuperar las hojas mientras la extraña caligrafía paterna se agitaba por el cielo; pero ya estaban muy lejos de su alcance, entre las nubes. Al lanzarse tras ellas, tropezó, e Ida tuvo que sujetarlo para que no cayera por el precipicio. Cundo tiró de él para alejarlo del acantilado, Midas perdió el equilibrio y cayó hacia un lado, sobre la hierba, y como iba sujeto al brazo de Ida la hizo caer también. Ella chilló, pero se desplomó encima de Midas, y aunque estuvo unos minutos resoplando y jadeando, no debía de estar muy consternada, porque apoyó una mejilla contra la de él y se quedó en esa postura. Ambos permanecieron así mirando el mar, un infinito manto de nubes.

Estuvieron en esa posición largo rato; Midas se maravillaba de lo liviano que era el cuerpo de Ida, excepto más abajo de las rodillas, donde el cristal la fijaba al suelo.

Entonces notó que le caía una lágrima en la cara. Alarmado, estiró una mano para enjugarle la mejilla a Ida. Pero su piel estaba seca y suave. Ida sonrió: sólo había sido una gota de lluvia. Cayó otra en la hierba, a su lado.

Unas columnas de bruma habían surgido del mar, elevándose por encima de sus cabezas y formando nubes de lluvia. Ida se incorporó con cuidado. Midas se levantó y la ayudó. Iba delante de ella, camino del coche, cuando Ida lo detuvo dándole un suave golpe en la cadera con una de las muletas, con la que a la vez señaló una hoja de papel arrugada que había quedado atrapada entre la hierba, y a la que la lluvia parecía haber eludido.

Midas recordó el nudo que se le acababa de hacer en la garganta al ver las hojas del libro echando a volar hacia las nubes. Se acercó, nervioso, a aquella hoja y la recogió.

La lluvia y la humedad de la hierba habían emborronado la tinta, extendiendo cada letra hasta formar un borrón acuoso azul y negro. El texto era ilegible, con excepción de las dos primeras palabras, escritas en la parte superior izquierda de la página: «Querido Midas.»

Volvió a hacérsele un nudo en la garganta. Las otras páginas ya debían de estar a kilómetros de distancia, más allá de aquella masa de bruma opaca, pero no importaba lo que hubiera escrito en ellas: el esfuerzo y el secretismo de su padre bastaban. Si aquellas palabras hubieran sido dolorosas, su padre no habría tenido reparos en pronunciarlas, y jamás se habría tomado tantas molestias para esconderlas. Midas arrugó la hoja con parsimonia, pero no la lanzó como había hecho con las otras. Se la guardó en el bolsillo de la camisa, se volvió hacia Ida y esbozó una sonrisa que se tornó sincera cuando ella lo besó en los labios.

A diferencia de la costa meridional, que era donde se habían tumbado Midas e Ida, las orillas orientales del archipiélago estaban despejadas, y desde lo alto de los acantilados se contemplaba una cala con rocas puntiagudas y restos de naufragios. Henry Fuwa estaba sentado con las piernas colgando en el acantilado; el viento agitaba las perneras de sus pantalones. Sacó el corazón de cristal de Midas Crook de la bolsa de plástico, que la corriente de aire le arrancó de inmediato, estrujó e hizo girar antes de inflarla como un pez globo y lanzarla hacia el horizonte.

Puso el corazón sobre sus muslos, y el color de sus pantalones brilló a través de él.

—Tú y yo casi no nos conocíamos, pero, aun así, traté de entenderte.

Unos frailecillos gritaban apostados en una lejana pirámide rocosa.

—Ahora comprendo que no eres tú quien me fastidió durante tantos años, sino lo que estaba ocurriéndote. —Tamborileó con los dedos en el corazón cristalizado—. Lo llevabas muy mal, claro; te desquitabas con otros. Nunca lo afrontaste. Así que no quiero que pienses que guardé esto por lástima. Sólo era... una forma de ganar tiempo para tratar de comprenderte. Ahora que te entiendo... me doy cuenta de lo cobarde que fuiste al final. Por suicidarte en lugar de luchar. Porque... ¿y si...? —Cogió el frío corazón de cristal y lo sopesó con las manos. Notaba la caída del acantilado a través de sus botas de goma. El viento le echaba el pelo atrás, le lanzaba aguanieve en la cara y lo obligaba a entreabrir la boca, exponiendo las encías. Pensó en el cadáver de la ciénaga—. Dejaste de confiar muy pronto en que pudiera haber un «y si», ¿verdad? ¿Y si, aunque te hubieras convertido por completo en cristal, hubieras podido volver?

El tampoco creía en esa posibilidad. Pero en su caso no podía haber gran cosa excepto fe.

Lanzó el corazón al mar sin pensárselo mucho. Cayó en picado y se estrelló contra las agitadas olas. La espuma salpicó y se formó una nube de astillas de cristal y gotas de agua que se expandió y encogió en un último e inútil latido antes de golpetear en el agua.

Henry suspiró. Miles de Evalines orbitaban en su pensamiento.

—Yo tampoco creo que haya un «y si» —admitió—, aunque no pierdo la esperanza de encontrar uno, en algún sitio.

Capítulo 36

Cuando Midas se marchó a trabajar a la floristería, aquella casa dejó de parecerle tan acogedora a Ida. Se dio cuenta de que lo único que estaba haciendo era esperar a que él regresara, así que decidió salir un poco. Tras subir con esfuerzo una pendiente, mientras nevaba, llegó al sitio más cercano que se le ocurrió donde podría sentarse sin que la molestaran. Los árboles del cementerio de la iglesia de Saint Hauda tendían las retorcidas ramas hacia sus hermanos de los bosques que crecían más arriba.

Estaba sola en el templo. Se sentó en un banco con cojines y aspiró el olor a vela gastada. Una vidriera representaba a un ejército de ángeles que contemplaban, impasibles, cómo Saint Hauda atravesaba volando las aguas del estrecho de Ettinsford, transportado por una bandada de gorriones. El vidrio había perdido color, y la imagen se veía en blanco y negro, lo que, supuso, era inevitable. En el altar había un jarrón con flores blancas, que imaginó que eran de Catherine's.

Un párroco entró en la iglesia por la puerta de la sacristía, borró los números de los himnos de la pizarra y volvió a desaparecer. En el estante trasero del banco que Ida tenía enfrente había una biblia. Ida la apartó con suavidad y apoyó la cabeza sobre la madera.

De niña había presenciado un desprendimiento de tierras: un acantilado se había derrumbado sobre el agua. Estaba de picnic con sus padres en el otro extremo de la bahía, contemplando los acantilados, donde el sol descubría cálidos destellos dorados. Hacía un día sereno y el mar estaba en calma y de un azul celeste. De pronto, al otro lado de la bahía, las rocas empezaron a resbalar hacia las aguas, como si las hubieran seccionado con un gigantesco cortador de queso. Las rocas, cúbicas, se desprendían de la costa a cámara lenta, arrastrando un resplandor amarillo de arenisca que se juntaba en el aire con la rociada de espuma. En cuestión de segundos, la forma del acantilado había cambiado y se había convertido en una maraña de piedra y hierba, y el mar acariciaba las rocas ambarinas cedidas por la tierra.

Ida se había preguntado a veces qué había pasado, sin que nadie lo viera, en el interior de aquel acantilado. Qué fisuras y abismos ocultos lo habían preparado furtivamente para su rendición final. Esos últimos días, le habían dolido partes del cuerpo que hasta entonces jamás le habían dolido. Un dolor como dentro de una costilla. Un dolor a lo largo de la columna vertebral. Un dolor en la cara interna del muslo que parecía del tamaño de una caverna.

Miró las otras vidrieras de la iglesia. Una serie de santos se habían descolorido también, como Saint Hauda. Haría falta alguien con conocimientos bíblicos de la profundidad de los de su padre para saber qué figura representaba a qué santo; para ella eran todos iguales. Fantasmas hermosos. En la vidriera que tenía más cerca se veía a una mujer virginal que sostenía una urna. A través de su cara y su túnica, distinguió el movimiento de un árbol del cementerio, cuyas ramas agitaba el viento.

Se estremeció. Levantándose con esfuerzo, salió de la iglesia ayudándose de las muletas, cuyo ruido al apoyarlas en el suelo resonaba en el techo.

* * *

Midas pasó la mañana repartiendo ramos por Ettinsford y los pueblos de los alrededores. La última entrega de la lista lo llevó hasta el extremo de la ruta de los salientes de granito, más allá de Tinterl. Aquella ruta era una línea de cumbres bajas que atravesaba las islas hasta el peñón de Lomdendol. No había estado allí desde el funeral de su padre, y le había sorprendido recibir el encargo. Tenía grabada en la mente desde su infancia la dirección que le habían dado: los inhabitables peñascos que rodeaban Wodenghyll Force, una impresionante cascada de altura equivalente a cinco casas, cuya rociada anunciaba su presencia como el humo de una hoguera. Al subir por la carretera desde Ettinsford, parecía que de cada grieta de cada roca brotara un hilillo de agua cristalina alimentada por la intensa nevada. A diferencia de casi todo cuanto había en aquellas islas, las paredes de roca gris y las peladas pendientes eran tan grandes como las recordaba de su infancia. Unos saltos de agua secundarios brotaban de las paredes de roca y caían en profundas lagunas, rociando de agua las carreteras llenas de baches.

Las cascadas de Tinterl nunca se habían granjeado la admiración de los turistas. Ni siquiera la tremenda furia de Wodenghyll Force poseía suficiente atractivo para alejar a los visitantes de la isla de las playas y la vida marina. Era impresionante como cualquier gran obra de la naturaleza, pero, pese a su ferocidad, le faltaba grandiosidad. En el viejo mapa de la isla de su padre, Wodenghyll era la que había merecido la anotación más larga:

un bramido que resuena en las laderas del monte

una vez vi un tordo atravesar la cortina de agua,

que lo derribó; sus huesos doblados y aplastados.

aquila naturaleza se odia a sí misma; cada saliente de

roca es una monstruosidad.

Bonito.

En el mirador que había en lo alto de Wodenghyll Force habían crecido enredaderas y unos jugosos musgos, que reventaron como babosas cuando los neumáticos los aplastaron al aparcar. Llevaba el ramo en el asiento del pasajero, un estrecho manojo de tallos y pétalos. La rociada de Wodenghyll Force enturbiaba el cielo, pero aun así Midas veía una gran extensión de los bosques del interior de la isla, cubiertos de nubes. En cambio, no divisaba ni una sola casa donde entregar el ramo.

Sin embargo, reconoció el coche que estaba aparcado en el mirador, el único vehículo que había.

Sentado al volante, Carl Maulsen se mordía las uñas. Lo primero que pensó Midas fue en llamar a la policía, pero la postura de aquel hombre translucía su derrota. Una incipiente barba plateada le cubría la barbilla. Midas no se sintió intimidado ni sometido, como le había ocurrido hasta entonces en presencia de Carl. Se acercó y dio unos golpecitos en la ventanilla, disfrutando de esa recién estrenada seguridad que Ida llamaba valentía. El hombre vaciló un momento y bajó el cristal.

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