La chica con pies de cristal (36 page)

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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: La chica con pies de cristal
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—Vaya, ni siquiera puedo incorporarme —se lamentó.

—Perdóname.

—No, no. Sólo ayúdame a levantarme. Noto la barriga fría. Congelada. Y alrededor de las caderas.

Midas la ayudó.

Se hallaban en lo alto de la loma; la marea habría tenido que subir dos metros para cubrirla, de modo que allí estaban a salvo del agua. La puesta de sol, como un herrero, arrancaba a golpes destellos rojos al cielo. Permanecieron sentados contemplando aquel espectáculo. Ida apoyó la cabeza en el hombro de Midas. Él apoyó la suya en su coronilla.

—Debería fotografiar esto.

—No. Recuérdalo, y a nosotros.

Midas tragó saliva.

Ida sonrió. Aquello era estar en el sitio adecuado y en el momento idóneo.

Se besaron mientras el viento los acariciaba.

Capítulo 39

Antes de ir a trabajar a Catherine's, le dejó a Ida unos narcisos amarillo pálido esparcidos por la mesa. Ella se sentó entre las flores y se puso a escribir felicitaciones de Navidad, que le había pedido a Midas que escogiera, pues a ella le cansaba sólo la idea de ir de compras.

Ida se dio cuenta de que las había elegido pensando en ella. Conocía los gustos de Midas, pues había visto algunas viejas que éste había conservado: fotos en blanco y negro de navidades del pasado; madres con expresión imperturbable que daban la mano a niños con blusones en calles adoquinadas; farolas de gas que iluminaban una intensa nevada; puertas de iglesia engalanadas con coronas de acebo. Pese a que a él le encantaban esas sobrias imágenes en blanco y negro, las que había elegido para ella eran bonitas y llenas de colorido. Había una serie de cuatro fotografías de ciervos en cañadas nevadas. Otra de un fauno de pelaje moteado que miraba con los ojos como platos desde un matorral de acebo cuyas bayas, rojas, realzaban el tono rojizo de su pelo. O la de la liebre entre las ramas horizontales de un roble caído, con una cómica cofia de nieve azulada. También otra de una pareja de ciervos que se frotaban el cuello bajo unas ramas de las que colgaban ramilletes verdes de muérdago.

Ida abrió la primera felicitación de Navidad y metió un cartucho de tinta en la pluma estilográfica. Distraídamente, escribió «Papá y mamá»; luego rompió la tarjeta y abrió otra, en la que escribió sólo «Papá». Dejó la pluma y respiró hondo varias veces. Un fuerte calambre le apretaba los intestinos y hacía que la sangre se le agolpara en la cabeza. Se concentró en respirar pausadamente.

Le había asegurado a Midas que se encontraba mejor. No le había mencionado que notaba en las caderas una parálisis distinta, caliente. Como si tuviera un molesto sarpullido en la parte interna de la piel. La insensibilidad de sus músculos se veía interrumpida regularmente por unos fuertes dolores. Ida imaginaba lo que todo aquello implicaba.

Arañó el tablero de la mesa al sufrir otro doloroso calambre. Apretó los dientes. El dolor disminuyó, y dio un resoplido. Cuando le había dicho a Midas que se encontraba mejor, él, profundamente aliviado, había esbozado la más amplia sonrisa que ella le había visto jamás y la había besado sin reparos ni vacilaciones.

Y era verdad, aunque el cuerpo le doliera más que nunca por culpa de Midas. Por culpa de ambos.

Suspiró. Si imaginaba que se convertía en cristal, sentía como si se hubiera abierto una trampilla en su interior y todo su valor se hubiera precipitado por ella. Pensaba en que era muy joven para sufrir tanto, lo que hacía que su sufrimiento pareciera aún más inmerecido. Había hecho un montón de cosas propias de jóvenes, y sin embargo, ni siquiera cuando había saltado al vacío (recordaba el silbido del aire en las orejas, la correa elástica del puenting formando una espiral tras ella) había sentido algo tan compulsivo como el deseo que sentía ahora de aferrarse a Midas. Iba a ser imposible darle la noticia de que sabía que no estaba mejorando. Notaba la invasión del cristal como un animal barrunta el temblor antes del terremoto; él no lo entendería aunque se lo explicara.

Había notado una colisión con Midas y ahora sabía que eso era lo que había deseado toda la vida: chocar aunque sólo fuera un instante con otra persona a suficiente velocidad para fusionarse con ella.

Ese momento no había llegado en plena noche de pasión, como imaginaba que sucedería, sino por la mañana, cuando ambos abrieron los ojos al mismo tiempo y se clavaron en los del otro. Eran recién nacidos, miraban con ojos como platos y compartían su primera bocanada de aire. Y ese instante había pasado tan deprisa como había llegado. Midas se había sonrojado y había desviado la vista. Ella había estirado un brazo y le había girado la cabeza.

Ahora que ya había experimentado ese momento, lo único que quería era volver a sentirlo. Esa mañana, en cuanto él salió por la puerta rumbo al trabajo, había notado cómo descendía la temperatura de la habitación, se intensificaba el dolor de la pelvis y la piel de las caderas. Suponía que, mientras tanto, tendría que contentarse con fingir que sí había un futuro.

Escribió «Feliz Navidad, papá. Ida», sopló para secar la tinta, metió la tarjeta en un sobre y entonces vaciló, a punto de lamer la banda de goma. Volvió a sacar la tarjeta del sobre, retiró el capuchón de la pluma y añadió: «...También quería decirte, papá, que es posible que no nos veamos hasta dentro de un tiempo. Quería que supieras lo feliz que he sido últimamente. He conocido a un chico. No sé si podré presentártelo pronto, así que, por si acaso, voy a hablarte de él. Al principio era muy tímido, pero ya no lo es tanto. Tiene una casita en un pueblecito en una isla. Esto te gustaría. Como tú dices: aquí, por la noche puedes oír tus propios pensamientos. Es fotógrafo. Pero sobre todo debes saber que estoy enamorada de él. Creo que una vez dijiste que el amor tiene que ser lo más importante. Estoy totalmente de acuerdo.»

Cuando ya no le quedó espacio en la tarjeta, sopló de nuevo. Metió la tarjeta en el sobre, lo cerró y pasó la lengua por la cola del sello.

En Catherine's, durante la noche, la corola de una gruesa rosa había derramado sus pétalos en un gran jarrón de cristal. Midas contempló con tristeza aquellos combados planetas rojos en el cosmos del agua y pensó en las piernas de Ida. Esa mañana, habían despertado al mismo tiempo y él no había reconocido su propia cama ni los ruidos de la calle. No había reconocido el tacto de las viejas mantas, suaves sobre su piel. No había reconocido a Ida; había sido como si la viera por primera vez. Como si ella fuera lo primero que él hubiera visto jamás.

Puso las rosas que aún estaban enteras en otro jarrón y vació el contenido del primero en la pila. Los pétalos se arremolinaron en el recipiente de acero inoxidable y luego quedaron amontonados en el desagüe. Midas fue a la ventana y puso unos tubérculos de madera entre tulipanes de raso. Las flores parecían cómplices unas de otras. Muchas veces, estando solo en una habitación donde había flores, había notado que sus pétalos susurraban a una frecuencia inaudible para el ser humano. Fuera, una débil niebla se cernía sobre la calle y la hacía parecer un escenario musical lleno de hielo seco. Más allá, el pueblo sólo era una imaginación.

Suspiró. Estaba deseando que terminara su turno. Quería volver con Ida, pese a que esa tarde iban a salir juntos en barca, y eso lo aterrorizaba.

Llevaba todo el día paranoico. Lo primero que había hecho esa mañana había sido borrar todas las fotografías que tenía de Ida. Mientras cargaba su ordenador portátil, la observaba dormir. Tenía el cabello encrespado y los labios resecos. Confió en que estuviera durmiendo bien. No quería que volviera a despertar palpándose los tobillos como si tratara de desmentir una pesadilla.

Sólo había fotografiado sus pies; ni una sola vez la había fotografiado a ella. Por eso las había borrado.

La luz no transmitía la verdad, como él siempre había creído; de hecho, no podías hacer nada para preservarla. La luz sólo servía como metáfora del momento inasible. Hasta que se inventó una cámara que podía devolverte por completo a un instante de tu pasado, esa clase de imágenes no servían de nada. Al principio fue emocionante borrarlas: sin ellas, sólo tenía la piel, el cabello, el cristal de Ida. La realidad resultaba liberadora. No obstante, más tarde, rodeado de aquella atmósfera polinizada que tan bien conocía, mientras atendía las rutinarias exigencias de los clientes, empezó a dudar de haber acertado con su decisión.

La puerta se abrió con un tintineo de campanillas. Una ráfaga de viento hizo temblar los tulipanes. Midas recordó el día, no muy lejano, que Ida había entrado en Catherine's ayudándose de sólo un fino bastón. Esa vez era Gustav, lo cual significaba que el turno de Midas había concluido.

—¿Qué te pasa? —preguntó Gustav, extrañado.

—Voy a salir en barca con Ida —explicó, tan nervioso que le temblaban las manos.

—Esa chica es maravillosa. Nunca en mi vida habría pensado que te vería ir en barca. Antes esperaría verte en una nave espacial.

Midas pasó al otro lado del mostrador poniéndose la chaqueta, camino de la puerta; sonrió con una mezcla de felicidad y terror, y echó a correr calle abajo hacia su casa.

Gustav negó con la cabeza y se sentó al escritorio. Desenvolvió un bocadillo de salchichas con salsa de barbacoa y abrió el periódico del día. Lo había hojeado todo y se disponía a leer con mayor detenimiento las páginas deportivas cuando sonaron las campanillas de la puerta y por ella entró, tímidamente, una mujer con una elegante gabardina negra. Tenía una larga cabellera oscura y no llevaba maquillaje que disimulara sus ojeras.

—Busco a Ida Maclaird —anunció con tono apremiante—. ¿Sabes dónde puedo encontrarla?

Emiliana Stallows había pasado unos días en el continente. Después de marcharse de Enghem había llamado por teléfono a un hotel de Glamsgallow, frente al mar, para reservar una habitación, pero había cambiado de idea nada más llegar allí. Tras permanecer un par de minutos de pie frente al mostrador de recepción, en el acogedor vestíbulo, sin prestar atención a las preguntas del recepcionista, e incapaz de pensar en nadie que no fuera Ida Maclaird, había pedido que le devolvieran su tarjeta de crédito, se había colgado el bolso del hombro, había salido a la calle y había recorrido el paseo marítimo bajo la lluvia hasta la terminal del ferry.

No le había gustado la travesía, pues el ferry se balanceaba tanto que, cuando miraba por la ventana, el oscuro mar parecía paralelo al cristal. Lo que la salvaba era la frágil sensación de que aquel viaje tenía un objetivo. Apretada en el puño, llevaba una hoja arrugada con la dirección de la familia de Saffron Jeuck.

Le costó dar con su casa, en una urbanización de una población de reciente construcción cuyas calles eran estrechas y cuyas casas estaban comprimidas en ordenadas hileras de limpio ladrillo. Hubo un momento incómodo, cuando el señor Jeuck abrió la puerta. Fue el primero de una tarde repleta de momentos incómodos.

Emiliana sabía que Saffron se había quitado la vida por culpa del cristal. Un final que siempre le había parecido suficientemente espantoso para la historia, de modo que curiosear en los detalles de los últimos instantes de la existencia de la chica se le antojaba cruel. Sin embargo, Emiliana confiaba en que el relato completo pudiera revelarle algo. Algo que pudiera servir a Ida.

Al salir de casa de los Jeuck, tras haber oído un relato que era todo lo contrario a lo que esperaba, rompió a llorar. En sus últimas horas, Saffron había llamado a gritos a su padre, que había corrido junto a ella y se había sentado apoyando contra su cuerpo el de su hija. Juntos habían contemplado una inesperada fase final de la transformación. Saffron llevaba unos días quejándose de una nueva sensación de debilidad; era como si su cuerpo hubiera estado librando una larga batalla y, por puro agotamiento, empezara a rendirse. A medida que la carne cedía, el cristal avanzaba a una velocidad sin precedentes. Tiempo atrás, padre e hija habían hablado de lo que harían llegado ese momento, pero al señor Jeuck le temblaban demasiado las manos para abrir el tapón de seguridad del pequeño tarro de pastillas. Saffron tuvo que abrirlo ella misma, vaciar el contenido en su boca y tragarse las pastillas sin agua.

—Tienes que decirme dónde está Ida —insistió Emiliana inclinándose sobre el mostrador de Catherine's—. Necesito hablar con ella urgentemente. O con Midas. ¿Puedo hablar con él?

—Tranquilícese —replicó Gustav—. Han salido a dar un paseo en barca. Podrían estar en cualquier sitio, pero del mar.

—Es que... —dijo, dando un golpetazo en el mostrador, desesperada—. Ida está muy enferma. Y he de darle una noticia terrible.

—No hay forma de dársela. Y aunque la hubiera, ¿está segura de que ella querría oírla?

Allí los acantilados se habían derrumbado recientemente sobre la playa, y donde se habían desprendido grandes bloques de piedra se habían formado cuevas calcáreas. En el agua había dos desvencijados embarcaderos, uno de ellos partido por la mitad, con un yate ballenero medio hundido y oxidado a un lado, del que sobresalía una parte del casco, así como el mástil roto.

Ida se reclinó en un bote de remos y vio cómo Midas iba arriba y abajo por el embarcadero que estaba intacto, cuyas tablas retemblaban con cada paso. Lo miraba llena de admiración, pues, aunque él todavía tenía sus neurosis, se disponía a desafiarlas. Sólo necesitaba entrenamiento. Midas soltó un débil gruñido, giró para colocarse de cara al bote y luego volvió a girar, como un fantasma que no se atreve a cruzar el agua. Ida le tendió una mano. Él inspiró tan hondo que a ella le pareció ver cómo el aire se introducía en su cuerpo. Entonces saltó, y el bote dio una sacudida. Se aferró a los costados de madera con las uñas, como un gato empapado, sin darse cuenta de que era eso contra lo que había luchado: contra el miedo a que el agua no pudiera mantener el bote a flote. Cuando hubo comprobado que seguía flotando plácidamente, se atrevió a retirar las manos de los lados.

Después se sentó en silencio, con las rodillas pegadas al pecho, mientras Ida empezaba a remar. Temía no poder hacerlo sin ayuda de sus piernas, pero el peso del cristal la anclaba al fondo del bote y le permitía tirar con los brazos. Zarparon, y la orilla fue convirtiéndose en una línea de tiza en un muro de piedra.

El arenoso fondo marino parecía fundirse con el agua. A medida que se alejaban, su transparente oquedad fue tornándose oscura e insondable. Una fina bruma transformaba gradualmente el horizonte en una atmósfera vacía con olor a sal.

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