Read La chica con pies de cristal Online

Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (31 page)

BOOK: La chica con pies de cristal
4.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Carl... —dijo Ida.

Éste se levantó de un brinco de la silla y se la ofreció. Ella se sentó como lo haría una anciana. Carl notaba su olor: mucho más natural que el de Emiliana, que sin duda había sido preparado en un laboratorio, y aunque no le recordaba al de Freya, se consoló pensando que debía de ser similar al de Ida.

—Carl...

—Ida, Emiliana me ha dado una mala noticia.

La joven lo miró con gesto preocupado, y él agachó la cabeza.

—¿Qué ha pasado, Carl?

—Sabes que siempre he sentido un gran afecto por ti. Ése ha sido mi mayor imperativo. Tu madre... Cuando ella sufría... Me habría gustado hacer lo que nadie hizo por ella.

—Nadie podía curarla, Carl —aseguró Ida, suspirando con hastío.

—Pero me habría gustado estar allí con ella. ¿Me reprochas que no estuviera?

Ella no contestó.

—Tu padre no me avisó. Joder, Ida, tú tampoco.

—Tú y yo llevábamos mucho tiempo sin hablar. Papá dijo que a nadie a quien mamá no hubiera interesado en vida podía interesar su muerte.

Carl soltó un burlón resoplido. La niebla se desplazaba lentamente por la terraza y hacía que Ida pareciera desenfocada.

—Papá ya sufría suficiente, Carl, y, la verdad sea dicha, nunca le caíste bien. Como supongo que ya sabrás.

Él se recostó en la silla y se frotó la mandíbula.

—Me dieron a entender que ella prefería que no volvieramos a vernos... Pero lo he mencionado —continuó— porque quería que supieras que no soporto la idea de que tengas un final interminable, como le pasó a tu madre. Y... que todo es una farsa.

—¿Qué es una farsa? —preguntó despacio, tan serena como una muñeca de porcelana.

Carl se llevó ambas manos a la cabeza. Freya había determinado su vida entera. Cuanto él había hecho. En lo que se había convertido. Ida era lo único que quedaba de Freya, y él sólo había conseguido engañarla.

—Yo quería... —dijo en un tono apenas audible, así que lo repitió—: Yo quería ayudarte, recuérdalo. Quería ayudarte para ayudar a tu madre.

En la terraza reinaba un profundo silencio.

—Carl —dijo Ida con un hilo de voz. Hasta el levísimo movimiento que hizo para coger la muleta que tenía más cerca produjo un susurro considerable—. No estamos hablando de mi madre.

—Lo intenté, Ida.

—Tampoco estamos hablando de ti, Carl.

Él pensó en los pies de cristal. Imaginó que podía sentir, por empatía, el dolor de las quemaduras por congelación que le cubrían las piernas.

—Necesito que me ayudes —dijo Ida con voz trémula.

—S... sí —balbuceó él—. Claro. Tendría... Tendría que examinarte las piernas. Déjame vértelas otra vez.

Le pasó las manos por el cabello. Sólo pensaba en dos cosas. La primera era que tenía que encontrar otra manera de salvarla. La segunda, que debía volver a ver las rodillas ensangrentadas de Freya Maclaird.

—Llévame a Ettinsford, Carl. Es lo único que te pido.

—¿Para qué quieres ir allí? —preguntó él frunciendo el ceño. Dio una palmada y añadió—: Vamos, enséñame las piernas. Quítate las botas y los calcetines. Yo te ayudaré, Ida. Te ayudaré mejor ahora que estamos tú y yo solos.

—Llévame a Ettinsford, por favor.

—¡Cálmate, jovencita! —exclamó él apretando los puños—. Tenemos que solucionar esto. ¡Tú y yo! No puedes perder el tiempo con ese desgraciado.

Ida le dio una bofetada.

Carl sintió que todo se agolpaba en su cabeza y se lanzó hacia la falda de Ida. Ella gritó y le pegó, pero sus golpes eran flojos como gotas de lluvia. A Carl le bastó un brazo para inmovilizarla en la silla.

—¡Suéltame! —la oyó chillar, pero como si estuviera muy lejos. Asimismo, un pegote de saliva que había ido a parar a su barbilla parecía intangible como un recuerdo. Resoplando, concentrado en la ropa y el cuerpo que había debajo, estiró el brazo que tenía libre y le levantó la falda hasta las caderas. Ida forcejeaba, pero la fuerza de Carl y el peso inmóvil de sus propias piernas le impedían levantarse.

Sus piernas. La extensión de sus muslos era un campo de batalla de hinchados verdugones rojos y piel dura y blanca, pero él sólo tenía ojos para los débiles rastros de sangre bajo las espinillas.

Oyó gritar a Freya. Ella negaba con la cabeza. Pero todo parecía remoto.

Ida le golpeó en la cabeza con la muleta.

Carl le soltó las manos, y entonces ella le pegó con ambos puños, fuerte, en la mandíbula. El apenas lo notó, dio un paso atrás y, dejándose caer, se sentó en el suelo de madera. Entonces levantó ambas manos en señal de rendición. El mundo se hizo pequeño.

Ida, pálida y sollozante, recogió las muletas, bajó precipitadamente los escalones de la terraza
y,
con gran esfuerzo, empezó a avanzar por la playa de guijarros. Carl la vio tropezar y caer y volver a levantarse. Hasta que la niebla la engulló.

Carl agachó la cabeza, consciente de que la triste historia de su vida se repetía. Había recordado muchas cosas de Freya desde que Ida llegó al archipiélago de Saint Hauda. De pronto empezaron a asaltarlo aquellas de las que no había guardado memoria. Momentos horribles e inseguros. El día que la había visto besar en la boca a otro hombre en una pista de baile, y la sensación que experimentó cuando ella abrió los ojos y frunció el ceño al ver la crispada expresión de él. La noche que, después de acompañarla a su casa —habían bebido y ambos estaban un poco aturdidos—, había intentado abrazarla por la cintura y ella le había apartado suavemente el brazo; él había insistido, y ella lo había alejado de un manotazo y había entrado corriendo en la casa. Las palabras que Freya le había dicho esa noche, y que él había rescatado de sus recuerdos. Se preguntó cuántos momentos más habría emborronado y falseado. De qué parte de su mundo podía estar seguro.

Cerró los ojos y escuchó los latidos de su corazón, que envejecía en su interior. Oyó los crujidos de Enghem Stead. Notó el ritmo de su pulso, el leve silbido que últimamente acompañaba su respiración.

Al cabo de un rato, la niebla había empezado a disiparse. Oyó pasos. Levantó la cabeza y vio a Midas Crook, que estaba sin aliento.

—¿Qué quieres? —le preguntó Carl en tono desabrido.

Midas lo agarró por el cuello de la camisa y tiró tan fuerte de él que estuvo a punto de hacerlo caer de la terraza.

—¿Dónde está Ida?

Carl apartó a Midas de un puñetazo, tirándolo al suelo.

—¿De qué estás hablando?

—¡De Ida! —gritó el joven, levantándose—. ¿Qué le has hecho?

—¡Vete a la mierda!

Midas se abalanzó sobre él y volvió a agarrarlo por el cuello de la camisa.

—Mírame —dijo entre dientes— y dime qué le has hecho.

Carl se dio cuenta de que nunca había mirado a los ojos a aquel Midas Crook. Siempre lo había atribuido a la tediosa timidez del chico, pero ya no estaba tan seguro. Porque había un destello salvaje e impredecible de desesperación en aquellos iris grises y compactos y en sus minúsculas pupilas. Nunca había visto nada parecido, ni en el padre ni en el hijo.

—Estaba fu... fuera de mí —dijo con cautela—, e intenté... Ida se ha marchado.

Midas farfulló, furioso, y echó a correr hacia la blanca bruma.

Lo lógico era pensar que Ida no podía haber llegado muy lejos, pero a Midas le aterraba pensar que lo hubiera conseguido. El intenso frío se concentraba en forma de neblina azulada sobre los charcos antes de que, al correr, sus pies los destrozaran y los convirtieran en fuentes de hielo. Partículas de nieve exploraban la niebla. Pronto habría más, pues todavía no habían llegado las nevadas más intensas del invierno. Nubes enteras de nieve se posarían en la tierra para morir. Miró a derecha e izquierda e imaginó a su amiga bajo una capa de hielo, la nieve y la niebla borrándola de la existencia.

Entre la nieve que se aglomeraba en la cortina traslúcida de la bruma, de pronto Midas vio algo que parecía surgir de esa interacción de elementos atmosféricos: avanzaba a medio galope por la niebla, saltaba como una gacela con patas blancas, delgadas y flexibles como árboles jóvenes. El animal se detuvo, y Midas corrió hacia él, a punto de atraparlo. Bajo el pelaje destacaban unos músculos prietos; los de la grupa se le tensaron cuando volvió a saltar. A Midas le pareció distinguir una elegante cabeza y un destello de azul acerado a la altura de la nuca.

Corrió tras él entre una masa de maleza que apareció de pronto, como surgida de la niebla. La nieve crujía bajo sus pies, que iban dejando huellas sobre las de los cascos del animal.

De pronto un árbol caído le cerró el paso; tenía la corteza cubierta de racimos de hongos que parecían rosas de corcho. El animal salvó el obstáculo de un salto y se perdió en la niebla, al otro lado. Midas se paró y miró alrededor. Sin darse cuenta, se había dejado llevar hasta internarse en el bosque. Allí la bruma era menos densa, quizá porque la absorbían los árboles que, casi apiñados, entrelazaban las ramas, la agrietada corteza y los troncos huecos.

Entonces vio los animales.

Un petirrojo que piaba en una rama palidecía y pasaba del color castaño al blanco. Sus patas se convirtieron en dos alambres níveos, y sus ojos, en dos piedras de granizo. El pecho conservó la mancha roja unos segundos, pero luego también la perdió y pasó del rosa al blanco.

Saltó a otra rama, donde atrapó una araña blanca con el pico. Momentos antes, la araña, marrón, estaba perfectamente camuflada sobre la corteza del árbol. Una ardilla blanca que brincaba por el suelo trepó hasta la copa del árbol, se sentó en una rama y juntó las patas delanteras como si rezara.

Unos metros más allá había un cuerpo tendido en el suelo, con un abrigo espolvoreado de nieve. Midas se precipitó hacia allí.

—¿Ida? —susurró—. ¿Me oyes, Ida?

Ella abrió los ojos. Le castañeteaban los dientes.

—Lo siento, Midas.

—No digas tonterías. ¿Estás herida?

A Midas el invierno se le había metido dentro del abrigo y bajo la camisa, congelándole los pulmones; pero, pese a esa gélida ansiedad, el hecho de haberla encontrado hizo que le ardiera el corazón.

—Ponte mi anorak. No te tumbes, o se mojará y aún tendrás más frío.

—No me dejes.

Midas la ayudó a levantarse y a apoyarse en él. Estaba fría y pesada como el hielo; al arrastrar los pies, iba dejando un rastro irregular en la nieve. Tardaron un buen rato en llegar al coche caminando por un terreno esponjoso cubierto de raíces. Siguieron las huellas que Midas había dejado en el manto nevado y el barro hasta que Enghem Stead emergió como un espejismo entre la niebla, aunque lo único que le importaba a él era su sucio y pequeño coche, que había dejado aparcado cerca de la casa. No había ni rastro de Carl. Los pies de Ida tintinearon al golpear la puerta del vehículo cuantío la ayudó a subir, pero cuando la hubo sentado en el asiento trasero sus mejillas habían recobrado algo de color, y Mitlas alzó la vista hacia el cielo, opaco, agradeciendo que no hubiera dejado caer una nevada más intensa. Se sentó junto a Ida y cerró la portezuela.

—Jo... joder, qué frío —protestó ella.

—Ya lo sé. Lo siento.

Ella asintió, amodorrada.

—Tu abrigo. Gracias.

—Aquí dentro entraremos en calor.

—Abrázame.

—¿Q... qué?

Ida entreabrió los ojos. No podía enfocar a Midas. Tenía los iris de color ceniza tras los párpados rojos.

—Rodéame con los brazos.

Con cuidado, Midas la abrazó y entrelazó las manos detrás de su espalda.

—Tienes que apretar —susurró ella—. Si no, no es un abrazo.

El apretó suavemente. Se quedaron un rato así, recostados en el asiento, compartiendo el calor de sus cuerpos hasta que la calefacción del coche empezó a notarse.

—Será mejor que nos vayamos —dijo Midas, separándose.

Ella susurró algo pero él no llegó a oírlo. Entonces agachó la cabeza y la acercó a sus labios para escuchar.

—Tienes que ser más atrevido —susurró Ida—. Por favor. —Tiró de él y lo obligó a acercarse a su cara. Midas contrajo las facciones cuando Ida posó los labios entreabiertos sobre los suyos y le rozó los dientes con la lengua. Pese a que Ida tenía la piel congelada, le ardían el aliento y la saliva. Midas no atinaba a devolverle el beso: sólo podía separar y juntar los labios como un muñeco de madera. Pero lo encontró agradable, lo cual lo sorprendió.

Capítulo 33

Midas hacía cuanto podía para aparentar naturalidad y seguridad mientras llevaba a Ida en brazos hasta su casa, pese a notar sobre el pecho la forma de las costillas y los senos de ella, que se apoyaba en él con todo el cuerpo. Al entrar en el salón, la ayudó a sentarse en una butaca.

Noches antes, cuando Ida se había cambiado de ropa, a Midas le había impresionado su aspecto enfermizo. Tenía unas ojeras muy marcadas, más oscuras aún que las sombras que proyectaban sus prominentes pómulos. Sus labios estaban resecos y llevaba el cabello toscamente recogido. Vestía un jersey de punto y una falda larga y gris, que confería a sus piernas la apariencia del sílex.

Midas golpeó los cojines del sofá, donde planeaba dormir esa noche.

—Ha dicho el hombre del tiempo que mañana hará sol. Podemos empezar a buscar otra forma de curarte.

—Te lo agradezco mucho, Midas, pero de verdad...

—Algo se nos ocurrirá. Ya encontraremos alguna pista.

—No lo dudo, pero, por mí, mañana puede tardar cuanto quiera en llegar.

—Vale. Duerme en mi cama. Yo me quedaré aquí.

Midas notó la suavidad de los dedos de su amiga cuando le tendió las manos para levantarla de la butaca. Ida tenía la cintura delgada y firme. Estar tan cerca de ella todavía lo ponía tenso, pero la emoción atenuaba esa tensión. La ayudó a subir la escalera de madera; luego corrió de nuevo abajo, cogió las cosas de ella y se las llevó arriba. La encontró apoyada contra la pared del dormitorio.

—Tengo demasiado frío para cambiarme —dijo Ida.

Midas la ayudó a tumbarse en la cama y la tapó con el edredón.

Entonces lo agarró por el cuello de la camisa y tiró de él hacia sí; apretó los labios contra los de Midas, tiernos y palpitantes. El intentó decir algo, pero ella lo besó aún con más ímpetu, hundiéndole una mano en el pelo, y le arañó el cuero cabelludo. Con la otra mano le recorrió la columna vertebral, de arriba abajo. Midas estaba inmóvil encima de ella, no porque estuviera paralizado, sino de puro embeleso. Al cabo de un rato, los besos de Ida se hicieron más lentos, hasta que sus labios se separaron.

BOOK: La chica con pies de cristal
4.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Driven to Ink by Olson, Karen E.
Velvet Rain - A Dark Thriller by Cassidy, David C.
Murder on Parade by Melanie Jackson
Desert Guardian by Duvall, Karen
Dope by Sara Gran