La Casta (22 page)

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Authors: Daniel Montero Bejerano

BOOK: La Casta
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El teatro de las comisiones de investigación

En España la clase política no tiene únicamente la potestad de interferir en la marcha de la justicia. Además, también puede impartirla a modo de tribunal popular para sus propios miembros. Los asuntos de la Casta son juzgados por la Casta, aunque sea de forma simbólica.

Es una justicia de cara a la galería, sin consecuencias penales y donde los políticos son en todo momento jueces y parte.

Según la Constitución española, tanto el Congreso como el Senado tienen potestad para crear comisiones de investigación sobre temas de interés público. Los políticos realizan sus propias pesquisas, recaban testimonios, interrogan, teorizan, postulan hipótesis y elaboran conclusiones sobre sus investigaciones. El problema es que, al carecer de carácter jurídico, las comisiones de investigación se han convertido en un teatro en el que la clase política salda sus cuentas con el escarnio público como única consecuencia. Y la fórmula se ha adoptado además en ayuntamientos, diputaciones y asambleas autonómicas de todo el país.

Al contrario de países como Estados Unidos, donde las comisiones de investigación tienen un carácter jurídico vinculante, en España este tipo de actuaciones derivan sólo en recomendaciones éticas y de actuación. En Estados Unidos, si el Congreso determina que un político ha cobrado una comisión ilegal, se le condena
subpoenas
, sin más esperas. Aquí, si los diputados llegan a la misma conclusión, el caso pasa a la Fiscalía para que comience otra investigación judicial, que puede durar años. En muchas ocasiones las pesquisas políticas y judiciales se solapan. La Casta investiga asuntos que ya se encuentran inmersos en los juzgados: los atentados del 11-M, el desastre del
Prestige
o el fraude del lino son sólo algunos ejemplos.

Llegados a este punto cabe plantear una pregunta: ¿para qué sirve entonces una comisión de investigación? En teoría, para depurar responsabilidades políticas. Sin embargo, un análisis más profundo desgrana el artificio. En primer lugar, porque los políticos saldan sus responsabilidades sociales ante los tribunales, como cualquier otro ciudadano, y las políticas, cada cuatro años en las urnas. Así que ¿para qué sirven en realidad las comisiones de investigación? La respuesta es desalentadora. Privadas de una capacidad operativa real, las comisiones de investigación sirven principalmente como arma arrojadiza entre los distintos grupos políticos y, lo que es más grave, como cortina de humo para todos ellos. Ni una sola de las investigaciones abiertas por el Congreso o el Senado al amparo de esta figura, ni uno solo de los tribunales compuestos por la Casta, ha derivado nunca en responsabilidades penales.

El funcionamiento de estos tribunales políticos en España es como arrastrar un buque por el desierto. Lento y tedioso. Sus conclusiones tienen que ser aprobadas por el grupo de trabajo, confirmadas por la cámara y después puestas en práctica por el Gobierno. Así pues, ¿qué hace el partido en el poder con las conclusiones de las investigaciones que le afectan? Controlarlas en función de sus intereses gracias a su mayoría parlamentaria. Y eso si no las veta directamente. Por ejemplo, el Parlamento andaluz, controlado por el PSOE con mayoría absoluta, lleva cuatro legislaturas sin aprobar una sola comisión de investigación.

En cualquier caso, este tipo de investigaciones vale también para saciar el hambre del electorado al ver a sus líderes interrogados tras un grave escándalo. El ex presidente José María Aznar protagonizó la comparecencia más larga de la democracia al ser interrogado a lo largo de más de diez horas por la comisión parlamentaria que investigaba los atentados del 11 de marzo de 2004.

Además, la clase política en bloque marca con sus pesquisas el ritmo de los medios de comunicación en los casos de corrupción. Y consigue que radios, periódicos y televisiones informen sobre temas de importancia capital para el país según la agenda que ellos mismos planean.

Cierto es que la comisión del 11-M sentó ante los focos sin límite de tiempo a un presidente del Gobierno y a varios ministros; y que todo el electorado pudo escuchar el «no a todo» con el que la diputada María Teresa Sáez se quitaba de encima las preguntas sobre el caso de transfuguismo conocido como Tamayazo, que costó al PSOE en junio de 2003 la presidencia de la Comunidad de Madrid. Pero eso es sin duda un simple consuelo, un espejismo de transparencia, un beneficio accesorio para un mecanismo atrofiado por su uso partidista.

El 4 de marzo de 2009 arrancó en la Asamblea de Madrid la comisión parlamentaria encargada de investigar los seguimientos a altos cargos del Partido Popular. El escándalo nació tras la denuncia del diario
El País
, que atribuyó la autoría de los espionajes al entorno de la administración regional controlada por Esperanza Aguirre, y en concreto a los hombres de la Consejería de Presidencia e Interior, encabezada por el popular Francisco Granados.

El grupo de investigación de la Asamblea de Madrid estaba formado por cinco miembros del PP, tres del PSOE y uno de Izquierda Unida. Nueve diputados se encargarían de investigar el caso durante al menos doce días. Como presidenta ocupó el cargo la popular Rosa Posada, tras la repentina dimisión de Benjamín Martín Vasco, imputado por el Tribunal Superior de Justicia de Madrid en el caso Gürtel.

Con estos datos, una comisión con mayoría del PP y presidida también por el Partido Popular tendría que investigar la labor del ejecutivo de Esperanza Aguirre en relación al espionaje de otros miembros de su propio partido. Sus conclusiones tendrían que ser aprobadas después por la Asamblea, donde los populares también son mayoría. Si algo queda claro en este caso es que un partido es más que nunca juez y parte. Y así terminó la cosa.

Tres días después del arranque de la comisión, que tenía planteadas veintinueve comparecencias, el Partido Popular dijo basta. Por allí pasaron varios ex consejeros regionales con competencias en seguridad, como el socialista Virgilio Cano o el popular Pedro Calvo, y varios técnicos de la Consejería de Presidencia e Interior. En total, los diputados madrileños escucharon a diez personas. El último en dar explicaciones fue el actual consejero del ramo, Francisco Granados, que se encontraba bajo todos los dedos acusadores como responsable máximo de las labores de seguridad de la Comunidad de Madrid. Tras su declaración, el PP consideró que ya era suficiente. Ni siquiera escuchó a los afectados por los espionajes, miembros de su propio partido, pero que mantienen públicamente haber sido objeto de seguimientos. El vicealcalde de Madrid, Manuel Cobo, y el ex consejero de Justicia, alfredo Prada, se quedaron sin poder hablar. La suya era una versión incómoda.

Tras sólo tres días de trabajo, los grupos presentes en la comisión elaboraron sus conclusiones. Comparando los tres documentos —PSOE, PP e Izquierda Unida— cuesta creer que los nueve diputados encargados de elaborarlos estuvieran tres días en la misma habitación, escuchando los mismos testimonios. Las conclusiones de unos y de otros —supuestamente orientadas hacia la búsqueda de la verdad— son diametralmente opuestas. Mientras los grupos de la oposición condenan sin paliativos la conducta de la administración regional, el PP asegura que el gobierno de la Comunidad de Madrid «ni ha ordenado ni ha amparado ni ha conocido ningún tipo de seguimiento o espionaje a cargos públicos o cualquier otra persona». Y ése fue el texto que se aprobó, sin más opciones, dado que el PP controla el Parlamento regional con mayoría absoluta.

Tras seis alegatos de inocencia, el último punto de las conclusiones aprobadas por la Asamblea de Madrid detalla: «La comisión de investigación no tiene elementos de juicio para determinar el origen de las informaciones aparecidas en el diario
El País
y confía en el total esclarecimiento de los hechos a través de las actuaciones judiciales en curso». Es decir, que la comisión puede exculpar de manera rotunda al gobierno de Esperanza Aguirre tras tres días de trabajos inconclusos, pero no puede aportar ni un solo dato más que ayude a la investigación.

En aquellas fechas, el Juzgado de Instrucción número 5 de Madrid ya investigaba el caso gracias a las denuncias de varios afectados. Pese a que el gobierno del PP se exculpó a sí mismo del asunto, el juzgado imputó a tres ex guardias civiles y asesores de Seguridad de la Consejería de Interior, José Oreja, Antonio Coronado y José Luis Caro, como presuntos autores de los seguimientos. Los tres están ahora a la espera de juicio por presunta malversación de fondos públicos, si bien han negado ante el juez su participación en los hechos. Como prueba circunstancial, pesa sobre ellos un informe de la Policía Nacional que ubica a los tres ex agentes en el momento y lugar donde se realizaron varios seguimientos. Los agentes utilizaron los teléfonos móviles de los funcionarios para ubicarlos en zonas próximas al itinerario de Alfredo Prada durante siete días. Siete días en los que el ex consejero Prada fue espiado. Por supuesto, aquellos datos no aparecieron en la comisión de investigación liderada por el PP. Tampoco se buscaron.

Filtraciones judiciales: cuando el político tira la piedra y esconde la mano

El 6 de agosto de 2009 María Dolores de Cospedal no aguantó más. La número dos del Partido Popular llevaba semanas escuchando ataques continuos a los miembros de su partido y meses leyendo en los medios de comunicación informaciones bajo secreto de sumario. Eran pesquisas, informes policiales y datos concisos sobre las investigaciones del caso Gürtel, y todas apuntaban directamente en la dirección de sus hombres.

La gota que colmó el vaso fue la detención ordenada un día antes por el Juzgado de Instrucción número 3 de Palma. A primera hora de la mañana, cinco personas fueron arrestadas por su presunta relación con la llamada Operación Espada. El nombre hacía referencia a la famosa bicicleta que Miguel Indurain utilizó en 1994 para batir el récord de la hora, y se centraba en la sede de los mundiales de ciclismo en pista de 2007. Desde hacía un año la Justicia investigaba la construcción del velódromo Palma Arena, en la isla de Mallorca. El pabellón —proyectado por el arquitecto holandés Sander Douma y que ocupa 60.000 metros cuadrados— fue una de las infraestructuras estrella del gobierno del popular Jaume Matas. Se tardaron dos años en su construcción y costó el doble de lo presupuestado: 110 millones de euros. Algo olía mal.

Entre los detenidos aquel día figuraban dos altos responsables del PP balear: el ex medallista olímpico José Luis
Pepote
Ballester, que ocupó la dirección general de Deportes con el gobierno de Matas, y Rafael Durán, portavoz del Partido Popular de Palma. Ambos están acusados de inflar el coste del velódromo para beneficiar a los contratistas privados y desviar así dinero de las arcas públicas. Junto con ellos fue detenido el ex gerente del pabellón, Jorge Moisés, el director de la empresa de comunicación Nimbus, Miguel Romero, y el jefe de la constructora encargada de la obra, Miguel Ángel Rodríguez. Tras prestar declaración, todos quedaron en libertad bajo fianza a la espera de una decisión judicial firme.

Al día siguiente los españoles desayunaron con la noticia. Otro caso de presunta corrupción en Palma. Y van trece desde que Jaume Matas dejó el poder, todos pendientes de juicio. La primera plana de los periódicos lucía en las playas plagadas de sombrillas, en los corrillos vecinales y en las charlas de bar. En ella aparecían los responsables baleares del PP detenidos y esposados. Otra vez. La dirección del grupo comandado por Mariano Rajoy aseguró que el Gobierno había emprendido una «inquisición» contra el Partido Popular y que la decisión de esposar a sus afiliados era simplemente un ensañamiento político sin precedentes. Teorizaron incluso sobre la forma de esposar a los arrestados, en parejas y compartiendo grilletes en la muñeca derecha, lo que les obligaba a caminar más despacio. Así fueron expuestos ante la prensa. Les resultaba imposible ocultar las esposas.

En este punto cabe realizar una reflexión: ¿merece más protección pública un político que cualquier otro detenido? ¿Por qué los miembros de la Casta reclaman un trato especial? ¿Cuántas veces hemos visto a personas sospechosas de atracar, traficar o delinquir, personas que todavía no han sido juzgadas, caminar esposadas ante las cámaras? Infinidad de ellas. De hecho, ningún responsable político se quejó cuando la alcaldesa de Marbella fue arrestada en su casa a finales de marzo de 2006, convaleciente de una intervención quirúrgica, en el estallido de la Operación Malaya. Marisol Yagüe fue detenida ante las cámaras que esperaban a primera hora de la mañana frente a su casa, pese a que su orden de arresto era supuestamente secreta. Y parecida suerte sufrieron varios responsables del Ayuntamiento de Marbella. María Roca Jimeno, una estudiante de Derecho sin antecedentes que residía en un colegio mayor de Madrid, fue arrestada y esposada en su universidad, trasladada a su residencia de estudiantes frente a todos sus compañeros grillete en ristre y desplazada 542 kilómetros en un coche policial desde Madrid hasta Málaga. Ella nada tenía que ver con la política. En un momento del viaje, la recién licenciada solicitó que le pusieran las manos por delante de la espalda, ya que las esposas se le clavaban con el respaldo del asiento. No hubo respuesta.

Tras más de cinco horas de viaje, la hija de Juan Antonio Roca, principal imputado en la trama, pasó la noche en el calabozo a la espera de prestar declaración por el cobro de unos billetes de lotería premiados. Entonces ningún responsable político salió en su defensa. Nadie se quejó de que una chica de veintitrés años sin riesgo aparente de fuga fuera detenida con semejante despliegue en lugar de ser citada a declarar como imputada. Tras hablar ante el juez, María Roca quedó en libertad sin fianza a la espera de juicio. Pero, claro, ni ella ni el resto de los detenidos de la Operación Malaya contaban con el apoyo de los grandes partidos en el poder, ya que eran o bien ex concejales del Grupo Independiente Liberal, el partido formado por el ex presidente del Atlético de Madrid, Jesús Gil, o exiliados de las filas del PSOE y el Partido Andalucista.

En el caso de la Operación Espada, los miembros de la Casta intercedieron para que el escarnio público no se produjera. El delegado del Gobierno en Baleares, el socialista Ramón Socías, reconoció ante los medios de comunicación que dio órdenes expresas a la Policía para que los responsables políticos no fueran esposados. ¿Tendría ese privilegio un preso común? ¿Y un recluso famoso que no se dedique a la política? ¿Mario Conde, por ejemplo? En cualquier caso, sus órdenes no se cumplieron y los cinco arrestados desfilaron ante la prensa con sus muñecas asidas por cerrojos y una cadena. Cierto es que fue un trato anormal, innecesario y que afectó a su imagen pública. Pero nadie se paró a pensar si el resto de los detenidos tiene también derecho a que su imagen se proteja. Sobre eso nadie levanta ninguna polvareda.

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