Authors: Daniel Montero Bejerano
Al igual que la democracia real se ha convertido en quimera, la separación absoluta de poderes se ha visto arrastrada al mismo lugar utópico. De hecho las democracias occidentales ni siquiera lo pretenden. La mayoría de los estados modernos incorpora un sistema de pesos y contrapesos, como definió en el siglo XVII el pensador británico John Locke. Las constituciones occidentales cuentan con mecanismos de intervención pensados para que ninguna de las tres ramas de la autoridad —el gobierno, el parlamento o los tribunales de justicia— tome un poder desmedido ante la sociedad. Para simplificar, el Estado es como un buen gazpacho, donde demasiado aceite, demasiado vinagre o demasiada agua terminarían por estropearlo. Así que en lugar de separados, los tres poderes públicos están sutilmente entrelazados para vigilarse entre sí.
En España la democracia parlamentaria es como un funambulista en medio del alambre, siempre en equilibrio precario. Tanto, que el sistema de contrapesos ha terminado por inclinar la balanza del lado de los políticos, que influyen de manera decisiva en la administración de justicia y, por lo tanto, en todo lo que de ella deriva, desde los tribunales hasta los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado.
El supuesto equilibrio se compensa desde la cima de la pirámide de poder con las fuerzas ejercidas por dos polos opuestos: el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Por un lado, los jueces del Tribunal Constitucional auditan las leyes aprobadas por la clase política. Pero la Casta influye de forma más decisiva en el núcleo mismo de la Justicia, ya que son los partidos quienes —tras varios filtros— proponen a los veintiún miembros que gobernarán los designios judiciales del país desde el CGPJ.
Por lógica, el partido que tiene mayoría en el Congreso y el Senado coloca allí a más candidatos afines, aunque se trata de una negociación tensa, ya que cada vocal tiene que ser confirmado por tres quintos de los diputados o senadores. No basta con una mayoría simple. Ya lo dice el Talmud: «Ay de aquella generación cuyos jueces merecen ser juzgados». En la legislatura actual (2009), el PSOE ha designado a diez vocales, nueve fueron propuestos por el PP y otros dos por los partidos minoritarios.
En cualquier caso, basta con sentarse a observar para comprobar los continuos intentos de la clase política por interferir en las decisiones de los jueces. Como ejemplo, el mes de julio de 2009 la juez de Sigüenza María del Mar Lorenzo tuvo que pedir amparo al CGPJ ante la presión de la Casta. Cuatro años antes un incendio originado por una barbacoa calcinó 12.000 hectáreas de pinar en el Parque Regional del Alto Tajo. Aquel 16 de julio once trabajadores del retén contra incendios de Cogolludo perdieron la vida intentando sofocar las llamas. El 20 de mayo de 2009 la jueza Lorenzo dio por terminada la investigación e imputó a veinte personas por presuntos delitos. Entre los acusados figuraban varios ex altos cargos de la Junta de Castilla La Mancha y los técnicos que dirigieron la extinción del incendio, procesados por presunta negligencia.
Un mes después, las cortes castellano-manchegas celebraron un debate parlamentario. Y allí, en el hemiciclo autonómico que nada tiene que ver con la administración de justicia, se aprobó una resolución para solicitar el sobreseimiento de las actuaciones contra los políticos y técnicos de la Junta. Los parlamentarios autonómicos pidieron que se juzgara sólo a los excursionistas que causaron el fuego. Los miembros de la Casta, en lugar de aguardar la decisión judicial como cualquier ciudadano, presionaron para que sus compañeros no tuvieran que sentarse en el banquillo.
La petición de amparo de la jueza de Sigüenza se basa en el artículo 14 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, según el cual «los jueces y magistrados que se consideren inquietados o perturbados en su independencia lo pondrán en conocimiento del CGPJ». Eso hizo también en el verano de 2002 el juez Baltasar Garzón. El magistrado de la Audiencia Nacional tuvo que pedir ayuda ante las continuas críticas del PNV y Eusko Alkartasuna, alterados por su decisión de embargar los fondos de Batasuna, que todavía tenía representación en las instituciones, para pagar los platos rotos de la
kale borroka
.
En 2004 fue Joaquín Bosch quien solicitó ayuda a la cúpula de los jueces tras una recepción oficial en París. En su denuncia, el jurista aseguró que el entonces ministro de Justicia, el popular José María Michavila, le insultó y amenazó a gritos durante diez minutos por facilitar a la prensa el dato de que doscientos treinta jueces recién graduados no tenían juzgado donde ejercer. Era una información incómoda, sobre todo teniendo en cuenta el colapso que sufre la Justicia en España, donde cada año se pone a la cola un millón de casos.
En 2007 el órgano de gobierno de los jueces tuvo que solicitar por escrito a todos los responsables políticos que dejaran en paz a los magistrados del País Vasco. Así de simple. En aquellas fechas la Casta estaba inmersa en una pelea después de que el Foro de Ermua presentara una querella contra el entonces
lehendakari
, Juan José Ibarretxe, el líder socialista, Patxi López, Rodolfo Ares —que después fue nombrado consejero de Interior del gobierno vasco— y varios miembros de la izquierda
abertzale
entre los que figuraba Arnaldo Otegi, máximo exponente de la extinta Batasuna. Los parlamentarios fueron acusados de reunirse con el partido proetarra cuando la agrupación ya había sido ilegalizada.
El presidente del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco, Fernando Ruiz Piñeiro, denunció públicamente la campaña de acoso intensa y prolongada que sufrieron los jueces encargados de pronunciarse sobre el procesamiento del
lehendakari
. Y el asunto se cerró de plano en enero de 2009 por un tecnicismo. El caso no llegó siquiera a juicio porque los magistrados del País Vasco consideraron que había una falta de acusación legítima. Es decir, que la Fiscalía no se había personado, así que no había caso. Con esta incomparecencia los líderes políticos más votados en el País Vasco se libraron de pasar por el banquillo. No obstante, ¿en qué se basaron los fiscales para no presentar acusación alguna? Y, sobre todo, ¿quién controla desde el origen la Fiscalía? También la Casta.
En España hay 2.200 fiscales encargados de promover la acción de la justicia en defensa de los intereses públicos. Su labor consiste en ejercer la acusación cuando los delitos se consideran perjudiciales para el bien común. Ellos no juzgan, sino que solicitan al juez las pesquisas necesarias para esclarecer el delito y piden la condena que consideran necesaria. Así que los fiscales del País Vasco —y sobre todo quienes les mandan— debieron de considerar que las reuniones entre los líderes autonómicos y los responsables de un partido ilegalizado por su naturaleza terrorista no eran lo suficientemente importantes como para, al menos, ser investigadas.
El cuerpo de fiscales es una estructura jerárquica y supuestamente independiente, controlada por el fiscal general del Estado, cargo que ocupa en la actualidad el jurista Cándido Conde Pumpido, magistrado del Tribunal Supremo. De él dependen en última instancia los nueve millones de acusaciones al año que el Estado ejerce en los tribunales. Y la elección de la persona que ocupa ese puesto, como tantos otros, está también controlada por la clase política. Es el Gobierno de la nación el que designa al fiscal general del Estado en cada legislatura, tras un informe no vinculante del CGPJ y una comparecencia del candidato en el Parlamento. Fue el PSOE, con el apoyo del PNV y CiU, quien propuso a Conde Pumpido para el cargo. Y fueron los hombres de Conde Pumpido quienes tenían que solicitar a los jueces la investigación de Juan José Ibarretxe y Patxi López por reunirse con Batasuna. Una investigación que nunca se produjo.
El martes 4 de agosto la número dos del Partido Popular, María Dolores de Cospedal, acusó en un vídeo difundido por Internet al gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero de utilizar a los fiscales para perseguir a la oposición en el caso Gürtel en vez de dedicarlos a la lucha contra ETA. Las palabras de la secretaria general del segundo partido más votado del país levantaron ampollas. El PSOE las calificó de «impropias para una responsable política». Sin embargo, cospedal dio en el clavo. Además de denunciar una utilización manifiesta —no tanto de la Justicia como de las filtraciones interesadas a los medios—, sus palabras hicieron evidente la capacidad de los políticos españoles de orientar a la Fiscalía y, por lo tanto, el rumbo de las instrucciones judiciales.
En respuesta a sus palabras, los socialistas criticaron que Cospedal «recurra en la enloquecida estrategia del PP a mezclar la política antiterrorista, una cuestión de Estado que debe quedar fuera de la lucha política, con el caso Gürtel». El mensaje del PSOE da dos titulares claros al resto de la Casta. Primero, con la política antiterrorista no se juega. Y segundo, el caso Gürtel, una investigación con meses de trabajo policial, es para ellos una «lucha política».
Para los cargos electos, el caso Gürtel es simplemente una batalla que se libra en los juzgados y que nubla con el vaho de las filtraciones interesadas sobre bolsos, trajes o zapatos un extenso trabajo policial. Mientras España debate sobre la licitud de que un presidente vista ropa pagada por otros, los agentes de la Policía Judicial se pelean con una maraña de sociedades y cuentas bancarias con inversiones millonarias por medio mundo.
En conclusión, cuando las investigaciones y los procesos judiciales afectan a la clase política, el proceso está viciado.
Sin embargo, los escalafones más bajos de esta cadena —funcionarios independientes, comprometidos con su trabajo, o simplemente profesionales— son los más complicados de controlar para la Casta y sus cargos adyacentes. Y por suerte son ellos quienes están sobre el terreno. Son ellos quienes pasan horas transcribiendo intervenciones telefónicas. Son ellos quienes revisan a mano las contabilidades intervenidas en los ayuntamientos corruptos, quienes solicitan pesquisas a los jueces o quienes instruyen en primera instancia la mayoría de las causas. Y es complicado callarlos. Ése es en realidad el auténtico contrapeso legal de nuestro sistema democrático.
La politización del sistema judicial español llegó al extremo el 23 de julio de 2009. Ese día, mientras la patronal del país pedía en bloque el despido libre para salir de la crisis, se produjo un hecho sin precedentes en treinta años de democracia. El enfrentamiento dentro de la cúpula del sistema judicial por cuestiones políticas fue tan claro y frontal que derivó en una situación insalvable. Los veintiún vocales del CGPJ fueron incapaces de llegar a un acuerdo.
Era jueves, y a primera hora de la mañana el Consejo General del Poder Judicial tenía que pronunciarse sobre la Ley del Aborto. El órgano de gobierno de los jueces, entre otras competencias, elabora informes sobre la legalidad de las propuestas de ley que el Gobierno lleva al Congreso. Pese a que sus decisiones no son vinculantes, tienen un peso importante a la hora de buscar apoyos entre los distintos grupos políticos. No es lo mismo apoyar una ley que pase el corte sin problemas que otra que será tumbada con toda probabilidad si es recurrida por la oposición ante el Tribunal Constitucional.
La reforma de la Ley del Aborto —anunciada en enero de 2008— se había convertido ya en un estilete para abrir en dos la sociedad española. No había medias tintas, era cuestión de optar: sí o no, blanco o negro. O más bien azul o rojo. Por un lado, el PSOE apostaba por despenalizar el aborto en España y permitir la interrupción voluntaria del embarazo antes de las catorce semanas de gestación. Su propuesta fue avalada por varias asociaciones de médicos, las clínicas abortistas, las asociaciones feministas y la inmensa mayoría de los colectivos de izquierdas.
En el otro bando, el PP abanderó la lucha de las asociaciones provida, la Iglesia, las organizaciones más conservadoras y todos aquellos que consideran que el feto es, ya de por sí, un ser vivo. El debate estaba servido.
El 14 de abril de 2005 el Consejo de Ministros aprobó el Anteproyecto de la Ley de Salud Sexual y Reproductiva y de Interrupción Voluntaria del Embarazo. La nueva normativa, que tendría que ser aprobada en el Congreso y el Senado, contempla entre sus puntos más polémicos la posibilidad de que las chicas de dieciséis o diecisiete años, todavía menores de edad, puedan someterse a tratamiento para interrumpir su gestación de forma voluntaria sin tener que solicitar permiso a sus padres.
Aquella fue la piedra en el zapato de los jueces, la cuchilla que rasgó sus vestiduras. El 23 julio de 2009 los veintiún miembros del CGPJ fueron incapaces de sumar una mayoría de once votos para informar —de forma positiva o negativa— sobre la nueva Ley del Aborto. El presidente de la institución, Carlos Dívar, propuesto directamente por el presidente José Luis Rodríguez Zapatero, dio un cambio de guión y aunó su voto con el de los nueve vocales conservadores propuestos para el cargo por el Partido Popular. En el otro bando se situaron los nueve vocales progresistas, designados por el PSOE, y Margarita Uría, elegida por el PNV, que era la ponente de un informe positivo emitido por la Comisión de Estudios, que incluía varias salvedades.
Así, la cúpula de los jueces tenía que decidir si refrendaba o no el texto elaborado ya por una parte de ellos. Los votos estaban diez contra diez. Empate. Y faltaba por decidirse Ramón Camps, el vocal propuesto por CiU. Su voto podía inclinar la balanza hacia uno u otro bando, pero al final se abstuvo. No hubo victoria para nadie.
El CGPJ informó al Gobierno de que le era imposible emitir un informe y que lo sucedido era reflejo del intenso debate que la nueva ley había provocado en la sociedad. Sin embargo, los jueces no tenían que decidir sobre las cuestiones éticas y morales que aparecían en charlas de café y pincho de tortilla, sino sobre la legalidad de la normativa propuesta. Sin más complicaciones. Es legal o no. Se puede aplicar o no. La Constitución lo permite o no. En definitiva, lo que se esperaba de ellos era un sí o un no con matices.
Su enfrentamiento reflejó en realidad la viva imagen de las pasiones que alimentan a la Casta y la herencia de una decisión tomada veinte años atrás. En 1985, el Partido Socialista, con Felipe González a la cabeza, decidió modificar el sistema de elección de los vocales que componen la cúpula judicial. Desde la transición, los miembros del CGPJ eran elegidos por una fórmula mixta aprobada por el gobierno de UCD. Sin embargo, el PSOE decidió que la designación de los elegidos para gobernar la justicia recayera únicamente en el Parlamento. El Partido Socialista quiso con ello terminar con un corporativismo judicial heredado de la época franquista. Y desde ese día es la Casta la que designa íntegramente la cúpula del CGPJ. Para explicar la medida, el entonces vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, pronunció una frase lapidaria: «Montes quieu ha muerto». El mecanismo fue suavizado años después con el Pacto por la Justicia impulsado por José María Aznar. Sin embargo, la decisión del ejecutivo de Felipe González fue el adiós sin remedio a la separación efectiva de poderes. Y un hola a los intereses, las filias y las fobias de la clase política. Un hecho que en plena transición democrática se vio como un mal menor, pero al que todavía no se ha puesto remedio.