La Casa Corrino (40 page)

Read La Casa Corrino Online

Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La Casa Corrino
10.95Mb size Format: txt, pdf, ePub

Habían quitado del transportador las cubiertas y la maquinaria, para luego blindarlo. Olía a canela. La bodega superior ya estaba llena de contenedores de especia, que los soldados se disponían a esconder en la cisterna. La bodega inferior estaba vacía.

—Mira esto, Stil.

Turok señaló la parte inferior de la nave, sus vigas transversales sin pintar y los accesorios de nueva construcción. Tocó una palanca que había a su lado y la panza blindada se abrió al desierto. Turok subió por una escalerilla metálica hasta la cabina del piloto y encendió los grandes motores, que cobraron vida con un poderoso rugido.

Stilgar aferró una barandilla y sintió una tenue vibración, la señal de una nave bien mantenida. El vehículo sería un buen complemento para la flota fremen.

—¡Arriba! —gritó.

Turok había trabajado en cuadrillas de especia durante años, y sabía utilizar toda clase de maquinarias. Tecleó la secuencia de ignición. El transportador se elevó con un poderoso impulso, y Stilgar se sujetó a la barandilla para no perder el equilibrio. Las cadenas y los ganchos matraquearon sobre las puertas de carga abiertas. Stilgar no tardó en ver la cisterna descubierta.

Mientras Turok pilotaba el transportador, Stilgar liberó las cadenas y dejó caer los pesados ganchos. Abajo, los comandos treparon por las paredes lisas de la cisterna reforzada y sujetaron los ganchos a las barras de elevación. Las cadenas se tensaron, los motores gruñeron, y toda la cisterna llena de especia se desgajó de la plataforma rocosa, hasta penetrar en la bodega de carga. Las puertas del transportador se cerraron como la boca de una serpiente glotona.

—Creo que el emperador considera un delito acumular tanta especia. —Stilgar sonrió mientras gritaba a su compañero—. ¿No es estupendo ayudar a los Corrino a hacer justicia? Tal vez Liet debería pedir a Shaddam que nos felicitara.

Turok lanzó una risita, hizo dar media vuelta a la nave y la mantuvo a escasa distancia del suelo. Los demás fremen subieron a bordo, arrastrando a los mutilados cautivos Harkonnen.

La nave voló a baja altura, pero aceleró cuando salió al desierto, en dirección al sietch más cercano. Stilgar, sentado contra un mamparo que vibraba, examinó a sus cansados hombres, y a los prisioneros condenados que pronto serían arrojados a los necrodestiladores. Intercambió sonrisas satisfechas con sus hombres, que se habían quitado las mascarillas. Sus ojos azules brillaban a la luz tenue del interior del transportador.

—Especia y agua para la tribu —dijo Stilgar—. Buen botín por un solo día.

A su lado, un Harkonnen gimió y abrió los ojos. Era el joven que le había mirado antes. En un momento de clemencia, tras decidir que este ya había sufrido demasiado, Stilgar extrajo su cuchillo y le degolló. Después, cubrió la herida para que absorbiera la sangre.

Los demás Harkonnen no tuvieron tanta suerte.

60

Es asombroso lo estúpidos que son los humanos en grupo, sobre todo cuando siguen a sus líderes sin rechistar.

Opinión Bene Gesserit sobre los estados: «Todos los estados son una abstracción»

La flota imperial llegó a Korona sin previo aviso, el siguiente golpe en la Gran Guerra de la Especia de Shaddam. Con ocho cruceros de batalla y fragatas armadas hasta los dientes, constituía una demostración de fuerza aún más temible que la que había reducido a cenizas las ciudades más populosas de Zanovar.

Las naves militares convergieron sobre la luna artificial para una investigación in situ. El Supremo Bashar Zum Garon lanzó su ultimátum por el sistema de comunicaciones.

—Estamos aquí por orden del emperador Padishah. Vosotros, la Casa Richese, estáis acusados de posesión de una reserva de melange indocumentada, lo cual vulnera las leyes del Imperio y el Landsraad.

El comandante esperó la respuesta.
Vamos a ver el grado de culpabilidad que revela su reacción.

Súplicas desesperadas surgieron de las salas de control de Korona, coreadas momentos después por llamadas procedentes del gobierno richesiano.

El Supremo Bashar, que miraba desde el puente de la nave insignia, no aceptó ninguna transmisión. Habló por el sistema de megafonía.

—Por orden de su Imponente Majestad Shaddam IV, registraremos el satélite en busca de melange de contrabando. Si la encontramos, la especia será confiscada, y la estación de Korona sumariamente destruida. Así lo ha ordenado el emperador.

Dos fragatas de batalla se posaron en las radas de recibimiento de la luna artificial. Los ingenuos richesianos intentaron volver a cerrar las antecámaras de compresión, de modo que dos cruceros dispararon sobre otros desembarcaderos y volaron las puertas. Aire, carga y cuerpos salieron disparados al espacio.

Mientras aros de amarre se cerraban y tenazas gigantescas abrían por la fuerza el casco de la luna, Garon transmitió una nueva advertencia.

—Se emplearán medidas de excepción contra todo tipo de resistencia. Tenéis dos horas exactas para evacuar Korona. Si encontramos pruebas suficientes para justificar la aniquilación de esta instalación, cualquier persona que permanezca en la estación en ese momento morirá.

Garon entró en un ascensor que le condujo hasta el nivel de desembarco. Korona no tenía defensas suficientes para resistir a los Sardaukar. Nadie las tenía.

El veterano comandante entró con un regimiento en el laboratorio orbital. En los pasillos metálicos resonaban alarmas, destellaban luces, aullaban sirenas. Inventores, técnicos y trabajadores de los laboratorios corrían hacia las naves de evacuación. Al llegar al centro de un sistema de pasarelas, el Supremo Bashar indicó a sus hombres que se dividieran en grupos y empezaran el registro. Daban por sentado que tal vez sería necesario torturar a algunos empleados para localizar el almacén de especia.

Un hombre de rostro congestionado salió como una tromba de un ascensor y se topó con la vanguardia Sardaukar. Agitó las manos como un poseso.

—¡No podéis hacer esto, señor! Soy el director Flinto Kinnis, y os aseguro que dos horas no es tiempo suficiente. No tenemos bastantes naves. Hemos de solicitar naves a Richese solo para la gente, y no hablemos ya de los materiales de investigación. La evacuación durará un día, como mínimo.

El rostro de Garon no mostró la menor compasión.

—Las órdenes del emperador no se discuten.

Cabeceó en dirección a sus hombres, los cuales abrieron fuego al punto y abatieron al burócrata.

Las tropas se internaron en la gigantesca estación.

Durante una de sus cenas en privado, Shaddam había explicado a Zum Garon sus intenciones. El emperador asumía que muchos civiles podrían morir durante la invasión, y estaba dispuesto a dar otro ejemplo radical como en Zanovar, y otro más, los necesarios para que sus órdenes quedaran claras.

—Lo único que exijo —había dicho Shaddam, al tiempo que alzaba un dedo— es que te apoderes de toda la especia de contrabando que encuentres. Una recompensa generosa de especia apaciguará las protestas de la Cofradía y la CHOAM. —Sonrió, complacido con su plan—. Después, utiliza armas atómicas para destruir la estación.

—Señor, el uso de armas atómicas infringe…

—Tonterías. Les concederemos la oportunidad de evacuar la luna artificial, y solo voy a desintegrar una estructura metálica. Tengo entendido que Korona es algo que ofende a la vista. —Shaddam, frustrado, se dio cuenta de que Garon no estaba del todo convencido—. No te preocupes por los matices legales, Bashar. Los explosivos nucleares explicarán mejor mi opinión. Aterrará más al Landsraad que mil tímidas advertencias.

Zum Garon había vivido muchos años en Salusa Secundus, y había combatido en la Revuelta Ecazi. Sabía que las órdenes imperiales debían obedecerse, sin cuestionarlas jamás, y había educado a su hijo Cando en la misma creencia.

Al cabo de media hora, el primer grupo de naves de evacuación descendió hasta la superficie. Los científicos se esforzaban por recuperar documentos y notas irremplazables de los proyectos de investigación, pero muchos de los que perdieron tiempo en dicha tarea se encontraron abandonados a su suerte cuando todas las lanzaderas disponibles hubieron partido.

En el Centro Tríada del planeta, el primer ministro Ein Calimar vociferaba sin resultado por el sistema de comunicaciones, y exigía que le concedieran tiempo para ponerse en contacto con el tribunal del Landsraad. A su lado, el conde Richese se retorcía las manos y suplicaba, pero sin éxito. Al mismo tiempo, los richesianos pugnaban por enviar naves de rescate, aunque el tiempo iba en su contra.

Las tropas Sardaukar invadieron el laboratorio, en busca de la supuesta reserva ilegal de especia. Cerca del núcleo blindado de Korona, encontraron a dos inventores frenéticos, un científico calvo de hombros caídos y un hombre vehemente cuyos ojos se movían de un lado a otro, como si su mente estuviera funcionando a toda velocidad.

El hombre vehemente se adelantó, y trató de razonar con los invasores.

—Señor, estoy trabajando en un proyecto de vital importancia, y debo llevarme todas las notas y prototipos. Este trabajo no puede ser reproducido en otra parte, y tiene repercusiones para el futuro del Imperio.

—Denegado.

El inventor parpadeó, como si no hubiera escuchado bien. El hombre calvo entornó la mirada.

—Dejadme hablar. —Indicó una pirámide de cajas cerradas, frente a las cuales esperaban trabajadores con camiones ingrávidos, pero sin lugar a donde ir—. Supremo Bashar, me llamo Talis Balt. Mi colega Haloa Rund no exagera la importancia de nuestro trabajo. Además, fijaos en esta valiosa reserva. No podéis permitir que sea destruida.

—¿Es melange? —Preguntó Garon—. Tengo órdenes de llevarme toda la especia.

—No, señor. Cristales richesianos, casi tan valiosos como la especia.

El oficial se humedeció los labios. Fragmentos diminutos de cristales richesianos proporcionaban energía para alimentar aparatos de barrido informático. La cantidad de unidades almacenadas en la estación bastarían para alimentar un sol pequeño.

—Talis Balt, lamento informaros que vuestro director ha sido una víctima de esta operación. Por lo tanto, os pongo al frente de Korona.

Balt se quedó boquiabierto, mientras asimilaba la importancia de las palabras del Bashar.

—¿El director Kinnis ha muerto? —preguntó con voz débil. Garon asintió.

—Tenéis mi permiso para transportar todos los cristales richesianos que podáis a bordo de mis naves…, siempre que me digáis dónde está la reserva de especia ilegal.

Haloa Rund se quedó consternado.

—¿Y mi investigación?

—No puedo vender ecuaciones.

Balt se debatió entre mentir o decir la verdad.

—Supongo que vuestros hombres saquearán los laboratorios y destruirán las cámaras herméticas hasta que la encontréis. En consecuencia, nos ahorraré tal desdicha.

Confesó al Bashar dónde debía buscar.

—Me complace que hayáis tomado la decisión correcta, y que hayáis verificado la presencia de la melange. —Garon tocó un botón de su uniforme y envió un mensaje a su nave. Momentos después, soldados Sardaukar subieron a bordo, cargados con plataformas ingrávidas sobre las que descansaban contenedores de armas atómicas. Se volvió hacia el científico calvo—. Podéis trasladar lo que podáis a nuestros cruceros de guerra, y permitiré que os quedéis la mitad de lo que carguéis.

Apesadumbrado por la situación, pero lo bastante listo para no discutir, Balt puso manos a la obra. Garon, pensativo, contempló los esfuerzos de los obreros que cargaban cajas llenas de frágiles cristales. No iban a rescatar ni la décima parte de aquel tesoro. Haloa Rund volvió corriendo a su laboratorio, pero el Bashar dejó instrucciones de que no le permitieran llenar las naves de «prototipos» inútiles.

Garon condujo a sus hombres hacia la zona donde estaba almacenada la especia. Soldados provistos de holograbadoras documentaron la reserva ilegal, y tomaron pruebas antes de llevarse la especia, por si el emperador las necesitaba. Shaddam no había mencionado esta precaución, pero el Bashar sabía que las pruebas eran importantes.

Mientras Zum Garon vigilaba las operaciones, la infantería Sardaukar entró en el núcleo de la luna, con el primer cargamento de cabezas nucleares. Consultó su cronómetro. Quedaba menos de una hora.

Talis Balt corría de un lado a otro, al borde del agotamiento. El sudor perlaba su cabeza calva. Su cuadrilla y él ya habían cargado una cantidad sorprendente de espejos en la nave insignia Sardaukar.

En un muelle de carga de Korona, Haloa Rund lloraba sentado junto a una pila de cajas que habían sido abiertas con armas manuales. Cuando había insistido en transportarlas hasta la nave insignia, dos soldados habían abierto fuego, y destruido la maquinaria del no campo interior.

Cuando el Supremo Bashar ordenó la retirada del satélite condenado, Talis Balt se quedó esperando en el muelle de carga.

Garon le informó con calma de que debería quedarse.

—Lo lamento, pero es ilegal que los pasajeros civiles suban a bordo de naves de guerra imperiales. Os las tendréis que ingeniar para salir de aquí.

Teniendo en cuenta el escaso tiempo que quedaba, la relación familiar de Rund con el conde Ilban Richese serviría de poco. Y las armas atómicas no podían desactivarse.

Diez minutos antes de la hora, todos los cruceros de batalla y naves de apoyo imperiales se alejaron del satélite. A bordo de la nave insignia, el Supremo Bashar Garon vio que sus tropas llevaban a cabo la operación con precisión militar.

Si bien el cargamento de especia no era tan enorme como habían hecho creer al emperador, las bodegas contenían muchas cajas de cristales richesianos, así como la reserva de especia. Los Sardaukar entregarían de inmediato la melange confiscada a los representantes de la Cofradía, que aguardaban a bordo del crucero. Un soborno desvergonzado, pero eficaz.

En la superficie del planeta, el primer ministro Calimar escudriñaba la luna artificial, tan grande que empequeñecía la flota de naves Sardaukar que se alejaban de ella. Sentía un nudo en el estómago, y estaba enfurecido por la injusticia del emperador.

¿Cómo se había enterado Shaddam de la especia escondida en Korona? Después de que el barón Harkonnen le pagara bajo mano, Calimar había ocultado la especia en el más absoluto secreto. Los Harkonnen no habían podido filtrar la información, porque eso habría desviado las dudas hacia ellos…

Other books

A Death to Record by Rebecca Tope
Songs From the Stars by Norman Spinrad
Leslie LaFoy by Come What May
Darkest Fire by Tawny Taylor
Upon a Midnight Dream by Rachel Van Dyken