—Espero hacer algo hoy de lo que te sientas orgulloso, padre —murmuró para sí, en una especie de oración.
Por desgracia, un techo henchido de humedad se había derrumbado sobre Pardot y varios de sus colaboradores. Había transcurrido menos de un año desde aquel trágico día, pero a Liet se le antojaba mucho más. Tenía que seguir los pasos del gran visionario.
Lo viejo ha de dejar paso a lo nuevo.
Heinar, el anciano naib, pronto cedería su liderazgo del sietch de la Muralla Roja, y muchos fremen daban por sentado que Liet le sustituiría. La palabra fremen poseía un antiguo significado Chakobsa: «Servidor del sietch». Liet no albergaba ambiciones personales de ningún tipo. Solo deseaba servir a su pueblo, luchar contra los Harkonnen y continuar transformando el desierto en un vergel.
Liet solo era medio fremen, pero desde el momento en que su corazón había latido en el útero de su madre, su alma había sido fremen. Como nuevo planetólogo imperial, sucesor del gran soñador Pardot Kynes, Liet no podía limitar su trabajo a una sola tribu.
Antes de que llegaran los primeros líderes y empezara la gran asamblea, Liet necesitaba concluir sus tareas diarias de planetólogo. Si bien no tenía el menor aprecio por Shaddam IV como hombre o emperador, el trabajo científico de Liet constituía una parte importante de su existencia. Cada momento de su vida era tan precioso como el agua, y no podía desperdiciarlo.
Se vistió a toda prisa, despierto por completo. Cuando la aurora desplegó su manto anaranjado sobre el paisaje, ya había salido al exterior con su destiltraje nuevo. Incluso a una hora tan temprana, la arena y las rocas ya estaban calientes, y el calor se adueñaba de la tierra. Recorrió un afloramiento rocoso situado a tan solo unos cientos de metros de la entrada del sietch.
Inspeccionó una pequeña estación de experimentos biológicos cobijada en una oquedad, así como una serie de sensores y aparatos de recogida de datos empotrados en la roca. Hacía años que Pardot Kynes había renovado la maquinaria olvidada, y los miembros del sietch de Liet continuaban cuidando del panel de instrumentos, los cuales medían la velocidad del viento, la temperatura y la aridez. Un sensor mostraba una lectura infinitesimal de humedad del aire, un rastro de rocío captado por el colector en forma de huevo.
Oyó un chillido y un frenético batir de alas, y se volvió al instante. Un pequeño ratón del desierto, llamado muad’dib en el idioma de los fremen, había sido acorralado por un halcón en el reluciente cuenco de metalplaz del escáner solar.
El ratoncito intentaba escalar las resbaladizas paredes del cuenco, pero se veía obligado a retroceder cuando la poderosa garra del halcón intentaba capturarlo. Daba la impresión de que el muad’dib estaba condenado.
Liet no intervino.
Que la naturaleza siga su curso.
Ante su sorpresa, vio que el colector empezaba a moverse cuando el ratón pisó un botón desbloqueador del cuenco, y que el cambio de ángulo provocaba que los rayos del sol se reflejaran en los ojos del halcón. El ave, deslumbrada, no pudo apoderarse de su presa, y el ratón del desierto se escurrió por una diminuta grieta entre las rocas.
Liet contempló la escena divertido, y murmuró los versos del antiguo himno fremen que Faroula le había enseñado:
Arrastré los pies a través de un desierto
cuyo espejismo oscilaba como un fantasma.
Hambriento de gloria, ansioso de peligro,
vagué por los horizontes de al-Kulab,
vi que el tiempo allanaba las montañas
mientras me perseguía.
Y vi que los gorriones se acercaban a toda prisa,
más audaces que el feroz lobo.
Se posaron en el árbol de mi juventud.
Oí la bandada en mis ramas,
y sus picos y garras me atraparon.
¿Qué había dicho su amigo Warrick, agonizante tras consumir el Agua de Vida?
El halcón y el ratón son lo mismo.
¿Una visión auténtica, o solo desvarios?
Mientras veía alejarse al frustrado halcón, que
alzaba
el vuelo para poder vigilar el desierto, Liet-Kynes se preguntó si el muad’dib había escapado por accidente, o si había sido lo bastante hábil para aprovechar las circunstancias.
Los fremen veían signos y presagios por todas partes. Creían que la aparición de un muad’dib antes de tomar una decisión importante era de mal agüero. Y la importantísima asamblea de líderes de sietch estaba a punto de iniciarse.
No obstante, como planetólogo, Liet estaba preocupado por otra cosa. El escáner solar, instalado por el hombre, había interferido en la cadena de la vida del desierto, depredador y presa. Si bien se trataba de un incidente aislado, Liet lo interpretó en un contexto mucho mayor, como habría hecho su padre. Incluso la interferencia humana más nimia, cuando el tiempo la multiplicaba, podía dar lugar a cambios desastrosos y monumentales. Liet, preocupado, regresó al sietch.
Los líderes fremen, curtidos por la intemperie, llegaron de todos los poblados ocultos a lo largo y ancho del desierto. El sietch de la Muralla Roja constituía un lugar ideal para reunirse. Con su extensa red de cavernas y pasadizos naturales, podía alojar con facilidad a los visitantes, que traían su propia agua, comida y ropa de cama.
Los visitantes se quedarían varios días, semanas en caso necesario, hasta que se alcanzara un acuerdo. Liet no les dejaría marchar, aunque tuviera que lograr su colaboración por la fuerza bruta. Los hombres del desierto debían coordinar su lucha, decidir objetivos a corto y largo plazo. Un recuperado pero aún debilitado Turok les explicaría que el barón estaba dispuesto a sacrificar cuadrillas de especia enteras con el fin de robar una carga de melange no acreditada. Después, Stilgar describiría lo que él y sus comandos habían descubierto en las cuevas sagradas del sietch Hadith.
Los delegados habían recorrido larguísimas distancias en gusano de arena o a pie. Otros habían volado de noche en ornitópteros robados, que habían sido camuflados a toda prisa nada más llegar, o trasladados a cuevas. Liet-Kynes, vestido con una nueva capa jubba, dio la bienvenida a todos, a medida que entraban al sietch.
Le acompañaba su esposa de cabello oscuro, con su hija recién nacida y el pequeño Liet-chih. Faroula llevaba en el pelo aros de agua, que representaban la riqueza y la posición social de Liet en la tribu. Estaría a su lado todo el rato que se lo permitiera.
En el exterior, el sol era una llamarada anaranjada, y el atardecer se estaba aposentando sobre las dunas. Las mujeres sirvieron a los hombres una generosa cena en la sala de reuniones del sietch, un rito tradicional al principio de tales sesiones. Liet estaba sentado a una mesa baja junto al naib Heinar. En compañía de los demás líderes, Liet ofreció un brindis a la salud del anciano. En respuesta, Heinar meneó su cabeza de pelo cano y declinó el honor de pronunciar un discurso.
—No, Liet. Este es tu momento. El mío pasó hace mucho tiempo.
Aferró el brazo de su yerno, con su mano a la que faltaban dos dedos, consecuencia de un duelo ocurrido mucho tiempo atrás.
Después de la cena, mientras los hombres ocupaban sus lugares en la sala de reuniones, Liet pensó en muchas cosas. Había preparado bien su discurso, pero ¿se decantarían por colaborar y presentar resistencia a los Harkonnen, movilizarían sus fuerzas, o bien huirían a las regiones más profundas del planeta, y cada tribu lucharía por su cuenta? Peor aún, ¿preferirían los fremen luchar entre sí antes que atacar al verdadero enemigo, como ya habían hecho tantas veces en el pasado?
Liet había forjado un plan. Por fin, se puso en pie en una galería elevada que dominaba el suelo de la sala. Ramallo, la anciana Sayyadina, se irguió a su lado. Sus ojos oscuros escrutaron los rostros de los presentes.
Había cientos de personas, guerreros avezados, líderes surgidos de entre las filas de cada tribu. Todos compartían la visión de un Dune verde, todos reverenciaban la memoria de Umma Kynes. Había espectadores en los balcones y galerías practicados en las paredes. El olor a sudor de los hombres impregnaba el aire, junto con el penetrante aroma de la especia.
La Sayyadina Ramallo extendió las manos frente a sí, con las palmas hacia arriba, como a punto de impartir una bendición. La multitud enmudeció, con la cabeza gacha. En una galería contigua, un muchacho fremen cubierto con un hábito blanco entonó un lamento tradicional con voz de soprano. La canción describía, en Chakobsa antiguo, los arduos recorridos de los antepasados zensunni, que habían arribado a Dune después de huir de Poritrin, tantos milenios antes.
Cuando el muchacho terminó, Ramallo se retiró a las sombras, y dejó solo a Liet en la galería. Todos los ojos le miraron. Había llegado su momento.
La acústica perfecta de la sala transmitió la voz de Liet.
—Hermanos, grandes desafíos nos aguardan en los tiempos venideros. En el lejano Kaitain, informé al emperador Corrino de las atrocidades que los Harkonnen cometen en Dune. Le hablé de la destrucción del desierto, de los escuadrones Harkonnen que cazan a Shai-Hulud por deporte.
Un murmullo recorrió la sala, pero solo les había recordado algo que todos sabían.
—En mi calidad de planetólogo imperial, he solicitado botánicos, químicos y ecólogos. He suplicado equipo vital. He pedido que se trace un plan a gran escala para proteger nuestro planeta. He exigido que obligue a los Harkonnen a cesar en sus crímenes y atrocidades. —Hizo una pausa—. Pero me despidieron sumariamente. El emperador Shaddam IV no quiso escucharme.
Los gritos indignados de la multitud provocaron que retemblara el suelo bajo los pies de Leto. Los fremen no se consideraban subditos imperiales. Opinaban que los Harkonnen eran unos intrusos, unos ocupantes temporales que algún día serían apartados en favor de otra Casa importante. Con el tiempo, los fremen gobernarían Dune. Eso predecían sus leyendas.
—En esta magna asamblea hemos de discutir nuestras alternativas, como hombres libres. Hemos de tomar medidas para proteger nuestro modo de vida, sin pensar en el Imperio y en su nefasta política.
Mientras hablaba, sintiendo la llama de la pasión en su corazón, intuyó que Faroula estaba cerca, agazapada en las sombras, y escuchaba cada palabra, le insuflaba energía.
Los despojos de los repetidos intentos del hombre por controlar el universo se hallan diseminados a lo largo de las sórdidas playas de la historia.
Pintada en Ichan City, Jongleur
El bien iluminado y excesivamente adornado salón de pasajeros de la nave de tránsito wayku le recordó el escenario surrealista de una obra, con decorados demasiados chillones y colores demasiado brillantes. Tyros Reffa, un pasajero anónimo en un asiento de clase media, estaba sentado solo, con el convencimiento de que su vida nunca volvería a ser la misma. Los muebles viejos, los letreros llamativos y los refrescos picantes le consolaban de una manera peculiar, un viento de distracción y ruido blanco.
Se había distanciado de Zanovar y la Casa Taligari, lejos de su pasado.
Nadie se fijó en el nombre de Reffa, nadie se interesó por su destino. A juzgar por la forma en que su propiedad había sido destruida, y por los espías imperiales que habían seguido su rastro, hasta el criminal Shaddam Corrino debía creer que su hermanastro había sido desintegrado en Zanovar.
¿Por qué no me deja en paz?
Reffa intentó aislarse del ruido que hacían los omnipresentes vendedores, gente insistente, y en ocasiones sarcástica, que utilizaba gafas oscuras y vendía de todo, desde azúcar hilado especiado hasta bacer frito al curry. Aún oía la atronadora música atonal que surgía de sus auriculares. No les hizo el menor caso, y después de haber sido rechazados durante horas, los vendedores wayku le dejaron en paz por fin.
Las manos de Reffa estaban ásperas y agrietadas. Las había frotado repetidas veces con el jabón más fuerte, pero aún no se había quitado el olor a sangre y humo adherido a ellas, la sensación de llevar hollín bajo las uñas.
Nunca tendría que haber intentado volver a casa…
Había sobrevolado en su nave particular, con los ojos enrojecidos y llorosos, la cicatriz chamuscada de su propiedad. Había penetrado ilegalmente en las zonas afectadas por los ataques, sobornado funcionarios, burlado a vigilantes agotados.
No quedaba nada de su hermosa casa ni de los jardines. Nada en absoluto.
Algunos fragmentos de columnas de piedra, el cuenco volcado de una fuente rota, pero ni la menor señal de su majestuosa mansión y los jardines de heléchos. El fiel Charence había quedado reducido a cenizas, y solo quedaba de él una sombra similar a la de un espantapájaros en el suelo, la huella de lo que había sido un ser humano querido.
Reffa había aterrizado, pisado el suelo maloliente, y un silencio estrangulado le había rodeado. Piedras carbonizadas y cristal ennegrecido habían crujido bajo sus botas. Se agachó para recoger polvo con los dedos, como si confiara en descubrir un mensaje secreto en las cenizas. Hundió más los dedos, pero no encontró ni una hoja de hierba viva, ni el insecto más diminuto. Un penoso silencio se había adueñado de la zona, desprovista de brisa y trinar de pájaros.
Tyros Reffa nunca había molestado a nadie, satisfecho con sus intereses personales. No obstante, su hermanastro había intentado asesinarle para eliminar una supuesta amenaza contra el trono. Catorce millones de personas asesinadas en un intento frustrado de matar a un hombre. Parecía imposible, incluso viniendo de un monstruo semejante, pero Reffa sabía que era verdad. El Trono del León Dorado estaba manchado con la sangre de la injusticia, y Reffa recordó los solemnes soliloquios trágicos que había representado en Jongleur. Los chillidos de Zanovar resonaban en las paredes del palacio imperial.
Reffa aulló el nombre del emperador, pero su voz se desvaneció como un trueno lejano…
Reservó un pasaje en el siguiente crucero de Taligari a Jongleur, donde había vivido los felices años de su juventud. Ansiaba estar de vuelta entre los estudiantes de arte dramático, los actores apasionados y creativos en cuya compañía había disfrutado de paz.
Viajó sin llamar la atención, utilizando documentos falsos que el Docente le había proporcionado mucho tiempo atrás para un caso de emergencia. Mientras meditaba sobre todo lo que había perdido, oía las conversaciones de los pasajeros: un gemólogo de piedras soo discutía con su mujer sobre tipos de fractura; cuatro jóvenes ruidosos disentían a voz en grito acerca de una carrera de piraguas que habían presenciado hacía poco en Perrin XIV; un comerciante reía con su competidor sobre la humillación que alguien llamado duque Leto Atreides había infligido a Beakkal.