El asesor de etiqueta de Chusuk paseó la vista alrededor de la inmensa fortaleza Harkonnen y suspiró.
—Supongo que no tendremos tiempo para cambiar la decoración.
Piter de Vries guió al hombre, delgado y presuntuoso, hasta la Sala de los Espejos, donde le presentó al barón y a la Bestia Rabban.
—Mephistis Cru viene muy recomendado por la Academia Chusuk, pues ha asesorado a las hijas e hijos de muchas casas nobles.
Cru, acompañado por un ejército de imágenes distorsionadas de los espejos, se movía como si fuera un bailarín de ballet. El cabello castaño, largo hasta los hombros, estaba rizado y le caía sobre un manto abultado (sin duda el summum de la moda en algún planeta lejano). Los pantalones estaban hechos de una tela brillante estampada con motivos florales. Llevaba la piel cubierta de una fina capa de polvos, demasiado perfumada para el gusto del barón.
El hombre hizo una reverencia elegante y se detuvo al pie de la inmensa butaca del barón.
—Os agradezco la confianza que habéis depositado en mí, señor. —La voz del hombre era como seda húmeda. Los labios gruesos y los ojos de Cru sonreían, como si imaginara que el Imperio pudiera ser un lugar rutilante y alegre, con tal de que todo el mundo se comportara con el decoro apropiado—. He leído todos los comentarios sobre vos, y estoy de acuerdo en que debéis retocar vuestra imagen.
El barón, sentado en la butaca con patas en forma de grifo, ya se arrepentía de haber escuchado el consejo de su mentat. Rabban se erguía a un lado, tirante. Feyd-Rautha, de dos años de edad, dio unos pasos vacilantes y resbaló en el suelo de mármol pulido. Aterrizó con fuerza sobre su trasero y empezó a llorar.
Cru respiró hondo.
—Creo que soy capaz de superar el reto de convertiros en un ser agradable y honorable.
—Más te conviene —dijo Rabban—. Ya hemos enviado las invitaciones para el banquete.
El asesor de etiqueta reaccionó con alarma.
—¿Con cuánto tiempo contamos? Tendríais que haber consultado conmigo antes.
—No tengo por que consultar con vos mis decisiones.
La voz del barón era tan dura como la roca de Arrakis.
En lugar de acobardarse por la cólera del hombre, Cru contestó con pedantería.
—¡Eso es! Vuestro tono de voz cortante, la furibunda expresión de vuestro rostro. —Extendió un largo y pálido dedo—. Esas cosas disgustan a vuestros iguales.
—Tú no eres uno de sus iguales —gruñó Rabban.
El asesor de etiqueta continuó como si no hubiera oído el comentario.
—Es mucho mejor formular vuestra respuesta con sinceridad y verdadero arrepentimiento. Por ejemplo, «Siento muchísimo no haber examinado el problema desde vuestro punto de vista. Sin embargo, he tomado la decisión que me ha parecido mejor. Tal vez si colaboramos, encontremos una solución satisfactoria para ambos». —Cru extendió sus delicadas manos de una forma teatral, como si esperara aplausos del público—. ¿Os dais cuenta de lo eficaz que puede resultar?
El Harkonnen no estaba de acuerdo, y estaba a punto de expresarlo así, cuando el mentat intervino.
—Mi barón, accedisteis a tomarlo como un experimento. Siempre podéis volver a vuestras antiguas costumbres si no funciona.
Mephistis Cru observó que el gordo asentía sin convicción, y empezó a pasear de un lado a otro de la sala, absorto en sus pensamientos.
—Relajaos, relajaos. Estoy seguro de que tendremos tiempo suficiente. Haremos lo que podamos. Nadie es perfecto. —Miró al patriarca Harkonnen y volvió a sonreír—. Vamos a ver qué se puede hacer, incluso en estas circunstancias tan difíciles.
En el solario de la torre, el barón se erguía sostenido por su cinturón ingrávido, mientras Mephistis Cru daba inicio a la primera lección. El sucio sol del atardecer se filtraba por las ventanas manchadas de grasa, e iluminaba el amplio suelo de lo que había sido un gimnasio cuando el barón era delgado y tenía buena salud.
El asesor de etiqueta caminaba a su alrededor, tocaba las mangas del barón, pellizcaba la tela púrpura y negra.
—Relajaos, os lo ruego. —Contempló el enorme y fofo corpachón con el ceño fruncido—. Las ropas ceñidas no os convienen, mi señor. Os irían mejor prendas holgadas, mantos amplios. Una capa de magistrado os dotaría de un aspecto… aterrador.
De Vries se adelantó.
—Ordenaremos a los sastres que diseñen nuevas prendas de inmediato.
A continuación, Mephistis Cru estudió al corpulento Rabban, con su chaleco de cuero con adornos de piel, las botas con suelas de hierro y el ancho cinturón que ceñía su látigo de tintaparra. El pelo de Rabban estaba desordenado. Cru apenas logró disimular su expresión de desaliento, pero se obligó a mirar al barón.
—Bien, nos concentraremos en vos primero.
El hombre recordó un detalle y llamó a De Vries con un chasquido de dedos.
—Haced el favor de conseguirme la lista de invitados al banquete. Pienso estudiar su historia familiar y elaborar lisonjas concretas que el barón pueda utilizar para ganarse su beneplácito.
—¿Lisonjas?
Rabban reprimió una carcajada, al tiempo que el barón lo atravesaba con la mirada.
Por lo visto, una de las habilidades de Cru era la de hacer caso omiso de los insultos. Sacó una varilla calibrada larga como su antebrazo y empezó a tomar nota de las medidas del barón.
—Relajaos, relajaos. Estoy tan emocionado con este banquete como vos. Seleccionaremos solo los vinos más selectos…
—Pero de Caladan, no —intervino Rabban, y el barón se mostró de acuerdo.
Cru apretó los labios un momento.
—Los segundos mejores vinos, pues. Encargaremos la música más sublime y los manjares más exquisitos que estos señores hayan disfrutado en su vida. Y en cuanto a las diversiones, hemos de decidir las que os beneficien más.
—Ya hemos preparado un combate de gladiadores —dijo el barón—. Es una tradición de Giedi Prime.
El asesor se mostró horrorizado.
—De ninguna manera, mi barón. He de insistir. Nada de combates de gladiadores. Un derramamiento de sangre causará la impresión que no deseamos. Queremos que le caigáis bien al Landsraad.
Daba la impresión de que Rabban deseaba partir en dos sobre su rodilla a Cru, como si fuera una rama de árbol.
—Un experimento, mi barón —recordó De Vries en voz baja.
Durante varias incómodas horas, el asesor de etiqueta paseó de un lado a otro de la sala, regocijándose de los numerosos detalles que debía resolver. Enseñó al barón cómo debía comer. Hizo una demostración de la manera correcta de sujetar los cubiertos, a la altura adecuada y sin apoyar los codos sobre la mesa. Cru utilizaba su vara de medir para golpear los nudillos del barón cada vez que cometía un error.
Más tarde, De Vries llevó al solario a Feyd-Rautha, que estaba hecho una furia. Al principio, Cru se quedó complacido al ver al niño.
—Hemos de esforzarnos en educar bien al niño, tal como corresponde a su posición. Los modales refinados reflejarán su noble cuna.
El barón frunció el ceño, cuando recordó a su debilucho hermanastro Abulurd, el padre de la criatura.
—Estamos intentando enmendar las deficiencias de la educación de Feyd.
A continuación, Cru insistió en ver andar al barón. Obligó al hombre a caminar de un extremo a otro del solario, con la ayuda del cinturón ingrávido, al tiempo que estudiaba cada paso y hacía observaciones. Por fin, se dio unos golpecitos en los labios con un largo dedo.
—No está mal. Trabajaremos con eso.
Cru se volvió hacia Rabban, con la expresión severa de un maestro de escuela.
—Pero vos tenéis que aprender los conceptos básicos. Os enseñaremos a caminar con elegancia. —Su voz se aflautó—. Deslizaos por la vida, como si cada paso fuera una leve intrusión en el aire que os rodea. Debéis abandonar el vicio de bambolearos. Es esencial que no deis la impresión de ser un zoquete.
Rabban parecía a punto de estallar. El asesor de etiqueta se acercó a un maletín que había traído con él. Extrajo dos bolas gelatinosas y las sostuvo en las palmas, como pompas de jabón. Una esfera era roja, y la otra de un verde intenso.
—No os mováis, mi señor. —Depositó una bola sobre cada hombro de Rabban, donde se mantuvieron en precario equilibrio—. Unos sencillos juguetes de Chusuk. Los niños los utilizan para gastar bromas, pero son unas herramientas de aprendizaje muy útiles. Se rompen con mucha facilidad…, y creedme, el resultado no os gustará.
Cru emitió un resoplido arrogante y llenó los pulmones de los perfumes que flotaban alrededor de sus ropas.
—Permitidme que os haga una demostración —dijo—. Caminad por la sala con toda la gracia de que seáis capaz, pero con pasos suaves, para que las bolas hediondas no se caigan.
—Haz lo que este hombre dice, Rabban —dijo el barón—. Es un experimento.
La Bestia atravesó la sala con su paso cansino habitual. Aún no había recorrido la mitad de la distancia, cuando la bola roja rodó y estalló sobre su chaleco de cuero. Sobresaltado por el movimiento, saltó hacia atrás y perdió la bola verde, que se rompió a sus pies. Ambas esferas soltaron vapores amarillentos que le rodearon con un hedor nauseabundo.
El asesor de etiqueta se puso a reír.
—¿Comprendéis ahora… lo que quería decir?
Cru no tuvo ni tiempo de respirar. Rabban se precipitó sobre él y rodeó su garganta con el brazo en una presa mortal. Estrujó el cuello del hombre con furia incontrolada, tal como había estrangulado a su propio padre.
El hombre chilló y se debatió, pero no era rival para la Bestia. El barón permitió que la refriega se prolongara unos segundos más, pero no estaba dispuesto a conceder al asesor de etiqueta una muerte tan rápida y sencilla. Por fin, De Vries asestó dos golpes precisos y demoledores a la Bestia con el canto de la mano, hasta que Rabban soltó al hombre.
La cara de Rabban estaba púrpura de ira, y el hedor que exhalaba provocó que el barón tosiera.
—¡Fuera de aquí, sobrino! —Feyd-Rautha había empezado a llorar—. Y llévate a tu hermanito. —El barón meneó la cabeza, de forma que sus mofletes se agitaron—. Este hombre tiene toda la razón. Eres un patán. Te agradeceré que no aparezcas por el banquete.
Rabban, que no cesaba de abrir y cerrar los puños, estaba furioso.
—Quiero que utilices aparatos de escucha para espiar las conversaciones de nuestros invitados. Lo más probable es que te diviertas mucho más que yo.
Rabban se permitió una sonrisa de satisfacción cuando comprendió que no estaría obligado a seguir el cursillo acelerado de etiqueta. Agarró al niño, que se puso a llorar con renovados bríos cuando le invadió el hedor que rodeaba a su hermano mayor.
El mentat ayudó a levantarse a Mephistis Cru, que tenía el rostro congestionado y marcas rojas en su delgada garganta.
—Ahora…, me encargaré del menú, mi señor barón.
El asesor semiestrangulado salió del solario por una puerta lateral, con pasos vacilantes y expresión asustada.
El barón fulminó con la mirada a Piter de Vries, lo cual provocó que el mentat se encogiera.
—Paciencia, mi barón. Está claro que nos queda un largo camino por delante.
El poder es la más inestable de todas las consecuciones humanas. La fe y el poder se excluyen mutuamente.
Axioma Bene Gesserit
Hidar Fen Ajidica, cargado con una bolsa negra de gran tamaño, pasó a toda prisa ante dos guardias Sardaukar. Los soldados imperiales se pusieron firmes y apenas parpadearon cuando el investigador jefe se alejó, como si no hubieran reparado en él.
Ahora que había aprendido a aumentar drásticamente la producción de ajidamal, Ajidica consumía con regularidad enormes dosis de la especia sintética. Vivía en un agradable estado de hiper-conciencia. Su intuición era más aguzada que nunca. La droga superaba todas las expectativas. El ajidamal no era solo un sustituto de la melange. Era mejor que la melange.
Con su conciencia optimizada, Ajidica reparó en un diminuto reptil que se deslizaba sobre la pared rocosa.
Draco volans
, uno de los lagartos llamados «dragones voladores» que habían penetrado desde la superficie después de la conquista tleilaxu. El animal desapareció de su vista con un centelleo de la piel escamosa.
Hormigas, escarabajos y cucarachas también habían encontrado la forma de introducirse en el mundo subterráneo. Ajidica había establecido una serie de procedimientos para evitar que los insectos invadieran sus laboratorios asépticos, pero sin éxito.
Ajidica, henchido de entusiasmo, atravesó la pálida luz anaranjada de un bioescáner y pasó al corazón de la base militar Sardaukar. Entró sin llamar en la oficina interior y se dejó caer en un pequeño perrosilla, con la bolsa sobre el regazo. Después de un inusual gemido de protesta, el sedentario animal se adaptó al cuerpo del investigador jefe. Ajidica entrecerró los ojos cuando una nueva descarga de droga impregnó su cerebro.
Un hombretón vestido con uniforme gris y negro, que estaba comiendo en su escritorio, alzó la vista. El comandante Cando Garon (hijo del Supremo Bashar del emperador, Zum Garon) comía con frecuencia solo. Aunque no había cumplido aún los cuarenta, Cando parecía mayor, pues su cabello castaño empezaba a encanecer en las sienes. Tenía la piel pálida, debido a los muchos años que llevaba destinado en las cavernas por orden del emperador. La misión secreta del joven Garon, custodiar los experimentos, llenaba de orgullo a su padre.
El comandante examinó a Ajidica y se metió en la boca una buena ración de arroz pundi con carne, procedente de las raciones Sardaukar.
—¿Habéis solicitado verme, investigador jefe? ¿Algún problema que mis hombres deban resolver?
—Ningún problema, comandante. De hecho, he venido a recompensaros. —El hombrecito se levantó del reticente perrosilla y dejó la bolsa sobre el escritorio—. El comportamiento de vuestros hombres ha sido ejemplar, y nuestros dilatados esfuerzos han dado fruto por fin. —Los cumplidos sabían raro en la boca de Ajidica—. Enviaré mis felicitaciones a vuestro padre, el Supremo Bashar. En el ínterin, no obstante, el emperador me ha permitido ofreceros una pequeña recompensa.
Sacó un paquete cerrado de la bolsa. Garon lo miró como si estuviera a punto de estallar en su cara. Lo olió, y percibió un inconfundible aroma a canela.
—¿Melange? —Garon extrajo varios paquetes de la bolsa—. Esto es excesivo para mi uso personal.