—Ojalá supierais lo que he hecho por vuestro amor.
Se marchó, al tiempo que alisaba sus ropas.
Leto la amaba, aunque no siempre la comprendía. La siguió por los corredores del castillo, sin hacer caso de las miradas curiosas de los criados, deseando su aceptación.
Jessica atravesó a toda prisa los charcos de luz que arrojaban globos luminosos y entró en su habitación. Sabía que él la seguía, sabía que debía estar todavía más irritado porque le había obligado a perseguirla.
Leto se detuvo en el umbral de los aposentos. Ella giró en redondo, temblorosa. En aquel momento, no quería disimular su ira, quería sentirla y desahogarse. Pero las cicatrices de la angustia estaban escritas sobre la cara de Leto, no solo la pena por las muertes de Victor y Kailea, sino también por su padre asesinado. No le correspondía a ella herirle más…, ni tampoco amarle, como Bene Gesserit.
Sintió que la ira se desvanecía.
Leto había querido al viejo duque. Paulus Atreides le había dado lecciones sobre política y matrimonio, rígidas normas que no permitían el amor entre un hombre y una mujer. Su obediencia a las enseñanzas de su padre había transformado la devoción de su primera concubina en traición asesina.
Pero Leto también había visto morir a su padre, destripado por un toro salusano drogado, y había tenido que suceder al duque Atreides a una edad temprana. ¿Qué había de malo en que quisiera dar el nombre de su padre a su hijo? Jessica partía al día siguiente para Kaitain, y tal vez pasarían meses sin que le viera. De hecho, como hermana Bene Gesserit, no tenía ninguna garantía de que le permitieran volver a Caladan. Sobre todo cuando descubrieran el sexo del hijo que esperaba, un desafío evidente a las órdenes de la Hermandad.
No pienso abandonarle así.
Antes de que el duque pudiera hablar, dijo:
—Sí, Leto. Si el bebé es un varón, Paul será su nombre. No hace falta que discutamos más.
Al amanecer del día siguiente, a la hora en que las barcas de pesca zarpaban de Cala City camino de alejados bancos de kelpo, Jessica esperaba la hora de su partida.
Oyó palabras airadas procedentes del estudio privado del duque. La puerta estaba entreabierta, y Gaius Helen Mohiam, con su hábito negro, estaba sentada en una silla de respaldo alto. Reconoció la voz de la mujer por los años que había pasado bajo su tutela en la Escuela Materna.
—La Hermandad ha tomado la única decisión posible, duque Leto —dijo Mohiam—. No comprendemos la nave ni el proceso de fabricación, y no tenemos la menor intención de facilitar pistas a ninguna familia noble, ni siquiera a la Casa Atreides. Con todo el respeto, señor, vuestra solicitud ha sido denegada.
Jessica se acercó un poco más. Había otras personas en el estudio. Identificó las voces de Thufir Hawat, Duncan Idaho y Gurney Halleck.
—¿Cómo vais a impedir que los Harkonnen la utilicen otra vez contra nosotros? —rugió Gurney.
—Son incapaces de reproducir el arma, de modo que el inventor no debe estar en su poder…, sino muerto, lo más probable.
—Fue la Bene Gesserit quien nos informó, reverenda madre —ladró Leto—. Vos me hablasteis del complot de los Harkonnen contra mí. Durante años he dejado de lado mi orgullo, no he utilizado la información para limpiar mi nombre, pero mi propósito actual es más importante. ¿Dudáis de mi capacidad para utilizar el arma de una manera sensata?
—Vuestro buen nombre no admite dudas. Mis hermanas lo saben. No obstante, hemos decidido que esa tecnología es demasiado peligrosa para caer en manos de cualquier hombre, o Casa.
Jessica oyó que algo caía en el estudio, y Leto habló con voz airada.
—También os lleváis a mi dama. Una afrenta tras otra. Insisto en que Gurney Halleck acompañe a Jessica como guardaespaldas. Para protegerla. No quiero que corra el menor peligro.
El tono de Mohiam era excesivamente racional. ¿Un indicio de la Voz?
—El emperador ha prometido su protección durante el viaje y en palacio. No temáis, vuestra concubina estará bien cuidada. Lo demás no os compete.
La anciana se levantó, como para indicar que la reunión había concluido.
—Jessica será pronto la madre de mi hijo —dijo Leto en un tono estremecedor—. Procurad que no le pase nada, de lo contrario os haré personalmente responsable, reverenda madre.
Jessica vio que Mohiam efectuaba un sutil movimiento corporal y adoptaba una postura de combate apenas perceptible.
—La Hermandad está mucho más capacitada para proteger a la muchacha que cualquier ex contrabandista.
Jessica entró con descaro en la habitación para interrumpir la creciente tensión.
—Reverenda madre, estoy preparada para partir a Kaitain, si permitís que me despida del duque.
Los hombres vacilaron y guardaron un incómodo silencio. Mohiam miró a Jessica, y expresó con claridad que había sabido desde el primer momento que Jessica estaba escuchando.
—Sí, hija mía, ya es hora.
El duque Leto contemplaba las luces de la lanzadera que se alejaba, rodeado de Gurney, Thufir, Rhombur y Duncan…, cuatro hombres que hubieran dado la vida por él, en caso de haberlo pedido.
Se sentía solo y vacío, y pensó en todas las cosas que habría querido decir a Jessica, de haber tenido valor. Pero había perdido la oportunidad, y lo lamentaría hasta que estuvieran abrazados de nuevo.
No es posible ocultarse de la historia…, ni de la naturaleza humana.
Libro Azhar
de la Bene Gesserit
La antigua cantera de roca era una profunda cuenca con altas paredes de piedra cortada. Durante los siglos anteriores, se habían extraído bloques de mármol veteado para construir nuevos edificios destinados a la Escuela Materna.
La hermana Cristane, seria y profesional, guió a los tres inventores richesianos hasta el fondo de la cantera. Con el cabello oscuro y corto, y un rostro más anguloso que suave y femenino, daba la impresión de que no reparaba en la brisa fría, y entró con los tres científicos extraplanetarios en un ascensor ingrávido que descendió como una campana de buzo entre franjas coloreadas de impurezas minerales.
Los inventores eran muy diferentes. Uno era parlanchín y más político que inventor; había alcanzado la notoriedad gracias a escribir excelentes informes, en lugar de realizar importantes investigaciones. Sus dos acompañantes eran más callados y pensativos, pero sus momentos de inspiración habían producido hallazgos tecnológicos que dieron mucho dinero a Richese.
La Hermandad había tardado semanas en localizarles, en inventar una excusa creíble para atraerles a su planeta. En teoría, los tres hombres habían sido llamados para comentar la reorganización de los sistemas electrónicos de la Escuela Materna, y para desarrollar comunicaciones por satélite directas que no interfirieran en los escudos defensivos que rodeaban Wallach IX. El gobierno richesiano se había apresurado a ofrecer sus talentos creativos a la poderosa Bene Gesserit.
El pretexto había logrado su propósito. En realidad, Harishka había solicitado a aquellos tres investigadores en concreto debido a su relación con el desaparecido Chobyn. Tal vez tenían acceso a la documentación sobre sus trabajos, o sabían algo importante acerca de lo que había hecho.
—Nos hemos alejado mucho del complejo principal —dijo el tímido inventor llamado Haloa Rund. Miró a su alrededor mientras el ascensor descendía y observó el aislamiento de la cantera.
Había pocos edificios y ninguna tecnología destinada a trabajar la roca—. ¿Qué necesidades energéticas tenéis tan lejos del complejo principal?
Rund, que había estudiado en la Escuela Mentat y fracasado, todavía se enorgullecía de su mente analítica. También era sobrino del conde Ilban Richese, y había utilizado sus relaciones familiares para recibir fondos con los que llevar a cabo excéntricos proyectos que hubieran sido negados a cualquier otro. Su tío protegía a todos sus parientes.
—La madre superiora está esperando abajo —contestó Cristane, como si eso disipara las dudas—. Tenéis que ayudarnos a solucionar un problema.
Antes, en los alrededores de la Escuela Materna, los dos compañeros de Rund se habían quedado maravillados con el paisaje, los huertos y los edificios de estuco con tejados de terracota. Pocos hombres recibían permiso para visitar Wallach IX, y absorbieron todos los detalles como turistas, contentos de ir a donde las hermanas les llevaran.
El ascensor ingrávido llegó al fondo de la cantera, donde los hombres salieron y pasearon la vista a su alrededor. La brisa era fría y cortante. Las paredes de roca se alzaban sobre sus cabezas como un estadio cerrado.
Los restos de la extraña nave estaban cubiertos con electrotelas alquitranadas, y el casco aún era visible a la luz sesgada. La madre superiora Harishka y varias hermanas aguardaban junto a la nave. Los inventores richesianos avanzaron, intrigados.
—¿Qué es esto? ¿Un patrullero pequeño? —Talis Balt era un hombre calvo y erudito, capaz de calcular complejas ecuaciones mentalmente—. Me dieron a entender que la Hermandad carecía de capacidad militar. ¿Por qué…?
—No es nuestra —replicó Cristane—. Fuimos atacadas, pero logramos destruir la nave. Por lo visto, iba equipada con una nueva forma de escudo defensivo que la hace invisible a los ojos humanos o a los aparatos de detección.
—Imposible —dijo Flinto Kinnis, el burócrata del grupo. Aunque era un científico de nivel medio, había supervisado grupos tecnológicos que habían alcanzado muchos éxitos.
—Nada es imposible, director —contestó Haloa Rund con voz severa—. El primer paso de toda innovación es saber que algo puede ser creado. El resto es una cuestión de detalles.
La reverenda madre Cienna tocó un transmisor que apartó una esquina de la electrotela, y dejó al descubierto el fuselaje arañado de una pequeña nave de guerra.
—Tenemos motivos para creer que esta tecnología fue desarrollada por un richesiano llamado Tenu Chobyn, una persona a la que conocisteis. La Bene Gesserit quiere averiguar si poseéis más información sobre sus experimentos.
Haloa Rund y Talis Balt avanzaron hacia la nave siniestrada, fascinados por el misterio tecnológico. Flinto Kinnis, por su parte, seguía suspicaz.
—Chobyn desertó de nuestro laboratorio orbital en Korona. Cayó en desgracia, y se llevó información secreta consigo. ¿Por qué no le preguntáis a él?
—Creemos que está muerto —dijo Cristane.
Kinnis se quedó sorprendido y confuso.
Haloa Rund se volvió hacia la madre superiora.
—Debe de ser un secreto muy peligroso. ¿Por qué nos lo reveláis?
Frunció el ceño, intrigado por la idea de los avanzados detalles tecnológicos que podría arrebatar a los restos de la nave, pero sintió también un escalofrío de inquietud. No había testigos, y las hermanas eran impredecibles. No obstante, Rund era sobrino del conde Richese, y la noticia de su viaje era conocida. La Bene Gesserit no se atrevería a atentar contra él o sus compañeros…, al menos, eso esperaba.
Harishka le interrumpió con todo el poder de la Voz.
—Contestad a nuestras preguntas.
Los inventores se quedaron petrificados.
La reverenda madre Lanali habló a continuación, y utilizó también la implacable Voz. Su cara en forma de corazón parecía una tormenta.
—Erais amigos de Chobyn. Decidnos lo que sepáis de su invención. ¿Cómo podemos recrearla?
Cienna levantó el resto de la electrotela, y dejó al descubierto el casco roto. Las reverendas madres interrogaron a los richesianos utilizando el Método Bene Gesserit, una técnica que les permitía detectar los detalles más ínfimos. Observaban los menores matices de duda, falsedad o exageración.
Bajo el frío cielo de Wallach IX, enmarcado por los farallones, las hermanas acosaron a los tres hombres indefensos con todas las preguntas posibles de todas las maneras concebibles, con el fin de determinar si existían suficientes pistas para reconstruir la tecnología secreta de Chobyn. Tenían que averiguarlo.
Si bien el grupo de richesianos no dudaba de las afirmaciones de las hermanas sobre las prestaciones de la nave, quedó claro que su anterior compañero había sido un pillastre que había trabajado sin ayuda, seguramente a instancias de la Casa Harkonnen. Chobyn no había consultado con ninguno de sus colegas, ni había dejado documentación alguna.
—Muy bien —dijo Harishka—. El secreto está a salvo. Se disipará y morirá.
Aunque paralizados e incapaces de oponer resistencia, los inventores cautivos aún estaban atemorizados por la posibilidad de que las brujas los torturaran hasta la muerte de alguna forma atroz. Cristane había sido partidaria de tal solución.
No obstante, si los tres hombres desaparecían o sufrían un sospechoso accidente, el primer ministro Ein Calimar y el viejo conde Ilban Richese harían demasiadas preguntas. La Bene Gesserit no podía permitirse el lujo de despertar sospechas.
Las hermanas, con expresión severa y ominosa, rodearon a los tres richesianos. Sus hábitos negros les daban aspecto de aves rapaces.
Las Bene Gesserit empezaron a hablar casi al unísono.
—Olvidaréis.
—No haréis preguntas.
—No recordaréis.
En circunstancias concretas, las hermanas eran capaces de practicar esta «hipnosis resonante», que implantaba recuerdos falsos y alteraba las percepciones sensoriales. Habían tomado medidas similares contra el barón Harkonnen, cuando había ido a la Escuela Materna impulsado por su rabia vengativa.
Cristane colaboraba en el coro, concentraba sus poderes mentales con los de las reverendas madres. Entre todas crearon un nuevo tapiz de recuerdos, una historia que Haloa Rund y sus dos compañeros repetirían a sus superiores.
Los tres hombres solo recordarían una conversación muy poco interesante en Wallach IX, una discusión intrascendente sobre planes a medio concebir para remozar la Escuela Materna. No se había llegado a ninguna conclusión. Las hermanas no estaban muy interesadas. Nadie insistiría en el tema.
La Bene Gesserit había averiguado todo cuanto necesitaba saber.
En una sociedad en que los datos son, como mínimo, inciertos, hay que ser cuidadoso a la hora de manipular la verdad. La apariencia se transforma en realidad. La percepción se transforma en hecho. Utiliza estos principios en beneficio propio.
Emperatriz H
ERADE
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Libro de texto sobre los principios más refinados de la cultura en el Imperio