C’tair parecía desconcertado, sin saber distinguir ya la fantasía de la realidad.
—Había una chica… ¿Kailea? Sí, Kailea Vernius.
Thufir y Hawat intercambiaron una mirada, sin querer revelar de momento la trágica noticia.
—No tenemos mucho tiempo —dijo Gurney—. Hemos de ver y averiguar lo que podamos.
C’tair miró a los dos representantes Atreides, mientras intentaba decidir por dónde empezar. La rabia bullía en su interior, le embargaba tanta emoción que no podía soportar contarles lo que ya había visto, lo que ya había padecido en el planeta.
—Quedaos, y os enseñaré lo que los tleilaxu han hecho a Ix.
Los tres hombres avanzaron sin llamar la atención entre las masas de trabajadores oprimidos, pasaron ante instalaciones abandonadas. Utilizaron las numerosas tarjetas de identificación robadas por C’tair para entrar y salir de las zonas de seguridad. Este solitario rebelde había aprendido a pasar desapercibido, y los humillados ixianos rara vez miraban otra cosa que no fueran sus propios pies.
—Hace tiempo que conocemos la complicidad del emperador —dijo Thufir—, pero no entiendo la necesidad de dos legiones Sardaukar.
—He visto…, pero aún no sé las respuestas. —C’tair señaló una monstruosidad que atravesaba un muelle de carga, una máquina a la que se habían añadido algunos componentes humanos, una cabeza abollada, parte de un torso magullado y deforme—. Si el príncipe Rhombur es un cyborg, rezo para que no se parezca en nada a lo que los tleilaxu han creado aquí.
Gurney estaba horrorizado.
—¿Qué clase de engendro es ese?
—Bi-ixianos, víctimas de torturas, ejecutados y reanimados gracias a maquinarias. No están vivos, solo se mueven. Los tleilaxu los llaman «ejemplos», juguetes para la diversión de mentes enloquecidas.
Thufir tomaba nota mental de cada detalle, mientras a Gurney le costaba contener la repulsión que experimentaba.
C’tair consiguió esbozar una sonrisa sombría.
—Vi uno con un rociador de pintura sujeto a la espalda, pero su biomecánica se averió y dejó de moverse. Llevaba el rociador lleno cuando cayó, y dos amos tleilaxu se mancharon con el pigmento. Se pusieron furiosos, gritaron insultos a la cosa, como si lo hubiera hecho a propósito.
—Tal vez fue así —dijo Gurney.
Durante los siguientes días, los tres investigaron y observación…, y se escandalizaron con lo que vieron. Gurney quería iniciar la lucha al instante, pero Thufir le aconsejó cautela. Tenían que volver e informar a la Casa Atreides. Solo entonces, con el permiso del duque, podrían trazar un plan y lanzar un ataque coordinado.
—Nos gustaría que volvieras con nosotros, C’tair —dijo Gurney, con expresión compasiva—. Podemos sacarte de aquí. Ya has sufrido bastante.
La idea alarmó a C’tair.
—Yo no me marcho. No sabría qué hacer si dejara de luchar. Mi lugar está aquí, atormentando a los invasores todo cuanto pueda, para que mis compatriotas supervivientes sepan que no he cedido, y que nunca cederé.
—El príncipe Rhombur supuso que dirías eso —dijo Thufir—. Te hemos traído muchos suministros en nuestro módulo: discos explosivos, armas, incluso comida. Es un principio.
Las posibilidades aturdieron a C’tair.
—Sabía que mi príncipe no nos había abandonado. He esperado su regreso mucho tiempo, con la esperanza de combatir a su lado.
—Informaremos al duque Leto Atreides y a tu príncipe. Ten paciencia.
Thufir quiso añadir algo más, prometer algo tangible, pero carecía de autoridad para ello.
C’tair asintió, ansioso por empezar de nuevo. Por fin, después de tantos años, fuerzas poderosas le ayudaban en su lucha.
La compasión y la venganza son dos caras de la misma moneda. La necesidad dicta de qué lado cae la moneda.
Duque P
AULUS
A
TREIDES
El vapor ascendía desde la espesa vegetación de Beakkal, mientras el sol primario amarillonaranja se elevaba sobre el horizonte, la brillante estrella secundaria ya se veía alta en el cielo. Las flores diurnas se abrían con un estallido de perfume, atraían a las aves y los insectos. Primates peludos corrían entre el espeso dosel, y enredaderas depredadoras se extendían para apoderarse de roedores desprevenidos.
Gigantescos zigurats de mármol se cernían sobre la meseta de Senasar. Sus esquinas provistas de cristales cóncavos reflejaban la luz del sol en todas direcciones.
En esta meseta, hombres Atreides y Vernius habían luchado en otro tiempo contra multitud de invasores, abatido a diez de ellos por cada defensor perdido, hasta ser aniquilados por la pura fuerza numérica. Se habían sacrificado, hasta el último hombre, tan solo una hora antes de que los refuerzos llegaran y aplastaran a los piratas restantes.
Durante siglos, el pueblo de Beakkal había reverenciado a los Héroes caídos, pero después de que la Casa Vernius fuera declarada renegada, el primer magistrado había dejado de cuidar los monumentos, y el follaje de la selva los había recubierto. Las magníficas estatuas se convirtieron en nidos de pequeños animales y aves. Los grandes bloques de piedra empezaron a resquebrajarse y desmenuzarse, ante la indiferencia de Beakkal.
Hacía poco, tiendas de campaña automáticas habían empezado a brotar como hongos geométricos alrededor del perímetro del memorial. Cuadrillas de obreros habían cortado el follaje acumulado durante años, y desenterrado las tumbas herméticas. Miles de soldados muertos habían sido enterrados en fosas comunes. Otros estaban sepultados en criptas blindadas dentro de los zigurats.
Supervisores beakkali habían proporcionado equipos de excavación para desmontar los zigurats bloque a bloque. Científicos tleilaxu instalaron laboratorios modulares, ansiosos por analizar las células de los cadáveres exhumados, así como los restos de tejido humano, con el fin de encontrar material genético utilizable.
La selva olía a niebla y flores, a aceites penetrantes de plantas verde oscuro, a hierbas tan altas como árboles. El humo de los campamentos y los gases de escape de las máquinas se elevaban en el aire. Uno de los diminutos obreros secó el sudor de su frente y agitó la mano para ahuyentar una nube de mosquitos. Alzó la vista para mirar el sol primario, que pendía sobre el dosel como un ojo airado.
De pronto, rayos láser púrpura iluminaron el cielo.
Naves Atreides, al mando de Duncan Idaho, descendieron de su órbita y bombardearon el memorial. Transmitió el mensaje del duque Leto al tiempo que abría fuego. El discurso grabado sería escuchado por el primer magistrado en la capital de Beakkal. Otra copia había sido enviada por correo al Consejo del Landsraad en Kaitain, siguiendo las normas bélicas establecidas por la Gran Convención.
La voz acerada de Leto anunció:
—El Memorial de Guerra de Senasar fue erigido en honor de los servicios prestados por mis antepasados en Beakkal. Ahora, los Bene Tleilax y los beakkali han profanado este lugar. La Casa Atreides no tiene otra alternativa que responder de la forma adecuada. No permitiremos que nuestros héroes caídos en combate sean profanados como cobardes. En consecuencia, hemos decidido destruir el monumento.
A la cabeza de una falange de naves de guerra, Duncan Idaho dio permiso a sus tropas para abrir fuego. Rayos láser cuartearon los zigurats, desmontados en parte, y dejaron al descubierto las cámaras secretas. Científicos tleilaxu salieron corriendo de las tiendas y los laboratorios.
—Nuestra respuesta se ciñe a las normas establecidas —continuó la voz grabada del duque Leto—. Lamentamos las bajas que puedan producirse, pero nos consuela saber que solo saldrán perjudicados aquellos implicados en actividades criminales. Aquí no hay inocentes.
La flota Atreides describió un círculo y arrojó bombas térmicas, y a continuación disparó haces de luz púrpura. En veinte minutos estándar (menos tiempo del que tardó el primer magistrado en convocar una reunión con sus asesores), el escuadrón destruyó el memorial, a los ladrones de tumbas tleilaxu y a sus cómplices beakkali. También desintegró los restos de los Atreides y Vernius muertos.
La meseta quedó convertida en una llanura irregular de vidrio fundido, erizada por montículos de material humeante. Diversos incendios se iniciaron en la periferia de la zona atacada, y luego se extendieron hacia la selva…
—La Casa Atreides no tolera ofensas —dijo Duncan por el sistema de comunicaciones, pero no había supervivientes que pudieran escucharle.
Cuando dio la orden a sus naves de volver a la órbita, contempló la devastación. Después de esto, nadie en el Imperio pondría en duda la resolución del duque Atreides.
Sin previo aviso. Sin compasión. Sin ambigüedades.
El enemigo más temible es el que se presenta disfrazado de amigo.
Maestro espadachín R
EBEC
DE
G
INAZ
En el subsuelo de Kaitain, la necrópolis imperial abarcaba tanto terreno como el mismo palacio. Generaciones de Corrino fallecidos habitaban la ciudad de los muertos, los que habían sucumbido a traiciones o accidentes, y los pocos que habían muerto por causas naturales.
Cuando el conde Hasimir Fenring regresó de Ix, Shaddam condujo de inmediato a su amigo y consejero hasta las catacumbas.
—¿Así es como celebráis el regreso triunfal de vuestro ministro de la Especia, arrastrándome hasta estas viejas y mohosas criptas, ummm?
Shaddam había prescindido de su habitual cortejo de guardaespaldas, y solo globos luminosos acompañaban a los dos hombres mientras bajaban la escalera de caracol.
—Jugábamos aquí abajo cuando éramos niños, Hasimir. Me pone nostálgico.
Fenring asintió. Sus enormes ojos se movían de un lado a otro, como los de un ave nocturna, en busca de asesinos o trampas.
—Tal vez fue aquí donde desarrollé mi afición a acechar en las sombras.
Shaddam habló con voz más dura, más imperial.
—También es un lugar donde podemos hablar sin temor a que nos espíen. Hemos de hablar de asuntos importantes. Fenring gruñó en señal de aprobación.
Mucho tiempo atrás, después de trasladar la capital imperial desde la arrasada Salusa Secundus, Hassik Corrino III había sido el primero en ser enterrado bajo el edificio megalítico. A lo largo de los milenios posteriores, numerosos emperadores Corrino, concubinas y bastardos le habían acompañado. Algunos habían sido incinerados, y sus cenizas se exhibían en urnas, mientras los huesos de otros habían sido triturados para fabricar obras funerarias de porcelana. Algunos emperadores se conservaban en sarcófagos transparentes, aislados de la atmósfera exterior mediante campos de nulentropía que impedían el deterioro de sus cuerpos, aunque la niebla del tiempo hubiera ocultado sus pobres logros.
Fenring y Shaddam pasaron ante la momia de Mandias el Terrible, que yacía en una cámara presidida por una estatua de tamaño natural de sí mismo. Según la inscripción de su ataúd, había sido conocido como «el emperador que hacía temblar los planetas».
—No me impresiona. —Shaddam contempló la momia marchita—. Nadie se acuerda de él.
—Solo porque os negasteis a estudiar historia imperial —replicó Fenring con una leve sonrisa—. Este lugar os recuerda vuestra propia mortalidad, ¿ummm?
El emperador frunció el ceño, rodeado por la luz ondulante de los globos. Mientras avanzaban por el suelo de roca empinado, diminutos animales buscaron refugio en las sombras y las grietas, arañas, roedores, escarabajos modificados que conseguían sobrevivir a base de comer fragmentos de carne conservada.
—¿Qué me decís de ese bastardo de Elrood, ummm? ¿Cómo es posible que no nos hayamos enterado en todos estos años?
Shaddam giró en redondo.
—¿Cómo lo sabes?
—Tengo oídos, Shaddam —contestó Fenring, con una sonrisa condescendiente.
—Demasiado afinados.
—Pero solo están a vuestro servicio, señor, ¿ummm? —Continuó hablando, sin esperar la respuesta del emperador—. No parece que este tal Tyros Reffa aspire a vuestro trono, pero en estos tiempos de creciente malestar, podría ser utilizado como estandarte por familias rebeldes.
—¡Pero yo soy el verdadero emperador!
—Señor, si bien el Landsraad jura fidelidad a la Casa Corrino, no muestra la menor lealtad a vuestra persona. Habéis conseguido, ummm, irritar a muchos de los nobles más poderosos.
—Hasimir, no debo preocuparme por el ego ofendido de mis subditos.
Shaddam contempló la tumba de Mandias y maldijo a su padre Elrood por tener un hijo con una de sus concubinas. ¡Un emperador tendría que tomar precauciones!
A medida que pasaban los siglos y más tumbas se hacían necesarias, la necrópolis había crecido hacia las profundidades. En los niveles más inferiores y recientes, Shaddam reconoció por fin el nombre de algunos antepasados.
Más adelante, se alzaba la cripta del abuelo de Shaddam, Fondil III, conocido como el Cazador. La puerta de hierro agujereada estaba flanqueada por las carcasas disecadas de dos feroces depredadores a los que había matado: un ecadroghe recubierto de espinas de las mesetas de Ecaz, y un oso dientes de sable de III Delta Kai-sing. Sin embargo, Fondil se había ganado el epíteto porque cazaba hombres, capturaba enemigos y los destruía. Sus hazañas de caza mayor habían sido un simple divertimento.
Shaddam y Fenring dejaron atrás ataúdes y cámaras dedicados a hijos y hermanos, hasta llegar a una estatua idealizada del primer heredero de Elrood IX, Fafnir. Años atrás, la muerte de Fafnir (un «accidente» preparado por el joven Fenring) había abierto la puerta del trono a Shaddam. Fafnir, satisfecho de sí mismo, jamás había imaginado que el amigo de su hermano menor pudiera ser tan peligroso.
Solo el suspicaz Elrood había imaginado que Fenring y Shaddam eran los autores del asesinato. Aunque los jóvenes nunca habían confesado, Elrood había comentado en tono jocoso:
—Demuestra iniciativa por tu parte que seas capaz de tomar decisiones difíciles, pero no te impacientes por asumir las responsabilidades de un emperador. Aún me quedan muchos años por delante, y has de seguir mi ejemplo. Mira y aprende.
Y ahora, Shaddam también tenía que preocuparse por Reffa, el bastardo.
Por fin, guió a Fenring hasta las cenizas de Elrood IX, guardadas en un nicho relativamente pequeño, adornadas con diamanplaz centelleante, volutas ornamentales y piedras preciosas, una exhibición convincente del dolor de Shaddam por la pérdida de su «amado padre».