Al ver su reacción, el serio Charence sonrió.
—Lo mejor de Zanovar —dijo Reffa—. A los niños les encanta.
Sonrió. Había ido él en persona, solo para asegurarse de que no era el tipo de lugar que el serio Docente visitaría en su vida.
—Pero yo no tengo hijos —protestó el anciano—, ni familia. Esto no es para mí, ¿verdad?
—Divertíos un poco. Volved a ser joven. Siempre habéis insistido en que un verdadero ser humano necesita nuevas experiencias para enriquecerse.
El Docente se ruborizó.
—Lo digo a mis estudiantes, pero… ¿Estás intentando demostrar que soy un hipócrita?
Sus ojos pardos centellearon.
Reffa cerró la mano del mentor sobre el objeto.
—Disfrutad, en pago por todo lo que habéis hecho por mí. —Apoyó una mano sobre el hombro del Docente—. Y cuando regrese, sano y salvo después de dos meses de estancia en Taligari, compararemos nuestras respectivas experiencias, vos en parques de atracciones y yo en la ópera ingrávida.
El viejo profesor asintió con aire pensativo.
—Ojala sea asi, amigo mío.
El viajero que se adentra solo en el desierto es hombre muerto. Solo el gusano vive solo allí.
Proverbio fremen
Con el adiestramiento necesario, cualquier mentat podía convertirse en un asesino hábil, eficaz e imaginativo. No obstante, Piter de Vries sospechaba que su naturaleza peligrosa estaba relacionada con la perversión que había potenciado sus poderes, hasta transformarle en lo que era. Su propensión a la crueldad, el placer sádico que experimentaba al ver sufrir a los demás, había sido implantado en sus genes por los tleilaxu.
Por lo tanto, la Casa Harkonnen era el lugar ideal para él.
En una habitación de la residencia Harkonnen de Carthag, De Vries estaba de pie ante un espejo enmarcado en remolinos de titanio negro. Mojó un paño en jabón perfumado y se secó la boca, luego se acercó más para examinar las permanentes manchas de safo. Se maquilló la barbilla puntiaguda, pero dejó los labios tal como estaban. Sus ojos azules como la tinta y su pelo rizado le daban el aspecto de un ser impredecible.
¡Soy demasiado valioso para que me utilicen como un simple empleado!
Pero el barón no siempre lo veía así. El gordo estúpido malgastaba el talento de De Vries, su tiempo y energía tan valiosos. Entró en su estudio particular, lleno de muebles antiguos, estantes con carretes de hilo shiga y videolibros. El escritorio estaba cubierto de videolibros mayores.
Cualquier mentat estaba cualificado para llevar a cabo algo más que tareas de bibliotecario. De Vries ya había trabajado con libros mayores en otras ocasiones, pero no le gustaba. Las tareas eran demasiado rudimentarias, insultantemente sencillas. Pero había que guardar los secretos, y el barón confiaba en muy poca gente.
El barón, enfurecido por el ataque fremen al almacén de melange de Hadith y otras reservas escondidas, había ordenado a De Vries que repasara todos los libros de cuentas para verificar que estaban en orden, y que no contenían pruebas de las reservas de especia ilegales. Todas las pruebas debían desaparecer, para no llamar la atención de un auditor de la CHOAM. Si se descubrían las reservas, la Casa Harkonnen podría perder su valioso feudo de Arrakis, y más. Sobre todo ahora que el emperador había anunciado severas medidas contra el acaparamiento de especia.
¿Qué se piensa Shaddam?
De Vries suspiró y reanudó su trabajo.
Para colmo, el estúpido sobrino del barón, Glossu Rabban, ya había examinado los registros (sin permiso) y eliminado pruebas con la destreza de un ladrón de tumbas. Feyd-Rautha, el hermano menor de la Bestia, lo habría hecho mejor. Ahora, los libros no cuadraban, y a De Vries le aguardaba más trabajo que antes.
Ya entrada la noche, se inclinó sobre su mesa. Sumergió su inconsciente en las cifras, absorbió datos. Efectuó cambios con un punzón magnético, alteró el primer nivel de discrepancias, pulió las equivocaciones demasiado evidentes.
Pero un pensamiento difuso seguía arrancándole de su trance, una visión inducida por las drogas que había experimentado nueve años antes, cuando había visto problemas extraños y sin especificar en el horizonte de la Casa Harkonnen… Imágenes inexplicables de los Harkonnen abandonando Arrakis, la bandera con el grifo azul arriada, sustituida por la verde y negra de la Casa Atreides. ¿Cómo podían los Harkonnen perder el monopolio de la especia? ¿Cuál era la relación de los malditos Atreides con ello?
De Vries necesitaba más información. Era la tarea a la que había jurado dedicarse. Más importante que aquel miserable trabajo de funcionario. Apartó los libros y entró en su botiquín particular.
Dejó que sus dedos seleccionaran zumo de safo amargo, jarabe de tikopia y dos cápsulas de melange concentrada. No controló las cantidades que engulló. Una agradable esencia de canela estalló en su boca. Hiperpresciencia, al borde de la sobredosis, una puerta que se abría…
Esta vez, vio más. La información que necesitaba.
El barón Harkonnen, más viejo e incluso más gordo, era escoltado por tropas Sardaukar hasta una lanzadera que esperaba.
¡De modo que el mismísimo barón sería obligado a abandonar Arrakis, y no una generación posterior de Harkonnen! Por lo tanto, el desastre tendría lugar pronto.
De Vries se esforzó por averiguar más detalles, pero partículas remolineantes de luz enturbiaron su visión. Aumentó la dosis de drogas lo suficiente para recobrar la sensación agradable, pero las visiones no volvieron, pese a que los productos químicos le subían como una oleada…
Despertó en los brazos musculosos de un hombre maloliente ancho de espaldas. Sus ojos se enfocaron antes que su mente. ¡Rabban! El hombre le transportaba en volandas por un pasillo de paredes de roca, bajo la residencia Harkonnen.
—Te estoy haciendo un favor —dijo Rabban, cuando notó que el mentat se removía—. En teoría, tenías que estar trabajando en la contabilidad. A mi tío no le gustará averiguar lo que has hecho. Otra vez.
El mentat no podía pensar con claridad, pero hizo un esfuerzo por hablar.
—He descubierto algo mucho más import…
A mitad de la frase, De Vries fue balanceado a un lado, luego al otro, y acabó aterrizando en agua… ¡Agua, nada menos, en Arrakis!
Luchó por rechazar la niebla de las drogas, pataleó y nadó como pudo hasta donde Rabban estaba arrodillado.
—Me alegro de que sepas nadar. Espero que no hayas ensuciado nuestra cisterna.
Furioso, De Vries se izó y quedó tendido sobre el muelle de piedra, goteando charcos que habrían hecho la fortuna de cualquier criado fremen.
Rabban rió.
—El barón siempre podría sustituirte. Los tleilaxu estarían muy contentos de enviarnos otro mentat cultivado en el mismo tanque. De Vries escupió e intentó recuperarse.
—Estaba trabajando, idiota, intentando potenciar una visión que concernía al futuro de la Casa Harkonnen.
El mentat, empapado pero intentando mantener la compostura, se alejó por los oscuros pasadizos, subió escaleras y rampas hasta los aposentos del barón. Llamó a la puerta, todavía chorreante. Rabban le seguía, respirando con fuerza.
Cuando el barón apareció en la puerta, flotando sobre sus suspensores, parecía irritado. Sus pobladas cejas rojizas se unieron en su rostro fofo cuando frunció el ceño. La apariencia desastrada del mentat no le hizo ningún favor.
—¿A qué viene molestarme a estas horas de la noche? —Sorbió por la nariz—. Estás malgastando mi agua.
Una forma ensangrentada, que emitía débiles maullidos, estaba tumbada sobre la cama reforzada del barón. De Vries vio una mano pálida que se agitaba. Rabban se acercó para ver mejor.
—Tu mentat ha vuelto a drogarse, tío.
Una lengua de lagarto asomó entre los labios manchados de De Vries.
—Solo en cumplimiento de mi deber, barón. Tengo noticias. Noticias importantes, inquietantes.
Describió a toda prisa la visión que había experimentado.
El barón bufó.
—Malditos sean todos los problemas. Esos infernales fremen atacan sin cesar mis reservas, y ahora el emperador amenaza con severas consecuencias a todos cuantos acumulen cantidades para su propio disfrute. ¡Y por si fuera poco, mi propio mentat ve visiones de mi desgracia! Ya me estoy cansando.
—No creerás en sus alucinaciones, ¿verdad, tío?
La mirada vacilante de Rabban se paseó entre los dos hombres.
—Estupendo. Hemos de prepararnos para sufrir pérdidas y reemplazar lo que hemos perdido. —El barón miró hacia atrás, ansioso por volver con su juguete antes de que el muchacho muriera sobre la cama—. Rabban, me da igual lo que hagas, pero consigue más especia.
Turok, vestido con su destiltraje, se erguía en la calurosa sala de control de un recolector de especia. La enorme máquina gemía y crujía, al tiempo que recogía material de un pozo y lo depositaba en una tolva. Cribas, ventiladores y campos electrostáticos separaban la melange de los granos de arena y purificaban el producto.
Los tubos de escape del recolector escupían polvo, mientras pesadas ruedas transportaban la máquina a través de una veta de especia al descubierto. Copos de melange pura caían en contenedores blindados. La bodega de carga desmontable estaba preparada para ser arrebatada a la menor señal de un gusano.
Fremen y Turko se ofrecían a veces para trabajar en cuadrillas de recolección, pues eran apreciados por sus habilidades. Les pagaban en metálico, sin hacer preguntas. De esa forma, Turok conseguía información valiosa sobre obreros de la ciudad y cuadrillas de especia. Y la información equivalía a poder, al menos eso decía Liet-Kynes.
Cerca, el capitán del recolector estaba de pie ante un panel, estudiaba pantallas proyectadas por una docena de cámaras exteriores. Era un hombre nervioso, de barba cana, y temía que la nave localizadora no divisara señales de gusano a tiempo de salvar la maquinaria.
—Utiliza esos agudos ojos fremen para garantizar nuestra seguridad. Para eso te pago.
Turok estudió el paisaje hostil y las dunas ondulantes a través de la ventanilla polvorienta. Pese a la ausencia de movimiento, sabía que el desierto bullía de vida, casi toda a resguardo del calor del día. Vigilaba los temblores profundos. En la sala de control, tres tripulantes también miraban por ventanas arañadas y agujereadas, pero carecían de la vista y el adiestramiento de los fremen.
De repente, Turok vio un montículo bajo y largo en la lejanía, que iba creciendo de tamaño.
—¡Gusano! —Utilizó el localizador de dirección Osbyrne que había junto a la ventana, determinó las coordenadas exactas y las anunció—. La nave de localización tendría que habernos avisado hace cinco minutos.
—Lo sabía, lo sabía —gimió el capitán—. ¡Malditos sean, aún no han llamado!
Conectó el sistema de comunicaciones y pidió un transportador, y después se puso en contacto con los hombres desplegados sobre la arena. Subieron a los todoterreno y corrieron hacia la incierta seguridad del recolector.
Turok vio que el gusano de arena se precipitaba hacia él. Shai-Hulud siempre iba hacia los recolectores de especia. Siempre.
Oyó un temblor en el cielo, vio que el polvo remolineaba alrededor del recolector cuando el transportador descendió. El recolector se estremeció, mientras la tripulación se apresuraba a efectuar conexiones, empalmar cables y ganchos de unión.
El gusano se acercaba, siseando entre las dunas.
El recolector se estremeció de nuevo, y el capitán maldijo por el comunicador.
—Estamos tardando demasiado. ¡Sacadnos de aquí, maldita sea!
—Hay problemas con la conexión, señor —anunció una voz serena por el altavoz—. Vamos a desconectaros del transportador y llevarnos la carga. Apañaos como podáis.
El capitán chilló ante la traición.
Turok vio por la ventana que la cabeza del gusano surgía de la arena, un animal anciano de centelleantes dientes de cristal y llamas en la garganta. La cabeza se movía de un lado a otro mientras aumentaba la velocidad, como un torpedo lanzado hacia un objetivo.
Mientras el resto de la cuadrilla huía, confiando en un equipo de rescate que no funcionaba, Turok se zambulló en un pozo de escape que le depositó en la arena, lejos del gusano. El olor penetrante de la melange recién desenterrada quemó su nariz. Vio que su destiltraje se había roto.
Se puso en pie y corrió entre las dunas, mientras el transportador izaba la tolva mediante una eslinga. No habían rescatado a ningún trabajador, solo la especia.
Turok corrió con todas sus fuerzas. Los demás trabajadores, repletos de agua, nunca lo conseguirían.
Trepó a una duna alta, intentó ganar distancia, y después cayó por la pendiente. Las vibraciones del monstruoso recolector ahogarían sus pasos rítmicos durante un rato. Rodó hasta un valle entre las dunas, y luego luchó por escapar del lento remolino, mientras el gusano describía un círculo y se alzaba para devorar a su presa.
Turok oyó el rugido detrás de él, sintió que el suelo resbalaba bajo sus pies. De todos modos, siguió corriendo. No miró atrás cuando el recolector de especia y su tripulación cayeron en la garganta cavernosa de Shai-Hulud. Oyó los chillidos de los hombres, el crujido del metal.
Vio una formación rocosa a unos cien metros de distancia. Ojalá pudiera llegar.
El barón Harkonnen estaba tendido boca abajo sobre la cama de masajes, con la piel cayéndole a los costados. Chorros de agua rociaban su espalda y piernas, de modo que brillaba como un sudoroso luchador de sumyan. Dos guapos jovencitos, de piel seca y flacuchos, lo mejor que había podido encontrar en Carthag, aplicaban ungüentos entre sus hombros. Un ayudante entró corriendo.
—Siento interrumpiros, mi barón, pero hoy hemos perdido toda una cuadrilla de recolección. Un transportador llegó a tiempo de llevarse la carga, una tolva entera, pero no pudo rescatar a los hombres.
El barón se incorporó a medias y fingió decepción.
—¿Ningún superviviente? —Despidió al ayudante con un ademán lánguido—. No hables a nadie de esto.
Ordenaría a De Vries que tomara nota de la pérdida de maquinaria y personal, junto con toda la especia. Por supuesto, la tripulación del transportador tendría que ser eliminada, como testigos, y también el ayudante que le había traído el mensaje. Tal vez estos dos jovencitos también sabían demasiado, de todos modos jamás sobrevivirían a los ejercicios privados que planeaba para ellos.