C’tair había llegado justo cuando el camión partía. Nadie le había visto. Solía frecuentar la zona de los vertederos, en busca de objetos desechados que pudiera adaptar a sus necesidades.
¡Pero esto! Amos tleilaxu muertos, más de veinte. Sus pieles pálidas eran de un color rojizo. Extrajo la única conclusión posible que su mente cansada pudo encontrar. Era la prueba de que la resistencia continuaba en Ix.
Alguien más está matando tleilaxu.
C’tair se rascó la cabeza. Miró a su alrededor, a la tenue luz de las estrellas procedente del cielo proyectado, sin saber qué hacer, mientras se preguntaba quiénes eran los misteriosos aliados.
Hacía poco tiempo, un par de hombres Atreides habían prometido que pronto llegarían rescatadores, como caballeros a lomos de caballos blancos. Mientras tanto, otros grupos de resistencia debían movilizarse. Solo esperaba vivir lo suficiente para ver la gloriosa liberación de Ix.
¡Rhombur llegaba! ¡Por fin!
C’tair se internó en las cámaras subterráneas en busca de tleilaxu solitarios. Los largos años de desesperación le habían endurecido. Al final de la noche, siete tleilaxu más se unieron a los cadáveres del vertedero.
Todo camino seguido exactamente hasta su final conduce exactamente a ninguna parte. Has de subir la montaña un poco…, lo justo para comprobar que es una montaña, lo justo para ver dónde están las demás montañas. Desde la cima de cualquier montaña, no puedes ver esa montaña.
Emperatriz H
ERADE
, consorte del príncipe heredero Raphael Corrino
Había evitado esta tarea durante la mitad de su vida, pero ahora, el príncipe Rhombur Vernius ardía en deseos de partir. No hacía el menor intento por ocultar su cuerpo de cyborg. Teniendo en cuenta la misión que le aguardaba en Ix, lo consideraba una medalla al honor.
Siguiendo las concisas descripciones de la mente perfecta de Thufir Hawat, el doctor Yueh había realizado modificaciones cosméticas para disfrazar las sofisticadas mejoras mecánicas, de modo que parecieran aparatos primitivos. Rhombur confiaba en poder hacerse pasar por las monstruosidades, en parte humanas y en parte mecánicas, que los tleilaxu llamaban «bi-ixianos».
Durante semanas, Gurney y Rhombur habían discutido de estrategia con el duque y sus militares de mayor rango.
—Al final, el éxito o el fracaso de esta misión recaerá sobre mis hombros —dijo Rhombur, mientras esperaba la lanzadera que les conduciría a él y a Gurney Halleck al crucero—. Ya no soy un niño que colecciona piedras. He de recordar todo lo que mi padre me enseñó. A la edad de siete años, ya me sabía de memoria todos los códigos militares, y había estudiado todas las batallas libradas por la Casa Vernius.
—Sobre esta batalla compondremos canciones, será algo que tus hijos recordarán —dijo Gurney Halleck con una sonrisa de aliento. Después, a juzgar por su expresión contrita, resultó evidente que lamentaba el comentario.
—Sí —dijo Rhombur, para romper el incómodo silencio—, será algo que todos los ixianos contarán a sus hijos y nietos.
Se habían pagado los sobornos necesarios: la Cofradía Espacial volvería a interferir en los escáneres de defensa tleilaxu el tiempo suficiente para que su módulo de combate camuflado aterrizara en un puerto de acceso secreto. Este módulo en particular había sido diseñado de manera que pudiera ser desmontado, y muchas de sus piezas servían también como armas. El módulo descansaba sobre puntales en un muelle de carga, mientras los operarios de la Casa Atreides se apresuraban a realizar las conexiones que lo acoplarían a la lanzadera.
Thufir y Duncan llegaron para despedirse de los dos hombres. El duque Leto aún no había aparecido, y Rhombur se negó a subir a la lanzadera hasta poder abrazar a su amigo. La liberación de Ix no podía empezar sin la bendición Atreides.
La noche anterior, Rhombur había recargado sus componentes cyborg, pero su mente estaba agotada por la falta de verdadero sueño. Sus pensamientos continuaban formulando preguntas. Tessia había hecho maravillas, masajeando los músculos tensos de la carne restante de su cuerpo, y le había calmado milagrosamente. Sus ojos oscuros parecían henchidos de orgullo e impaciencia.
—Amor mío, marido mío, te prometo que la próxima noche que pasemos juntos será en el gran palacio.
—Pero no en mis antiguos aposentos —contestó Rhombur con una risita—. Tú y yo merecemos algo más que un dormitorio juvenil.
Hinchó el pecho, temeroso y ansioso al mismo tiempo por ver Ix.
Toda la misión dependía de un horario estricto, porque las distintas fuerzas que participaban en el ataque no podrían comunicarse mientras estuvieran en ruta. No quedaba espacio para el error, o para un retraso…, ni para dudas. El duque Leto contaba con Gurney y Rhombur para debilitar a los tleilaxu desde dentro, para dejar al descubierto su parte más vulnerable, después de lo cual la fuerza militar Atreides descargaría un mazazo desde fuera.
Se volvió y vio a Leto. La chaqueta negra del duque estaba arrugada, algo poco usual; una barba incipiente le cubría las mejillas y la barbilla. Sostenía un paquete grande, envuelto en papel dorado con una cinta que lo rodeaba, mal escondido a la espalda.
—No puedes marcharte sin esto, Rhombur.
El príncipe aceptó el paquete. Según los sensores de su brazo, era sorprendentemente ligero.
—Leto, el módulo de combate va tan cargado que apenas hay sitio para Gurney y para mí.
—De todos modos, querrás llevártelo.
Una peculiar sonrisa iluminó el rostro sombrío del duque.
Rhombur abrió el paquete con sus dedos mecánicos. Dentro de la caja encontró otra mucho más pequeña. La tapa se abrió con facilidad.
—¡Infiernos carmesíes!
El anillo de joya fuego era igual que el que llevaba antes de la explosión del dirigible, un anillo que había representado su autoridad como legítimo conde de la Casa Vernius.
—Las joyafuegos no son fáciles de encontrar, Leto. Cada piedra posee su propia personalidad, una apariencia única. ¿De dónde la has sacado? Parece igual que la mía, aunque no puede ser.
Los ojos grises de Leto centellearon, mientras pasaba un brazo sobre los hombros de Rhombur.
—Es tu anillo, amigo mío, regenerado a partir de un diminuto fragmento de la joya que fue encontrada fundida con la piel de tu mano.
El ojo orgánico de Rhombur parpadeó como si quisiera reprimir las lágrimas. Este anillo simbolizaba las glorias de Ix, así como las terribles pérdidas padecidas por su pueblo y él. Pero sus lágrimas imaginarias se secaron, y su rostro se endureció. Deslizó el anillo en el dedo medio de su mano derecha.
—Encaja a la perfección.
—Y más buenas noticias —añadió Duncan Idaho—. Según el centro del espaciopuerto, el crucero que sigue esta ruta es la última nave de Clase Dominic fabricada en Ix, recién restaurada en Empalme. A mí me parece un buen presagio.
—Así lo tomaré.
Rhombur abrazó a cada uno de sus amigos antes de encaminarse a la lanzadera particular, acompañado por Gurney Halleck.
—¡Victoria en Ix! —gritaron al unísono Leto, Duncan y Thufir.
A los oídos de Rhombur, sonó como un hecho consumado. Juró triunfar…, o morir en el intento.
Podríamos estar soñando siempre, pero no percibimos estos sueños mientras estamos despiertos, porque la conciencia (como el sol que oculta las estrellas durante el día) es demasiado brillante para permitir que el inconsciente conserve tanta definición.
Diarios personales de la madre K
WISATZ
A
NIRUL
S
ADOW
-T
ONKIN
Anirul no podía dormir, acosada desde el interior de su mente.
Una vez despertadas, las voces de incontables generaciones no la dejaban descansar. Las intrusas de la Otra Memoria exigían su atención, suplicaban que echara un vistazo a los precedentes históricos, insistían en que sus vidas fueran recordadas. Cada una tenía algo que decir, una advertencia, un grito de atención. Todo dentro de su cabeza.
Tenía ganas de chillar.
Como consorte del emperador, Anirul vivía en un ambiente más lujoso que la inmensa mayoría de vidas interiores que había experimentado. Tenía a su disposición criados, la mejor música, las drogas más caras. Sus aposentos combinados, llenos de hermosos muebles, eran lo bastante grandes para abarcar un pequeño pueblo.
En un tiempo, Anirul había pensado que ser la madre Kwisatz era una bendición, pero el hecho de que su mente estuviera poseída por una multitud surgida de los abismos del tiempo la iba consumiendo en exceso, a medida que se acercaba el parto de Jessica.
Las voces interiores sabían que el largo camino del programa de reproducción tocaba a su fin.
Inquieta en su enorme cama, Anirul apartó las sábanas, que se deslizaron al suelo como un invertebrado vivo. Desnuda, Anirul se acercó a las puertas incrustadas de oro. Su piel era suave y delicada, masajeada cada día con lociones y ungüentos. Una dieta de recetas de melange, así como algunos trucos bioquímicos aprendidos gracias a su adiestramiento Bene Gesserit, mantenían sus músculos tonificados y su cuerpo atractivo, aunque su marido ya no reparara en ella.
En esta habitación había permitido que Shaddam la dejara embarazada cinco veces, pero apenas frecuentaba ya su cama. El emperador había abandonado toda esperanza, y estaba en lo cierto, de engendrar un heredero masculino. Estéril, ya no tendría más hijos, ni de ella ni de ninguna de sus concubinas.
Aunque su marido sospechaba que había tenido amantes durante sus años de matrimonio, Anirul no necesitaba relaciones personales para satisfacer sus necesidades. Como Bene Gesserit experta, tenía acceso a medios de placer que le proporcionaban toda la intensidad que deseaba.
Ahora, lo que más necesitaba era un sueño profundo y reparador.
Decidió salir a la noche silenciosa. Pasearía por el palacio, y tal vez por la capital, con la vana esperanza de que sus piernas pudieran alejarla de las voces.
Aferró el pomo de la puerta, pero se dio cuenta de que no llevaba ropa. Durante las últimas semanas, Anirul había escuchado, sin que la vieran, habladurías de los cortesanos, en el sentido de que tenía una personalidad inestable, rumores probablemente propagados por el propio Shaddam. Si paseara desnuda por los pasillos, eso alimentaría aún más los chismorreos.
Se envolvió en una bata azul turquesa, y la sujetó con un nudo que nadie, excepto una Bene Gesserit, podría desenredar sin un cuchillo. Salió al pasillo descalza y se alejó de sus aposentos.
Había caminado descalza a menudo en la Escuela Materna de Wallach IX. El clima frío permitía que las jóvenes acólitas recibieran una educación rigurosa, para descubrir cómo controlar el calor corporal, el sudor y las respuestas nerviosas. En cierta ocasión, Harishka (que aún no era la madre superiora, sino la censora superiora), había conducido a sus jóvenes pupilas a las montañas nevadas, donde les ordenó que se despojaran de todas sus ropas y recorrieran cuatro kilómetros sobre nieve cubierta de hielo, hasta lo alto de un pico azotado por los vientos. Una vez allí, habían meditado desnudas durante una hora, antes de bajar en busca de sus ropas y un poco de calor.
Anirul casi había muerto congelada aquel día, pero la crisis la había llevado a una mejor comprensión de su metabolismo y de su mente. Antes de vestirse ya, notaba calor, sin necesidad de nada más. Cuatro de sus compañeras de clase no habían sobrevivido (fracasos), y Harishka había abandonado sus cadáveres en la nieve, como siniestro recordatorio para posteriores estudiantes…
Mientras Anirul vagaba por los pasillos del palacio, las damas de compañía salieron de sus habitaciones y corrieron a su lado. Jessica no. Mantenía a la joven embarazada protegida, aislada, ajena a su agitación.
Anirul vio por el rabillo del ojo que un guardia salía de la habitación de una dama de compañía, y le irritó que sus mujeres perdieran el tiempo copulando durante sus horas de vigilia, sobre todo porque estaban enteradas de sus ataques de insomnio.
—Voy al zoo —anunció, sin mirar a las mujeres que la seguían—. Id a avisar al director para que me abra la puerta.
—¿A esta hora, mi señora? —dijo una atractiva criada, mientras se abrochaba el corpiño. Tenía el cabello rubio rizado y facciones delicadas.
Anirul la fulminó con la mirada, y dio la impresión de que la criada se encogía. La despediría por la mañana. La esposa del emperador no podía permitir que nadie discutiera sus caprichos. Debido a las numerosas responsabilidades que recaían sobre sus hombros, Anirul era cada vez menos tolerante, menos paciente. Un poco como Shaddam.
El cielo nocturno era un torbellino de auroras boreales, pero Anirul apenas se dio cuenta. Su creciente séquito la siguió por los jardines colgantes y avenidas elevadas, hasta llegar al recinto de selvas artificiales que constituía el zoo imperial.
Monarcas anteriores habían utilizado el zoo para su disfrute personal, pero nada importaba menos a Shaddam que los especímenes biológicos de planetas lejanos. En un «gracioso gesto», había abierto el parque al público en general, para que pudiera experimentar «la magnificencia de todos los seres que se hallaban bajo el dominio de los Corrino». La otra alternativa, que había confesado en privado a su esposa, era matar a los animales para ahorrar el modesto gasto de alimentarlos.
Anirul se detuvo a la entrada del zoo, un esbelto arco cristalino. Vio que las luces se encendían, pesados globos luminosos que arrojaban un resplandor intenso y molestaban a los animales. El director debía de estar corriendo de un panel de control a otro, preparando el zoo para su llegada.
Anirul se volvió hacia sus damas de compañía.
—Quedaos aquí. Quiero estar sola.
—¿Es eso prudente, mi señora? —preguntó la criada rubia, lo cual irritó una vez más a su ama. Shaddam habría ejecutado a la muchacha en el acto, sin la menor duda.
Anirul volvió a fulminarla con la mirada.
—He lidiado con la política imperial, jovencita. He conocido a los miembros más desagradables del Landsraad, y llevo casada veinte años con el emperador Shaddam. —Frunció el ceño—. Puedo ocuparme sin problemas de animales inferiores.
Entró en la falsa selva. El zoo siempre obraba un efecto balsámico en ella. Vio jaulas con barrotes de campo de fuerza que albergaban osos dientes de sable, ecadroghes y lobos D. Tigres de Laza estaban tumbados sobre rocas calentadas con electricidad. Una leona masticaba con pereza tiras sanguinolentas de carne cruda. Cerca, los tigres alzaron sus ojos entornados y miraron a Anirul adormilados, demasiado bien alimentados para conservar su ferocidad.