Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
—No me obligues a emplear la fuerza delante de toda esta gente —le dijo Greenie en voz baja a Christmas.
Christmas ayudó a Ruth a ponerse de pie y le acarició el rostro bañado en lágrimas.
—Le echaré de menos —le dijo.
Ruth se puso a llorar aún con más fuerza y se abrazó a Christmas.
—¡Para, Ruth! —gritó la madre, histérica.
—Sácalo de aquí —le ordenó de nuevo el padre a Greenie.
—Vámonos, muchacho —le dijo Greenie a Christmas y le apretó con más fuerza el brazo.
Christmas miró una vez más a Ruth y después dejó que Greenie lo acompañase entre la gente, hasta el sendero asfaltado del cementerio.
—Lo siento —dijo Greenie.
Christmas le dio la espalda y se dirigió lentamente hacia la salida, pasando al lado de los lujosos coches con chófer con librea que habían formado el cortejo fúnebre.
Manhattan, 1923
Ruth había salido una hora antes de la biblioteca pero no había visto a Fred. Aquel día iba a volver sola a casa.
Tras la muerte de su abuelo, sus padres habían despedido a Greenie y su banda de gorilas. Fred era ahora el único encargado de acompañarla a todas partes. La nota de Bill parecía, al cabo de meses, más la fanfarronada de un sádico que una auténtica amenaza. Aunque las mallas de la red protectora se habían aflojado, la constante presencia de Fred constituía para Ruth una pesada limitación de su libertad. Y cada día sentía más la necesidad de estar libre.
Su abuelo había muerto hacía tres meses y ella seguía siendo incapaz de volver a la vida. Era imposible llenar el vacío que aquel había dejado en su interior. Su índole se había vuelto todavía más reservada. Parecía que hubiera pasado un siglo desde la noche en que, cuando contaba trece años, saliera a escondidas con Bill, en busca de aventuras, carcajadas, alegría. Parecía que hubiera pasado un siglo —en realidad habían pasado menos de dos años—, y era como si jamás hubiese sido aquella chiquilla ingenua. Bill la había dejado marcada de por vida. Y la muerte de su abuelo la había hundido más en la cárcel que se estaba construyendo sola.
Así pues, aquel día Ruth decidió que recuperaría algo de su vida. Le había dicho a Fred que pasara a buscarla a las cinco, pero a las cuatro ya había salido de la biblioteca. Y el primer paso para reconquistar su vida iba a consistir en pasear por las calles, sola. En mirar los escaparates de las tiendas, sola. Como una chiquilla más. Luego se recogería y se prepararía para su cita de aquella tarde con Christmas, el único que hacía que se sintiese libre. El único al que amaba y odiaba con tanta intensidad. Era como si los demás no existieran.
Mientras andaba por las aceras se imaginó el día que iría a visitar a Christmas. Hasta su calle, a su casa. Sola. A lo mejor conocería también a la madre prostituta de Christmas, como podía conocer a cualquier madre de cualquier compañero. Y volvería a ser una chica más. Y no tendría miedo de moverse por el temible Lower East Side —aquel lugar tan próximo a su casa y sin embargo tan lejano, pues ninguno de sus amigos había estado jamás allí, tan lejano que entre la gente importante se hablaba de él como de un lugar mitológico e infernal— porque Christmas la protegería. Y fantaseó que se acercaba a aquel barrio infame, cuando en realidad paseaba tranquila por la Quinta Avenida, estaba segura de que no vacilaría, de que no se sentiría como una niña asustada en la linde de un bosque peligroso; estaba segura de que cruzaría aquella frontera atroz más allá de la cual viven bestias feroces y serpientes que colgaban de ramas sombrías y enmarañadas; estaba segura de que no la turbarían las voces de los animales desconocidos que, desplazándose invisibles, hacían crujir espantosamente el manto de hojas secas. Ni tampoco temería a los espíritus endemoniados, ni a los fantasmas en pena ni a los magos ni a las brujas. Porque estaría con Christmas.
Mientras se encaminaba a casa —tras pasar por el Templo de la Ochenta y seis, la sinagoga a la que iba su abuelo—, Ruth sonrió al verse reflejada en un elegante escaparate. No, no tendría miedo, porque estaría con Christmas, el duende del Lower East Side.
Entró en el piso con un ímpetu y un entusiasmo que no tenía desde hacía meses. Con unas ganas de vivir y reír que no recordaba siquiera haber experimentado jamás. Agradecida a su destino por haberla hecho conocer al único duende bueno del reino prohibido del Lower East Side.
Seguramente sus padres estaban fuera, pensó. El padre en la fábrica, la madre derrochando dinero en alguna tienda. Y por una vez a ambos les dio las gracias por aquella soledad que habitualmente la abrumaba. Fue deprisa al cuarto de baño de su madre y comenzó a hurgar en los cajones, emocionada como una ladrona en su primer golpe. Y le asombró la enorme cantidad de cosméticos. ¿Eso significaba ser mujer? Se detuvo y se miró en el espejo. No sabía si estaba lista. En su cuerpo, todo había cambiado. Sabía que se había convertido en mujer. Pero no sabía si realmente estaba lista para serlo.
De golpe, toda la alegría infantil que la había conducido hasta ahí se esfumó. Sintió que sus pensamientos ya no eran los de una niña. Que ya no conseguía retenerlos. Y la alegría dio paso a una nueva sensación, más ardiente, más oscura, que tenía un toque misterioso. Como un torbellino. Como un vértigo.
Se pasó una mano a la altura del pecho, ceñido con un vendaje, de modo que parecía un varón. Se quitó la rebeca de cachemira azul y luego, despacio, se desabotonó la blusa blanca. Y se miró de nuevo. Con timidez, desató el nudo del vendaje, que empezó a desenrollar. La primera vuelta. La segunda. La tercera, la cuarta y, por último, la quinta. Cinco vueltas de gasa que debían impedir que se asemejara a una mujer. Que debían impedir que se asemejara a sí misma. Volvió a mirarse. Desnuda. Los pequeños senos enrojecidos por la presión. Con marcas más visibles, horizontales, donde apretaban los bordes de las gasas. Y entonces se acarició de nuevo. Pero esta vez la piel.
«¿Estás lista para ser mujer?», se preguntó, como si en la interrogación esperase la respuesta, sin tener que pronunciarla. Sin tener que decidir.
La mano se demoró en el contorno del seno. Y luego ascendió al pezón. Ruth tuvo un estremecimiento. Lánguido. Como si en su interior se le derritiese algo. Cerró los ojos. Y en aquella oscuridad angustiosa e inesperada se le apareció el rostro de Christmas. Su pelo rubio, color de trigo. Sus ojos de brasas, negros y brillantes. Su sonrisa abierta. Sus maneras suaves. Como suave era el toque de su mano por su seno, de las yemas de sus dedos alrededor del pezón.
Ruth abrió los ojos. Asustada. Había recibido la respuesta que buscaba. Que quizá temía.
Estaba lista para convertirse en mujer.
Pero no de inmediato, se dijo, incapaz de apartar los ojos de su imagen reflejada, desnuda, abandonada. Sensual. «No de inmediato», pensó. Y tuvo la impresión de que también el pensamiento temblaba, como habría temblado su voz si lo hubiese formulado.
La mugre con que la había mancillado Bill, como el reguero de sangre que había dejado atrás, seguía estando allí, anidada entre sus piernas, grabada en su mirada. Cogió entonces las gasas que había dejado en el suelo y volvió a fajarse. Casi con apremio. Sin embargo, sus manos obedecían a la sensación que se había adueñado de ella. Las gasas ya no estaban tan apretadas como antes. Eran blandas como una caricia. Como el recuerdo de algo que debía protegerla. Cálidas, reconfortantes. Porque no debía tener prisa. Porque la asustaba aquello que estaba pensando. Aquello que estaba diciendo.
Se vistió, volvió a abrir los cajones de su madre y se puso una leve capa de polvos en la cara. Y se pintó los párpados con una imperceptible sombra de ámbar dorado. Se peinó y se ató dos lazos de raso rojo a los rizos negros. Fue a su habitación y se perfumó con Chanel N.º 5, el último regalo de su abuelo. Por último, regresó al cuarto de baño de su madre y abrió un pequeño estuche negro que contenía la esencia de cada mujer. Se acercó al espejo y con manos temblorosas extendió una fina capa de carmín por sus labios.
Porque ese día a lo mejor besaría a Christmas, el duende.
—Tenemos que hablar contigo, cariño —dijo su padre desde el salón mientras Ruth se preparaba para salir y llegar puntual a su cita en Central Park.
Ruth dio un respingo. No estaba sola. Se arrancó deprisa los lazos rojos del pelo y se pasó febrilmente la mano por la cara, borrando todo rastro del maquillaje. Luego se frotó los labios con un borde de la blusa. Respiró hondo y se asomó al salón, con el corazón en un puño.
Su padre y su madre estaban sentados cada uno en un sillón, con las manos en el regazo y una expresión de circunstancia dibujada en el rostro.
Solo entonces Ruth advirtió que las alfombras estaban enrolladas en un rincón y que algunos muebles tenían etiquetas colgadas en los tiradores o en las llaves.
—Siéntate, Ruth —le indicó su madre.
Manhattan, 1923
Christmas no tenía prisa por volver a casa. Había estado esperando a Ruth en el lugar de siempre, en su banco de Central Park. Pero Ruth no se había presentado. Era la primera vez que faltaba a una cita. Al principio había esperado y punto. Después se había levantado del banco y había corrido hasta la esquina de Central Park Oeste con la Setenta y dos, donde se veían en los primeros tiempos. Y luego había regresado al banco, siempre corriendo, por el temor de que Ruth llegara y, al no encontrarlo, se marchara. Fue entonces cuando vio a Fred. Con una nota en la mano.
«Olvídame. Se acabó. Adiós, Ruth.»
Nada más. Christmas estaba tan desconcertado que no le había preguntado nada a Fred. Había oído alejarse el coche detrás de él, pero ni siquiera se había dado la vuelta.
«Olvídame. Se acabó. Adiós, Ruth.»
Se había quedado sentado en aquel banco, su banco, dándole vueltas a la nota, enrollándola, arrugándola, tirándola al suelo, recogiéndola y volviéndola a leer una y otra vez. Como si se hiciera la ilusión de que zarandear aquellas pocas letras bastaba para que se mezclaran y formaran otras palabras. Otro mensaje. Hasta que al cabo de dos horas sintió que en su interior se desataba una profunda rabia. Cortó por el parque, cruzó la Quinta Avenida y llegó a Park Avenue.
El portero en librea enseguida le cortó el paso. Luego llamó por un telefonillo al piso de los Isaacson.
—Un muchacho llamado Christmas pregunta por miss Ruth —dijo. Escuchó tieso la respuesta—. Muy bien, señor, y perdone por la molestia —contestó, poniendo fin a la comunicación. Entonces se volvió hacia Christmas y le informó, con una antipática voz nasal—: Madame Isaacson dice que la señorita está muy ocupada y le ruega que no la importune también en casa.
—¡Quiero que Ruth me lo diga a la cara! —gruñó Christmas, agitando la nota en el aire, y dio un paso hacia delante.
El portero le volvió a cerrar el paso.
—No me obligues a llamar a la policía —dijo.
—¡Quiero hablar con Ruth! —gritó Christmas.
En ese instante una dama mayor, elegante y refinada, entró en el vestíbulo del edificio y miró escandalizada a Christmas.
—Buenas noches, señora Lester —dijo el portero con una media reverencia—. Le he hecho llegar sus revistas.
La anciana frunció la boca arrugada y esbozó una sonrisa forzada. Acto seguido se encaminó hacia el ascensor, donde el ascensorista la esperaba en posición de firmes.
Entonces el portero, sin abandonar su sonrisa, se inclinó hacia Christmas y dijo:
—Piérdete,
wop
, si no quieres acabar mal.—Luego se enderezó, cruzó las manos sobre el pecho y volvió a adoptar su expresión oficial de portero de Park Avenue.
Christmas regresó a su gueto sin prisa. Furibundo. ¿Qué se creía Ruth? ¿Que estaba dispuesto a dejarse tratar como un criado? ¿Solo porque ella era rica y él un muerto de hambre? Ya le quitaría él esas chorradas de la cabeza. Hasta el día anterior parecía que Ruth también lo amaba con aquel sentimiento absoluto y arrebatador que se había apoderado de Christmas desde el instante mismo en que la había visto, a través de una capa de sangre apelmazada, sin saber quién era. Sin preguntar. La había sentido suya. Desde el primer momento. Desde que la había sostenido en brazos, como si fuese un tesoro. ¿Y ahora Ruth quería terminar con esa nota? Adiós. Christmas pegó una patada a un trozo de asfalto que se había desprendido.
—Oye, ten cuidado, chico —dijo un hombre de unos cuarenta años, con traje gris y abrigo con cuello de piel, al que había rozado el pedrusco.
—¿Qué coño quieres? —le espetó Christmas, dándole un empujón—. ¿Qué buscas, capullo? ¿Crees que me puedes asustar con esa piel de ratón? —le dijo y volvió a empujarlo—. ¿Te crees alguien? ¿Quieres que te muela a golpes? ¿Quieres que te atraquen? ¿Quieres pasar la Navidad en el hospital?
—¡Policía! ¡Policía! —comenzó a chillar el hombre.
Al instante empezó a sonar un silbato.
Christmas miró al hombre. Le escupió a la cara y huyó, corriendo tan rápido como pudo, hasta que dejó de oír el silbato del policía detrás de él. Entonces paró y se dobló en dos, con las manos en las rodillas, procurando recuperar el aliento. A su alrededor solo había gente alegre. Hombres y mujeres que volvían a casa cargados de regalos y paquetitos. Para todos era Navidad, pero no para Christmas.
—¡Que os den a todos por culo! —bramó Christmas. Y después los ojos se le llenaron de lágrimas, que inmediatamente se tragó—. No vale la pena llorar por ti, Ruth —dijo en voz baja—. No eres más que una chiquilla rica de mierda.
Llegó a Times Square. El letrero había cambiado. Ahora se leía: AARON ZELTER & SON. Christmas ni siquiera se acordaba de cuándo había sido la última vez que había ido a ver a Santo. Sus vidas se habían separado, habían tomado dos caminos muy diferentes. Se asomó a la tienda. También las caras de los dependientes le parecieron distintas, aunque no estaba seguro. En cambio, lo que sí era seguro es que había otro director.
—¿Qué desea? —preguntó con recelo el nuevo director.
—¿Sigue trabajando aquí Santo Filesi?
—¿Quién?
—El almacenista —dijo Christmas.
—Ah, el italiano —respondió el director—. Sí. ¿Por qué?
—Soy un amigo suyo, quería saludarlo —dijo Christmas.
—Espéralo en la parte de atrás. Ahora está trabajando —dijo el director sin devolver la sonrisa. Luego extrajo un reloj del chaleco y lo miró—. Dentro de cinco minutos cerramos y si tu amigo ha terminado, podrás hablar con él cuanto quieras sin ocasionarme ninguna pérdida.