Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
—Da igual quién sea yo. Lo que no da igual es que Monaco se enfade, ¿no crees? —respondió Bill en voz baja, inclinándose sobre el mostrador.
El joyero se dirigió hacia la trastienda.
—Ven —dijo con voz ávida, al tiempo que abría una pequeña puerta que había tras una cortina.
Bill miró a la gorda y a continuación lo siguió.
—Mil —dijo el joyero tras alzar la vista de la lupa. Las piedras preciosas brillaban bajo la luz. El cigarrillo del joyero ardía en un pesado cenicero de bronce.
—¿Mil por los diamantes? Vale —contestó Bill—. Ahora ponle precio a la esmeralda, porque Monaco se muere de ganas de saber si tú también crees que todo junto vale al menos dos mil.
—¡Dos mil! —exclamó el joyero meneando la cabeza.
Pero Bill supo al momento que se los iba a dar.
—¿Y yo qué gano? —gimoteó el joyero.
—La salud.
El joyero juntó las piedras y se volvió hacia la caja fuerte. La abrió y comenzó a contar el dinero. Bill lo golpeó en la cabeza con el cenicero de bronce. El joyero se desplomó dando un gemido. El fajo de billetes crujió en el aire. Mientras una mancha roja y densa empezaba a extenderse sobre el suelo desde la nuca del joyero, Bill recogió todos los billetes, se los guardó en el bolsillo y salió corriendo de la tienda, arrollando a su paso a la gorda, que se había asomado a la trastienda.
Fue a un revendedor de coches y compró uno de los mejores Model T en circulación, con ruedas desmontables y encendido, por 590 dólares, que pagó al contado. Condujo hasta la pensión en la que se alojaba, recogió su maleta y abandonó Detroit. Cuando estuvo en campo abierto contó el dinero del joyero. Cuatro mil quinientos dólares. Rió. Oyó expandirse su carcajada en el viento y morir. «Soy rico», pensó. Y entonces, cuando todo fue de nuevo silencio, volvió a reír y puso el coche en marcha.
Sabía adónde ir. Liv le hablaba siempre de aquel lugar. Decía que el clima era maravilloso y el agua del océano estaba siempre caliente. No hablaba sino de palmeras, arena inmaculada, sol.
—¡Espérame, California! —gritó por la ventanilla mientras el Tin Lizzie corría como una bala por la carretera.
Manhattan, 1924
—Feliz año, miss Isaacson —dijo el muchacho que manejaba el ascensor, mientras cerraba la puerta.
Ruth mantenía la mirada fija hacia el frente pero era como si no estuviese. No respondió. El muchacho en uniforme y gorra rígida puso en funcionamiento la palanca y la cabina comenzó a descender. Ruth sujetaba un colgante ensartado en un simple lazo de cuero. Un corazón rojo, brillante, del tamaño del hueso de un albaricoque. Horrible.
—Feliz año, miss Isaacson —dijo el portero en la entrada, mientras abría la puerta.
Ruth no respondió. Pasó cabizbaja y ni siquiera reparó en el vendaval gélido que la recibió fuera. Recorría con la yema del pulgar la superficie brillante del colgante, que había recibido como regalo la víspera de Navidad. Lo había encontrado en el buzón.«Adiós, pues», estaba escrito en la nota que lo acompañaba. Nada más. Ninguna firma.
—Feliz año, miss Ruth —dijo Fred mientras cerraba la puerta del Silver Ghost.
Pero Ruth tampoco respondió a Fred. Se sentó en los blandos asientos de piel que ya no olían a puro y brandy, que ya no le recordaban a su abuelo. Y, entretanto, seguía repasando el corazón rojo con la yema del pulgar. Casi con rabia, como si quisiera arrancar aquella espantosa pintura roja. Había pasado una semana desde que lo recibiera. Era Año Nuevo.
—¿Sabes dónde vive Christmas? —preguntó de repente a Fred, sin levantar la vista.
—Sí, miss Ruth.
—Llévame.
—Miss Ruth, su madre la espera a comer en...
—Fred, por favor.
El chófer aminoró la marcha, indeciso.
—Ya te han despedido, ¿no es cierto? —dijo Ruth.
—Sí.
—¿Qué pueden hacerte, entonces?
Fred la miró por el espejo retrovisor. Le sonrió.
—Tiene razón, miss Ruth.
Cambió de rumbo y se dirigió hacia el Lower East Side.
—¿Ya has encontrado otro trabajo, Fred? —preguntó Ruth tras recorrer algunas manzanas.
—No.
—¿Y qué vas a hacer?
Fred rió.
—Me pondré a conducir los camiones de los contrabandistas de whisky.
Ruth lo miró. Lo conocía desde siempre.
—Mi padre nos ha liado un buen follón a todos, ¿eh? —dijo.
Fred le lanzó una mirada divertida.
—Miss Ruth, no creo que el trato con ese joven beneficie su lenguaje.
Ruth volvió a pasar el dedo por el corazón pintado.
—Christmas te cae bien, ¿verdad?
Fred no contestó pero Ruth vio que sonreía.
—También le gustaba al abuelo —dijo. Miró por la ventanilla. Estaban pasando bajo las vías de la BMT. Empezaba el reino del Lower East Side—. Se parecían —dijo en voz baja, como para sí.
—Sí —confirmó Fred en voz aún más baja. Luego dejó Market Street, torció en Monroe Street y se detuvo frente al 320—. Primera planta —dijo tras bajar del automóvil y abrir la puerta de Ruth—. La acompaño.
—No, iré sola.
—Mejor no, miss Ruth.
Las escaleras eran angostas y empinadas. Apestaban a ajo y otros olores que Ruth no conseguía identificar. Olor a cuerpos, pensó. A muchos cuerpos. Las paredes estaban desconchadas y llenas de pintadas. Algunas obscenas. Las gradas estaban mugrientas y resbaladizas. Ruth se guardó en el bolsillo del abrigo el horrible colgante. El regalo de Navidad más bonito que había recibido aquel año. Mientras subía las escaleras, seguida por Fred, sentía una opresión en el pecho. «Adiós, pues», le había escrito Christmas. No lo veía desde hacía diez días. Y Christmas no sabía. No sabía que había robado los maquillajes de su madre para tener los labios más rojos. No sabía que aquel día habría querido besarlo.
—Espera, Fred —dijo cuando estuvieron delante de la puerta del piso.
Christmas no sabía por qué no había acudido a la cita. No sabía lo que le habían comunicado sus padres aquel día. No sabía por qué se había acabado. Ruth sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
—Espera, Fred —repitió y se puso de espaldas a la puerta.
En el edificio resonaban voces. Voces de gente que gritaba, que reía, que discutía. Que hablaba un idioma desconocido. Ruido de platos, canciones groseras, llantos de niños. Y aquel olor terrible. Aquel olor a gente. Y, sintiéndose irremediablemente excluida de ese mundo, se le secaron las lágrimas en los ojos, empezó a respirar con dificultad, y una cólera impotente le hizo contraer los músculos. Se dio la vuelta y llamó a la puerta. Con ímpetu.
Al abrir la puerta y ver a Ruth, Christmas se puso tenso. Apretó los ojos. Lanzó una mirada rápida y severa a Fred. Luego volvió a observar con frialdad a Ruth. Sin hablar.
—¿Quién es? —inquirió una voz de mujer desde dentro.
Un hombre feo, con una servilleta manchada de salsa puesta en el cuello de la camisa, se asomó desde el interior del piso.
Christmas no decía nada.
La mujer que había hablado se acercó también a ver. Era baja y morena. Tenía el pelo a lo
flapper
. No parecía una prostituta, pensó Ruth.
—Mamá... ella es Ruth, ¿la recuerdas? —dijo entonces Christmas.
Ruth advirtió que la mujer se fijó enseguida en su mano.
—Lo siento —dijo Ruth a Christmas—. No debía haber venido —añadió, y se dio la vuelta para dirigirse hacia las escaleras.
—¿Por qué la has traído aquí? —dijo Christmas a Fred, iracundo, mientras pasaba a su lado y corría escaleras abajo, siguiendo a Ruth. La alcanzó en el estrecho portal del edificio, la cogió de un brazo y la obligó a volverse—. ¿Quién te crees que eres? —le gritó a la cara.
Fred estaba a los pies de las escaleras.
—¿Quién te crees que eres? —gritó de nuevo Christmas.
Fred avanzó un paso.
—Espérame en el coche —le dijo Ruth, con ojos gélidos y voz dura—. Tardaré un segundo.
Fred se quedó mirando a los dos muchachos, indeciso.
—Tranquilo, Fred —dijo Christmas—. Tardará un segundo.
Fred salió del portal. Christmas y Ruth se miraron en silencio.
—¿Has visto suficiente? —dijo luego Christmas, en voz baja y hosca. Aspiró con los brazos abiertos, de forma ostensible—. Respira, Ruth. Este es el aire que tengo en los pulmones. Tu abuelo tenía razón, es imposible quitarse esta mierda de encima. ¿Has visto quiénes somos? Ya te puedes ir.
Ruth le dio una bofetada. Christmas la agarró por los hombros, la empujó contra la pared, jadeando. Los ojos encandilados. Los labios apretados. Cerca de los labios de ella. Y entonces vio miedo en su mirada. El miedo que debió de tener con Bill. La dejó de golpe y retrocedió. Asustado por el miedo de Ruth.
—Perdóname —se disculpó.
Ruth no hablaba mientras el miedo se le difuminaba en los ojos, y solo movía la cabeza.
Christmas dio otro paso atrás.
—Ya te puedes ir —dijo.
Christmas no sabía por qué Ruth no se había presentado a la cita, por qué le había escrito aquella nota de adiós. No sabía que se había puesto carmín en los labios. No sabía que, durante un instante, Ruth había estado dispuesta a ser una chica como todas las demás. Por él.
—Me voy a California —dijo Ruth de un tirón, y una rabiosa frialdad vibraba en su voz—. Mi padre ha vendido la fábrica. Quiere producir películas. Nos trasladamos a California, a Los Ángeles.—Creía que iba a resultarle difícil decírselo. En cambio, ahora experimentaba una sensación de alivio. Lo miraba con ojos tan apretados que parecían dos rendijas. Lo odiaba. Lo odiaba de todo corazón. Porque Christmas era todo cuanto le quedaba. Y tendría que dejarlo. Para siempre. Por una nueva vida. Lo odiaba por aquellos ojos sinceros que traslucían sin pudor todas las emociones. Porque le había visto en la mirada el miedo de aquella violencia que había marcado su encuentro. Porque ahora la miraba como a un perro apaleado. Porque le leía en la mirada la desesperación de perderla—. Adiós —le dijo deprisa, antes de que él le leyese en los ojos su propia desesperación. Le dio la espalda y se fue al coche—. Arranca rápido —dijo a Fred al tiempo que cerraba la puerta.
Christmas tardó un instante más del debido en despabilarse. Llegó a la calle cuando el coche dejaba la acera.
—¡Me importa una mierda! —bramó con toda la fuerza de sus pulmones.
Pero Ruth no se dio la vuelta.
Manhattan, 1917-1921
Todo cuanto intentó Cetta para que cambiara de parecer fracasó rotundamente: Christmas nunca volvió al colegio. Y Cetta acabó rindiéndose. Veía crecer a su hijo y se preguntaba, preocupada, qué haría de mayor. Cuando lo veía regresar a casa con unas monedas en el bolsillo, tras haber pasado una tarde entera voceando por las calles los titulares de los periódicos, se le encogía el corazón. Quería otra cosa para Christmas, pero no sabía qué. En más de una ocasión se descubrió pensando que ninguno de ellos se convertiría jamás en americano, con las mismas posibilidades que los americanos. Pues el Lower East Side era como una cárcel de máxima seguridad. Era imposible escapar. Vivir allí era tanto como estar condenado a cadena perpetua.
Sin embargo, su natural optimismo no tardaba en devolverle la esperanza. Entonces agarraba a su hijo por los hombros y le decía:
—Tienes que esperar tu oportunidad. Lo importante es no desaprovecharla. Porque cada uno de nosotros tiene su oportunidad, nunca te olvides de eso.
Christmas no entendía las palabras de su madre. Había aprendido a asentir y repetir todo lo que le pedía Cetta. Era el modo más rápido de que lo dejara en paz y de volver a sus juegos de niño.
Tenía casi diez años y se había construido un mundo propio, hecho de amigos imaginarios y de imaginarios enemigos. No le gustaba mucho estar con los otros chicos del edificio. Lo hacían pensar en algo que prefería no rememorar. Le recordaban el colegio y al chico que le había grabado la P de «puta» en el pecho. Y cada vez que jugaba con ellos, temía que alguno hiciera una broma sobre Cetta y su trabajo. Además, todos ellos tenían un padre. Y por mucho que fuera un alcohólico, violento, rudo, por mucho que fuera un animal, no dejaba de ser un padre.
Un día Christmas estaba jugando solo en las escaleras, cuando oyó los pasos pesados de Sal, que salía del despacho. Se escondió en un rincón oscuro, empuñando su pistola de madera. Cuando Sal estuvo a un paso de él, Christmas salió de su escondite, le apuntó con su arma y gritó: «¡Bang!».
Sal no se alteró.
—No lo vuelvas a hacer —le dijo con su voz profunda como un eructo, y siguió bajando las escaleras.
Christmas rió hasta que oyó que Sal encendía el motor de su coche y se marchaba. Luego continuó jugando solo.
A la semana siguiente volvió a oír los pasos de Sal por las escaleras. Se escondió y después apareció de repente, empuñando la pistola.
—¡Bang! ¡Te he jodido, cabrón! —gritó.
Sal, siempre impasible, le asestó una bofetada que lo tiró al suelo.
—Te avisé de que no lo hicieras más —dijo—. No me gusta repetir las cosas. —Luego se fue a su despacho.
Christmas regresó a casa, con la mejilla enrojecida.
—¿Quién te lo ha hecho? —le preguntó Cetta.
Christmas no contestó y se sentó en el sofá con expresión risueña.
—¿Quién te lo ha hecho? —insistió Cetta.
«Mi padre», pensó Christmas sonriendo. Pero no dijo nada. Cetta se puso el abrigo y dijo que tenía que salir a hacer unos recados.
Tan pronto como Cetta hubo cerrado la puerta, Christmas se levantó riendo del sofá, fue corriendo a la habitación de su madre y pegó el oído a la pared que daba al despacho de Sal.
Cetta entró en el piso de Sal, lo abrazó y se tiró en la cama. Sal le levantó la falda, le quitó las bragas y se arrodilló delante de ella. Luego le abrió las piernas y le hundió la cabeza. Y Cetta se rindió a la lengua de Sal y se abandonó al placer.
Christmas seguía con el oído pegado a la pared. Y reía. Como ríen todos los muchachos cuando oyen las voces del amor. Como de algo gracioso.
—El jefe ha dicho que aún es pronto para dejarlo —declaró Sal, en un tono hosco.
—¿Hasta cuándo debo seguir con esto? —preguntó Cetta.
Sal se levantó del sofá del burdel.
—Tengo que irme —dijo.
—¿Hasta cuándo? —gritó Cetta.
—¡No lo sé! —gritó Sal.
Y Cetta vio por primera vez algo que jamás había leído en los ojos de su hombre. Una aflicción. A Sal le afligía que fuese puta.