Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
—¿Quieres echar por la borda al muchacho?
—¿Y si él nos echa por la borda a nosotros? —dijo con vehemencia Karl.
—¿Por qué iba a hacerlo? —preguntó a la defensiva Cyril.
—No he dicho que vaya a hacerlo —se corrigió Karl—. Pero tenemos que variar. Tenemos que hacer otros programas... tenemos...
—¿Por eso Christmas está con ese humor de mierda desde hace unos días? —lo interrumpió Cyril.
—Tal vez —respondió Karl—. O tal vez le esté dando vueltas a otra cosa.
—¿Cree que tiene los días contados?
—No sé lo que cree —dijo Karl, molesto—. Pero nosotros dos tenemos que inventarnos algo, Cyril... y comenzar a ganar dinero. Nuestro sueño ha de empezar a ser rentable, si no...
—Solo es un sueño.
—Ya...
—Y con los sueños no se come.
—No.
—¿Qué dice el muchacho?
Karl miró a Cyril.
—No dice nada.
Cyril se levantó de la silla y se asomó a la ventana. Vio que Christmas seguía en la calle.
—No me gusta... —murmuró Cyril.
Christmas levantó los ojos hacia la ventana y vio a Cyril.«Vete al cuerno tú también», pensó colérico y se alejó, de regreso a casa. Rumiando acerca de lo que le había pasado tres días atrás, tras cruzar la puerta de cristal de la N. Y. Broadcast para acudir a la cita a la que lo había convocado con el mayor secreto Neal Howe, el director general que lo había despedido.
—Pase, míster Luminita —le dijo ese día el viejo que llevaba las condecoraciones militares prendidas en la solapa de su chaqueta.
A su lado, detrás de una mesa grande de cerezo, estaban sentados además otros tres altos ejecutivos de la emisora radiofónica y el nuevo director artístico, un larguirucho treintañero que ocupaba el puesto de Karl.
—¿Sabe por qué está aquí, míster Luminita? —preguntó Neal Howe.
—¿No querrá despedirme de nuevo? —respondió Christmas, metiéndose las manos en los bolsillos, en actitud provocadora.
El viejo exhibió una sonrisa forzada.
—Dejemos de lado el resentimiento, tenga la bondad. Y hablemos de negocios. —Hizo una larga pausa y luego dijo—: ¿Diez mil dólares al año son un buen argumento?
Christmas sintió que la sangre se le helaba en las venas.
—Reconozco que nos hemos equivocado al valorar las potencialidades de su programa... —prosiguió Neal Howe, con un timbre de contrariedad mal disimulado en la voz—.¿Cómo se llama? —dijo fingiendo no recordar.
—
Diamond Dogs
—intervino el director artístico.
—Ah, sí,
Diamond
Dogs... —asintió el director general.
Christmas se sentía confundido. No conseguía apartar su mente de aquellos diez mil dólares.
—Como título no es gran cosa, a decir verdad —dijo sonriendo Neal Howe, y con él sonrieron los otros, con la misma suficiencia que su jefe—. Pero dado que la gente ya lo conoce así... lo mantendremos. ¿Qué me dice, míster Luminita?
—¿Que qué digo...? —balbuceó Christmas.
—Pues que nuestro departamento legal ya tiene el contrato preparado —dijo el señor Howe mirándolo directamente a los ojos; acto seguido se inclinó sobre la mesa para añadir, recalcando las palabras—: Diez mil dólares son una oferta más que generosa.
Christmas tragó saliva con dificultad. Le flaqueaban las piernas. «Diez mil dólares», se repetía.
—Y bien, ¿qué contesta, míster Luminita?
Christmas no sabía qué responder. Permanecía callado, con la cabeza saturada de números.
—Yo...
—¿Por qué no se sienta? —lo interrumpió enseguida Neal Howe.
—Sí... —Christmas se sentó—. Sí... —repitió.
—¿Sí, qué? ¿Acepta nuestra propuesta? —lo apremió el director general.
—Yo... —Aspiró profundamente—. ¿Y Karl y Cyril?
—¿Quiénes? —fingió no entender Neal Howe.
—¿Karl Jarach recuperará su puesto? —dijo Christmas recobrando valor—. Y Cyril Davies, el almacenista, tendría que ser ascendido a jefe de taller.
—Míster Luminita —respondió sonriente Neal Howe, mirando a los otros que estaban sentados detrás de la mesa de cerezo—. Usted es
Diamond Dogs
, no esos dos. La gente lo quiere escuchar a usted.
—Somos socios —contestó Christmas, con más energía en la voz—. Sin ellos no habría
Diamond Dogs
. Cuando usted nos despidió habló de insubordinación. Esto sería traición.
—No, muchacho. Esto son negocios.
—Karl y Cyril tienen que formar parte del equipo —insistió Christmas.
El rostro de Neal Howe se había vuelto morado.
—¿Cree que puede dictar las reglas? —amenazó con una voz severa y tajante—. Le ofrecemos diez mil dólares. Porque para nosotros los vale. Esos otros dos no valen nada para la N. Y. Broadcast. Si ese negro quiere seguir trabajando de almacenista, el puesto es suyo, pero nada más. En cambio, Jarach no volverá a poner el pie ni en la N. Y. Broadcast ni en ninguna otra radio, se lo aseguro. Lo toma o lo deja, míster Luminita. Piénseselo. Diga sí y los diez mil dólares serán suyos. No estamos negociando. Pero si comete la locura de rechazar nuestra propuesta, se hundirá con sus amigos. Por poco que Jarach conozca su oficio, tiene que haberle dicho que su aventura no puede durar mucho tiempo. Le estamos tendiendo una mano, míster Luminita. Aproveche su oportunidad. Usted puede salvarse. Haremos todo cuanto esté en nuestro poder para cerrar su estúpida emisora. Y le aseguro que nuestro poder no es pequeño.
Christmas se puso de pie.
—Diez mil dólares —repitió Neal Howe.
Christmas lo encaró en silencio.
—Tómese una semana para reflexionar, míster Luminita. No se deje influir por su juventud. Piense en su futuro.—Neal Howe bajó los ojos a un informe, que se puso a hojear como si ya no le interesara la discusión. Sin embargo, después volvió a mirar a Christmas—. Lo olvidaba. Acepte un consejo. No hable de esto con sus... socios. La gente es muy noble cuando habla del dinero ajeno, pero piensa de otra forma cuando el asunto le atañe personalmente. Su amigo Jarach vino aquí hace dos semanas a preguntarme si quería comprar
Diamond Dogs
. Pero no se refirió a usted con tan digno ardor juvenil como el suyo. Al revés, me dijo que él lo convencería... por poco dinero.
Christmas se puso tenso.
—No le creo —dijo instintivamente.
Neal Howe se echó a reír.
—Nada le impide preguntárselo —dijo—. A menos que decida no contar nuestra conversación de hoy y reflexionar seriamente sobre la vida que le garantizaría diez mil dólares al año.—Lo miró con los ojos ligeramente entornados—. Nos vemos dentro de una semana, míster Luminita.
Christmas se quedó inmóvil, atolondrado, durante un instante. Después se dio la vuelta y dejó la sala de reuniones.
—Encárguense de que Karl Jarach se entere de que ese chico ha venido a venderse —ordenó Neal Howe a sus colaboradores.
Christmas bajó las escaleras de la N. Y. Broadcast como un borracho. Dos enunciados se cruzaban en su mente. Diez mil dólares. Karl quería vender la CKC a Neal Howe.
Durante aquellos tres días Christmas permaneció en silencio. Sin hablar. Se encerró en sí mismo. Pues repentinamente comprendió que ya no estaba tan seguro de que Neal Howe hubiera mentido. Y ya no estaba seguro de que Karl no fuera un traidor.
«Por eso insiste tanto en el salto de calidad —pensó Christmas aquella noche, mientras volvía a casa, tras abandonar deprisa el piso de la hermana Bessie—. Por eso dice que no podemos durar eternamente. Nos está vendiendo. Sin decirnos nada», siguió rumiando, mientras subía las escaleras que lo devolvían a su lóbrego piso. Y cuanto más le aumentaba la ira por dentro, más espantosos le parecían aquel edificio y aquella vida. Y los desconchados de los muros le resultaban insoportables. Y triste su traje, de muerto de hambre. «Cree que puede manejarnos como a títeres», pensó rabiosamente mientras abría la puerta de casa y el olor áspero del ajo que se pegaba a las paredes le invadía la nariz. Cuando paseó la mirada por su catre, que estaba en un rincón de la cocina, por el angosto salón, por los muebles baratos, se convenció de que Karl era un traidor asqueroso.
«Cabrón», pensó.
Manhattan, 1928
Estaba sin aliento. Las piernas le dolían. Pero no podía parar, no podía dejar de correr, los oía a sus espaldas. Al doblar en Water Street, vio a un trabajador del puerto que se recogía con su bolso de herramientas al hombro.
—¡Oye! —gritó desesperado—. ¡Ayúdame!
El hombre se volvió hacia el muchacho del traje chillón que corría a trompicones, ya extenuado, perseguido por dos individuos que empuñaban una pistola. Y vio que más atrás venía un coche, con los faros apagados.
—¡Ayúdame! —gritó el muchacho.
El hombre miró alrededor, luego se metió en un portal y cuando lo estaba cerrando el muchacho le dio alcance e intentó entrar.
—¡Ayúdame! ¡Quieren matarme! —volvió a gritar el muchacho.
El hombre lo miró a la cara. La cara del muchacho estaba demudada a causa del miedo y la carrera. Tenía los ojos hundidos. Y ojeras profundas y muy oscuras. El hombre lo seguía mirando, mientras los jadeos del muchacho se colaban por la rendija abierta.
—Ayúdame... —susurró el muchacho, con lágrimas en los ojos.
El hombre dio un empujón a la puerta y lo dejó en la calle.
Joey se volvió hacia sus perseguidores. Reanudó su carrera. Pero ya tenía las piernas entumecidas por el esfuerzo. Dobló por Jackson Street. Podía ver enfrente las aguas oscuras del East River y, más allá, la silueta ondulada de Vinegar Hill. Se resbaló. Cayó. Se levantó y siguió corriendo, pero cuando aún no había llegado debajo del viaducto de South Street, el coche negro lo adelantó y bruscamente le cerró el paso. Las puertas se abrieron.
Joey se quedó inmóvil. Miró hacia atrás. Sus dos perseguidores habían dejado de correr. Sonreían jadeando y avanzaban con calma. De repente era como si el tiempo se hubiera detenido. Joey miró hacia abajo y vio que en la caída se le habían roto los pantalones, a la altura de las rodillas, de su traje de ciento cincuenta dólares. Y se acordó de la vez que, de niño, tras una caída, Abe el Tonto, su padre, le había limpiado la rodilla escupiendo sobre su propia corbata y después, en casa, le había remendado los pantalones. Y entonces cayó desmoronado al suelo y comenzó a llorar.
Del coche salieron Lepke Buchalter y Gurrah Shapiro. Y, detrás de ellos, un hombre de rostro anónimo y con un sombrero de fieltro en la cabeza. El conductor se quedó al volante.
—Joey, Joey... —dijo con voz cantarina Gurrah—. ¿Qué haces? ¿Te pones a llorar como una niña?
Joey no conseguía levantar la vista.
—¿Dónde está el dinero? —preguntó con voz amable Gurrah.
Joey hacía un gesto negativo con la cabeza y no hablaba. Tenía la cara anegada de lágrimas y se sorbía la nariz.
Gurrah se agachó. Las rodillas le crujieron. Sacó su pañuelo de bolsillo, agarró a Joey por la barbilla, le levantó la cara y le apretó el pañuelo contra la nariz.
—Suénate —dijo.
Joey lloraba.
—Suénate, Joey —repitió Gurrah, con voz menos amistosa.
Joey se sonó en el pañuelo.
—Más fuerte.
Joey se sonó más fuerte.
—Así me gusta —dijo entonces Gurrah—. Y bien, Joey, ¿dónde has metido el dinero? Lansky lo quiere.
Joey se llevó una mano al bolsillo interior y extrajo un fajo de billetes enrollados.
—¿Está todo? —inquirió Gurrah sin cogerlo.
Joey hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—¿Ves qué fácil ha sido? —dijo Gurrah, divertido—. ¿A que ahora te sientes más ligero? Di la verdad. Te has quitado un peso de la conciencia, ¿no? —Luego lo agarró de un brazo—. Ven, Joey. Dale tú mismo el dinero a Lansky. Es más simpático que se lo des tú, ¿no te parece? —Lo empujó hacia el hombre con el sombrero de fieltro—. Lansky, mira al muchacho. Te lo trae él. Te lo ha robado, es verdad, pero ahora te lo devuelve. Es un buen chico —dijo cuando estuvieron frente a Lansky.
Lansky miraba a Joey sin expresión, con las manos en los bolsillos.
Joey le tendió el fajo enrollado de dinero.
—Guárdalo en su sitio —le dijo sin sacar las manos de los pantalones.
Joey le introdujo el fajo en el bolsillo de la chaqueta.
Lansky lo miró.
—Te has roto los pantalones —dijo.
Y entonces Joey de nuevo se puso a llorar.
—Disculpa, Lansky —dijo Gurrah, sacándole su pañuelo de bolsillo—, el mío está sucio.—A continuación cogió a Joey del brazo y lo llevó a un machón del viaducto—. Suénate —le dijo poniéndole el pañuelo en la nariz.
Joey trató de soltarse. Pero Gurrah lo tenía bien sujeto. Al girar la cabeza, Joey vio a Lepke justo cuando este se disponía a entrar en el coche.
—¡Soy amigo de Christmas! —gritó llorando—. ¡Lepke, soy amigo de Christmas!
Lepke se volvió a mirarlo. Le sonrió. Una sonrisa franca, tranquilizadora.
—Lo sé, Joey. Descuida.—Después entró en el coche y cerró la puerta.
Lansky también cerró su puerta.
—Suénate —repitió Gurrah.
Joey se sonó.
—Más fuerte.
Y Joey se sonó con más fuerza.
—Toma todo el aliento que puedas —dijo Gurrah amistosamente—. Abre la boca, toma aliento y después suénate.
Joey abrió la boca. Gurrah le introdujo el pañuelo de Lansky. Y enseguida le metió también el suyo. Joey, cogido desprevenido, se revolvió, con los ojos abiertos como platos, y no reparó en que uno de los dos individuos que lo había perseguido a pie le rodeaba la garganta con un alambre y comenzaba a apretarlo. Joey pataleó, quiso gritar, se llevó las manos al alambre. Pero cuanto más se revolvía, más se debilitaba. Y en un instante los ojos se le salieron de las órbitas y los pantalones se mojaron de orina.
Gurrah lo miraba.
—Qué asco —dijo al final. Acto seguido se dirigió al verdugo de Joey y le dijo—: No ensucies el East River con esta mierda. Déjalo en la basura. —Y después fue al coche, que al momento partió con los faros apagados.
—Así que esta es la última vez —dijo Christmas, atrayendo hacia sí a María.
María se desperezó lentamente y luego se acurrucó sobre el pecho de Christmas.
—Sí.
—Echaré de menos esta cama —dijo Christmas pasándole una mano entre sus largos rizos negros.
—¿En serio? —preguntó María.
—La cama de mi casa no es tan cómoda.
María rió.