Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
Pero ahora el sol naciente le quemaba los ojos. Christmas sentía que la cabeza empezaba a pesarle. No podía dormirse, se repetía. Sin embargo, los párpados se le cerraban y las ideas se le volvían cada vez más confusas. Miraba la calle y veía llegar a Ruth, la veía doblar la esquina. Tenía un traje lila y un macuto negro en bandolera. Y entonces él salía a su encuentro. ¿Cuándo había pasado eso? Apenas el día anterior. Pese a lo cual le parecía un recuerdo que el tiempo había vuelto borroso. Como si hubiera ocurrido mil años atrás, toda una vida antes.
Christmas cerró los ojos. «Solo un instante», se dijo.
Sintió como un mareo. Abrió los ojos de golpe, para recuperar el equilibrio. Se agarró al volante. Parpadeó. Y de nuevo tuvo la impresión de verla, a contraluz, doblando la esquina con su traje lila y el pelo corto y negro. Estaba guapísima. Y luego Ruth paraba y lo reconocía. Christmas cerró los ojos. Le pareció oír sus pasos ligeros en la acera. Sonrió mientras se abandonaba al mareo del sueño. Ruth ahora corría. Pero no corría hacia él. Corría en la dirección contraria. Huía.
—Ruth... —llamó en voz baja Christmas, en el duermevela que lo estaba venciendo, aprisionándolo en la pesadilla.
Respiró hondo, como si hubiera estado largo rato conteniendo la respiración. Abrió cuanto pudo los ojos. Se los frotó. Volvió a mirar el final de la calle. Estaba desierta. Se apeó del coche. De la cafetería de enfrente empezaba a irradiarse en el aire aroma a café. Cruzó la calle con andar pesado y entró en el local. Y ahí, al fondo de la sala, vio a Ruth sentada a una mesa. Y a su lado a un hombre de pelo rubio. El muchacho se dio la vuelta y le sonrió. Era él mismo. Un Christmas que ya no existía. El Christmas del día anterior. De toda una vida previa. Sintió que las piernas le flaqueaban.
—¿Se encuentra bien? —preguntó la camarera desde detrás de la barra.
Christmas se volvió hacia ella y tardó unos segundos en distinguirla. Luego miró de nuevo la mesa del fondo. Una vieja desdentada se atiborraba la boca con una porción de tarta de arándanos. El relleno le chorreaba por la barbilla.
—Café —dijo Christmas acodándose vacilante en la barra.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó de nuevo la camarera.
Christmas la miró con ojos ausentes.
—Café —repitió.
Mientras la camarera llenaba una taza blanca, de porcelana gruesa, Christmas miró por el escaparate, hacia el portal en el cual antes o después entraría Ruth. El Oakland estaba aparcado un poco más allá. El sol se reflejaba en las ventanillas, transformándolas en brillantes espejos.
—Aquí tiene su café —dijo la camarera—. ¿Quiere algo de comer?
Christmas, sin responder, agarró la taza y le dio un sorbo. El café estaba hirviendo y se quemó el paladar. Dejó la taza y se introdujo una mano en el bolsillo, buscando calderilla para pagar. Notó una hoja de papel. La extrajo, la desplegó y la miró. Era el contrato de Mayer. Lo había olvidado por completo. De aquello también había pasado una vida. Lo extendió sobre la barra, lo alisó con una mano y enderezó las puntas. Lo leyó, lenta y dificultosamente, procurando recordar el placer que le había proporcionado escribir. Procurando resucitar aquella emoción electrizante de ver surgir la vida en el papel. Procurando recordar el impacto de las teclas de la máquina de escribir, el ruido del rodillo que corría, el crujido de la hoja. Leyó la cifra que la administración de la MGM estaba dispuesta a pagar por sus historias. Pero todo le parecía demasiado lejano. Sin sentido. Se guardó el contrato en el bolsillo, bebió el café, dejó un puñado de monedas sobre la barra sin contarlas y fue al servicio, tras mirar una vez más hacia el portal de Ruth. Se enjuagó la cara con agua fría y se miró largamente al espejo. Sin lograr ver nada en sus ojos. Era como si no estuviese ahí. Estaba como petrificado. Era como si no estuviese vivo.
Salió del servicio y se dirigió hacia el coche. Mientras se acercaba se veía reflejado en las ventanillas inundadas de sol. El traje arrugado, el paso cansado, los hombros encorvados. Empuñó el pestillo. Miró hacia lo alto, hacia las ventanas de la agencia fotográfica. Seguían cerradas. Entonces se volvió hacia la calle por la que esperaba ver aparecer a Ruth. Nadie. Abrió la puerta del coche y entró.
—Sabía que te encontraría aquí.
Christmas abrió los ojos como platos, casi asustado.
—Ruth... —Fue cuanto dijo.
Estaba sentada en el asiento del pasajero, hacia la acera.
—Te he visto en la cafetería.
—Te estaba esperando.
—Sí, lo sé.
Se miraron en silencio. Cercanos y, sin embargo, lejanos.
Christmas le cogió una mano entre las suyas. Con suavidad, con dulzura.
—¿Por qué? —le preguntó.
—No es culpa tuya —respondió Ruth, entrelazando sus dedos con los de Christmas.
Él tenía la mirada baja y observaba la mano de ella entre la suya.
—¿Por qué? —repitió.
—Estoy maldita —contestó Ruth volviendo la cabeza hacia la ventanilla—. Nunca podremos tener un futuro...
—Eso no es verdad —dijo Christmas, casi con vehemencia. Rebelándose, apretándole la mano—. Eso no es verdad, Ruth.
Ruth permaneció mirando la nada por la ventanilla. Inmóvil.
—Podemos conseguirlo —añadió Christmas—. Debemos.
—No, Christmas. Yo no soy como las otras, no tengo un futuro como las otras mujeres.—La voz de Ruth era baja. Desesperada. Y contenida—. Estoy maldita.
—Ruth...
—No es culpa tuya.
Christmas le estrechó la mano.
—Mírame —le dijo.
Ruth volvió la cabeza.
—¿Me amas? —le preguntó Christmas.
—¿Eso qué importancia tiene?
—La tiene para mí.
Ruth guardó silencio.
—Necesito oírtelo. Me lo debes, Ruth.
Ruth soltó su mano de la de Christmas y abrió la puerta.
—Jura que no me buscarás —dijo.
Christmas sacudió la cabeza.
—No puedes pedírmelo.
Ruth lo miró intensamente, como si quisiera retener las facciones de Christmas en su mente para siempre.
—Puede que algún día esté lista. Y entonces yo te buscaré. Esta vez me toca a mí.
Christmas intentó cogerle la mano, pero Ruth bajó del coche.
—Me voy de aquí. No se adónde iré —dijo Ruth, con una voz repentinamente severa y una prisa que delataba todo su dolor—. No me esperes.
—Te esperaré.
—No me esperes —añadió y entró en el portal.
Manhattan, 1928
—Por fin, señor... —masculló nervioso el portero del edificio de Central Park Oeste al salir al encuentro de Christmas en cuanto lo vio llegar—. Quería llamar a la policía pero luego... en fin, no sabía bien qué hacer.
—¿Qué ha pasado, Neil? —preguntó Christmas, taciturno, distraído.
—Verá, se trata de algo poco habitual... —dijo el portero mientras se agachaba para coger la maleta de Christmas y lo acompañaba al ascensor—. Un hombre.
—Neil, acabo de regresar de Los Ángeles y estoy de pésimo humor —rezongó Christmas arrancándole la maleta de la mano y entrando en el ascensor—. ¿Qué ha pasado?
—Un hombre me obligó a abrir su apartamento —respondió de un tirón el portero.
—¿Qué hombre?
—No sé cómo se llama. Era grande y fuerte, con dos enormes manos negras...
Christmas sonrió imperceptiblemente.
—¿Y cómo te obligó?
—Me dijo que me dispararía a las rodillas —dijo el portero, pálido.
—¿Y le creíste?
—Oh, sí, señor. Si lo hubiera visto... tenía un vozarrón...
—Profundo como un eructo, lo sé.
—Exactamente, señor, aunque de todas formas... lo que hacía era... meter cosas —balbuceó azorado el portero—. O sea, quiero decir... que no se llevaba nada, sino que metía, y yo...
—Has hecho bien en abrirle, Neil —zanjó Christmas. Luego le dijo al ascensorista—:Al once.
—Lo sé, señor —respondió el muchacho con una sonrisa, cerrando las rejas—. Escucho siempre
Diamond Dogs
. Mañana estará otra vez en el aire, ¿verdad?
Christmas lo miró en silencio, mientras el ascensor subía chirriando. Solo habían pasado dos semanas y su vida de antes le parecía distante, casi ajena. Como si fuese la vida de otro.
—¿A las siete y media? —preguntó el ascensorista.
—¿Cómo? —dijo distraídamente Christmas.
—Emitirá a las siete y media, como siempre, ¿verdad?
—Ah, sí... —contestó Christmas y se preguntó cómo conseguiría hablar con el entusiasmo de entonces. Se preguntó cómo conseguiría no pensar en Ruth. Ahora que su vínculo se había vuelto más fuerte. Ahora que le pertenecía a ella por entero. Ahora que la había perdido—. Sí, a las siete y media... como siempre.
El ascensor se detuvo en la planta con un brinco. El muchacho abrió las rejas. Christmas salió con la maleta en la mano y encaminó sus pasos cansinos hacia su apartamento.
—Buenas noches, Nueva York —dijo el ascensorista.
Christmas se volvió y lo miró. Sonrió ligeramente y asintió, al tiempo que extraía las llaves del bolsillo. Luego entró en su apartamento. Dejó la maleta en la entrada y cruzó la casa sin muebles, hacia la ventana que daba a Central Park.
Y entonces vio un escritorio de nogal americano y un sillón giratorio, justo delante de la ventana desde la que miraba el banco del parque. Y sobre el escritorio una máquina de escribir. Había una hoja en el rodillo de la Underwood Standard Portable. «Tu madre me ha dicho que ahora te ha dado por escribir tus chorradas —leyó en la hoja—. ¿Cómo coño puedes escribir sin máquina de escribir ni escritorio, meoncete? —Christmas sonrió, se sentó en el sillón giratorio y siguió leyendo—. El escritorio era de Jack London. Solamente por eso el tipo que lo vendía pedía quinientos dólares. Ladrón de mierda. Al final me lo regaló.» Christmas pasó la mano por el tablero de nogal. Rompió a reír. Aquel escritorio había sido robado. Después desvió la mirada del papel y la posó en el banco donde Ruth y él se sentaban a reír y a hablar. En otra vida. Apoyó los codos en el escritorio y se cogió la cabeza entre las manos. Una vida que ya no existía. Se levantó y abrió la ventana de par en par. El tráfico, once plantas más abajo, bullía lejos. Una vida que ya no existía tras una maravillosa, perfecta noche de amor. Tras seis años de espera.
Christmas se quedó inmóvil mirando los prados, los árboles, los lagos del parque y, más allá, toda la ciudad. «Buenas noches, Nueva York...», trató de decir en voz baja, sin convicción.
Entró en el cuarto de baño, se aseó y se cambió de ropa. Salió a la calle y comenzó a andar, sin prisa. Atravesó el parque y tiró por la Séptima, en dirección norte.
Christmas, después de que Ruth le hubiera dicho que no la buscara, había regresado a la casa que le había dejado Mayer. Se había tumbado en la cama en la que había hecho el amor con Ruth y durante todo el día había aspirado su olor, hasta que acabó por extinguirse. No pensaba en nada. Solamente olía. Ni siquiera podía recordar. Hasta que al final del día pasado en la cama ya no había podido aguantar más y había cogido el teléfono, había llamado a la Wonderful Photos y hablado con el señor Bailey.
—¿Se ha ido? —había preguntado al viejo agente.
—Sí.
—¿Y adónde se ha marchado?
Un largo silencio al otro lado de la línea.
—Ruth me ha explicado que habían hecho un pacto —había dicho luego Clarence.
—Sí...
—Sin embargo, no estaba segura de que usted lo respetara.
A Christmas le había parecido notar un timbre apesadumbrado en la voz del señor Bailey.
—Pero usted sabe adónde se ha marchado, ¿no es cierto? —había dicho Christmas.
De nuevo un largo silencio, después el clic del teléfono al colgar Clarence. Suavemente. Christmas se había tumbado de nuevo en la cama, hundiendo la nariz en la almohada en la que se habían esparcido los cabellos negros de Ruth. Pero no olía sino a algodón. Ruth había desaparecido. Definitivamente. Christmas había creído que lloraría. Los ojos apenas se le humedecían, como si el dolor se negara a brotar. Como si su alma retuviese por lo menos el dolor. Lo último que le quedaba de Ruth.
Por la noche un coche estaba en el jardín. Christmas había oído la voz de Hermelinda y luego unos pasos firmes que subían las escaleras.
Nick había entrado en la habitación. Se había sentado en el sillón, había cruzado las piernas, hurgado en el bolsillo de la chaqueta de Christmas y extraído el contrato ajado de la MGM.
—Mayer dice que ahora te toca a ti ponerte pimienta en el culo. ¿Has leído el contrato? —le había preguntado.
Christmas ni siquiera se había vuelto a mirarlo.
—La criada me ha contado que has tenido visitas —había continuado Nick, en tono seco—. ¿Te lo has pasado bien?
Christmas no se había movido.
—Todo indica que no —había dicho Nick poniéndose de pie y guardando el contrato donde lo había encontrado—. Te esperamos mañana a las diez. En el despacho de Mayer. Puntual. Firmaremos el contrato, ¿de acuerdo?
Christmas había seguido con la cara hundida en la almohada que ya no olía a Ruth.
—Oye, Christmas... —había dicho entonces Nick, en la puerta—. Se trata de un problema de faldas, ¿no es así? Puedo conseguirte todas las chicas que quieras. Esto es Hollywood.
—Y tú estás aquí para eso, ¿no? —había dicho Christmas, con una voz lejana, amortiguada por la almohada—. Tú resuelves los problemas.
Nick lo había mirado severamente.
—A las diez en el despacho de Mayer —había insistido al marcharse.
Christmas siguió avanzando por la Séptima. Ya empezaba a ver los «Negro Tenements» en la Ciento veinticinco. Aflojó el paso. Paró. Necesitaba apropiarse de nuevo de la ciudad, de los lugares de los que había sido desarraigado en solo dos semanas, convirtiéndose en otro. Y tenía que descubrir quién era ese otro en el que se había visto forzado a transformarse.
A la mañana siguiente de aquel día había ido a los estudios de la MGM. Había mirado la puerta número once, que daba acceso al pequeño despacho donde había descubierto la excitación de escribir. «Es cuanto te queda», se había dicho. Y también aquella sensación, tan nueva, tan próxima, le había parecido lejana. Acto seguido se había dado la vuelta para ir hacia el despacho de Mayer, con el contrato en la mano. Faltaban dos minutos para las diez. Llegaría puntual. Como un buen empleado, había pensado. Y entonces, antes de que pudiera cumplir su propósito, las piernas se le habían inmovilizado. Y la palabra «empleado» había comenzado a retumbar en sus oídos. Amenazadora. Indigesta. Había oído una voz que gritaba algo por un megáfono. Había seguido aquel sonido, con el contrato siempre en la mano. Detrás de una amplia puerta corredera, entornada, había visto unas luces enfocadas sobre una jardín falso, sobre una fuente falsa de la que había empezado a manar agua y sobre dos actores con pelucas blancas y las caras pintadas de albayalde. Fue a introducirse en la oscuridad, tropezando con un montón de gruesos cables diseminados por el suelo. «¡Silencio!», había gritado la voz por el megáfono. «¡Motor!», había gritado otro. Y en el silencio la cámara había comenzado a zumbar. «¡Acción!», había dicho el director, sentado en una silla al lado del escenario. Y de pronto los dos actores habían cobrado vida. Dos frases rápidas, que remarcaban algo que debía de haber ocurrido antes. Luego los actores se habían vuelto hacia el fondo del escenario, donde se oía jaleo. Y enseguida fueron corriendo a ocultarse tras un seto alto. «¡Corten!», había gritado el director por el megáfono. Todos se habían detenido. Las luces del estudio se habían encendido, mostrando las paredes desnudas, cercenando la escenografía, revelando su cruda realidad: solo un cartón pintado. El director había firmado entonces unos papeles. Los actores se habían sentado ante un espejo y se habían pasado una toallita por la cara para quitarse el albayalde. Después se habían despojado de la peluca. Uno de los dos era calvo. Otro hombre se les había acercado con dinero en la mano y se lo había entregado. Christmas había oído que decía: «Habéis terminado». Los dos actores habían contado el dinero, se habían desvestido y cambiado. Al pasar por su lado, Christmas les había oído decir: «Démonos prisa, nos esperan a las diez y veinte en el estudio siete y aún tenemos que vestirnos de vaqueros».