Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
Christmas se levantó del sofá y entró en el despacho. Mayer estaba sentado detrás de su escritorio. A su derecha, de pie, apoyado contra una librería, Nick le hizo un gesto con la cabeza a Christmas.
—Nick me ha puesto pimienta en el culo —dijo Mayer.
Nick sonrió.
—He leído —continuó Mayer.
Christmas estaba de pie, enfrente de la librería.
—¿Cree que tendrá tiempo de sentarse y de oír lo que pienso, míster Luminita, o tiene demasiada prisa por ir a Oakland? —dijo Mayer sonriendo.
Christmas se sentó en uno de los dos sillones que había enfrente del escritorio. Seguía atontado, pero al mismo tiempo sintió una especie de calambre en el estómago cuando vio que Mayer agarraba el montón de hojas que había escrito.
—Si aprendiese a numerar las páginas o por lo menos a ponerlas en orden, ayudaría a quien debe leerlas —le indicó.
Christmas, incómodo, hizo un gesto con la mano que en realidad no quería decir nada.
—Es la primera vez que dejo que un principiante me meta pimienta en el culo —repuso Mayer.
—Sí, bueno... —balbuceó Christmas—. Yo tengo...
—... que ir a Oakland, claro, Nick me lo ha contado —declaró Mayer—. Y al parecer va a ir con uno de los coches de la MGM.
—O en tren... —Christmas se puso tenso—. O a pie. Eso me da igual...
—Frene, frene —lo interrumpió Mayer y rió—. Eso es lo que me gusta de usted. Aquí nos sobra gente de pluma fácil. Pero usted no es un plumífero. Usted tiene corazón. Y conoce la vida... pese a lo joven que es.—Mayer asintió satisfecho, bajando la mirada hacia las hojas que sujetaba. Después volvió a mirar a Christmas—. Ha hecho un trabajo excelente —y le sonrió abiertamente.
Christmas sintió que la sangre se le helaba en las venas. Una sensación de frío que le subía de los pies a la cabeza. Una descarga de adrenalina que lo paralizaba. Abrió la boca pero no pudo decir nada.
Nick rió.
—Usted tiene talento, míster Luminita —dijo detrás de sus gafas Mayer—. Yo prefiero las comedias. Pero usted ha hecho... —se detuvo y sonrió como un niño— ha hecho una obra de la leche, como diría uno de sus personajes. Tiene vida, tiene drama. Tiene chicha. No es pura palabrería.
Nick miró a Christmas con expresión orgullosa.
Christmas, tras el hielo de la adrenalina, sintió que una vaharada de calor le abrasaba las mejillas.
Mayer rió.
—Ajá, conque también los gángsteres se enrojecen.
Nick rió, se apartó de la librería y dio a Christmas una palmada en el hombro.
Mayer se reclinó en el respaldo del sillón y abrió un cajón.
—Ahora vaya a Oakland. Pero antes... —y sacó una hoja del cajón— lea y firme el contrato que le he mandado preparar. —Alargó la hoja a través del escritorio.
—No... yo... ahora no tengo tiempo —dijo Christmas levantándose—. Dispénseme, míster Mayer, pero yo...
—No sé qué es lo que está buscando, míster Luminita. Pero no pierda la oportunidad de su vida.
—Cuando regrese de Oakland —dijo Christmas resuelto, cogiendo el contrato y guardándolo en un bolsillo.
El interfono chirrió.
—Míster Barrymore ha llegado —dijo la voz de la secretaria.
Mayer se inclinó hacia el interfono, apretó el botón y dijo:
—Hazlo pasar.—Luego se levantó y fue hacia la puerta del despacho, que abrió—. Ven, John —dijo abriendo los brazos—. Quiero presentarte a alguien.
John Barrymore, en un impecable traje gris de chaqueta cruzada, entró en la habitación.
—Su majestad John Barrymore —dijo Mayer señalando al actor—. Y Christmas Luminita, astro naciente de la escritura.
John Barrymore tendió la mano a Christmas, arrugando las cejas.
—Christmas... —dijo en voz baja, como si estuviese siguiendo un pensamiento—. Christmas... —repitió. Y luego su atractivo rostro compuso una sonrisa—. Creo que tenemos una amiga común.
Christmas ya no pensaba en Mayer ni en Hollywood ni en las nuevas emociones de la escritura mientras subía los escalones del edificio de Venice Boulevard de dos en dos. Únicamente pensaba en que no iba a necesitar ir a Oakland. Pensaba en que su vida estaba constelada de señales del destino, la última de las cuales había sido John Barrymore. Llegó jadeante a la cuarta planta. Fue corriendo por el pasillo hasta la puerta con la placa «Wonderful Photos». Y entonces llamó con ímpetu. Luego se puso una mano en el costado derecho y se dobló en dos, sin aliento.
La puerta se abrió.
—¿Sí? —dijo el señor Bailey.
Christmas se enderezó.
—Estoy buscando a Ruth Isaacson —dijo con una luz de poseso en los ojos, casi presionando para entrar.
—¿Quién es usted? —preguntó el señor Bailey, receloso.
—Tengo que verla, se lo ruego —contestó Christmas aún jadeando por la carrera—. Soy un amigo de Nueva York.
—¿Ha pasado algo? —inquirió alarmado el señor Bailey.
Y solo entonces Christmas se dio cuenta de la impresión que debía dar, sin aliento, con aquel apremio que le inflamaban los ojos. Rió.
—Sí, ha pasado algo —dijo—. Ha pasado que la he encontrado.
Y Clarence, por su parte, solo entonces discernió aquel apremio que lo había alarmado. Y reconoció aquella luz en los ojos. La misma que él había tenido cuando conoció a la señora Bailey. Sonrió y se hizo a un lado.
—Pase, jovenzuelo —dijo—. Pero Ruth todavía no ha vuelto a casa.
Christmas, que ya tenía un pie en la agencia fotográfica, se detuvo.
—¿No está?
—No, ya se lo he dicho.
—¿Y cuándo vuelve? —De nuevo el apremio en la voz.
—No lo sé —respondió el señor Bailey, sonriendo apenado porque sabía que el tiempo se había inventado para torturar a los enamorados—. Pero nunca llega muy tarde —aseguró—. Pase, puede esperarla dentro.
Christmas dio otro paso hacia el interior de la agencia. Miró alrededor. Las paredes estaban repletas de fotos.
—Esa la ha hecho Ruth —dijo Clarence, señalando un retrato de Lon Chaney.
Christmas asintió distraído, mientras seguía mirando alrededor, con un nudo en el estómago y un temblor que le recorría las piernas y que le impedía estarse quieto.
—Pero ¿normalmente a qué hora vuelve? —preguntó.
Clarence rió.
—Llegará pronto, ya lo verá, jovenzuelo —repuso—. Pase, sentémonos en mi despacho. Tómese un té...
—Yo creo...
—... y mientras tanto me habla de Nueva York.
—No —dijo Christmas, meneando la cabeza—. No, perdone, es que... —Se interrumpió, se imaginó oyendo el interminable transcurso del tiempo, segundo tras segundo, mientras conversaba sentado con aquel viejo amable—. No, perdone, yo... prefiero volver.—Dio media vuelta y fue hasta la puerta de la agencia.
—¿Qué le digo a Ruth? —le preguntó el señor Bailey.
Pero Christmas ya había abierto la puerta y estaba saliendo.
—¿Cómo se llama, jovenzuelo? —le gritó el señor Bailey por el pasillo.
Christmas no respondió. Corrió escaleras abajo y cuando se encontró en la calle respiró hondo. Luego se llevó una mano a los ojos. «Cálmate», se dijo. Sin embargo, era incapaz de soportar la espera. Como si aquel último y breve tramo de calle que lo separaba de Ruth fuese todo un océano, como si aquel reducidísimo espacio de tiempo fuese insoportable, mucho más que los cuatro años durante los cuales había sobrevivido sin ella. Y Christmas sabía por qué. Porque ahora todo iba a ser de verdad.
Miró las aceras. A derecha e izquierda. Y de nuevo sintió aquel temblor que le electrizaba las piernas. Se movió. Fue hacia la izquierda. Hacia Ruth. A grandes zancadas llegó al final de la calle. Miró una vez más a derecha e izquierda. ¿Por dónde llegaría? Se volvió de golpe hacia el portal del edificio de la agencia. ¿Y si llegaba por el lado opuesto? Regresó corriendo. Y caminó en la dirección contraria, de nuevo hacia la otra bocacalle, pero sin parar de girarse. ¿Y si entraba en el portal mientras él se alejaba en su busca? Miró otra vez alrededor, luego volvió sobre sus pasos y se detuvo en el portal, con la espalda contra la pared, sin dejar un solo instante de mirar hacia un lado y otro.
¿Y si llegaba con un hombre? ¿Y si no estaba sola? ¿Qué haría? Pegó un puñetazo al muro que tenía detrás. Ya no podía esperar más. Si había otro, lo sabría enseguida. Si ella no quería verlo más, se lo diría al momento. Se desabrochó el primer botón de la camisa, se quitó la chaqueta y se la echó al hombro. El contrato de Mayer crujió en el bolsillo. «¡Vete a tomar por culo, Mayer!», pensó irritado. En una fracción de segundo la tensión de la espera se transformó en rabia. Y pensó que Ruth jamás había respondido a sus cartas. Que lo había borrado, rechazado. Después de lo que se habían prometido, ella lo había olvidado. Y en ese instante se convenció de que Ruth estaba con otro, que había sido un tonto por no habérselo preguntado a aquel viejo capullo de la agencia de fotos, pues, de haberlo sabido, ya se habría ido y a tomar por culo también Ruth, que todo el mundo se fuera a tomar por culo.
Y mientras sentía que la rabia le enardecía el alma, el corazón y el rostro, sonrojándolo, se volvió hacia su izquierda. Y entonces, al fondo, entre la gente de Los Ángeles, la vio.
Avanzaba lentamente, sin prisa. Llevaba un macuto grande en bandolera. Y un traje color lila un poco por debajo de las rodillas. Y se había cortado el pelo. La vio caminar cabizbaja, mientras rebuscaba en el macuto. Y se dijo que estaba guapísima. Más guapa aún que cuando se había marchado. Ahora era una mujer. Y estaba preciosa, fue lo único que pensó al tiempo que sus ojos se enternecían de una forma que jamás habría imaginado. Y ya no le importaba que no hubiera respondido a sus cartas, no le importaba que estuviera con otro. Era Ruth. Su Ruth. La había encontrado.
Ruth andaba despacio, tras una jornada que había transcurrido fotografiando la vida que estaba aprendiendo a aceptar. Hurgó en el macuto en busca de las llaves. Tenía que poner un poco de orden, se dijo. El macuto estaba repleto de cachivaches, de migas, de papeles. Por fin oyó repiquetear las llaves. Las sacó y alzó la vista, sonriendo.
E inmediatamente la sonrisa se le congeló en la cara. ¿Era él? ¿Era realmente él o uno de los tantos con quienes lo había confundido en esos cuatro años? ¿Era él o solamente una ilusión, una esperanza que jamás habría creído que pudiera hacerse realidad? Sintió que la cabeza le daba vueltas. Lo miró detenidamente, como si de sopetón se hubiera vuelto miope. Observó con atención cada detalle. Lo hizo coincidir con sus recuerdos. Y luego se sintió estremecida por una emoción incontrolable, que la asfixiaba. Sí, él estaba ahí. En medio de la acera. A pocos pasos del portal en el que ella debía entrar. Y le cerraba el paso. Y la miraba. Él estaba ahí. Y aunque hubiese querido huir no habría podido, no habría podido esconderse. Ni habría podido hacer nada por dar un solo paso más. Las piernas se le habían quedado rígidas. No respiraba. Como cuando se ceñía las gasas para ocultar el pecho. No respiraba y el corazón le latía con fuerza. Como hacía años no le latía. Con tanta fuerza que los transeúntes podrían oírlo. Porque él estaba ahí. Y estaba ahí por ella.
Christmas la estaba aguardando. Pero Ruth se había detenido. A unos diez pasos. Estaba ahí, inmóvil, con las brazos caídos y los ojos fijos en él. Sus ojos verdes. Y Christmas tampoco podía moverse. Ahora que ella estaba ahí, a solo diez pasos, no podía moverse. La cabeza le vibraba. Tenía un nudo en la garganta. Sintió que los ojos le ardían, pero no parpadeó. Como si temiera que Ruth desapareciera durante esa breve fracción de segundos. Y aquel temor lo impulsó a dar el primer paso, luego el segundo. Y por fin estuvo a su lado.
Christmas la miró sin hablar. Sin saber qué decir.
Y también Ruth lo miraba. Y tampoco a ella le salía una sola palabra. Le miraba los ojos negros como el carbón, y el mechón rubio que flotaba al viento, y los pómulos altos, que se habían vuelto más pronunciados. Y aquella expresión de hombre.
—Estás preciosa —dijo entonces Christmas.
Ruth sintió un desgarro por dentro, como si las gasas que le cortaban la respiración se hubiesen roto de nuevo, definitivamente, dilatándole los pulmones. Y tuvo una punzada en el corazón, casi dolorosa.
—Me... siento mal... —susurró.
Y luego apoyó la cabeza en el hombro de Christmas.
—Ven —dijo Christmas. Le rodeó la cintura con un brazo y experimentó una violenta sensación a aquel contacto, muy semejante a la del día en que la había llevado en brazos al hospital. La primera y única vez que la había tocado. Miró alrededor. En la acera de enfrente vio una cafetería—. Ven —repitió.
Ruth se puso imperceptiblemente tensa cuando la mano de Christmas le ciñó la cintura. Pero duró apenas un instante. Mientras cruzaban la calle se dejó llevar por su brazo fuerte y seguro, aunque no lo necesitaba para caminar. Aunque en realidad, se dijo sorprendida, sí lo necesitaba. Siempre lo había necesitado. No sabía por qué había dicho que se sentía mal. A lo mejor porque se sentía bien, y se trataba de una sensación a la cual ya no estaba acostumbrada. A lo mejor porque la mayor sorpresa era aquella felicidad que había estallado en su interior como una punzada en el corazón. Y entonces, tímidamente, fingiendo que se sostenía en él, le pasó el brazo en torno de la cintura. Y mientras se acercaban a la cafetería se vio reflejada a su lado en el escaparate y pensó que parecían dos chicos corrientes, que se amaban libremente. Se ruborizó pero no apartó la mirada del escaparate, ya sin oír el estruendo de los coches y de la gente. Y se reflejó con Christmas hasta que ya no pudieron verse en el escaparate y entraron en la cafetería.
—Ahí —dijo señalando la mesa de un rincón, enfrente de la cual había colgado un espejo grande. Y cuando se hubieron sentado, se volvió un poco y con el rabillo del ojo se vio. Allí, con Christmas.
—¿Te sientes mejor? —le preguntó él.
Ruth no le respondió. Se limitó a mirarlo. Habría deseado extender una mano y tocarle el mechón rubio, las largas pestañas que protegían los ojos negros, los pómulos. Los labios que cuatro años atrás había decidido besar. «Entonces no tenía eso», pensó mirándole la cicatriz del labio inferior.
Y Christmas no esperaba una respuesta. Porque quizá no la habría oído. Porque tenía los ojos fijos en los de Ruth. Porque no los recordaba tan verdes. Porque ya no había ni preguntas ni explicaciones. Porque todo lo de antes, el pasado y los pensamientos y las preocupaciones, era como el dibujo que hace un niño en la arena y que borra en un santiamén el impetuoso presente de las olas del mar. Y ellos eran ese mar. Sin principio ni fin.