Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
Arty se bajó del coche con el corazón en un puño por la emoción. Dejó pasar el tranvía y cruzó corriendo la calle. Alcanzó al grupito y lo adelantó. Luego se detuvo y miró con atención al joven que arrastraba el cajón. Estaba en los huesos, desnutrido, andrajoso, con los zapatos agujereados, sin cordones ni calcetines.
—¡Cochrann! —exclamó el director.
El joven puso los ojos como platos, a continuación los bajó al suelo y pasó al lado de Arty, arrastrando su cajón, con la cabeza hundida entre los hombros, acelerando el paso.
—Cochrann, Cochrann... —dijo el director. Lo alcanzó y lo agarró por un brazo, tratando de detenerlo—. Cochrann, soy yo, Arty, Arty Short, ¿no me reconoces?
Pero el joven bajó aún más la cabeza y tiró de su cajón, como una mula.
—¿Qué quieres de mi discípulo? —dijo entonces el viejo, volviéndose hacia Arty y elevando una mano hacia el cielo, con un gesto grave y solemne, hierático.
—Vete a tomar por culo, gilipollas —contestó Arty—. No tienes ni puta idea de quién es este hombre. Es Cochrann Fennore, el Punisher —prosiguió Arty mirando al joven—. Es el mejor de todos. Es una estrella —concluyó con el mismo énfasis empleado por el profeta.
Entonces Bill volvió la cabeza. Y lo miró en silencio. Parpadeando, como para fijarlo en su retina. Ladeando la cabeza.
—Soy Arty, ¿me reconoces?
Bill lo miraba en silencio, con las cejas arrugadas, como si tratara de hilvanar pensamientos que estaban pasando por su cabeza.
—Es mudo —dijo el viejo.
—¡Y una polla! —gritó Arty.
—El Dios de la Venganza le ha secado la lengua por sus pecados, como hará con todos nosotros —lo amenazó el viejo, apuntándolo con un dedo sucio—. Y después el Dios de la Justicia nos dejará ciegos y sordos porque hemos inventado el cine y somos la vergüenza de la Creación.
—Amén —dijeron los otros tres pordioseros, con énfasis mecánico. Acto seguido, uno de los tres tendió una mano abierta hacia Arty, para que le diera una limosna.
—Soy Arty —insistió el director, acercándose a Bill y agarrándolo por los hombros.
Bill lo miraba con la boca abierta. Luego movió ligeramente los labios agrietados.
—Ar-ty... —silabeó con esfuerzo.
—¡Sí, Arty! —exclamó el director abrazando a su campeón—. Arty, Arty Short, tu socio, tu amigo.
—Arty... —repitió en voz baja Bill y sus ojos empezaron a distinguir lentamente el mundo. Primero el director, luego su propia ropa, por último el viejo profeta y sus tres discípulos—. Arty...
—¡Sí! —gritó Arty muy alegre.
—Arty Short...
—¡Sí!
Bill se zafó del abrazo, mirando alrededor con ojos asustados.
—Me están buscando, Arty —le susurró—. Quieren llevarme a la silla eléctrica —y volvió a mirar alrededor, aterrorizado—. Tengo que huir...
—No, no, escúchame, Cochrann. Mírame... mírame —dijo Arty, sujetándolo con firmeza por los hombros—. La policía también ha venido a verme. Te buscan por una gilipollez, por un robo. En Detroit. Una obrera de la Ford te ha denunciado. Le robaste sus ahorros. ¿Me estás escuchando, Cochrann? No condenan a la silla eléctrica por un robito de mierda...
—Liv...
—Sí, Liv.
Bill tenía de nuevo la mirada en el vacío. Como si volviera a perderse en los recuerdos.
—Escúchame, Cochrann... —dijo Arty mientras lo zarandeaba—. Mírame. Lo arreglaré todo... ahora vámonos. Vámonos a casa. Debes lavarte. Debes comer, estás asquerosamente flaco. Te está esperando todo el mundo. Todos me preguntan por ti. Tenemos que rodar otra película.
Bill sonrió. Distante. Pero sonrió.
—Regresemos al cine, Punisher —le susurró Arty al oído, abrazándolo—. Regresemos al cine.
—¡Sodoma y Gomorra! —exclamó el profeta, poniendo una mano sobre Bill, como en señal de posesión. Y los otros tres pordioseros se acercaron más, amenazadores.
—¡Que te den por culo, viejo! ¡Vete a hacer puñetas! —Luego Arty introdujo una mano en el bolsillo, sacó un puñado de monedas y las lanzó a la acera.
El profeta y sus tres discípulos se arrojaron de rodillas al suelo, disputando entre ellos para recogerlas.
—Vamos —dijo entonces Arty a Bill. Lo asió y lo empujó hacia el coche.
Bill se dejaba llevar. Y seguía arrastrando el cajón.
—¡Y suelta ese cajón de mierda! Vámonos, apresúrate —dijo. Al llegar al coche lo hizo subir y, sin más, partió a toda velocidad.
Al cabo de una semana Bill ya lo recordaba todo y había recuperado el dominio de su mente. Recordaba que había sido recogido por el profeta y los vagabundos que lo acompañaban. Recordaba que había dormido a la intemperie, sin mantas, encendiendo hogueras aquí y allá y sobreviviendo de limosnas. Recordaba que al principio el profeta le había pegado con un palo, que después le había asignado la tarea de llevar el cajón desde el que pronunciaba sus discursos. Y, por último, recordaba la mañana en la cual Arty lo había encontrado y salvado.
Entretanto Arty, mientras lo alojaba en su casa, le había cerrado su cuenta en el banco y traspasado todo el dinero a una cuenta nueva, en otra sucursal, tras conseguirle otra identidad.
—A partir de este momento te llamas Kevin Maddox —le dijo Arty después de esa semana—. Cochrann Fennore ya no tiene nada que ver contigo.—Luego el director se ablandó—. Lo sé, era tu nombre, puede que te hubieras encariñado. Pero no podía hacerse otra cosa. Lo siento.
Bill lo miró y de repente rompió a reír. Con su carcajada ligera que no había perdido en su vagabundear con el profeta por las colinas interiores de Beverly Hills.
Arty lo miró estupefacto, sin saber qué pensar.
—No temas, Arty —dijo entonces Bill—. Estoy bien. Lo único que pasa es que Cochrann Fennore era un nombre que me daba por culo. En cambio, Kevin Maddox me gusta. Pero tú llámame Bill, ¿de acuerdo?
—¿Bill?
—Sí, Bill.
—Vale —respondió Arty. Lo miró, sopesándolo—. ¿Me ocultas algo más sobre ti... Bill?
Bill lo miró en silencio. Luego le dio una palmada en el hombro.
—Estoy listo para empezar, Arty.
—¡Oh, coño! Eso es lo que quería oírte decir.
—Estoy listo para volver al ruedo.
—Hay una novedad —repuso Arty.
—¿Qué novedad? —preguntó Bill, a la defensiva.
—Relájate, socio —respondió riendo Arty—. Es algo que hará aún más jugosas nuestras películas.
—¿Qué es?
—El sonoro, Bill. ¡El sonoro!
—¿El sonoro?
—Sí. He contratado a un técnico de sonido y he llegado a un acuerdo con un estudio de sincronización —continuó excitado Arty—. ¡Las oiremos chillar! —Rió—. ¡Y oiremos los puñetazos del Punisher!
—El sonoro... —repitió Bill en voz baja.
—Y ahora ven aquí —dijo entonces Arty y lo condujo a la ventana del salón que daba a la calle. Descorrió la cortina—. Mira, Bill.
Aparcado al lado de la acera había un flamante LaSalle.
—¿Es él? —preguntó Bill.
—Es él —contestó Arty, alargándole las llaves del coche.
—Gracias —dijo Bill.
—No ha sido difícil.—Arty bajó luego la voz—. Sin embargo, hay un problema que no he podido resolver —añadió.
Bill lo miró.
—Todos los clientes te conocen como Cochrann Fennore. A ellos no podemos explicarles por qué has tenido que cambiar de nombre, ¿verdad? Creo que conviene que durante un tiempo no te dejes ver. Yo trataré con ellos, como antes —dijo Arty.
Bill le apuntó un dedo al pecho.
—No intentes embaucarme, Arty —le amenazó con voz siniestra—. Te estoy agradecido. Pero no intentes embaucarme.
—Te has metido en un buen lío —repuso Arty.
Su mirada era menos débil, notó Bill.
—Tendrás que confiar en mí —dijo el director.
—Vale, confiaré en ti.
—Y quizá debas cederme una parte de tu porcentaje.
—¿Eso qué coño tiene que ver?
—Bill, Bill... —Arty suspiró—. Tendré que hacerlo todo solo. Todo el trabajo recaerá sobre mis hombros...
—¿Cuánto?
—No quiero aprovecharme de ti...
—¿Cuánto?
—Setenta para mí, treinta para ti.
—Sesenta.
—Setenta, Bill.
—¡Sesenta y cinco, coño! —gritó Bill.
—No te acalores. Setenta. Menos es imposible. Créeme —le dijo Arty mientras le ponía una mano en el hombro—. Estás en una situación espantosa. Con la policía buscándote, con documentos falsos... y puede que todavía haya algo que no me has contado... Bill. Si te pillan, yo también estoy en peligro, ¿me entiendes?
—Dame algo de beber —dijo Bill y se tiró en el sofá.
Arty abrió el mueble bar, le sirvió whisky de contrabando y le acercó el vaso.
—¿Sin rencor, socio?
—Que te den, Arty.
—Ganaremos un montón de dinero con el sonoro. Dinero a raudales.
—Que te den, Arty.
—¿Cuándo quieres que empecemos?
—Estoy tan cabreado que puedo empezar ahora mismo.
Arty rió.
—¡Ese es mi hombre! —A continuación se sirvió un vaso y lo levantó.
—¡Por el regreso del Punisher!
Bill levantó su vaso.
—Que te den, Arty.
—Hoy no se puede. Tampoco mañana. Pero tengo una putilla entre manos que te hará perder la cabeza —bromeó Arty dejándose caer sobre el sofá, al lado de Bill—. Es del tipo que te gusta. Morena, pelo rizado, delgada, mirada ingenua. Dice que es menor de edad, pero yo no lo juraría. ¿Qué te parece el viernes?
—Cuando quieras, ya te lo he dicho.
La chica se puso a llorar tras la primera bofetada. Y comenzó a gritar tras el primer puñetazo. El técnico de sonido le indicó con un gesto a Arty que la oía con claridad y que la grabación saldría perfecta. Arty se frotó las manos, satisfecho. Con el sonoro iban a ganar aún más dinero. Y él se quedaría con el setenta por ciento.
La escena seguía de maravilla. La putilla parecía todavía más joven en el escenario. Arty había conseguido un uniforme de colegiala, con medias blancas hasta las rodillas. Bragas blancas de algodón. Nada de ligueros ni de ropa interior de mujer. Una chiquilla. Rió alegre mientras el Punisher le asestaba una patada en el vientre y a continuación le arrancaba la falda. La chiquilla gritaba como una loca y se tapaba las piernas desnudas con un pudor instintivo. Tal vez fuera virgen, pensó con un escalofrío Arty.
El Punisher la agarró del pelo y la tumbó sobre la cama individual. El plató era la perfecta reconstrucción de una habitación de instituto. Arty lo miró sonriendo mientras le quitaba bruscamente el jersey deportivo y luego le arrancaba la blusa. No tenía sostén, solo una camiseta de tirantes de algodón, ligera, que dejaba entrever el pecho recién brotado.
«Ahora, fóllatela», dijo Arty para sí.
El Punisher le dio un puñetazo en la boca. La chica gemía. Arty se volvió hacia el técnico de sonido, que le hizo un gesto tranquilizador. El sonido era perfecto. El Punisher le arrancó las bragas.
—Muy bien. Ahora, fóllatela —repitió Arty.
El Punisher cogió a la chica, la levantó de la cama y la tiró al suelo. Y siguió propinándole más patadas.
—Fóllatela, me cago en la leche —insistió Arty.
Bill, en medio del escenario, jadeaba. Se detuvo. Se llevó las manos a la máscara de cuero. Se apretó la cabeza.
—¿Qué coño hace? —preguntó Arty al operador que estaba a su lado.
Bill oía el zumbido de la cámara. Lo oía claramente. Pero no se excitaba. No le pasaba nada entre las piernas. Miró a la chica en el suelo, hecha un ovillo, que lloraba y gemía. Arty tenía razón, era justo de su tipo. Pero no pasaba nada. Y aquel maldito zumbido no hacía sino recordarle la pesadilla de la silla eléctrica.
—¡Arty! —gritó Bill y se quitó la máscara.
—¡Corten! —gritó Arty al equipo y entró en el escenario—. ¿Qué coño pasa? —preguntó a Bill, en voz baja, mientras fuera del plató los técnicos murmuraban y reían por lo bajo.
—No se me pone dura —dijo Bill.
Arty miró alrededor, tratando de encontrar una solución.
—Es virgen —le dijo a Bill señalando a la chica que estaba en el suelo—. No dejemos escapar esta oportunidad. Puede salir una película fantástica.
Bill lo agarró por el cuello de la chaqueta.
—No se me pone dura —le espetó a la cara, lleno de ira y frustración.
—Vale, vale, ahora cálmate... —dijo Arty y volvió a pensar en una solución—. Estamos gastando un montón de dinero... —murmuró, caminando por el plató, de un lado a otro.
La chica trató de incorporarse.
Arty se lo impidió.
—Quédate quieta —le ordenó. Luego se volvió hacia Bill—. Haz como si te la follaras. Desabróchate los pantalones y haz como si te la follaras. Te filmaré de espaldas. Pero tú hazla chillar.
Bill lo miró en silencio.
—Eso puede pasar, Bill. Pero ponte la máscara y acaba la escena. Descuida, nadie se dará cuenta —dijo Arty. Después se volvió hacia el equipo—. ¡Todo el mundo listo! —Desapareció detrás de los focos y, una vez que Bill se hubo puesto la máscara, gritó: —¡Acción!
Las cámaras se pusieron de nuevo a zumbar.
—Haz un primer plano de la chica —dijo Arty a un operador—. Lo necesito como empalme.
El Punisher se abrió la bragueta, montó sobre la chica, le abrió las piernas y fingió que la penetraba. Para hacerla gritar le agarró un pezón entre los dedos y apretó con fuerza.
La película tuvo una acogida tibia. Arty y Bill recaudaron la cifra habitual —más de treinta mil dólares—, pero los clientes no estaban satisfechos. Había algo falso, dijeron, aunque no sabían qué. Arty y Bill, en cambio, sí lo sabían.
—Eso puede pasar —lo tranquilizó Arty el día en que se preparaban para rodar la siguiente película, que venderían con descuento, para recuperar la confianza de sus clientes—. Pero no debe pasar más.
Y, sin embargo, pasó de nuevo.
—¿Quieres que finja? —preguntó Bill a Arty.
Arty meneó la cabeza, afligido.
—No, no podemos permitirnos otro fiasco —dijo mientras se marchaba.
Aquella noche Bill no durmió. La ira y la frustración dejaron paso a la inseguridad. Subió a su LaSalle y empezó a correr por la carretera de la costa. Pero tampoco el pie pisaba a fondo el acelerador. Corría. Pero no tanto como antes. Paró a mitad de camino entre Los Ángeles y San Diego. Bajó del coche y fue a la orilla del mar. El rumor de la resaca lo calmó durante un rato. Después se dio la vuelta y vio las luces de la sirena de un coche patrulla al lado de su LaSalle. Tuvo el instinto de huir. Pero el policía dirigió el faro móvil hacia la playa y lo alumbró. El rumor reconfortante de la resaca se trocó en el zumbido de la cámara; el faro móvil, en un foco de diez mil vatios. Y Bill sabía que detrás del foco había un policía. «Me han cogido», pensó. Y sintió que las correas de la silla eléctrica le apretaban las muñecas y los tobillos.