Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
—He leído sobre ti —dijo Ruth.
—Hago una emisión en la que se habla —dijo Christmas.
Ruth sintió que los ojos se le humedecían. Recordó el día en que le regaló la radio. El día en que Christmas le dijo al abuelo Saul que hablaría en la radio y luego la había mirado a través de la mesa, sin pudor, para decirle con los ojos que lo haría por ella.
—Son las que más me gustan —murmuró.
—He visto una foto tuya de Lon Chaney —dijo Christmas.
Ruth bajó la mirada.
—Nunca recibí tus cartas. Ni tú las mías. Fue cosa de mi madre. Lo supe hace poco.
Christmas la miró sin hablar. Y súbitamente todo le pareció lógico. La única explicación posible. Como si siempre lo hubiese sabido en su fuero interno.
—Es una foto estupenda —añadió.
Ruth levantó la vista y rió. Acto seguido se volvió de golpe hacia el espejo. Y vio que aún tenía una luz en los ojos y que Christmas reía con ella. Como en su banco de Central Park.
En cambio, Christmas no apartaba la mirada del rostro de Ruth. Notaba que su pecho, ya brotado, subía y bajaba en el traje lila. Y sabía que los pies de Ruth estaban cerca de los suyos, debajo de la mesa. Y veía la mano de Ruth apoyada al lado de la suya, tan cerca que tenía la impresión de tocarla. Le miró los labios. Rojos, perfectos. Y experimentó un irresistible deseo de besarla. Y se sintió como desorientado, porque sabía que ninguna de las mujeres a las que había besado tenía sus labios.
Ruth se puso seria, como si hubiese oído los pensamientos de Christmas, como si fuesen los suyos. Sintió una punzada en el abdomen, pero no dolorosa. Cálida. Emocionante. Sus ojos se posaron en los labios de Christmas. Y sin darse cuenta cerró levemente los suyos, como saboreando aquel beso que duraba desde hacía cuatro años.
—¿Qué os traigo? —dijo un camarero que se acercó a la mesa.
Christmas miraba a Ruth sin hablar, sin volverse hacia el camarero. Y Ruth no apartaba la mirada de Christmas.
—¿Qué os traigo? —preguntó de nuevo el camarero.
—Nada —dijo Christmas levantándose.
Ruth se puso de pie, casi en el mismo momento, y le tendió la mano.
Christmas la asió y la sacó de la cafetería, con ímpetu, sin dejar de mirarla ni un segundo, caminando hacia atrás, el uno frente al otro.
En cuanto estuvieron en la acera, Christmas pasó el pulgar por el labio inferior de Ruth, procurando ser delicado. Pero la mano le temblaba. Ruth cerró ligeramente los ojos y se inclinó hacia él. Christmas la atrajo hacia sí y la besó. Y solo cerró los ojos cuando las manos de Ruth se le aferraron a la espalda y lo estrecharon.
Ruth sintió que el calor de Christmas invadía su cuerpo. Se le ciñó con fuerza, sin saber dónde estaban las manos de él ni dónde caían las suyas. Estaba como ebria. Los labios le ardían, la cara le ardía, el cuerpo le ardía. Los pulmones se le henchían. Respiraba, respiraba como no había respirado nunca, sin miedo a que el aire entrara y saliera de su cuerpo. Y el corazón le latía frenéticamente pero no tenía miedo de que estallase. Y una mano subió a la cabeza de Christmas, introdujo los dedos entre su pelo, apretando y tirando del mechón rubio que jamás había acariciado, indiferente a las miradas de la gente, a lo que pasaba en su interior, empujando su pecho contra el fuerte tórax de él, tratando de convertirse en una unidad con el hombre al que había amado siempre. Y mientras los labios se mezclaban, enredándose, mordiéndose, acariciándose, seguía repitiendo:
—Christmas... Christmas...
Ruth retiró la boca jadeando y, con una mano sobre su cara y estrechándolo con la otra, le dijo:
—Llévame a tu casa.
Y antes de que Christmas pudiese responderle volvió a besarlo, con más fuerza, con más pasión, sintiendo que su cuerpo estallaba en mil sensaciones nuevas y hasta entonces reprimidas.
Sin dejar de besarse y de tocarse, sin perder un solo instante el contacto entre sus cuerpos, llegaron al coche. Christmas abrió la puerta acariciándole el pelo, pasándole una mano por el rostro, secándole los labios brillantes con las yemas de los dedos. Entraron en el coche, Christmas encendió el motor. Ruth se puso de rodillas en el asiento, le rodeó el cuello con sus brazos, lo besó en las mejillas, en los ojos, lo atrajo hacia sí.
—Corre —le dijo. Y rió mientras seguía besándolo.
Y Christmas tocaba el claxon y reía y en cuanto la calle se despejaba se daba la vuelta y la besaba en los labios.
—Corre... corre... —repitió Ruth.
El Oakland fue como una bala por Sunset Boulevard y cruzó la verja de la casa de invitados de Mayer.
Christmas y Ruth se bajaron del automóvil besándose y agarrados de la mano, como si tuvieran miedo de perderse. Atravesaron el jardín y Christmas llamó con impaciencia a la puerta.
—Buenas noches, señor —dijo la doncella al abrir.
Ruth, mientras subía la escalera de la casa abrazada a Christmas, se percató de que nunca había pensado, ni siquiera durante un instante, en la gente que la rodeaba. Que no se había planteado el problema de lo que podían pensar. De lo que hubiera podido decir su madre de ese comportamiento. Estaba sola con Christmas en medio de la gente.
Sin embargo, cuando estuvieron realmente solos, en el dormitorio, con la puerta cerrada, repentinamente Ruth vio otra vez el rostro de la doncella hispana que les había abierto la puerta. «Buenas noches, señor.» Se volvió hacia la puerta cerrada, que los aislaba definitivamente del mundo. Luego miró a Christmas.
—¿Cómo se llama? —le preguntó.
—¿Quién?
—La doncella.
—No lo sé...
—Creerá que vamos a hacer el amor —dijo en voz queda Ruth y bajó la mirada.
—Supongo que sí... —afirmó Christmas y estiró una mano, cogiendo la de Ruth entre la suya.
—Y creerá que lo hemos hecho aunque no lo hagamos.
—Supongo que sí.
Ruth miró a Christmas. Ahora tenía miedo.
—Ruth... —dijo Christmas.
Ruth tenía miedo de acordarse de Bill. Que fuese doloroso como con Bill. Humillante como con Bill. Que fuese sucio como con Bill. Tenía miedo de abrir los ojos y de ver a Bill.
Christmas la miró. Le sujetó la mano entre las suyas pero sin atraerla hacia sí. Y vio el terror en los ojos verdes de la chica que amaba desde siempre.
—Tengo miedo, Ruth... —le dijo entonces. Después le soltó la mano, bordeó la cama y se sentó dándole la espalda. Permaneció inmóvil, en silencio, unos segundos. Luego se echó, sobre la colcha anaranjada, y se acurrucó en posición fetal, sin dejar de darle la espalda—. Tengo miedo... —repitió.
Ruth se quedó quieta, atónita. Durante un instante se sintió asaltada por la rabia, como si reivindicase el pleno y absoluto monopolio del miedo. Como si se dijera que el miedo le pertenecía únicamente a ella. Pero algo cambió enseguida. Christmas tenía miedo, se dijo. Tenía miedo de ella. O de ellos.
Ruth se sentó muy despacio en la cama y alargó un brazo. Le acarició el hombro. Le pasó los dedos entre el pelo. Christmas no se movía. Estaba metido en un caparazón, pensó Ruth. Entonces se tumbó a su lado y lo abrazó, por atrás, ocultando el rostro en su nuca. La mano de Christmas se movió lentamente y cogió la de Ruth. La apretó contra su pecho. Luego la llevó a sus labios y la besó. Y Ruth no la retiró. Tampoco pensó que era la mano que había mutilado Bill. Porque sentía que era la mano de Christmas, no la suya. Porque siempre había sido de él. Porque no se avergonzaba de nada cuando estaba con Christmas. Porque no se sentía sucia. Se le arrimó aún más, dejándose impregnar por su olor. Y pensó que sus cuerpos se acoplaban a la perfección. Como si hubieran nacido en aquella posición. Como si todo fuese natural. Entonces soltó su mano de la de Christmas y le desabrochó el primer botón de la camisa. Luego desabrochó el segundo y el tercero. E introdujo la mano debajo de la camisa, para acariciar la piel tersa de Christmas, para acariciar la cicatriz del pecho, aquella P que equivalía a la mutilación de su dedo. Y sus dos heridas entraron en contacto.
Christmas se deshizo del abrazo y se sentó, mirándola. Ruth se echó de espaldas sobre la cama, con los brazos un poco abiertos, tímidamente seductora. Christmas desabrochó el primer botón del traje de Ruth. Luego se detuvo a mirarla de nuevo. Ruth no apartó la mirada de Christmas y empezó a desabrocharle los otros botones. Entonces Christmas se puso de pie y se quitó la camisa, quedando con el tórax desnudo. Ruth se despojó del traje. Y lo observaba, sin apartar la vista de él un solo instante. Y Christmas la observaba mientras se quitaba los pantalones. Y así, sin dejar de mirarse —él de pie, ella tumbada en la cama—, acabaron desnudos.
Christmas se echó de nuevo a su lado, de costado, sin tocarla.
Ruth se dio la vuelta y también se puso de costado, para seguir perdiéndose en los ojos de él. Después estiró una mano y le tocó el mechón rubio que caía sobre su frente.
Christmas entornó los ojos, le cogió una mecha de pelo negro entre dos dedos y se la pasó despacio detrás de la oreja. Luego le acarició el lóbulo, con delicadeza, siguiendo todo el perímetro.
Los dedos de Ruth trazaron el arco de las cejas, después se posaron sobre la línea recta de la nariz y descendieron hasta los labios.
Los dedos de Christmas marcaron la línea de la mandíbula, llegaron a la barbilla, subieron a los labios, los acariciaron, penetraron en ellos.
Los dedos de Ruth parecían seguir a los de Christmas. Y cuando sintió que sus dedos entraban entre los labios, ella también hurgó en los de él, con los ojos cerrados.
Los dedos de Christmas bajaron del rostro de Ruth. Rozaron el cuello, acariciaron las clavículas hasta los hombros y volvieron hacia el centro, por el esternón, colándose entre los pechos, sin tocarlos.
Y la mano de Ruth repitió los movimientos de Christmas sobre el cuerpo de él. Luego la llevó al pecho y la giró alrededor de los pezones, pellizcó suavemente uno, abrió la mano abarcando un pectoral, que apretó, como trazando las caricias que enseguida Christmas reproducía. Como si ella misma se acariciara con las manos de él. Como si fueran una sola persona.
Entonces Ruth dejó el tórax de Christmas y bajó por su abdomen, invitando sin palabras a su mano a que hiciera lo mismo, y guiándola —por medio de las caricias que le hacía a su cuerpo— hacia donde sentía que aumentaba una languidez cálida, intensa. Donde jamás se había imaginado que pudiera anidar un deseo tan ardiente, un placer tan irresistible. Y mientras sentía que la mano de Christmas alcanzaba aquel escondite tan temido, acallado durante años, ahora que descubría que era mujer, oyó cómo todo su miedo se disolvía en un líquido denso y pegajoso, turbio y cautivador, que la envolvía y que estimulaba cada una de sus sensaciones.
Los Ángeles, 1928
Ya era de noche cuando Christmas se levantó de la cama.
—Voy a la cocina a buscar algo de comer —dijo a Ruth sonriendo—. Llegó a la puerta y se detuvo. Regresó, saltó a la cama y abrazó a Ruth con ardor. Luego la besó en los labios.
Ruth se abandonó al beso.
—Volveré ahora mismo —le dijo Christmas.
—No voy a huir —aseguró Ruth, que experimentó una extraña sensación tras pronunciar esas palabras.
Christmas rió, volvió a levantarse de la cama y desapareció en el pasillo.
—No voy a huir... —repitió Ruth. Seria. Como si aquellas palabras la concernieran íntimamente. Mucho más íntimamente de lo que hubiera podido suponer. Y entonces el fragor de las emociones que la habían llevado a aquella cama, que la habían hecho olvidar el miedo y vuelto sorda a sus pensamientos, de repente se apagó. Y en aquel silencio nuevo e impenetrable Ruth oyó que sus pensamientos y su conciencia se despertaban y resurgían—. No voy a huir... —volvió a decir, pero ahora en voz más baja, como si ella misma tratara de no oír aquella frase que le había abierto una brecha en su interior. Sintió que un desagradable escalofrío le recorría la espalda. Y luego una sensación de desazón. Y además se le hizo un nudo en la garganta y tuvo la impresión de que el corazón, más que acelerar los latidos, vibraba, como compelido por un ligero picor, por la reminiscencia de una preocupación, por el principio de una inquietud. Se sentó. Dobló las rodillas sobre el pecho, las rodeó con los brazos y escondió su cara entre ellas. Respiró hondo. Con los ojos cerrados.
Y por primera vez desde que había encontrado a Christmas en Venice Boulevard pensó en Daniel. No lo había llamado. Había desaparecido. Ni un solo instante había pensado en él. Su tibio sentimiento por Daniel lo había borrado su furiosa pasión por Christmas. Estaba desbordada. Recordó el beso en la playa. Aquel casto, inocuo encuentro de labios, salados de mar. Recordó las manos tímidas de Daniel apoyadas en sus hombros. Recordó su reacción de miedo. Y en un segundo se vio con Christmas, bajo las sábanas, sin la menor vergüenza, sin el menor pudor, hambrienta de amor. Loca de amor. Desnuda. Con la piel aún ardiente de los besos de Christmas.
Y por primera vez desde que lo había encontrado se sintió embargada por una incontrolable, peligrosísima felicidad. Que la aterrorizaba. Que la asfixiaba. Que la dejaba sin aliento. Que la aplastaba. Que la colmaba. Que la desgarraba. Que la hacía añicos. Como un río en crecida, como una tormenta de suspiros.
Los ojos se le llenaron de lágrimas calibrando aquella felicidad que la excedía, que excedía a su corazón y a su alma. Y no bien las lágrimas empezaron a derramarse por sus mejillas, borrando los besos de Christmas y la huella de sus manos deseosas, notó un dolor que escocía como una herida por la que se pasa una lija.
Porque era una felicidad que la enloquecería.
Al instante el dolor gritó en su interior, tan ensordecedor como silencioso, en lo más hondo, donde aún conservaba el calor de Christmas. Y enseguida el dolor fue arrasado por un embate de desesperación. Le costaba tanto respirar que a punto estuvo de sofocarse.
Se levantó de golpe, incapaz de pensar, incapaz de dominarse, y se vistió deprisa, las lágrimas aún surcándole la cara. Recogió el macuto con sus cámaras fotográficas y abandonó sin hacer ruido, cual ladrona, aquel dormitorio donde había encontrado la felicidad. Y la locura.
Ganó de puntillas la salida, conteniendo la respiración pese a que habría querido gritar. Oyó la voz de Christmas en la cocina, luego cruzó el jardín, abrió la verja y echó a correr desesperadamente por Sunset Boulevard. Huyendo, tropezando, cayendo, levantándose, escondiéndose cada vez que oía llegar un coche por atrás, arañándose con la maleza, incrustándose las uñas de tierra, raspándose las rodillas. Y mientras escapaba de aquella felicidad que no podía soportar seguía llorando, ya con sollozos.