Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
—¡Voy a hacerte de Tarzán! —le gritó el niño al tiempo que trepaba a un árbol bajo donde trató de asirse a una rama, para balancearse como si se tratase de una liana. Pero se sujetó mal y cayó al suelo, raspándose una rodilla. En su rostro gracioso apareció enseguida una expresión turbada, aturdida. Miró alrededor y luego se puso a llorar.
Ruth se levantó del banco y corrió hacia él. Se estaba agachando para auparlo cuando dos manos fuertes y bronceadas agarraron al niño.
—No es nada, Ronnie —dijo el joven que lo había cogido en brazos.
Ruth lo miró. Era alto, ancho de espaldas y un largo mechón rubio le caía alborotado sobre la frente. Tenía la tez tostada y ojos azules y claros que brillaban en su cara de rasgos proporcionados, de nariz fina. Labios rojos, carnosos, que descubrían dientes blancos y largos, rectos. Ruth se dijo que debía de tener pocos años más que ella. Veintidós, quizá.
—Yo he tenido la culpa —declaró Ruth, bajando la mirada hacia su Leica—. Le estaba haciendo fotos y...
—... y Ronnie no pierde la manía de trepar a los árboles, ¿verdad? —dijo el joven al niño, con un tono de afectuoso reproche.
El niño dejó de llorar.
—Quería hacer de Tarzán, el rey de los monos —dijo enfurruñado, con el rostro anegado de lágrimas.
—Y resulta que en vez de eso has hecho un cráter en el parque con el trasero —le dijo el joven, señalando en el suelo el imaginario agujero—. Fíjate la que has armado. Como nos descubran los polizontes, nos arrestarán y nos freirán en la silla eléctrica.
El niño rió.
—¡Eso no es verdad!
—Pregúntaselo a la señorita —repuso el joven, mirando a Ruth—. Dígaselo usted.
Ruth sonrió.
—Bueno, tengo amistades en la policía, a lo mejor podemos conseguir que lo dejen en cadena perpetua.
El joven rió.
—Me duele la rodilla —se quejó el niño.
El joven le miró la herida. Luego movió con gesto apesadumbrado la cabeza.
—Maldición, vamos a tener que amputar.
—¡No!
—Es una herida muy fea, Ronnie. No puede hacerse otra cosa. —El joven miró a Ruth—. Usted es enfermera, ¿verdad?
Ruth abrió la boca, pasmada.
—Yo...
—Tiene que ayudarlo. Es una operación terrible, dolorosísima.
—De acuerdo —dijo entonces Ruth.
—Bien, acompáñeme al quirófano —añadió el joven dirigiéndose hacia una fuente de agua.
Ruth levantó la Leica y tomó una foto. Luego los alcanzó en la fuente mientras el joven dejaba en el suelo a Ronnie y cogía un palito. Extrajo un pañuelo de sus pantalones y otro del bolsillo de Ronnie.
—Vale, ha llegado el momento de ser valiente, amigo —dijo el joven a Ronnie, con voz impostada y tono de vaquero, y le puso en la boca el palito—. No tenemos anestesia. Muérdelo con fuerza. Y usted, enfermera, contenga la hemorragia mientras opero —dijo a Ruth, al tiempo que le pasaba uno de los dos pañuelos. Luego empapó el otro en el agua.
Ruth anudó el pañuelo alrededor del muslo del niño.
—¿Estás listo, amigo? —preguntó el joven a Ronnie.
El niño, con el trozo de madera entre los dientes, asintió.
El joven pasó el agua por la herida, limpiándola de la tierra. Ronnie chilló con los dientes apretados, echó la cabeza hacia atrás de forma teatral y cerró los ojos.
—Pobrecito —dijo el joven a Ruth—. No lo ha soportado. Se ha desmayado. Mejor —y le guiñó un ojo—. La herida es muy fea. Morirá de todos modos. Solo nos sería un estorbo. Retrasaría nuestra marcha. Dejémoslo aquí para pasto de los coyotes.
Ronnie abrió enseguida los ojos.
—No me dejes aquí, cabrón —espetó.
Ruth rió. El joven vendó la rodilla de Ronnie y lo cogió en brazos.
—Vale, vamos a casa, tipo duro. —Luego se volvió hacia Ruth—. No sé si se ha dado cuenta de que no soy su padre —le dijo.
Ruth rió de nuevo.
—Me llamo Daniel —se presentó el joven, tendiéndole la mano—. Daniel Slater.
—Ruth —dijo ella al tiempo que se la estrechaba.
Daniel se la retuvo, cohibido. La observaba y ya no sabía qué decirle. Y en sus ojos claros se leía la desilusión por tener que despedirse de ella.
—Tienes que pagar a la enfermera —dijo entonces Ronnie.
En los ojos de Daniel apareció un destello.
—Tiene razón. Ha hecho un buen trabajo... enfermera Ruth. —A continuacion se volvió hacia una calle de casitas adosadas de dos pisos, todas iguales, con un trocito de jardín en la parte delantera y un acceso lateral para el garaje—. Vivimos allí. A esta hora mamá ya habrá sacado del horno la tarta de manzana —dijo tímidamente—. ¿No le apetece un trozo?
—¡Sí! —gritó Ronnie.
Ruth miró la calle con las casitas.
—Mi madre hace una tarta deliciosa —dijo Daniel.
Había perdido su actitud desenvuelta. Quizá también estuviera ruborizado bajo el bronceado, pensó Ruth. Y sus ojos azules seguían buscando los de ella y luego, nerviosos, miraban el suelo. Se dijo que era como si al mismo tiempo tuviera más y menos años de los que aparentaba. Y cada vez que bajaba la cabeza el mechón rubio y suave le tapaba la frente y se teñía con los reflejos del sol. Ruth pensó en Christmas, en su pelo color de trigo. En toda la vida que había dejado atrás. Miró de nuevo las casitas adosadas, todas iguales, tan tranquilizadoras, y le pareció oler el aroma del azúcar tostado sobre las manzanas. Y le pareció que se sentía menos sola.
—¿Te apetece venir?
—Sí... —susurró Ruth, como para sí misma. Luego miró a Daniel—. Sí —repitió en voz alta.
Manhattan, 1928
Christmas llevaba más de una hora asomado a la ventana de su nuevo apartamento situado en el undécimo piso de un edificio de Central Park Oeste, esquina con la Setenta y uno. Y desde aquella altura miraba el parque y podía ver el banco de Central Park donde antaño Ruth y él se encontraban y reían y hablaban. Cuando aún eran dos chicos. Cuando Christmas todavía no sabía qué le depararía la vida y lo único que quería era poder unir la suya con la de Ruth.
Por ese motivo había comprado el apartamento. Para ver su banco. Porque había dejado de mirar. Se había lanzado a la aventura de la radio sin pensar en nada, como un carnero, embistiendo con la cabeza baja. Y ahora necesitaba parar y mirar. Necesitaba hacerse preguntas y encontrar respuestas.
—Cyril y yo organizaremos el cambio de sede y nos ocuparemos de los asuntos técnicos. Tardaremos al menos un mes en reanudar las emisiones —le dijo Karl el día anterior, una vez que el contrato de compra de su radio por parte de la WNYC quedó cumplimentado—. Te sobra tiempo para ir a Hollywood y hablar con ese tipo del cine.
—Ve —le dijo Cyril mirándolo fijamente a los ojos.
Christmas sabía que Cyril no se refería a Hollywood sino a Ruth.
—Ve y encuéntrala, muchacho —añadió Cyril.
Christmas miró una vez más el banco del parque y se sintió irremediablemente solo. Paseó la mirada más allá, abarcando en su horizonte el lago, el Metropolitan Museum, la Quinta Avenida y, detrás, los tejados de Park Avenue, donde había vivido Ruth. Cerró la ventana y dio vueltas por el apartamento vacío. Todo lo que había era una cama sin hacer. Una cama de matrimonio en la que se había sentido extraviado esa primera noche, tras haber dormido toda una vida en el catre de la cocina de Monroe Street.
De improviso se había vuelto rico. Y cada vez lo sería más. Además de los cincuenta mil dólares que le correspondían por su tercera parte de la cesión del cuarenta y nueve por ciento de la CKC, iba a cobrar un sueldo de diez mil dólares al año como locutor de
Diamond Dogs
y otros diez mil como autor del programa. Y repartiría con Karl y Cyril los beneficios de su cincuenta y uno por ciento. Sí, era rico. Como jamás podría haberse imaginado. Y tenía por delante toda la vida.
Christmas extrajo del bolsillo de los pantalones un sobre. Y en el sobre había un billete de primera clase para Los Ángeles.
«Ve a buscarla», le había dicho Cyril.
Fue entonces cuando Christmas comprendió que tenía que parar y mirar. Porque su carrera hasta ahí lo había cegado. Tal y como en otra época se había perdido por las calles del Lower East Side.
Christmas cerró la puerta de su nuevo apartamento, salió a la calle y, mientras se dirigía hacia Monroe Street a pie, pensó en Joey, en los años que habían pasado en los bares clandestinos y en el hecho de que no hubiera sabido decir nada en su funeral. Y pensó en María, de quien no había vuelto a tener noticias. Y pensó que cada uno de ellos había entrado y salido de su vida en silencio. Porque su carrera hasta ahí lo había ensordecido. Porque su vida entera la había llenado solamente con su propia voz, amplificada por las radios de todo Nueva York, y no había tenido oídos para nadie más.
Porque era el famoso Christmas de los Diamond Dogs. Y eso era lo único importante. Porque había vuelto a ser exactamente el mismo chico que se estaba perdiendo en las calles del gueto, que se estaba convirtiendo en un delincuente. Porque, como dijera Pep, había perdido la mirada. La pureza. Y se había convertido en un matón de tres al cuarto. Porque daba lo mismo que estuviera por las calles del Lower East Side o ante los micrófonos de una radio. Porque estaba concentrado únicamente en sí mismo. Porque se había dejado contagiar por una enfermedad más grave que otras mil: la indiferencia. Y también su dolor por Ruth, la sensación de carencia, se habían convertido en parte de aquella interpretación. Se habían vaciado de significado, de emociones profundas. No eran más que otros aspectos de su personalidad exterior.
«Ve a buscarla.» ¿Por qué Cyril había tenido que decirle eso?
Cruzó Columbus Circle y cogió la Broadway.
Sabía por qué. Lo sabía perfectamente. Miedo.
La semana anterior, cuando los directivos de la WNYC le pusieron en la mano el cheque de cincuenta mil dólares, durante un instante el mundo dejó de girar. Fue como recibir un golpe tremendo en la cabeza que lo dejó sin memoria. No recordaba cómo había llegado a Central Park. No recordaba cómo ni cuándo se había sentado en su banco. Aquel banco en el que había grabado sus nombres, Ruth y Christmas, con la punta de una navaja automática que le había regalado Joey. Al recobrarse, sencillamente se dio cuenta de que estaba sentado ahí y de que con la yema de un dedo repasaba aquella inscripción que había hecho cinco años atrás.
En ese momento sintió que el miedo aumentaba en su interior. Se levantó de un salto y se alejó del banco. Entró en el primer portal que encontró, como si buscara un refugio. Fue entonces cuando el portero le preguntó: «¿Ha venido por el apartamento de la planta once?». Así lo encontró. Por casualidad. Porque estaba huyendo. Subió a ver el apartamento y se dijo que mirar desde arriba su mundo contenido en un banco era soportable.
Y entonces comprendió.
Christmas dobló en la calle Doce y cogió la Cuarta. Un poco más adelante veía la Bowery. En la esquina con la Tercera se quedó mirando el bar clandestino en el que trabajaba su madre como camarera.
«Ve a buscarla.» Claro, ahora sabía por qué se lo había tenido que decir Cyril. Por un miedo que nunca se había querido confesar y que ahora, de repente, no podía seguir enterrando dentro de sí. Porque ahora era rico. Porque lo había conseguido. Porque ya no actuaba en la clandestinidad y eso significaba que había llegado la hora de que se mostrara a cara descubierta. Porque nunca había tenido miedo de no encontrar a Ruth, antes al contrario, de encontrarla.
Habían pasado cuatro años desde la marcha de los Isaacson de Nueva York a Los Ángeles. Cuatro años desde aquella noche en la Grand Central Station, cuando Christmas no se atrevió a poner la mano en el cristal del vagón que se llevaba a Ruth. Cuatro años con Ruth desaparecida, sin responderle nunca a sus cartas. Porque Ruth —y solo allí, mientras caminaba entre la gente que atestaba la Bowery, se lo confesó— lo había abandonado. Y probablemente olvidado. Porque Ruth —pensó al tiempo que un chiquillo con la cara flaca y sucia voceaba: «¡
Diamond Dogs
sale de la ilegalidad! ¡La CKC comprada por la WNYC!», agitando en el aire los ejemplares del
New York Times
que trataba de vender— lo había rechazado.
«Rechazado», se dijo al pasar el cruce de Houston Street y continuar por la Bowery.
Y si Ruth lo había rechazado, olvidado, borrado, ¿por qué iba a alegrarse de que él la encontrara? Aunque se hubiera hecho rico y famoso. Aunque ahora fuera digno de ella y de su dinero. Aunque ahora pudiera ofrecerle un futuro. Y le daba vueltas a su lectura juvenil de
Martin Eden, a
su trágico ascenso y caída. A su amor por Ruth Morse, a aquella extraordinaria coincidencia de nombre que había emocionado a Christmas, como una señal del destino, cuando encontró a su Ruth en un callejón mugriento del Lower East Side. En aquella extraordinaria coincidencia de extracción social y de éxito. Un éxito que no conducía a nada. Martin había dejado de formar parte del pueblo y nunca formaría parte del mundo dorado al que aspiraba. Martin estaba irremediablemente solo. Se había perdido por el camino, por seguir sus orgullosos sueños de afirmación.
Sí, ahora tenía miedo de ser Martin Eden. Y tenía miedo de que Ruth ya no fuese Ruth.
Pero tenía además otro miedo, más encubierto, más soterrado. Un miedo del que no tenía escapatoria. Todas las chicas con las que se había acostado en esos años habían sido, al menos durante un instante, Ruth. Y durante un instante Christmas había podido tenerla. Se había conformado, se confesó. Por miedo a perder la ilusión. Por miedo a que la vida, la realidad, lo dejase definitivamente sin Ruth. Y que también se la llevara de sus sueños.
Porque ahora, pensó al entrar en el viejo y desconchado portal del 320 de Monroe Street, ya no podía seguir soñando. Sencillamente, a partir de ese instante tenía que dejar de soñar. Y en las escaleras que conducían al primer piso, con la sensación de que cada escalón que subía era más alto y pesado, se dijo que con el dinero no se volvería mejor, como siempre había creído. Y deteniéndose delante de la puerta en la que, muchos años atrás, Sal había colocado la placa con la inscripción «Señora Cetta Luminita», comprendió que el éxito no le garantizaría la felicidad. Porque había algo en su interior que tenía que cambiar.
Pero no sabía si iba a tener fuerzas para eso.
Había pasado una semana desde la firma del contrato que había cambiado radicalmente su vida. Una semana en la que había huido de sí mismo y de Ruth, en la que había comprado un apartamento en la undécima planta de un edificio para ricos, una semana en la que había recordado que se había olvidado de Joey y de María, una semana en la que en ningún momento había pensado en ir a buscar a Ruth a Los Ángeles.