Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
Presa del pánico, Bill entró en casa por una ventana abierta, se vistió deprisa y fue a la verja baja de la parte de atrás. La abrió, miró alrededor y enseguida empezó a correr. A correr. A correr. Hasta que cayó al suelo sin aliento. Entonces se escondió detrás de un seto y trató de respirar. Pero todo a su alrededor se teñía de rojo. La sangre salía de la tierra, de las ramas secas. El mismo cielo se estaba tiñendo de rojo. Se puso de pie y de nuevo echó a correr, a correr, a correr. Huía más de sí mismo que de la policía. Y, mientras corría —sin saber hacia dónde se dirigía ni dónde se encontraba—, comenzó a oír un zumbido en la cabeza, cada vez más fuerte. Se tapó los oídos, gritó para atajar el zumbido. Tropezó, se cayó y comenzó a rodar cuesta abajo. El follaje le hería la cara y las manos. Paró en medio de la cuesta, contra el tronco de un árbol. El impacto lo hizo doblarse en dos, intentó levantarse. Las piernas cedieron, resbaló. Y volvió a rodar. Logró agarrarse a una raíz. Jadeaba. Sin embargo, el zumbido seguía martilleando sus oídos. Vio una fugaz explosión de colores, centelleante, y después todo se volvió negro.
Y en la negrura se reanudó el zumbido, familiar. La cámara rodaba. Y él estaba allí, en el centro del plató. Sentado en un sillón rígido, incómodo. Trató de moverse. Tenía las manos y los pies atados con correas de cuero. Oía voces detrás de él. Quiso volverse pero la cabeza y la barbilla también las tenía inmovilizadas. Y de un casquete frío, que tenía puesto sobre el cráneo, goteaba un líquido aún más frío. Agua. Agua pura. El mejor conductor de la electricidad. Estaba en la silla eléctrica. Apareció Ruth. Vestida de carcelera. Se le acercaba y le acariciaba la cara. Su mano tenía un dedo amputado. Y de la herida chorreaba sangre. Ruth lo miraba con expresión arrobada. «Te amo», le susurró. Pero en ese momento un director —quizá Erich von Stroheim— se llevaba el megáfono a la boca y gritaba: «¡Acción!». Entonces Ruth mudaba de expresión. Lo miraba con ojos fríos, de hielo, y con la mano sangrante bajaba la palanca de la electricidad. Bill sintió que la descarga le recorría todo el cuerpo, mientras Ruth reía y Von Stroheim no paraba de gritar «¡Acción!» y los focos de diez mil vatios iluminaban el plató, cegándolo, y las cámaras zumbaban socarronas, rodando su muerte.
Bill gritó y abrió los ojos.
Era de noche. Continuaba agarrado a la raíz. Estaba todo a oscuras. No había una sola luz. No sabía dónde estaba.
Y tenía miedo. Como cuando era pequeño y su padre llegaba con el cinturón enrollado en la mano. Un miedo que le cortaba la respiración, que le helaba las manos, que le paralizaba las piernas. Como siempre cuando era de noche.
Y entonces, muy despacio, los ojos se le empezaron a inundar de lágrimas, que al derramarse se mezclaban con la tierra que le ensuciaba la cara y transformaban aquella en barro.
Durante toda la noche Bill permaneció aferrado a la raíz, con los pies apoyados contra una piedra, temblando, él solo con el peso de su naturaleza. Solo con el horror al que se había abandonado, desde hacía ya seis años. Y en aquella oscuridad se perdió. Comenzó su extravío. Las imágenes del pasado, el tiempo que corría, todo se mezcló y se confundió, su infancia de dolor y su juventud depravada, Nueva York y Los Ángeles, sus víctimas y sus esperanzas, su pobreza y su riqueza, la furgoneta de cuarenta dólares en la que había violado a Ruth y su velocísimo LaSalle, su rostro y la máscara del Punisher, el miedo a su padre y el que le tenía a la silla eléctrica, los sueños y las pesadillas, dando vida a una única ciénaga de arenas movedizas, oscuras y atroces, que lo absorbían hacia una oscuridad aún más oscura que la noche que no se decidía a pasar. Y que al amanecer no trajeron la luz, sino que lo dejaron atrapado en aquella negrura cenagosa que era cuanto le quedaba. Su herencia.
Bill había abierto las puertas a su locura.
Manhattan, 1928
—Este micrófono es una mierda —tronó Christmas, sentado en su puesto clandestino de la CKC y miró nervioso el reloj.
—¿Qué le pasa? —preguntó Cyril.
Christmas no respondió. Miró de nuevo el reloj. Las siete y veinte. Faltaban solo diez minutos para el directo. Y el invitado seguía sin aparecer. Dios sabe qué cara pondrían Karl y Cyril al verlo. Sin embargo, el placer de saborear la escena se lo estropeaba aquella mezcla de rencor e incredulidad que anidaba en su interior desde que se había enterado de lo de Karl. Karl el traidor. Karl el cabrón. Pero también había llegado su hora. Había alimentado su rabia durante toda una semana, sin soltar una sola palabra. Había llegado el momento de rendir cuentas. Con un arrebato de histeria, desmontó el micrófono y hurgó en un cajón.
Karl lo miró con expresión ceñuda.
—¿Qué estás buscando? —le preguntó calmosamente.
Christmas tampoco respondió esta vez. Imprecó en voz baja y lanzó al aire cables y enchufes. Luego volvió a consultar el reloj.
—¿Qué le pasa a este micrófono? —preguntó de nuevo Cyril, al tiempo que lo revisaba.
Christmas se dio la vuelta y se lo arrancó bruscamente de la mano.
—Es una porquería, no vale nada —gruñó colérico.
—Tiene razón, Cyril. Una estrella como él solo puede usar lo mejor —dijo Karl en tono sarcástico.
Christmas lo miró con ojos turbios.
Karl le sostuvo la mirada, luego se volvió hacia la ventana y apartó el trapo negro para mirar la calle.
—Cierra —ordenó Christmas—. Sabes que la luz me molesta.
—Hay tantas cosas que te molestan últimamente —le contestó Karl, a la vez que ponía el trapo como estaba antes.
—Pues sí, tienes razón —respondió Christmas con rudeza—. Y tú estás en el primer puesto de la lista.
—Pero ¿se puede saber qué os pasa? —intervino Cyril levantándose y poniéndose como sin querer entre los dos—. Faltan menos de diez minutos. Procuremos calmarnos —dijo en tono conciliador—. ¿La fama es la que os hace pelearos como dos mujercillas histéricas? —y rió, sacudiendo la cabeza.
—A quien sale de la nada los humos se le suben con mucha facilidad —espetó Karl mirando a Christmas.
—Y quien hace la pelota a los jefes vende a la gente como si fuesen los clavos de su ferretería de mierda. A tanto el kilo —le espetó a su vez Christmas, mirándolo con gesto desafiante.
Cyril los observó pasmado.
—¿Me queréis decir lo que está pasando? —preguntó con severidad. Miró el reloj—. Pero explicádmelo deprisa porque dentro de ocho minutos estaré en el aire.
Christmas rió gélido.
—Anda, Karl. Explícales a cuantos te oyen que nos quieres vender por dos perras.
—Eres patético —repuso Karl moviendo la cabeza—. Al menos ten agallas para contarlo.
—¿Para contar qué? —inquirió Cyril receloso.
—El chico se ha vendido a los peces gordos. Nos deja a ti, a mí y todo el tinglado. Ha decidido picar alto y que nos zurzan a los que creímos en él —dijo con desprecio.
—Menuda patraña. —Christmas lo señaló con un dedo y se volvió hacia Cyril. Su voz vibraba de ira—. ¿Sabes qué está tramando? ¡Ha ido a ver a los jerifaltes de la N. Y. Broadcast para vender nuestro tinglado por nada, a cambio de un lugar al sol para su escritorio!
—¿Qué coño dices? —prorrumpió Karl y lo asió del cuello.
—¡Qué coño dices tú! —gritó Christmas soltándose con un gesto brusco.
—Dejadlo ya.—La voz de Cyril, semejante a un gruñido, impuso en la habitación un silencio tenso, solo roto por las respiraciones jadeantes de los dos—. Y ahora explicadme de qué estáis hablando.
—Ha estado en la N. Y. Broadcast —farfulló Karl.
Cyril miró a Christmas.
—¿Es eso cierto? —preguntó con voz serena.
Christmas guardó silencio.
Karl esbozó una sonrisa amarga.
—¿Cuánto te han ofrecido?
—Más de lo que tú has pedido por venderme —respondió Christmas con dureza.
—No digas chorradas.—Karl agarró a Cyril por los hombros y lo volvió hacia Christmas—. Mira a tu muchacho. Míralo. Se ha convertido en un tiburón. Pero ¿qué podíamos esperarnos de alguien que solo se trata con delincuentes? Míralo. Se va. Anda, díselo, dile que te vas, Christmas.
—¿Es eso cierto? —preguntó de nuevo Cyril.
Christmas lo miró. En silencio. Acto seguido le preguntó:
—¿Le crees?
Cyril le clavó los ojos.
—Yo creo en lo que veo —contestó.
—¿Y qué ves? —preguntó Christmas.
—Veo que faltan menos de cinco minutos para la emisión. Veo que tú sigues mirando el reloj como un condenado a muerte —dijo Cyril—. Y, sobre todo, veo a dos gallitos peleándose en el gallinero, llenándose la boca de palabras. Pero no veo un solo hecho.
Christmas se volvió hacia Karl. Se levantó y se le acercó. Tanto que sus caras casi se tocaban.
—Tú también has estado en la N. Y. Broadcast.
—No.
—Antes que yo, antes de que me llamaran...
—No.
—Querías venderles el programa. Y le dijiste al mierda de Howe que me convencerías para que trabajara para ellos por unos cuantos dólares.
Karl lo miró en silencio. Sin bajar los ojos, sin retroceder un solo paso. Sin asomo de flaqueza o de duda.
—Te han comido el tarro —dijo luego con voz firme—. No he hecho nada de todo eso.
Christmas calibró la mirada de Karl, asombrado por su seguridad. Y, al mismo tiempo, turbado por sus emociones enfrentadas. Por un lado, persistía su indignación por la traición; por otro, tenía la sensación de que Karl decía la verdad. Por un lado, estaba el rencor que había albergado injustamente durante días; por otro, una rabia nueva mezclada con la vergüenza que le daba que Karl lo hubiera descubierto. Y mientras se debatía entre estos sentimientos contrarios, sin poder hablar —sosteniendo la mirada de Karl, en la que veía reproducidos su reproche y su desprecio, su acusación y su condena—, oyó un gran estrépito en la puerta.
—¿Quién es? —preguntó con una mezcla de recelo y miedo la hermana Bessie.
—Christmas me espera, déjeme pasar, es tarde.
Y enseguida se sobreponía otra voz, monocorde, como la de quien habla con una mano delante de la boca.
—¿Qué pasa? —preguntó Cyril, que se disponía a asomarse a la puerta.
En ese instante un muchacho y un hombre encapuchado, con un elegante abrigo oscuro de cachemira, entraron en la habitación seguidos por la hermana Bessie.
—Quítame esto. Me estoy asfixiando —dijo el encapuchado.
Cyril miraba con los ojos fuera de las órbitas.
La hermana Bessie preguntó:
—¿Los conoces, Christmas?
—Quítale la capucha, Santo —dijo Christmas sin dejar de mirar a Karl.
Y Karl no apartaba los ojos de Christmas.
Santo le quitó la capucha al hombre.
—Pero ¡si usted es Fred Astaire! —exclamó la hermana Bessie.
—Ha sido divertido pero ya no aguantaba más —dijo Fred Astaire, pasándose una mano por el pelo. Luego vio a Christmas y a Karl, quienes se observaban en silencio con sus caras no separadas entre sí más de un palmo.
—¿Qué es esto? ¿Un duelo? —preguntó riendo.
Ni Christmas ni Karl le respondieron. Tampoco volvieron la cabeza. Seguían encarándose en silencio.
—¿Y bien? —dijo Karl, con tono severo—.¿Te has vendido?
—Le he dicho que no. Ayer —respondió Christmas con voz firme.
Cyril soltó un largo y sonoro suspiro, como si hasta entonces hubiese retenido el aire, sin respirar.
—Disculpad si molesto —intervino resolutivo—, pero os recuerdo que tenemos una emisión que mandar al aire, que faltan treinta segundos y Fred Astaire ha llegado a la casa de la hermana Bessie encapuchado.—Meneando la cabeza, se aproximó al equipo de transmisión y comenzó a maniobrar con él—. Yo ya no entiendo nada... —masculló.
Christmas se volvió hacia Fred Astaire. Recuperó el dominio de sí y le sonrió.
—Gracias, míster Astaire —dijo y con un gesto teatral le hizo una señal a Cyril—. Míster Astaire es el primer invitado de
Diamond Dogs
. —A Santo le dio una palmada en el hombro y le guiñó un ojo—. Y él es Santo, el otro miembro de los Diamond Dogs, además del nuevo director de la sección de ropa de Macy’s. Y gana tanto que tiene un coche, lo que nos ha permitido «raptar» a míster Astaire.
—Siempre a tus órdenes, jefe —dijo Santo.
—Estáis locos —rezongó Cyril al tiempo que encendía una serie de interruptores—. Treinta segundos...
—¿Se acuerda de cómo tiene que empezar, míster Astaire? —le preguntó Christmas.
—Sí, he hecho los deberes —contestó Fred Astaire.
—Veinte... —Entretanto, Cyril miró huraño a Karl y Christmas—. ¿Ya habéis terminado de arañaros, chicas?
Christmas se volvió hacia Karl. Sus ojos, al cruzarse, seguían cargados de tensión.
—Diez...
Fred Astaire se sentó y cogió el micrófono.
—Creía que confiabas en mí —dijo Christmas, tenso.
—Cinco...
—Yo también —respondió Karl con una mirada dura.
—¡En el aire! —bramó Cyril y pulsó un interruptor.
Christmas y Karl se miraban con una expresión glacial.
—Buenas noches, Nueva York... —dijo una voz.
Todos se dieron la vuelta para mirar.
—Lo sé, no es la voz de vuestro Christmas. En efecto, soy Fred Astaire...
Christmas apartó la mirada de Karl y se sentó al lado del actor.
—Os hablo desde la sede clandestina de la CKC, amigos —prosiguió Fred Astaire—. Pero no me preguntéis cómo he llegado aquí. Me han raptado. Me pusieron una capucha en la cabeza, me metieron en un coche y han estado dándome vueltas no sé por dónde durante media hora, para confundirme las ideas...
—¿Y lo hemos conseguido, míster Astaire? —preguntó Christmas por el micrófono.
—Desde luego que sí —bromeó el actor—. Los métodos que empleáis los gángsteres no están nada mal.
Christmas también rió. Pero no buscó a Karl con la mirada, como hacía siempre para buscar su aprobación en sus ojos. Y Karl rió pero sin mirar a Christmas, como siempre había hecho, por no negarle su apoyo. Ambos sabían que algo se había estropeado.
—Pero no te preocupes, Nueva York —continuó alegre Fred Astaire—. Estoy sano y salvo. En cuanto termine la emisión volveré a estar libre y esta noche os espero a todos en el teatro. Aunque sabed una cosa, le he estado dando vueltas y creo que en el fondo los gángsteres y los actores no somos tan diferentes. Conozco un par de anécdotas muy interesantes que ya os contaré. Nosotros también tenemos nuestros métodos para eliminar a un colega...