Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
—Ya tenéis el primer dólar —dijo.
Christmas la miró y fue como si la viese por primera vez. Como una mujer. Y por primera vez leyó en los ojos de aquella mujer todo cuanto no había podido aceptar de su madre.
La hermana Bessie había vuelto la cara para mirarlo, al sentirse observada.
Christmas, turbado, con los colores subidos, bajó los ojos. Luego miró otra vez a la hermana Bessie.
—Mi madre también era puta —dijo tratando de mostrar su mismo porte altivo.
Cyril y Karl se volvieron para mirarlo.
Los anchos labios rojo oscuro de la hermana Bessie descubrieron sus dientes inmaculados, se acercó a Christmas y le cogió la cara entre sus hermosas y gráciles manos. Con un pulgar le acarició una ceja y luego le dio un beso en la mejilla. De nuevo sonrió y exhibió sus dientes rectos, perfectamente alineados. A continuación se volvió hacia Cyril y Karl.
—Un hijo de puta vale lo que cien hijos de papá, recordadlo —dijo en tono agresivo.
Cyril y Karl abrieron las manos, en señal de rendición.
—Has de sentirte orgulloso de tu madre —dijo entonces la hermana Bessie.
—Sí —respondió Christmas.
La hermana Bessie le asió de nuevo la cara entre sus hermosas manos y le dio otro beso en la mejilla. Luego se volvió hacia Cyril.
—¿Y bien? ¿Coges o no este dólar?
—Bueno, vale —cedió Cyril, dando un puñetazo contra el tablero. Las monedas tintinearon—. El que anda con memos, acaba memo. Intentémoslo. Yo pasaré el cepillo entre mis negros. Christmas entre sus gángsteres. —Meneó la cabeza—. Menuda radio de mierda...
Christmas, Karl y la hermana Bessie rompieron a reír...
—Sí, reíd, reíd... —dijo Cyril sonriendo—. Yo sigo sin saber para qué se necesita todo ese dinero.
—Ya lo verás —contestó Karl.
—La CKC será grande —dijo Christmas.
—¿La qué? —preguntaron al unísono Karl y Cyril.
—La CKC. Así se llamará nuestra radio —añadió orgulloso Christmas—. Las iniciales de nuestros nombres. Sencillo, ¿no?
—¿Y la primera C a quién corresponde? —preguntó receloso Cyril—. ¿A Christmas o a Cyril?
—¿Quieres estar en primer lugar? —Christmas rió—. Vale, la primera C es tuya.
—Me estás mintiendo.
—No, socio —dijo Christmas.
—Socio... —silabeó Cyril, degustando la palabra en la boca con gesto ensoñador.
—Socio —repitió Karl, radiante.
—Socio de dos blancos, hermana Bessie. ¿Te lo puedes creer? —Cyril rió—. Me iré al infierno, poco a poco pero inevitablemente.
En la semana siguiente Cyril recaudó ochocientos dólares. La gente del barrio se vaciaba los bolsillos con entusiasmo en cuanto oía la propuesta. Pero la idea de poseer una minúscula parte de aquella radio que representaba la libertad le emocionaba mucho menos que la de saber que, comprando un trocito de aquel reloj falso, jodía personalmente a los blancos que ignoraban lo que aquel era en realidad. Ninguno de aquellos infelices reclamó una garantía para la devolución del dólar. Era un dólar bien invertido si valía para dar por culo a los blancos.
Christmas recaudó mil cuatrocientos dólares. Quinientos los puso Rothstein. Christmas sabía cómo camelarlo. Le dijo que era como una apuesta. Y Rothstein puso el dinero. Otros setecientos los juntó entre Lepke Buchalter, Gurrah Shapiro y Greenie. Con ellos no surtió efecto el argumento de la apuesta, pues no tenían la misma enfermedad de Rothstein. Sin embargo, no bien les dijo que se trataba de un asunto ilegal, a los tres les produjo un entusiasmo enorme la perspectiva de formar parte de algo aún desconocido para ellos que infringía la ley. Por último, Cetta le entregó ochenta y cinco dólares que había ahorrado con su trabajo y luego no paró de atosigar a Sal hasta que lo convenció para que diera ciento quince dólares y alcanzar así la cifra redonda de doscientos.
—¡Dos mil doscientos dólares! —exclamó satisfecho Karl al final de aquella semana—. Con mis quinientos llegamos a dos mil setecientos. Y mi padre me ha asegurado trescientos. ¡Tres mil dólares justos! Podremos hacer las cosas a lo grande —dijo y rió como un niño, frotándose las manos.
Al día siguiente, una serie de carteles colocados en zonas estratégicas pero baratas de la ciudad, entre Harlem, el Lower East Side y Brooklyn, anunciaban, en grandes caracteres: «CKC —Vuestra radio clandestina».
A la semana siguiente los carteles fueron reemplazados y todos los neoyorquinos leyeron: «CKC - Vuestra radio clandestina - Empezad a contar. Solo faltan siete días». Al día siguiente, el siete fue sustituido por un seis, sin cambiar el cartel. Luego pasó al cinco, al cuatro, al tres, al dos y, por último, al uno.
Por los dos carteles publicitarios —incluidos los cambios de números— gastaron novecientos veinte dólares. Quedaban dos mil ochenta, que a la semana siguiente fueron íntegramente invertidos en nuevos carteles con colores llamativos que, además de los datos ya referidos, anunciaban: «Hoy es el día que esperabas, Nueva York. A las 7.30 p. m., sintoniza la frecuencia 540 AM y escucha
Diamond Dogs
. Te convertirás en uno de los nuestros». Y las letras y números de CKC, 540 AM y
Diamond Dogs
se encendían y apagaban rítmicamente.
Harlem estaba en ebullición mucho antes de las siete y media. Todas las radios que Cyril había hecho en aquellos años se encontraban encendidas y sintonizadas. También Cetta había encendido una hora antes la Radiola que Ruth le había regalado a Christmas, y Sal estaba sentado a su lado, más pálido y emocionado que ella, mientras la radio irradiaba por el aire únicamente el zumbido de las válvulas. En la sede central de la N. Y. Broadcast, María, junto con los dos técnicos de sonido que habían participado en la primera emisión de
Diamond Dogs
, estaba encerrada en una pequeña salita de la tercera planta y había sintonizado el aparato de radio en el 540 AM. Cyril estaba en el dormitorio de la hermana Bessie y los niños se apretujaban a su madre, sin comprender bien por qué había que oír por la radio a un blanco que hablaba al otro lado de la pared.
La habitación equipada para la emisión se había dejado en penumbra, para brindar a Christmas la oscuridad que precisaba. La ventana y la puerta se habían insonorizado con centenares de huevos duros que todo el barrio había cocido en las semanas previas.
—¿Estás listo? —preguntó Karl a Christmas.
Christmas le respondió con una sonrisa tensa.
—Todo saldrá bien —lo tranquilizó Karl.
—Sí —dijo Christmas y cerró los ojos, respirando hondo y empuñando con firmeza uno de los tres micrófonos que Cyril había robado del almacén de la N. Y. Broadcast.
Al lado del equipo radiofónico habían colocado un viejo gramófono. Karl dio cuerda a la manilla y accionó el freno. En el plato, un disco comprado por Christmas.
En el dormitorio de la hermana Bessie, Cyril miraba el reloj.
—Ahora —dijo en voz baja.
—Estamos en directo —añadió Karl.
—Adelante —susurró Christmas.
—Buenas noches, amigos. Bienvenidos a esta primera, histórica emisión clandestina —dijo Karl por su micrófono, con voz apenas temblorosa—. Nos disponemos a transmitir
Diamond Dogs
. Feliz audición desde la CKC.
Hubo unos segundos de silencio durante los cuales Cyril se revolvió en la cama, luego una voz joven y cálida dijo:
—Buenas noches, Nueva York...
—Es mi Christmas —dijo emocionada Cetta.
—Calla, cretina —respondió Sal, tenso.
—Antes de empezar, quiero daros un consejo —dijo Christmas por el micrófono.
Karl lo miró, en la penumbra de la habitación.
Cyril se levantó de la cama e hizo una mueca de satisfacción.
Cetta contenía el aliento. Sal le apretó con fuerza las manos, sin apartar la vista de la radio.
—Quiero que penséis en todas las prostitutas de Nueva York. Pero no en el sexo. Quiero que las veáis como yo las veo. Como Mujeres —resonó la voz de Christmas en las radios de Harlem y del Lower East Side y de Brooklyn—. Yo les debo mucho. Y todo Nueva York está en deuda con ellas. Respetadlas... tienen corazón incluso para quienes no lo tienen.
La hermana Bessie abrazó a sus hijos y se volvió hacia Cyril, riendo.
—Y ahora una canción especial —dijo la voz melodiosa de Christmas—. Después os dejaré entrar en nuestro siniestro y peligroso mundo de gángsteres callejeros...
Christmas hizo una seña a Karl, que situó el micrófono en el altavoz del gramófono y soltó el freno.
—Esta es para ti, mamá —dijo la voz de Christmas.
Karl puso suavemente la aguja sobre el disco.
En su salón, Cetta oyó el rasgueo de la aguja en los surcos y luego la voz de su hijo.
—Fred Astaire me ha dicho personalmente que te la dedique. ¿La reconoces?
La radiola comenzó a difundir las primeras notas.
—
Lady...
—exclamó Cetta, pero un sollozo le impidió seguir—.
Lady... Be...
—balbuceó llorando—.
Lady, Be Good!
—consiguió decir al fin. Luego se abandonó del todo a las lágrimas, abrazando a Sal, que permanecía rígido y petrificado, aún con los ojos clavados en la radio, como hipnotizado.
—Me han dicho que Fred Astaire es marica —dijo Sal, en voz baja, mientras se sacaba del bolsillo el pañuelo y se lo tendía a Cetta.
Cetta rió entre las lágrimas.
—Gracias, mamá —dijo la voz de Christmas al final de la canción—. Y ahora gritad conmigo, todos juntos: ¡sube el trapo! ¡Y que empiece la función, Nueva York!
Los Ángeles, 1927
Bill paró su Studebaker Big Six Touring de 1919 delante del toldo a rayas del Los Angeles Residence Club en Whilshire Boulevard sin apagar el motor. Acarició el volante del Big Six. Debía de brillar cuando el coche era nuevo. Casi diez años de manos lo habían opacado y cuarteado en algunos puntos. Aun así, seguía siendo un coche con clase. Un coche que en su día había sido de ricos. No como su cochambroso Ford Model T. Bill lo había comprado hacía un mes. Por ochocientos dólares. Pagados a tocateja. Sí, aunque ya tuviera sus años, el Studebaker era un coche del que uno podía enorgullecerse, pensó satisfecho mientras el portero del Residence Club le abría la puerta.
—Buenas noches, míster Fennore —dijo el portero.
—Hola, Lester —le sonrió Bill—. Llévalo a acostar —dijo y dio una palmada al capó.
El portero subió al automóvil. Bill permaneció en la acera mientras su ligero descapotable color burdeos entraba en el aparcamiento de los clientes. Bien es cierto que nadie se quedaba boquiabierto mirando el coche por la calle. Ni tampoco nadie, al verlo a él al volante, pensaba que fuese rico. Pero de todas formas era un gran paso adelante respecto a su Ford. Y si los negocios seguían prosperando, algún día podría permitirse un Duesenberg. El Model J. Un bólido capaz de alcanzar grandes velocidades. Aquel año lo habían presentado en la exposición de coches de Nueva York. Bill había mirado las fotos en una revista. Y había decidido que tarde o temprano tendría un Duesenberg. De nuevo sonrió, luego elevó la vista al quinto piso del Los Angeles Residence Club. Suite 504. No era como las suites del Whilshire Grand Hotel, situado un poco más allá, en el número 320 del Boulevard. En realidad se componía de una habitación grande dividida en dos espacios, pero sin puerta. En uno de los espacios había una cama; en el otro, dos butacas, un sofá y una mesilla. El papel pintado estaba negro en las esquinas del techo y desprendido en algunos lados. El portero del Club no llevaba uniforme con alamares como el del Grand Hotel. No había servicio de habitaciones, había que bajar a comprarse un sándwich a la tienda de enfrente y luego subirlo. Cambiaban las sábanas y las toallas una vez a la semana, el lunes, y si por ejemplo sobre ellas derramabas café o querías cambiarlas antes, tenías que pagar medio dólar extra. La criada era una vieja negra coja que únicamente hacía las camas, recogía las bolsas pringosas de los sándwiches y a menudo se olvidaba de vaciar las colillas del cenicero. No, no era una auténtica suite, por mucho que en el Club le dieran ese nombre para distinguirla de las habitaciones comunes. Y la piscina que había atrás no era más que una charca verdusca. El dueño del hotel, le había confiado Lester, era un cicatero asqueroso. «La acondicionarás solo cuando lo tengamos todo completo», le había dicho el dueño al portero. Y, por supuesto, nunca estaba completo. Sea como fuere, para Bill era un enorme paso adelante respecto a la sordidez del Palermo Apartment House. Y estaba seguro de que algún día llegaría al Whilshire Grand Hotel.
«Ha comenzado una nueva era», pensó alegre, repitiendo la frase preferida de Arty.
Bill entró en el hotel, cogió el ascensor y subió al quinto piso. Abrió las dos ventanas de la habitación, puso un poco de orden, se enjuagó la cara y revisó el pequeño armario que había en el cuarto de baño, debajo del lavabo. Estaba. Lester había cumplido su palabra. Le había conseguido una botella de whisky. No el habitual tequila mexicano. No el habitual ron. Bill cogió la botella y dos vasos y los colocó sobre la mesilla del salón. Esperaba una visita. Sonrió. Destapó la botella y se sirvió dos dedos de whisky. Arty creía que lo había invitado simplemente a tomar algo. No sabía que aquella noche discutirían de negocios. De dinero. Bill había hecho números y quería que le pagara más.
Llamaron. Al otro lado de la puerta se oyeron las risas de dos chicas. Arty había llevado compañía.
—¡Coño! —imprecó en voz baja Bill. Luego abrió la puerta, con una sonrisa radiante en los labios—. Arty, pasa —dijo.
—Hola, Punisher —dijeron al unísono las dos chicas colándose en la habitación y abrazando a Bill.
Bill las apartó molesto.
—Creía que vendrías solo —se quejó a Arty.
—¿Oye, te proponías poseerme? —respondió este, llevándose una mano a la altura de las nalgas, como para protegerse.
Las chicas rieron. Una era rubia y rellenita, tirando a gorda. La otra, flaquísima y morena. Bill las conocía. Las llamaban «las Gemelas». Estaban especializadas en papeles sáficos. A Arty le gustaban las lesbianas. Le gustaba mirarlas y luego follárselas.
—Quería hablar de asuntos de negocios —insinuó Bill.
—Pues yo quería usar la cosa —dijo Arty.
Las chicas rieron y después se besaron en la boca.
—Estoy hablando en serio —declaró Bill.
—Y yo, créeme. Que te lo diga Lola —añadió Arty y agarró la mano de la rubia y se la llevó a su verga.