Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
Ruth disparó de nuevo.
—Se las regalo —dijo—. Puede hacer lo que quiera con ellas.
—Las romperé —aseguró Barrymore.
Ruth disparó una más.
—Esta mañana yo también he roto algo —dijo, sorprendiéndose de su confesión.
—¿Qué?
—Algo que no quería ver. —Sus ojos, detrás de la máscara de la Leica, se humedecieron mientras cargaba.
Barrymore se inclinó. Le arrancó de la mano la cámara fotográfica, la encuadró en el objetivo y le tomó una foto.
—Perdóname, Traidora —le dijo devolviéndole la cámara—. Estabas muy guapa.
Ruth se ruborizó y se incorporó.
Barrymore rió.
—Te he pillado, ¿eh?
Ruth no respondió.
Barrymore se levantó de la silla, le puso una mano en el hombro y le dijo:
—Dame cinco minutos. Me visto y haremos fotos que podremos enseñar.—La miró—. No sonreiré, te lo prometo.
Ruth regresó al salón. Se sentó en el sillón donde antes se había abandonado John Barrymore. Procuró sentir su calor. Y luego recordó los confetis que volaban sobre Venice Boulevard. La carta que nunca se atrevería a enviarle a Christmas.«Te encontraré», había dicho Christmas hacía más de tres años en la Grand Central Station. Ruth se lo había leído en los labios. Y desde aquel día había esperado que la encontrase. Y seguiría esperando. Porque no tenía valor para dejarse encontrar. «Tuya, y nunca tuya», se dijo.
En la hora que siguió John Barrymore posó con paciencia, adoptando todas las expresiones tenebrosas que lo habían hecho famoso. Sin embargo, ni en una sola foto mostró las tinieblas que Ruth le había robado antes.
Al día siguiente Ruth reveló las fotos. Todas. Entregó a Clarence las oficiales y luego fue a la casa de Barrymore.
—Aquí tiene el negativo y las fotografías que le tomé sin su permiso —le dijo—. Nadie las ha visto.
Barrymore las miró.
—Eres buena, Traidora —dijo—. Yo soy este.
Entonces Ruth sacó de su macuto una foto y se la tendió.
Barrymore la miró. Era la foto que le había tomado a Ruth.
—Y yo soy esta —dijo—. Cuando rompa las suyas, rómpala también.
Mientras Ruth se alejaba, Barrymore dio la vuelta a la foto y en el reverso leyó: «A Christmas. Tuya, y nunca tuya, la Traidora».
Manhattan, 1927
La gente del barrio sonreía mientras miraba de reojo el gran reloj que marcaba las siete y media. Los policías blancos que pasaban por allí alzaban la vista e indefectiblemente comentaban: «Negros, quién los entiende. Montan un reloj que no anda». El motivo por el cual los habitantes del barrio sonreían era que sabían qué había detrás de aquel reloj falso, pintado por Cyril. La primera patrulla que paró delante del bloque de la Ciento veinticinco, el día que el señor Filesi levantó sobre el tejado el repetidor de radio, hizo un montón de preguntas. Entonces a Christmas, que no sabía qué responder —ya que la estación de radio era clandestina—, se le ocurrió decirles que era el armazón para un gran reloj. «¿Qué pasa? ¿Es que los negros de Harlem no pueden tener un reloj?», preguntó agresivamente Cyril. Los policías, rodeados por la multitud de curiosos que se habían congregado aquel día, no querían líos, así que se marcharon, aunque no sin decir que tendrían que dar parte de la incidencia. Y efectivamente lo hicieron, presentando en el departamento correspondiente una denuncia mal redactada en la que consignaban que los negros de Harlem habían construido un gran reloj sobre un edificio de la Ciento veinticinco. A partir de ese momento, los policías tomaban el pelo a los negros y los negros aceptaban de buen grado las burlas, sabedores de que los blancos estaban haciendo un papelón.
Al cabo de otro mes, la estación ya funcionaba y estaba lista para emitir. En aquellos dos meses —como contó María a Christmas, Cyril y Karl—, la N. Y. Broadcast había recibido infinidad de cartas de oyentes a los que les había encantado la emisión de
Diamond Dogs
y que preguntaban por qué no emitían más episodios. La junta directiva de la N. Y. Broadcast se había reunido y había decidido acceder a las peticiones del público. Ninguno de los directivos había pensado en ningún momento en contratar a Christmas. «Es un aficionado», se habían limitado a decir. Así pues, encargaron a dos autores de comedias radiofónicas la redacción de textos. Luego contrataron a un autor de voz profunda y dicción perfecta, y por fin autorizaron la emisión, bajo el título de
Gángster por una noche
. Sin embargo, las historias resultaron monótonas. No tenían sustancia ni realismo. Los autores se habían criado en Nueva Inglaterra, en pueblos anónimos, en familias pudientes. Eran dos jóvenes que, salidos de la universidad, soñaban con Hollywood y escribían programas de radio para cubrir el expediente, con el entusiasmo de dos funcionarios. El actor era un don nadie que redondeaba su sueldo leyendo anuncios y que buscaba infructuosamente ser contratado en los teatros de Broadway. Ninguno de los tres había pisado jamás las sucias calles del Lower East Side o de Brownsville. Los términos que usaban eran artificiales, sacados de la jerga de los gángsteres de películas de cuarta categoría. Estereotipos que no podían enganchar a los oyentes como había hecho Christmas en aquel primer episodio. Así, poco a poco los oyentes fueron disminuyendo, la junta directiva de la N. Y. Broadcast decidió suspender el programa y la gente se conformó de nuevo con los viejos chistes de Skinny y Fatso en
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.
—Venid a ver —dijo transcurridos esos dos meses Cyril, en la acera agujereada de la Ciento veinticinco, una noche en que la luna llena resplandecía en un cielo límpido e intenso, cruzando orgulloso los brazos sobre el pecho y levantando los ojos hacia la antena camuflada de reloj. Acto seguido, cruzó la calle y entró en el portal del bloque seguido por Christmas y Karl.
Subieron al quinto piso y Cyril llamó a una puerta pintada de marrón.
Pasado un instante, una mujer de unos treinta años, de una belleza provocadora, con un traje de seda sintética azul eléctrico, ceñido y muy escotado, abrió y sonrió.
—Pasad —dijo.
—Ella es la hermana Bessie —dijo Cyril haciendo las presentaciones—. Era la mujer de mi hermano, solo que a él le gustaba más la botella. La última vez que tuve noticias suyas, estaba en Atlanta. Pero no tenemos noticias suyas desde hace dos años.
—Y desde entonces soy puta —añadió la hermana Bessie, con dos grandes ojos negros que temblaban de ira y de orgullo a la vez, levantando ligeramente la barbilla, con un gesto procaz.
Christmas se sintió súbitamente incómodo. Se llevó una mano a la cicatriz del pecho, a aquella P de «puta» que le habían grabado por culpa del oficio de su madre y que arrastraba desde niño como una mácula. Miró el suelo, turbado. El mechón le cayó sobre los ojos.
—¡Fíjate qué pelo tiene este blanco! —exclamó la hermana Bessie al tiempo que se lo desordenaba con una mano.
Christmas apartó la cabeza de golpe.
La hermana Bessie lo miró.
—No quiero seducirte, tranquilo —dijo con su tono provocador—. No trabajo en casa —y rió.
Christmas tuvo una arcada.
La hermana Bessie lo cogió de la mano e invitó también a Karl a seguirla. Los condujo hacia una puerta cerrada, pidiéndoles con señas que no hablaran. Abrió una puerta y señaló dos camas.
—Son mis hijos —dijo en voz baja.
Christmas vio en la penumbra a dos niños que dormían plácidamente.
La hermana Bessie, sin soltarle la mano, lo introdujo en el cuarto. Acarició la cabeza de una niña de cinco años con una gran mata de rizos negros que dormía chupándose el pulgar, abrazada a una muñeca de trapo.
—Es Bella-Rae —susurró a Christmas a un oído. Luego acarició la cabeza rapada del otro niño.
El niño abrió los ojos, grandes y somnolientos.
—Mamá —dijo.
—Duerme, cariño —respondió la hermana Bessie.
El niño cerró los ojos y se acurrucó bajo las mantas.
—Y él es Jonathan —susurró la hermana Bessie a Christmas—. Tiene siete años.
Christmas sonrió cohibido. Y al tiempo se vio, de noche, cuando se despertaba llorando, en la casa de la señora Sciacca —tras la muerte de sus abuelos de Nueva York, como llamaba a Tonia y Vito Fraina—, y aquella culona y sus hijos lo miraban enfurruñados, haciendo que se sintiera un extraño. Y luego se vio, con unos años más, despertándose de una pesadilla en su catre, en la cocinita de Monroe Street, y llamando a su madre, que no estaba, y metiéndose en su cama para al menos notar su olor en la almohada y en las sábanas, hasta que Cetta volvía del trabajo.
La hermana Bessie lo condujo fuera del cuarto. Esperó a que Karl también saliera y entonces, mientras cerraba la puerta, dijo:
—Son unos ángeles, ¿verdad?
Christmas fue asaltado por una profunda melancolía y tuvo la sensación de experimentar de nuevo, como una enfermedad, la terrible soledad de su niñez.
—Sí —dijo soltando con brusquedad su mano de la de la hermana Bessie.
—Es huraño el chavalín —bromeó la hermana Bessie mirando a Cyril.
—Hermana Bessie, nosotros ahora tendríamos que... —comenzó Cyril.
—¿Habéis venido a trabajar o a charlar? —lo interrumpió la hermana Bessie, de mal humor—. Os dejo la habitación pero no tengo tiempo para tertulias. —Les dio la espalda y desapareció en su dormitorio.
Cyril rompió a reír. Luego fue con Christmas y Karl a la habitación que les había ofrecido la hermana Bessie, justo debajo de la gran antena. Una serie de cables forrados entraban y salían de la pared, y trepaban por el techo. Dos borriquetas de madera, con un tablero liso clavado, sostenían un artefacto rudimentario y artesanal.
—¿Funciona? —preguntó Karl levantando una ceja.
—Hermana Bessie, ¡enciende la radio! —gritó Cyril.
—Como despiertes a Jonathan y a Bella-Rae con ese vozarrón, os echo a los tres —dijo la hermana Bessie apareciendo en la puerta. Y, antes de que Cyril abriese la boca, añadió—:Ya la he encendido. Era lógico que al ver ese cachivache no creyeran que funcionara.
—Ve al otro lado, Karl —repuso Cyril. Luego miró a Christmas—. Tú también.
Christmas y Karl fueron al dormitorio de la hermana Bessie. Toda la casa, observó Christmas, se veía muy limpia y discreta.
—Ya te lo he dicho, no trabajo en casa —apuntó la hermana Bessie guiñándole un ojo.
«Tampoco mi madre lo hacía», pensó Christmas, sonrojándose.
La radio, que la hermana Bessie tenía sobre una cómoda pintada de blanco, no era de las que se vendían en los comercios.
—Esta la ha hecho también aquel loco —dijo señalándola. Luego giró un dial hecho con un tapón de corcho.
—¿Me oís, papanatas? —resonó en la habitación la voz de Cyril—. Por supuesto que me oís. Estáis sintonizados al canal pirata de Harlem, frecuencia 540... al lado del 570 de la WNYC, así, quien se equivoque, nos encuentra... Inteligente vuestro negro, ¿eh? Cubrimos todo Manhattan y Brooklyn.—Una pausa—. Vale, ya estoy hasta los huevos de hablar. Volved aquí. Estamos listos para emitir.
—No, no estamos listos —dijo Karl mientras entraba en la habitación y cerraba la puerta.
Christmas y Cyril lo miraron asombrados.
—¿Qué pensáis hacer? —continuó Karl—. ¿Sencillamente empezar a emitir?
—¿Y qué otra cosa se supone que debemos hacer? —preguntó Cyril en tono hosco.
—Poner a la gente en condiciones de oírnos —dijo Karl.
—¿O sea?
—Hacerles saber que emitimos, Cyril —dijo Christmas, que había comprendido dónde quería ir a parar Karl.
—Mis negros ya lo saben y no están esperando otra cosa —aseguró Cyril.
—Pero el resto de la ciudad no lo sabe y no podemos limitarnos a esperar a que den con nuestra frecuencia por casualidad o buscando la WNYC —dijo Karl en tono conciliador.
—¿Tengo que recorrer todo Nueva York para comunicarlo? —preguntó Cyril.
—Algo así —respondió Karl sonriendo.
—Bueno, id vosotros dos —rezongó Cyril—. Yo ya he hecho mi parte.
—No va a ir ninguno de los tres, Cyril —prosiguió un sonriente Karl—. Este es mi terreno.
—Si tú lo dices...
—Pero ahora necesitamos dinero —continuó Karl, ya serio—. Yo puedo poner quinientos dólares.
—Yo no tengo un céntimo —dijo Christmas, humillado.
—Ni yo —dijo Cyril.
—Pues entonces tendremos que encontrar otros mil en algún lado —contestó divertido Karl.
—¿Qué tienes que hacer con todo ese dinero? —inquirió Cyril.
—Yo me he fiado de ti, Cyril —dijo Karl, poniéndole una mano en el hombro—. Y has estado sensacional.
Cyril no pudo evitar una expresión de complacencia.
—Pero ahora ha llegado el momento de que tú te fíes de mí —continuó Karl—. Ayúdame a encontrar mil dólares.
—Mil dólares... —farfulló Cyril.
—Tú también, Christmas.—Karl lo miraba con expresión seria—. Es importante.
—Mil dólares no crecen debajo de las piedras, me cago en la puta —rezongó Cyril, con un tono porfiado en la voz.
—Se me ha ocurrido algo —dijo Karl—. Pidamos un dólar a mil personas.
—¿Qué cuernos dices? —preguntó Cyril.
—Un dólar es la cuota mínima por poseer un trocito de nuestra radio —prosiguió Karl—. Nos comprometeremos a devolver el dólar al final del año. Y si hay más beneficios... puede que sean dos dólares.
—Vaya chollo.
—Cyril, escúchale —dijo Christmas, excitado—. Es una buena idea.
—¡No, es una idea de mierda! —prorrumpió Cyril—. Somos una radio clandestina, ¿cómo piensas obtener beneficios? ¿Con publicidad ilegal? ¿Qué coño tenéis en la cabeza vosotros dos?
—No vamos a ser siempre ilegales —protestó Karl—. Estamos en un país libre...
—¡Mira a tu alrededor, polaco! —gritó Cyril—. ¿Crees que estos negros son libres? ¿Libres para hacer qué? Para morirse de hambre. ¿Y quieres que les saque un dólar?
—Les sacas un dólar y les das una esperanza —dijo Christmas.
—¿Por eso tendría que encontrar mil negros dispuestos a comprar un trocito de radio?
—Mil no —repuso Christmas—. Alguno dará diez dólares, alguno cien...
—¡Cien dólares! Sí, coño, sois un par de memos.
—Iré a ver a Rothstein —apuntó Christmas—. Rothstein es rico. Solo él podría darme hasta mil dólares.
—Sí, eso te crees tú —rezongó Cyril.
En ese instante se abrió la puerta de la habitación y la hermana Bessie apareció con un bolsito en la mano. Lo abrió, rebuscó entre la calderilla y la contó. Luego dejó sobre el tablero un puñado de monedas.