La calle de los sueños (80 page)

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Authors: Luca Di Fulvio

BOOK: La calle de los sueños
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—Eres la única mujer a la que puedo hacerle un regalo así sin parecer un puerco —respondió.

Ruth rió.

—Gracias, Clarence.

El viejo agente se encogió de hombros.

—Lo he hecho por mí. Para sentirme vivo.

—No me refiero al traje, Clarence —dijo Ruth—. Si no hubiese sido por ti...

—Entonces estamos de acuerdo, me acompañarás —la interrumpió el señor Bailey dando media vuelta y saliendo de la habitación.

Ruth se quedó mirando el traje verde. Luego se lo colocó por encima y se miró en un espejo. La última persona que le había regalado un vestido de noche había sido su madre. Un vestido rojo sangre. Que la había llevado a la Newhall Spirit Resort for Woman. Sin embargo, Ruth no sintió que el recuerdo le encogiera el estómago. En aquella clínica había conocido a la señora Bailey. Y a Clarence. Por doloroso que fuera aquel recuerdo, en la Newhall Spirit Resort for Women había comenzado su nueva vida. Había encontrado el valor de salir de la jaula de su familia. Ruth volvió a mirar el traje verde. «Te están abriendo de nuevo la jaula», se dijo.

Lo dejó sobre la cama y salió. Compró unas medias blancas, un par de zapatos de charol, negros, de tacón bajo, y una chaquetilla de seda, negra, con un cuello ancho y redondo y mangas estrechas, que cubrían solo hasta medio antebrazo. Luego fue a una mercería, compró cinco botones redondos, del mismo color verde del traje, y los sustituyó por los negros de la chaquetilla. En un perfumería compró un carmín delicado, un maquillaje claro, color perla, un lápiz negro para los ojos y un frasco de Chanel N.º 5. Por último, fue a una peluquería para que le alisaran el pelo.

Clarence, al entrar esa noche en la habitación de Ruth para recogerla para la fiesta, se quedó parado en la puerta, boquiabierto.

—Dispense —dijo—, ¿ha visto a la señorita Isaacson?

Ruth rió y se ruborizó.

—Estás preciosa —observó Clarence con el orgullo de un padre. Le dio el brazo—. ¿Nos vamos? —Luego, cuando ya estaban en el pasillo del edificio, se llevó una mano a la frente—. Espera —dijo y subió a la quinta planta. Al bajar llevaba en la mano un chal ligero y transparente, de tul. Se lo puso a Ruth al cuello y lo extendió por sus hombros—. Es de la señora Bailey —dijo—. Ahora estás perfecta.

Subieron al coche y llegaron a una mansión gigantesca en Sunset Boulevard, completamente iluminada. Tuvieron que parar casi al principio de la larga alameda. Un mozo les abrió la puerta, ellos se apearon y luego el chico aparcó el coche detrás de una fila interminable de automóviles de lujo. Cuando Ruth y Clarence no habían hecho más que empezar a andar, llegó otro coche que fue aparcado detrás del suyo.

Clarence se volvió a mirar.

—Fíjate —rezongó—. Esto es lo que más odio. Tendríamos que haber dejado el coche fuera de la verja. Estamos atascados. —Después ofreció su brazo a Ruth y se encaminaron por la alameda.

En ese instante apareció un coche oscuro. Mientras el mozo encargado del aparcamiento se acercaba para abrir la puerta, un gigante vestido de negro salió de la puerta delantera derecha, empuñando una pistola. Dio un empujón al muchacho y miró alrededor, con gesto receloso. Luego hizo una seña hacia el interior del coche. Por las dos puertas traseras se apearon dos hombres idénticos al primero. Llevaban las chaquetas abiertas y se entreveían las pistolas en las fundas de las axilas. Uno de los dos estiró una mano hacia el habitáculo y ayudó a bajar a una dama elegante y con un poco de sobrepeso. Por la otra puerta bajó un hombre calvo, bajo, con gafitas redondas, bronceado.

—El coche del senador debe quedar libre —dijo en tono insolente uno de los hombres con pistola al aparcacoches, al tiempo que otro vehículo cruzaba la verja.

—Los típicos enchufados —resopló Clarence—. El senador Wilkins —dijo a continuación a Ruth—. Ya se ha librado de dos atentados. Lucha contra el crimen organizado.—Movió la cabeza—. Pero él parece el mafioso. ¿Qué diferencia hay entre sus guardaespaldas y los gorilas de un gángster?

Mientras se acercaban a los escalones de la mansión, oyeron las notas de una orquesta que estaba tocando. Y luego el murmullo de la gente.

—Vaya gentuza —rezongó Clarence.

Ruth rió. Después entraron en el vestíbulo.

Las paredes de la mansión estaban tapizadas de fotografías de estrellas. A la manera de una inmensa, mundana exposición.

—Hollywood festejándose a sí mismo —gruñó Clarence—. Menuda bufonada.

Un hombre elegante —con andares femeninos, pelo color platino, teñido y engominado, y cejas finas— salió al encuentro de Clarence cuando lo vio llegar. Lo abrazó y lo besó, con exagerado entusiasmo.

—Aquí tenemos al rey de la velada. Casi todas las fotografías son de tu agencia.

Clarence se deshizo del abrazo y sonrió educadamente.

—La fotógrafa Ruth Isaacson —los presentó—. Blyth Bosworth, el hombre que ha tenido esta ocurrencia —añadió con aspereza.

Blyth Bosworth puso sus grandes ojos como platos y abrió los brazos, mirando a Ruth.

—Parece que también hemos encontrado a la reina de la fiesta —dijo—. Todos los invitados están congregados alrededor de una foto... adorablemente escandalosa —bromeó—. Ven, querida —dijo cogiendo a Ruth de una mano y levándola hacia una sala atestada de gente.

Ruth se volvió inquieta hacia Clarence. El señor Bailey le hizo un gesto de saludo con la mano, riendo divertido, como un niño travieso.

—¡Abrid paso, gente! —gritó Blyth al entrar en la sala.

Todos se volvieron a mirarlos.

—¡John, John! —bramó Blyth—.¡John, ha llegado la Traidora!

Los invitados se abrieron en abanico y, al lado de una fotografía inmensa, Ruth vio a John Barrymore.

El actor llevaba una chaqueta oscura y una camisa blanquísima, con el primer botón del cuello desabrochado y la corbata ligeramente aflojada. Cuando vio a Ruth, sus labios de adolescente se estiraron en una sonrisa. Hizo una reverencia, lenta y teatral, luego le tendió una mano.

Ruth, con la cara roja, no se movió.

—Adelante, cariño. Las vírgenes tímidas no están de moda en Hollywood —dijo Blyth y la empujó hacia el gran actor.

Ruth, mientras se acercaba, miró la foto. Era una de las que había tomado en la casa de Barrymore, antes de que este se vistiera. El actor llevaba la bata de raso a rayas y observaba el objetivo con ojos distantes y melancólicos. El haz de luz que salía de la cortina levemente descorrida iluminaba los mechones despeinados, los pies descalzos y una botella que había en el suelo. La fotografía a ese tamaño parecía aún más dramática, más verdadera, con el crudo contraste de luz y oscuridad.

—Lógicamente, a nuestros amigos les he explicado —dijo Barrymore rodeando los hombros de Ruth con un brazo y mostrándola a los presentes— que en la botella no había más que té frío.

La gente de Hollywood rió. Luego aplaudieron.

Barrymore sonreía y retenía a Ruth.

—Bienvenida, Traidora —le dijo en voz baja—. Me los he ganado a todos. Lo único que miran es mi foto. Ni Greta Garbo ni Rodolfo Valentino dan la talla. Gloria Swanson está que trina. Creo que se ha ido —rió.

Ruth lo miró.

—Esta no me la ha pagado, míster Barrymore.

—Oh, sí que te la he pagado, Traidora.

Ruth frunció el ceño.

—Yo le dije a tu Christmas dónde podía encontrarte —añadió Barrymore.

Ruth bajó los ojos.

—¿He hecho mal? —le preguntó Barrymore.

—No —dijo Ruth en voz baja.

—¡Posad junto a la foto! —gritó excitado Blyth. Luego se apartó, dejando el terreno a los fotógrafos de las revistas que había invitado. Los fotógrafos dispararon sus flashes, como un luminoso pelotón de fusilamiento.

Ruth quedó cegada. Todo lo vio blanco. Luego, todo negro. Hasta que la gente que los rodeaba, que aplaudía y reía, empezó a aparecer de nuevo. Y en medio de todo aquel gentío risueño, Ruth vio durante un instante un rostro serio. Durante un instante. Los focos se encendieron otra vez. Una nueva descarga de flashes. Blanco. Negro. Después volvió a distinguir los rostros. Y, una vez más, aquellos ojos serios mirándola. Pasmados. Sombríos.

Ruth sintió que le flaqueaban las piernas. Y las carcajadas de la gente se convirtieron en una única, atroz carcajada que resurgía del pasado.

Bill había llegado pronto a la fiesta. Aparcó el coche en la alameda y entró, con un voluminoso paquete bajo el brazo. Fue recibido por el dueño de la casa en su estudio privado. Le entregó el paquete y cobró siete mil dólares. En efectivo. Luego, junto con el dueño de la casa, había abierto el paquete y se había hecho una raya de cocaína. No sabía cuántas se había metido a lo largo del día. Estar entre toda aquella gente lo sacaba de quicio. Había consumido al menos uno de sus frascos de cristal personales. Con la cocaína no se sentiría fuera de lugar, se había dicho. Y, en efecto, estaba a gusto bromeando con aquel tipo. O por lo menos lo estuvo hasta que apareció la esposa de este, una mujer joven, de unos treinta años, que había hecho un par de peliculitas antes de casarse con aquel millonario. La mujer no saludó a Bill, se limitó a mirar la cocaína y a coger un frasco que guardó en su bolso de noche, y luego se dirigió a su marido.

—¿El señor se queda? —le preguntó.

El dueño de la casa la cogió por un brazo y la acompañó amablemente a la puerta del estudio.

—¿Quién va a notarlo? —le dijo en voz baja.

—¿Vestido de claro y con esa espantosa camisa roja? —preguntó la mujer.

—Con toda la gente que hay... —replicó el dueño de la casa, en voz todavía más baja. Pero no lo bastante para que Bill no los oyese. Cuando la cocaína le circulaba por las venas, Bill lo oía todo. Y también lo veía todo. Por eso estaba convencido de ser invencible. Pero de repente se dio cuenta de que estaba sudando. Y tenía unas ganas irresistibles de meterse otra raya.

Cuando el dueño de la casa volvió al estudio tras despachar a su mujer, lo encontró inclinado sobre la mesa aspirando una raya de polvo blanco. El hombre rió. Luego fue a un armario y lo abrió. Cogió una botella de vidrio y dos vasos.

—Glenfiddich de dieciocho años —dijo—. He conseguido pasarlo por la aduana en uno de mis últimos viajes a Europa. Cocaína y scotch, ¿puede haber algo mejor? —Brindó con Bill y después le rogó que no contara a nadie que era el Punisher—. Es mejor que ciertas cosas se queden entre nosotros.

Y Bill, a medida que llegaban los invitados, se fue sintiendo más excluido. Irremediablemente excluido. Y, cuanto más aumentaba su sensación de incomodidad, más cocaína se metía por la nariz en uno de los cinco lujosos cuartos de baño de la planta baja. Y luego iba al estudio del dueño de la casa y bebía el Glenfiddich de dieciocho años. Sin pedir permiso a nadie. Se había apoderado de la botella de vidrio. Y cuando un criado lo encontró bebiendo, Bill lo miró con gesto rabioso y le dijo: «¿Qué coño quieres, soplapollas?». Terminó la botella y la dejó sobre el escritorio de cerezo rojo, manchando la valiosa madera. Y siguió bebiendo cuanto encontraba a su paso. Y no bien sentía la cabeza pesada volvía a un baño, se encerraba con llave y se metía una dosis cada vez mayor de cocaína.

Nadie le dirigía la palabra. Bill miraba las fotos colgadas en las paredes y pensaba: «Debería estar también yo. ¿Cuántas pajas os habéis hecho gracias a mí, panda de gilipollas? Yo soy una estrella». Sentía los músculos de la cara contraídos. Trataba de sonreír pero cada vez que se veía reflejado en un espejo le parecía que solo hacía una mueca. Y después, cuando se le terminó su segundo frasco de cocaína, tuvo la clara sensación de que todos estaban mirándolo. Y que unos a otros se murmuraban algo al oído. Y que volvían a mirarlo. «¿Qué coño miráis? —pensaba—. ¿Queréis que me folle a vuestras mujeres? ¿Queréis que les dé una paliza? Soplapollas, cobardes.» En un momento dado fue a la salida. Lo que tenía que hacer era irse de allí. ¿Qué coño pintaba él con todos aquellos mamones ricos? Cuando estaban juntos se avergonzaban de él. Fingían no conocerlo. Había saludado a un par de ellos. Gente a la que vendía cocaína. Todo sonrisas y obsequiosidad cuando necesitaban el polvo blanco. Y ahora hacían como si no lo conocieran. Tendría que haberles metido veneno para ratas en la cocaína. Sí, eso tendría que haber hecho. Porque eran unas ratas asquerosas. Gente sin cojones. Lo que debía hacer era irse, pensó de nuevo, procurando llenarse los pulmones de aire fresco. Pero no podía dejar que se salieran con la suya, coño. No, él era el Punisher. Era mejor que todos ellos. Apretó los puños, fue a un rincón oscuro del jardín y aspiró el fondo del frasco.«Que os den por culo, gilipollas —se dijo—. Veamos quién tiene más huevos.»

Al volver a la mansión oyó carcajadas y aplausos. «Tendrían que ser para mí», se dijo, siguiendo las luces de los flashes, que brillaban enloquecidos. Entró en la sala, se abrió paso entre la gente, con las fosas nasales dilatadas, los ojos vidriosos, desorbitados, los dientes mordiendo los labios insensibles. Los pensamientos le daban vueltas en el cerebro sin terminar de formarse. Quería ver quién era el inepto que se estaba apropiando de la fama que le correspondía a él.

Y entonces la vio.

Y ella lo estaba mirando.

Súbitamente Bill supo que todas sus pesadillas del pasado no eran sino una premonición. De ese momento. Las carcajadas de la gente, los aplausos, todo se acalló. Y cada flash que se encendía era como si Ruth se le acercase un poco. Sus propios pensamientos se acallaron. Como muertos de pronto. Fulminados por Ruth. Bill ya no tenía pensamientos. La miraba, inmóvil. Incapaz de apartar los ojos de ella. Hipnotizado.

Como si estuviese mirando su propio destino. Como si después de tanto correr se hubiese encontrado frente a la muerte. La muerte que lo había atormentado por la noche, despertándolo aterrorizado. Ella estaba ahí. Y estaba ahí por él. Solo por él.

Ruth había ido a detenerlo.

Estiraría un brazo hacia él. Lo señalaría. Abriría la boca para gritar: «¡Es él!». Y todos, en aquel silencio irreal, le clavarían los ojos. Y se enterarían de todo. «¡Es él!» Lo acorralarían como a un animal. Lo tumbarían al suelo. Lo inmovilizarían. Lo vejarían. Lo atarían, lo entregarían a la policía. Y la policía lo pondría en la silla, con las correas de cuero y el casquete apretado en el cráneo, con la espuma goteando agua. «¡Es él!», gritaría Ruth mientras conectaba la corriente. Y el Punisher moriría. Frito. Con los sesos desparramados. Las manos sujetas a los brazos de la silla. Como un perro. Como en sus pesadillas.

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