Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
—A lo mejor el próximo año —dijo entonces y estrechó una mano de Sal.
Sal no respondió. Bajó la mirada al suelo.
—¿Esta noche te quedas a dormir en el despacho? —preguntó Cetta.
—Quizá... —dijo Sal—. Tengo que repasar unas cuentas.
Desde hacía varios meses Sal encontraba cada noche alguna excusa para no regresar a Bensonhurst. Y Cetta iba a dormir a su cama, hasta el amanecer. Entonces se levantaba y entraba a hurtadillas en su habitación, para no despertar a Christmas.
—Me alegra —dijo Cetta.
—Ya veremos, no te garantizo nada.
—Lo sé, Sal.
—Ahora tengo que irme, nena.
Cetta sonrió. Le gustaba que Sal la llamara «nena», pese a que ya era una mujer de casi veinticinco años y estaba más rechoncha y fofa.
—Dímelo otra vez.
—¿El qué?
—Nena...
Sal soltó su mano de la de Cetta.
—No puedo perder tiempo. Hay un lío tremendo con el asunto del alcohol.
—¿De modo que es cierto? —preguntó Cetta. Todo el mundo hablaba de eso. El gobierno quería dictar una ley que prohibía beber alcohol.
—Sí, es cierto —dijo Sal—. Empieza una nueva era. ¿Crees posible que en América la gente deje de beber?
Cetta se encogió de hombros.
—Es el negocio del siglo. Todos vamos a ganar un montón de dinero —dijo Sal—. Y yo quiero estar en el ajo.
—¿Cómo? —preguntó Cetta, preocupada.
Sal rió.
—No tengo la menor intención de exponerme a los disparos de la policía. El contrabando no es lo único. También habrá que abrir locales clandestinos donde la gente pueda beber, ¿no? Y lo que yo quiero es que me den uno de esos locales.
Cetta miró a Sal.
—Estarás todavía menos en casa... —dijo.
—A lo mejor convenzo al jefe para que te contrate como camarera en mi local. —Sal le guiñó un ojo.
—¿En serio? —exclamó entusiasmada Cetta, arrojándole los brazos al cuello.
—El trabajo de camarera es duro —dijo Sal zafándose del abrazo—. No es como el de puta... todo el día en la cama.
—Vete —le dijo Cetta riendo.
—Hasta luego.
—¡Dímelo! —le gritó Cetta antes de que saliera del burdel.
—No soy tu mono amaestrado —contestó Sal al tiempo que cerraba la puerta.
Cetta se sentó en el sofá. Con una sonrisa en los labios pintados. Se miró en el espejo que tenía enfrente. Miró el traje que había creído de gran dama cuando acababa de desembarcar en Nueva York. Y se acordó de la primera vez que había visto a Sal. El hombre que la había salvado. Y que pronto la salvaría de nuevo convirtiéndola en camarera. Y se imaginó con un mandil a rayas blancas y rojas.
Llamaron a la puerta.
Cetta se levantó de un salto.
—¡Abro yo! —gritó alegre en el pasillo a las otras putas. «Es Sal que quiere decirme nena», pensó riendo.
El hombre que estaba en la puerta le observó el amplio escote. Y sonrió con los ojos entrecerrados.
—Te estaba buscando precisamente a ti, dulzura —dijo palpándole el culo. Era bajo y gordo, y, como siempre, apestaba a agua de colonia—. Te he traído caramelos, niña mala.
Y siempre quería practicar juegos asquerosos.
Christmas dejó pronto de reír de los ruidos que hacían Cetta y Sal en la cama. El amor ya no le parecía gracioso como antes. Algo había cambiado en su cuerpo. Aunque no sabía cómo manejar ese cambio, había comprendido que el amor era un asunto serio y oscuro. Misterioso y fascinante. Para mayores. Y así dejó también de pegar el oído a la pared divisoria entre los dos pisos. Y cada vez que oía a su madre recogerse, se hacía el dormido.
Algunos de los muchachos mayores del edificio hablaban de mujeres. Pero eran palabras confusas. Y, sobre todo, ninguno mencionaba jamás la palabra «amor». Parecía más una cuestión mecánica. De sus explicaciones Christmas había deducido cómo se hacía. Pero lo que le interesaba era el amor. Y ninguno hablaba nunca de amor. Tampoco los mayores.
Cuando cumplió trece años, Cetta le regaló un bate de béisbol y una pelota de cuero. Entonces ya era camarera, no prostituta. Ganaba menos y Christmas sabía que tenía que haber ahorrado mucho para comprarle aquel regalo.
Un día Christmas, sentado al lado del bate y la pelota en las gradas de la entrada del edificio de Monroe Street, estaba leyendo por segunda vez la historia del amor trágico e imposible del muerto de hambre Martin Eden con la rica Ruth Morse.
Sal aparcó el coche entre dos tenderetes de vendedores ambulantes y al entrar en el edificio le dijo a Christmas:
—Si te interesa, te he encontrado un trabajito.
Christmas cerró el libro, cogió el bate y la pelota y siguió a Sal escaleras arriba.
—Si fuese tú, tiraría la pelota y conservaría el bate, meoncete —dijo Sal. Después rió solo.
—¿Qué trabajo es? —preguntó Christmas.
—Te pagan siete dólares por alquitranar otro tejado en Orchard Street —contestó Sal—. Son los mismos de la semana pasada. Han dicho que eres bueno.
Christmas pensó que con un jornal de siete dólares nadie se hacía rico. Y se corría el riesgo de llevar una vida de mierda como la de Martin Eden. Sin embargo, le gustaba que Sal se ocupara de él.
—Somos una especie de familia, ¿verdad? —le preguntó.
Sal paró a mitad de la subida y se quedó mirándolo. Movió la cabeza, continuó subiendo y abrió la puerta de aquel que se empeñaba en llamar despacho, a pesar de que había vendido la casa de Bensonhurst.
—¿Quién te mete en la cabeza esas bobadas? ¿Tu madre?
Christmas pasó al piso.
—¿Tú la amas? —le preguntó.
Sal se puso tenso. Turbado, trastabilló. Después fue al otro lado del escritorio de nogal y miró por la ventana.
—Nunca se lo he dicho —declaró dándole la espalda a Christmas.
—¿Y por qué?
—¿A ti qué te pasa? —saltó Sal, volviéndose, con la cara roja—. ¿A qué coño vienen todas estas preguntas?
Christmas retrocedió un paso. Bajó los ojos a la portada de
Martin Eden
.
—Solamente quería saber por qué... —dijo en voz baja y se dirigió a la puerta.
—Porque nunca he sido un hombre valiente, supongo —respondió entonces Sal.
Al amanecer del día siguiente, Christmas oyó regresar a Cetta. Inmóvil, sonrió bajo las mantas. Después salió y vagó un rato por las calles del gueto, compró un pan dulce con el dinero que había ganado alquitranando tejados la semana anterior y volvió a casa a las once, hora en que Cetta se despertaba. Se sentó en la cama de su madre y le dio el pan caliente y dulce.
Cetta le acarició una mano mientras mordisqueaba el pan.
—Te has vuelto realmente guapo.
Christmas se sonrojó.
—No me molesta que te quedes con Sal —dijo Christmas, con la mirada gacha.
A Cetta se le atragantó un trozo de pan. Tosió. Rió y luego lo agarró y lo atrajo hacia sí, lo estrechó entre sus brazos y lo besó en la frente.
—No, me gusta que me cuides por la mañana —dijo y se quedaron abrazados, tumbados en la cama uno al lado del otro.
—Mamá, Sal te ama, ¿lo sabías? —dijo poco después Christmas.
—Sí, cariño —respondió Cetta débilmente.
—¿Cómo puedes saberlo si nunca te lo ha dicho?
Cetta suspiró, acariciando el mechón rubio de su hijo.
—¿Sabes qué es el amor? —le dijo—. Es conseguir ver lo que nadie más puede ver. Y es dejar ver lo que no querrías que viera nadie más.
Christmas se apretó a su madre.
—¿Yo también me enamoraré algún día?
Manhattan, 1924
—Se van esta noche —le dijo Fred aquella mañana de mediados de enero. Había ido a buscarlo a casa para darle la noticia.
Christmas lo miró sin hablar. Bajó los ojos. «Entonces es verdad», pensó. Hasta aquel día había fingido no creerlo. Porque no podía pensar que no volvería a ver nunca a Ruth. Que tendría que olvidarla.
—Central Station —añadió Fred, como intuyendo sus pensamientos—. Andén número cinco. A las siete y treinta y dos.
Y aquella noche Christmas fue a la Grand Central Station. Al acercarse a la entrada principal en la Cuarenta y dos, miró el enorme reloj que se elevaba sobre la fachada. Eran las siete y veinticinco. Al principio había decidido no ir. Esa rica chiquilla mimada no se merecía su amor. ¿Era capaz de borrarlo con tanta facilidad de su vida? Bueno, él haría lo mismo, se dijo con rabia. Pero después no pudo aguantarse. «Te amaré siempre, aunque tú no vuelvas a amarme», pensó, y en ese mismo instante se disipó toda su rabia. Christmas había reencontrado al muchacho que había sido siempre. Y ahora en su interior solo había lugar para el amor inmenso que sentía por Ruth.
La manecilla de los minutos avanzó un paso. Las siete y veintiséis. Las estatuas de Mercurio, Hércules y Minerva lo observaban severas. Se decidió a entrar, bajo la mirada ciega de la estatua del magnate de los ferrocarriles Cornelius «Commodore» Vanderbit. Y de repente tuvo la impresión de que ya no le quedaba tiempo.
Echó a correr hacia el andén número cinco. Quería verla. Al menos una última vez. Para que aquellas facciones que conocía de memoria se le grabaran en los ojos de forma indeleble. Porque Ruth era suya y él era de Ruth.
Llegó jadeante y, abriéndose camino entre el gentío del andén, comenzó a recorrer los vagones, con tal miedo de no encontrarla que se le salía el corazón. Ya se había anunciado la partida del tren. Las siete y veintinueve. Tres minutos. Tres minutos y Ruth habría desaparecido de su vida.
Y por fin la vio, sentada al lado de la ventanilla, con la mirada en el vacío y expresión ausente. Christmas se detuvo. Habría querido aporrear la ventanilla, tocarle la mano a través del cristal, por última vez. Pero no tuvo valor para acercarse. Se quedó allí, de pie, entre la gente que se dispersaba, mirándola. Sin saber por qué, se quitó la gorra. Después vio que Ruth agachaba los ojos, hacia algo que tenía en la mano. Luego se ponía aquello al cuello. Y a Christmas le temblaron las piernas.
—Es horroroso —dijo la madre de Ruth, sentada enfrente de ella, observando el colgante con forma de corazón que se había puesto al cuello.
—Lo sé —dijo Ruth, a la vez que pasaba la yema de un dedo por la superficie roja y brillante del corazón. Acariciándolo. Con amor, admitió en su fuero interno, ahora que al irse ya no corría ningún peligro. Y enseguida se puso a mirar por la ventanilla.
Y entonces lo vio. El pelo color de trigo revuelto sobre la frente. Los ojos oscuros, profundos, apasionados. Y aquella ridícula gorra en la mano. Y al momento, sin que pudiese evitarlo, la imagen de Christmas quedó empañada por las lágrimas.
Christmas dio un paso hacia delante, titubeante, apartándose de la multitud, cuando ya era tarde, cuando ya no podían hacer nada. Pero sus ojos estaban enlazados. Y en aquellas miradas veladas por las lágrimas hubo más palabras de las que hubieran podido decir, más verdad de la que hubieran podido reconocer, más amor del que hubieran podido mostrar. Y había más dolor del que eran capaces de soportar.
—Te encontraré —dijo en voz baja Christmas.
El tren bufó. Y se movió.
Christmas vio que Ruth estrechaba en una mano el corazón rojo que le había regalado.
—Te encontraré —repitió despacio mientras se llevaban a Ruth.
Cuando Christmas desapareció de su vista, Ruth se enderezó en el asiento. Una lágrima le surcaba una mejilla.
Su madre la miraba con su semblante gélido y distante. Había visto a Christmas y observado la emoción de su hija. La siguió mirando un rato más y luego se dirigió a su marido, que estaba leyendo un diario.
—El amor de los muchachos es como un temporal veraniego —suspiró con voz cansada—. En un instante el sol seca el agua y poco después ni nos damos cuenta de que ha llovido.
Ruth se levantó.
—¿Adónde vas, cariño? —preguntó su madre.
—Al servicio —dijo Ruth, clavándole una mirada feroz—. ¿Puedo?
—Cariño, domínate —respondió la madre y cogió una de las revistas que encargaba en París.
Ruth buscó al camarero del vagón, le pidió unas tijeras y se encerró en el lavabo. Se desnudó y se ciñó aún más el vendaje que le aplastaba el seno, ocultándolo. Luego se vistió y de un tijeretazo se cortó sus largos rizos. Hasta la línea de la mandíbula, más largos por delante y más cortos en la nuca. Se los mojó e intentó peinarse. Devolvió las tijeras al camarero y volvió a sentarse en su sitio, enfrente de su madre.
Había empezado el viaje a California.
«Adiós», pensó Ruth.
Manhattan, 1926
Al final de esa mañana del 2 de abril de 1926 —día en que Christmas cumplía dieciocho años—, el humo, que invadía un amplío tramo de calle, era acre y picaba los ojos. Incluso desde lejos. Incluso desde la otra acera. La multitud aglomerada murmuraba alrededor del camión de bomberos que tapaba la tienda.
Christmas se había convertido en un chico alto. Y fuerte. Y tenía una cicatriz reciente justo debajo del ojo izquierdo. Y una barba rala y descuidada le doraba las mejillas. Llevaba un traje que muchos no habrían podido permitirse, pero ajado y sucio. En el bolsillo derecho, una navaja. En la mirada, una luz apagada, como adormecida. En la expresión, una pincelada densa y espesa de cinismo. El signo exterior de que no solo había crecido, sino que además se había transformado en uno de los tantos muchachos que vivían en las calles. Que vivían de la calle.