Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
Cetta besó a Sal en la mejilla, riendo feliz, y desenvolvió con frenesí el paquete. Una vez que lo hubo desenvuelto, vio que era un pene de madera.
—La próxima vez que tengas ganas de abrirte de piernas, usa esto —le dijo Sal. Después se levantó—. Me he olvidado del puro —añadió, también sin mirarla, y enseguida se alejó, al tiempo que uno de los púgiles recibía un violento gancho en el mentón y un chorro de sudor manchaba el traje nuevo de Cetta.
Sal subió por la gradería, se metió en uno de los lavabos, cerró con llave y apoyó las manos en la pared roída, apretando las mandíbulas, con los ojos cerrados. Después, un ruido obsceno que salía de su interior lo sacudió, haciéndolo vibrar, y Sal lloró todas las lágrimas que no quería enseñar a Cetta.
«Sal Tropea está agotado. Ha terminado con la calle —había dicho el jefe Vince Salemme a sus lugartenientes. Luego había convocado a Sal—. Cuando lo del lío con los irlandeses, di un primer ejemplo. A Silver lo encontraron colgado de una bandera irlandesa, como se merecía. Judas de mierda. Pero te estaba esperando para dar el segundo ejemplo.—Y como demostración de su gratitud por no haber hablado y por todos los años que había estado en la cárcel, lo recompensó con un edificio en el 320 de Monroe Street—. Me pasas el cincuenta por ciento de los alquileres, Sal, y tú te ocupas y corres con los gastos de las reparaciones y del mantenimiento —le había dicho Vince Salemme—. En quince años el edificio será tuyo. Pero recuerda que sigues siendo de la familia. Cada vez que te necesite, vendrás volando.»
Lo primero que hizo Sal fue ir a ver el edificio. La fachada estaba en pésimo estado y las escaleras, aún peor. Todos los inquilinos eran italianos y judíos. Muchos de ellos no hablaban inglés y vivían como animales, diez hacinados en dos habitaciones. Había entre siete y nueve pisos por planta, y las plantas eran cinco, además de un semisótano con ocho habitaciones sin ventana. En la planta baja había tres pisos con baño. En la parte de atrás, en el patio desde el cual se extendía una telaraña de cordeles de los que permanentemente colgaba ropa tendida, había surgido un cubo sin ventanas y con puertas de metal y cristal, dividido en tres locales y una letrina común. En el primero había un zapatero remendón. En el segundo, un carpintero. En el tercero, un herrero. Y los tres artesanos vivían en el taller con sus familias. Sal calculó que tenía cincuenta y dos inquilinos potenciales. Pero en realidad cada inquilino subarrendaba su piso a las personas con las cuales lo compartía.
Al cabo de un mes, a escondidas de Cetta, Sal echó de los pisos a los inquilinos morosos y fijó un sobreprecio desorbitado al que pretendía subarrendar. Un mes después, casi todos los inquilinos se deshicieron de sus subarrendatarios. Así las cosas, Sal contrató a un puñado de albañiles italianos prometiéndoles un piso a cada dos familias a cambio de las obras de reforma del edificio. No pagarían durante dos años y después gozarían de un descuento del treinta por ciento sobre el constante mantenimiento del inmueble. Al año siguiente Sal hizo llegar la corriente eléctrica y las tuberías del agua y el alcantarillado a cada piso, usando materiales que robaban de noche. De los dos baños comunes que eliminó en cada planta sacó dos cuartitos, con lo que, en vez de cincuenta y dos pisos de alquiler, ahora tenía cincuenta y siete.
Cuando el edificio tuvo un aspecto digno, Sal ocupó un piso de la primera planta como despacho. Mandó robar un escritorio de nogal de la tienda de un anticuario y un sillón con el asiento y el respaldo acolchados y forrados de cuero. En la habitación de atrás puso una cama, aunque no tenía intenciones de dejar la casa de Bensonhurst. Después amuebló el piso de al lado. En una habitación puso una cama matrimonial, en la cocina una mesa cuadrada, tres sillas y un catre, y en el salón una alfombra, un sofá y un sillón. Por último, se dirigió al semisótano que antaño fuera de Tonia y Vito Fraina.
—Anota esta fecha: 18 de octubre de 1917... —comenzó a decir orgulloso al abrir la puerta del semisótano, pero al momento se interrumpió.
Cetta estaba de rodillas delante de Christmas y le lavaba el tórax desnudo cubierto de sangre.
—¿Qué coño has hecho, meoncete? —dijo Sal.
Christmas no respondió. Tenía los labios y los puños apretados mientras su madre le desinfectaba una herida de cuchillo en pleno pecho. El corte no era profundo, pero sí limpio.
—Se lo han hecho en el colegio —dijo Cetta.
Sal sintió que la sangre le subía a la cabeza mientras Cetta le hablaba del muchacho alto y fuerte que se había burlado de Christmas por el trabajo que hacía su madre y luego lo había marcado con el cuchillo.
—Es una P —concluyó Cetta mirando a Sal.
—Pero tú no haces esas cosas feas, ¿verdad, mamá? —dijo entonces Christmas.
Antes de que Cetta pudiera abrazar a su hijo, Sal lo había agarrado de una mano y lo arrastraba fuera del semisótano. Y, sin decir palabra, caminó hecho una furia hasta el colegio de Christmas.
—¿Quién ha sido? —le preguntó mirando con hosquedad a los chiquillos que salían de las aulas.
Christmas no respondió.
—¿Quién ha sido? —repitió furioso Sal.
—Yo soy como tú —respondió Christmas, con los ojos cubiertos de lágrimas—. No soy un chivato.
Sal movió la cabeza, luego volvió al semisótano.
—Tú o el meoncete conseguís siempre echarlo todo a perder —rezongó Sal mientras llenaba una maleta con cosas de Cetta. Luego los hizo subir al coche y los llevó al 320 de Monroe Street—. Esta es vuestra nueva casa —dijo con rudeza y levantó un dedo sucio hacia una ventana de la primera planta. Dio un empujón a Christmas para que entrara en el portal y a Cetta le arrancó la maleta de la mano—. Vamos, andando —le dijo. Una vez frente a la puerta del piso, extrajo una llave de su bolsillo y se la tendió a Cetta—. Abre, ¿qué estás esperando? Es tu casa —dijo.
Cetta no tenía palabras. Abrió la puerta y se encontró en la cocina. A la derecha, una habitación con una cama de matrimonio. A la izquierda, un salón.
—Es una casa... —Fue todo lo que dijo.
—Vaya descubrimiento —respondió Sal—. Ahora no metáis bulla porque tengo que ir al despacho. Estoy aquí al lado...
Cetta se abalanzó sobre su cuello y lo besó.
Sal la apartó de un empellón.
—Me cago en la leche, no delante del meoncete, o harás que se vuelva sarasa —dijo al salir.
Al día siguiente, Sal se presentó con una placa de latón y la colocó sobre la puerta del piso. Cetta estaba en el trabajo.
—¿Qué tal la herida, meoncete? —preguntó a Christmas.
—No pienso volver al colegio —dijo este.
—Arréglatelas con tu madre —zanjó Sal, y luego señaló con un dedo la placa de latón—. ¿Qué hay escrito aquí?
Christmas se puso de puntillas.
—Señora Cetta Luminita —leyó.
—Señora... ¿Te has enterado?
Dearborn-Detroit, 1923-1924
Todos los cuartos de alquiler eran iguales. Las condiciones, las mismas: pago por adelantado, prohibido llevar mujeres a las habitaciones. Bill había estado en cuatro desde su llegada al condado de Wayne, Michigan. A él eso le traía sin cuidado. Si cambiaba de cuarto no era sino porque encontraba otro más cercano a la fábrica de River Rouge. La fábrica donde se fabricaban los Ford. El Model T.
Sin embargo, todo era muy diferente de como Bill había imaginado cuando lo habían contratado. La fábrica estaba en construcción. Un espacio inmenso. Miles de obreros. Solo una pieza, insignificante y anónima, para cada obrero. No un coche completo. A Bill le había tocado una parte del bastidor. Tenía que apretar tres tuercas de metal a tres pernos. Nada más. En eso residía toda su contribución al Model T.
El día que fue contratado, en la entrada de su sección estaba colgada la página de un periódico. El título del artículo decía: «Más Tin Lizzie que bañeras en las granjas americanas». El periodista escribía que el Model T había dado a los americanos de las zonas rurales la posibilidad de desplazarse desde sus granjas casi veinte kilómetros, la máxima distancia que normalmente recorrían con un caballo. Gracias al Model T las ciudades estaban al alcance de la mano. Y, en el curso de sus investigaciones, el periodista había constatado que prácticamente en cada granja había un Ford, mientras que con frecuencia no había bañera. Cuando trató de pedir una explicación a la esposa de un agricultor, esta respondió: «No se llega a la ciudad con una bañera».
Bill se había reído con ganas. El supervisor le había dado un golpe en el hombro y se había llevado un dedo a los labios. Bill había aprendido que la fábrica estaba regida por lo que los obreros llamaban el «Ford whisper». El susurro. Estaba terminantemente prohibido apoyarse en las máquinas, sentarse, hablar, cantar e incluso silbar y sonreír. Por ello, los obreros habían aprendido a comunicarse sin mover los labios, para eludir la vigilancia de los supervisores. El susurro.
Lo que no contaba el periodista en su artículo era que el Model T había iniciado una nueva costumbre. Los muchachos iban a recoger a las chicas a casa, las sacaban de las mecedoras que había en los porches y las llevaban a dar una vuelta. Y luego las tumbaban en los asientos traseros. Los obreros, durante los descansos, hacían guasa de aquello. Los que fabricaban los asientos contaban divertidos a sus compañeros que ya podían oler los culos desnudos de las chicas. Hasta que un día —después de que la directiva, precisamente por esa causa, hubiera decidido fabricar asientos traseros más estrechos—, algunos de ellos consiguieron robar uno de los asientos nuevos y detrás de una nave en construcción hicieron pruebas para comprobar si Ford iba a ser capaz de interrumpir la nueva moda.
Bill se contaba entre ellos. No reía como los demás, se mantenía más apartado, pero se lo estaba pasando bien. Una de las obreras que se prestó a imitar las posturas posibles, una chica rubia de mirada provocadora, lo agarró de la mano.
—Anda, enséñame lo que sabes hacer —dijo en voz alta, riendo.
Los obreros jaleaban y silbaban. Bill se sintió abrasado por todos aquellos ojos fijos en él, como si estuviese en la cárcel. La muchacha reía, mientras lo arrastraba hacia el asiento. El mono le ceñía el pecho turgente. Entonces Bill le torció un brazo, con violencia, y la forzó a volverse. Luego la empujó al asiento y, sujetándola del pelo, la montó por detrás.
—¡Eh, esa postura se llama «Agarra el toro por los cuernos»! —gritó un obrero.
—¿Qué toro? ¡Vaca, dirás! —lo corrigió otro obrero.
Y todos volvieron a jalear y silbar.
En cambio, la muchacha se había puesto repentinamente seria. Había sentido una punzada caliente en el vientre. Y una emoción intensa. Al soltarla Bill, se volvió a mirarlo.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Cochrann.
Un obrero de aspecto débil y tímido se les acercó.
—Ya basta, Liv —dijo a la chica. Era casi un ruego.
—Quítate de en medio, Brad —respondió la muchacha, sin dejar de mirar a Bill a los ojos.
—Liv...
—Olvídame, Brad —le interrumpió la chica—. Lárgate.
El obrero miró a Bill.
Bill se volvió hacia él.
—¿Estás sordo?
El obrero bajó la vista, luego se marchó.
Esa misma noche Liv se convirtió en la amante de Bill. Hicieron el amor en un prado. Con violencia. Y si Bill aflojaba sus arremetidas, Liv le clavaba las uñas en la espalda, hasta herirlo. Después, no bien Bill volvía a hacerle daño, Liv apretaba con menos fuerza. Como si no concibiese más que dolor en el acto sexual.
Y con Liv cesaron las pesadillas de Bill. Ruth había dejado de atormentarlo de noche.
Liv se dejaba pegar, atar, morder. Gritaba de placer cuando Bill la agarraba del pelo, hasta arrancárselo. Y cuando Bill estaba cansado, Liv lo maltrataba. Lo ataba, le pegaba, lo mordía. Y Bill aprendía a gritar de dolor. Y a descubrir el placer del dolor. Dejó su cuarto de alquiler y se fue a vivir a la chabola de Liv. Y hasta la noche de Año Nuevo pensó que quizá la amaba. Y pensó que podría vender las piedras preciosas y construir una casa mejor que aquella y vivir juntos. A lo mejor, casarse con ella.
Sin embargo, la noche de Año Nuevo Liv le dijo:
—Espero un hijo. Estoy preñada.
Aquella noche Bill, haciendo el amor, la golpeó brutalmente. En la cara. Y la sodomizó con tanta rabia que Liv casi se desmayó. Después, ya muy entrada la noche, Bill se despertó sudado. Ruth había vuelto a visitarlo. Y de nuevo lo había matado. Se levantó de la cama en silencio y se sentó en una silla de la cocina, con los codos sobre la mesa tambaleante y la cabeza entre las manos. Cerró los ojos y vio a su padre sacándose el cinturón de los pantalones y zurrando a su madre y a él. Abrió los ojos. Encontró media botella de coco-whisky, un destilado fermentado durante tres semanas en la cáscara de una nuez de coco, y se la bebió de un trago. Cuando el alcohol lo mareó, volvió a cerrar los ojos. Y de nuevo vio a su padre, de espaldas, zurrando a su madre y a él, borracho. Apenas con un segundo de retraso, cuando ya no podía abrir los ojos, se dio cuenta de que no era su padre, sino él. Él mismo zurrando a Liv y a su hijo. El hijo que iba a nacer.
Entonces Bill abrió la caja de hojalata en la que Liv guardaba sus ahorros de obrera y los robó. Cogió sus propios ahorros y las piedras preciosas, metió su ropa en una maleta, en silencio, sin despertar a Liv, y salió de la chabola.
Llegó a Detroit al amanecer y alquiló un cuarto. Dedicó el día a estudiar las distintas joyerías de la ciudad, hasta que dio con la que más le convenía. Estaba en una zona periférica de la ciudad. Y había visto entrar a dos individuos de aspecto siniestro. Había fisgado por el escaparate. Y había comprendido. Al día siguiente, tras ver que entraba en la tienda otro tipo que parecía un gángster, pasó detrás de este. Al otro lado del mostrador, una mujer gorda sacaba brillo a una urna con dijes de cristal y porcelana.
—Monaco te manda dos regalos —dijo el gángster al joyero.
Antes de que repararan en él, Bill había salido de la tienda. Esperó oculto detrás de una esquina, y cuando vio que el gángster salía, dejó que pasaran unos diez minutos.
—Monaco se ha olvidado del pez gordo —dijo al joyero.
El joyero lo miró con recelo, con un cigarrillo pendiente de un labio.
—¿Quién eres? —le preguntó.
La gorda miraba fijamente a Bill desde el otro lado del mostrador.