Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
Fue entonces cuando Andrew la vio. Sus miradas se cruzaron. Durante un instante. Andrew apartó los ojos, turbado. Y la esposa de Andrew también vio a Cetta.
Al terminar la función, toda la multitud salió a la calle. Cetta vio a Andrew hablar con la gente. Su mujer estaba un poco más allá y repartía octavillas. Cetta advirtió que la estaba mirando. Luego la mujer se le acercó. Se encontraron la una frente a la otra, entre el gentío, a menos de un paso de distancia. La esposa de Andrew examinó el traje de Cetta con evidente desprecio.
—No me había dicho que era una fiesta de disfraces —dijo Cetta.
La esposa de Andrew se quitó la gorra y agitó su pelo. Era rubio y fino. Lacio. Y tenía ojos claros, azules, de americana, pensó Cetta. Como Andrew.
—¿Te ha enseñado al menos a tener conciencia? —dijo la esposa de Andrew, mirándola de hito en hito con una sonrisa sarcástica.
—¿Y a ti te ha enseñado a follar? —le preguntó Cetta, con sus ojos negros y su pelo crespo atado en un moño detrás de la nuca.
La mujer acusó el golpe. Bajó la mirada durante un instante. Herida. Cetta notó que Andrew las había visto. Estaba pálido y tenía una mirada preocupada. Débil. Despreciable.
—Es todo tuyo —le dijo entonces Cetta a la sindicalista—. Solo ha conseguido enseñarme que soy una puta —continuó en voz baja—. Pero eso ya lo sabía.—Se dio la vuelta y se perdió entre la muchedumbre que vitoreaba la huelga de Silk City.
Antes de regresar a casa a toda prisa compró una revista de moda. Llegó con esa rabia que bullía en su interior. Y con la humillación que le impedía respirar. No bajó al semisótano, sino que fue al segundo piso y llamó con violencia a la puerta de la señora Sciacca. «¿Qué te habías metido en la cabeza?», se repetía.
La oronda vecina abrió medio dormida, con una toquilla azul sobre el camisón.
—Es tarde —le recriminó.
—Tengo que ver a Christmas —dijo Cetta, con enorme apremio en la voz.
—Está durmiendo...
—Tengo que decirle algo importante. Que se levante —y, dicho esto, Cetta dio un empujón a la señora Sciacca y entró hecha una furia. Fue a la camita en la que dormía Christmas y lo cogió en brazos, despertándolo con rudeza.
Christmas refunfuñó algo. Después abrió los ojos y reconoció a su madre. Tenía cinco años y el mechón rubio estaba completamente alborotado sobre la frente. Y en sus ojos tenía una expresión asustada.
Cetta llevó a Christmas a la ventana del saloncito y la abrió. Lo apoyó en el alféizar y le puso delante la revista de moda.
El niño estaba petrificado.
—Míralo bien, este es un americano —le dijo Cetta, con voz de fanática, mientras le mostraba un modelo fotografiado con un atuendo de polo. Luego agarró la cara de Christmas y, apretándole las mejillas, se la volvió hacia la calle—. Mira a ese —y le señaló a un hombre que se recogía con su maleta de ambulante—. Ese no será nunca americano.—De nuevo hojeó la revista, frenéticamente, presa de aquella rabia interior que no tenía visos de disminuir. Se detuvo en la foto de una actriz—. Ella es americana —le dijo. Después volvió otra vez la cara de Christmas hacia la calle—. Y esa no lo será nunca —dijo señalando con un dedo a una mujer encorvada, que estaba hurgando entre los restos de los puestos de venta ambulante.
—Mamá...
—¡Escúchame! Escúchame bien, cariño.—Cetta le cogió la cara entre las manos, con fuerza, con los ojos arrebatados—. Yo nunca seré americana. Pero tú sí. ¿Me has entendido?
—Mamá... —empezó a lloriquear, confundido, Christmas.
—¿Me has entendido? —chilló Cetta.
Christmas frunció la boca, conteniendo el llanto.
—¡Tú serás americano! ¡Repítelo!
Christmas tenía los ojos abiertos como platos.
—¡Repítelo!
—Tengo sueño...
—¡Repítelo!
—Seré... americano... —dijo en voz queda Christmas y al momento rompió a llorar, tratando de soltarse.
Y entonces Cetta lo estrechó entre sus brazos, con fuerza, y por fin su rabia se transformó en lágrimas. Y su humillación la hizo sollozar.
—Serás americano, Christmas... sí, tú serás americano... perdóname, perdóname, cariño... —Cetta lloraba, acariciando el pelo de su hijo, enjugándole las lágrimas y bañándolo con las suyas—. Mamá te quiere... para mamá solo existes tú... solo tú... mi pequeñín. Mi pequeñín americano.
En la puerta, la señora Sciacca, rodeada de sus hijos, que se agarraban al enorme camisón de su madre, con las caras medio dormidas, los estaba mirando.
Manhattan, 1923
—Dile a ese mamarracho que salga de mi carnicería —le pidió Pep a Christmas, señalando a Joey.
Lilliput, la perrita de Pep, le gruñía tímidamente a Joey, que estaba apoyado en el marco de la puerta trasera. Santo, a su lado, no sabía dónde meterse. Dio media vuelta y salió a la calle.
Christmas se volvió hacia Joey.
—Déjanos solos —le pidió, con un tarro de metal en la mano.
—Te dejas mandar por un viejo —repuso Joey con una mueca socarrona.
Pep se incorporó de un salto con todo su peso. Asió a Joey con ambas manos por el cuello de su chaqueta raída, casi lo levantó del suelo y lo arrojó fuera de la carnicería. Joey se estrelló contra Santo. Lilliput ladraba furiosa.
—¡Calla de una vez, Lilliput! —gritó Pep—. Luego cerró la puerta de la trastienda, con tanta violencia que hizo caer trozos del enlucido de las paredes, puso una mano en el pecho de Christmas y lo empujó contra la pared de la tienda.
—¿Tú de qué vas, chico? —dijo en voz baja y amenazadora.
—Pep, tranquilízate —respondió Christmas, sonriendo—. Te he traído la crema para Lilliput. Se está curando, ¿no?
—Sí, se está curando —dijo Pep—. ¿Y bien? Responde a mi pregunta.
—Te he respondido...
—Me importa una mierda la crema —dijo Pep y retiró la mano del pecho de Christmas.
Christmas se metió la camisa dentro de los pantalones y enseguida le tendió el tarro a Pep.
—No me debes nada —dijo.
—¿No me digas? ¿Y eso? ¿Es que de pronto te has vuelto rico? —inquirió Pep.
Christmas se encogió de hombros.
—Puede que sea porque me he encariñado con Lilliput —y puso una mano en el picaporte de la puerta, que empezó a abrir.
Pep la cerró con violencia.
—Escúchame, chico —Le apuntó a la cara con un dedo manchado de sangre animal—. Escúchame bien.
—¿Eh, va todo bien allí dentro, Diamond? —lo interrumpió desde fuera la voz de Joey.
Pep y Christmas se miraron en silencio.
—¡Todo va bien! —gritó Christmas.
—No me gusta —dijo Pep moviendo el pulgar hacia la puerta tras la cual se encontraba Joey.
—Es amigo mío, no tuyo —dijo Christmas con expresión de desafío—. Me tiene que gustar a mí.
—Te lo repito: ¿de qué vas, chico?
—Pep, me encanta charlar contigo, en serio, pero me tengo que ir —dijo Christmas, que no quería oír a Pep ni a nadie, porque ya no era un chiquillo, sino un hombre.
—¿Te acuerdas del día que nos conocimos? —prosiguió Pep—. ¿Te acuerdas?
Christmas lo miraba en silencio, con la barbilla ligeramente levantada y un mohín de aburrimiento.
—Los Diamond Dogs... —se burló Pep, con amargura—. ¿Pensaste de verdad que me lo había creído? Tú no tenías ninguna banda, estaba convencido. ¿Y sabes por qué? Porque me lo decían tus ojos.
Christmas bajó la mirada durante un instante. Sin embargo, enseguida replicó, metiéndose las manos en los bolsillos con ademán arrogante:
—¿Qué puñetas quieres, Pep? ¿Es la hora de los sermones?
—No te hagas el duro conmigo —dijo Pep—. Te estás convirtiendo en un matón de tres al cuarto. ¿Sabes por qué te di ese medio dólar para que protegieras a Lilliput? Porque te miré a los ojos, no porque creyese que realmente pudieras hacerlo. Porque en tus ojos leí algo que me gustaba. Pero ahora ya no te reconozco. Si te viese hoy por primera vez, te echaría a patadas en el culo, como al maleante que está allí fuera.—Pep meneó la cabeza, luego habló con voz cálida, paternal—. Mi sarnosa te movió el rabo en cuanto te vio. Hay que fiarse de los animales, ¿sabes? Tienen un instinto infalible. Pero como sigas así, también te gruñirá a ti dentro de dos semanas, cuando vengas a pedirme el soborno, como esos maleantes de Ocean Hill. Cuando tú también quieras chuparle la sangre a la pobre gente que no tiene pistola. Esta no es una ciudad, tampoco una jungla, como dice todo el mundo. Es una jaula. Y no somos demasiados. Es fácil volverse loco. Este ya no es tu juego. Se ha vuelto algo serio. Pero todavía estás a tiempo de ser un hombre y no un matón.
Christmas le clavó una mirada dura, bajo la cual bullía toda la rabia que no conseguía retener.
—Ha estado bien hablar contigo, Pep —dijo con tono inexpresivo.
El carnicero le sostuvo la mirada en silencio, después frunció los labios en una mueca de pena y se apartó. Christmas se acercó a la puerta y la abrió.
—Una última cosa —dijo entonces Pep—. El granujiento de allí fuera —y con la cabeza señaló a Santo, que estaba apoyado en la pared junto a Joey— se va a dejar la piel si te sigue. Si todavía tienes cojones, quítatelo de encima. No lo arrastres al fondo también a él.
—Tendrías que haber sido cura, Pep —respondió Christmas.
Lilliput lanzó un largo aullido. Luego fue a cobijarse entre las piernas de su amo, donde siguió gruñendo débilmente.
—No vuelvas a aparecer por aquí —dijo Pep y cerró la puerta.
Christmas sintió que no era simplemente la puerta de un carnicero del Lower East Side la que se cerraba. Y, durante un instante, tuvo miedo. Sin embargo, enseguida decidió no hacer caso a esa sensación. Ahora tenía una coraza. Y con el tiempo sería cada vez más dura, se dijo. Les silbó a sus dos compañeros y se encaminó solo por el callejón.
—¿Te ha dado los dos dólares? —le preguntó Santo al darle alcance.
Christmas lo miró. No sabía cómo era ahora su mirada, pero sabía que la de Santo no había cambiado nunca. Se introdujo una mano en el bolsillo, extrajo dos monedas y las lanzó al aire.
—Claro —dijo riendo—. ¿Qué creías?
Santo consiguió pillar al vuelo una moneda. La otra cayó en un charco fangoso. Santo metió la mano en el barro y luego se la limpió en los pantalones.
—¿Ahora tenemos que repartir entre tres? —preguntó.
—No, todo es tuyo —dijo Christmas.
—¿Dos dólares solo míos? —preguntó Santo contento.
—¿Y eso por qué? —se quejó Joey.
Christmas se volvió de golpe.
—Son suyos —se limitó a decir.
Joey lo miró.
—Vale.
A la semana siguiente del trabajito que le había costado a Chick la rodilla, Joey había encontrado un hueco sobre el Wally’s Bar & Grill, un local que regentaban unos italianos amigos de Big Head. Un mes después, Buggsy y el topo se habían transformado de ratas en cadáveres. Pero Joey se había quedado en el Lower East Side. Y se había convertido en el tercer miembro de los Diamond Dogs. Al cabo de pocos días descubrió que la banda realmente no existía. Pero tenía un plan que consistía en aprovechar la popularidad de Christmas en el barrio. Pasado un mes, ya cobraban algún soborno y habían organizado un par de pequeños timos. Sabía que no podía contar con Santo. Sin embargo, parecía que no quería prescindir de Christmas. Y es que, según Joey, el jefe de los Diamond Dogs tenía buena pasta. Era un tipo despierto. No sabía nada, pero aprendía deprisa.
Hacía pocos días que el verano, repentinamente, se había abatido sobre la ciudad, con lo que eliminaba a la primavera con la misma violencia con que el invierno, hacía poco más de dos meses, había impedido que brotase aquella. Daba la impresión de que el asfalto de las calles se derretía.
—Hace un calor del carajo —dijo Christmas—. Vamos a abrir una boca de riego.
—¡Ducha gratis! —gritó Joey.
Santo palideció. Christmas lo miró. Como siempre, Santo tenía el miedo pintado en el rostro. Christmas le dio una palmada en un hombro.
—Iremos solo Joey y yo —le dijo.
—¿Por qué? —preguntó Santo.
—Necesito que te pases por la panadería de Henry Street.
—¿A hacer qué...? —preguntó Santo, aún más pálido.
Christmas rebuscó en su bolsillo y sacó unas moneditas.
—No tienes que hacer nada. Compra un bollo y llévaselo a tu madre.
—Sí, pero...
—Hazlo, Santo. Si no entiendes enseguida, lo entenderás después. Ya conoces la regla —dijo Christmas.
Joey rió y se dio una palmada en un muslo. Santo bajó la mirada, mortificado.
—Santo —dijo entonces Christmas, pasándole un brazo sobre los hombros—. Solo necesito que vayas allí y te dejes ver. Eso es todo. Compra un bollo. Y págalo con diez dólares —y le entregó un billete a Santo—. Te conocen. Saben que eres uno de los Diamond Dogs. Demuéstrales que los negocios nos van bien. Y que no te falta dinero. Luego vete a la casa de tu madre.
—Vale, jefe —dijo Santo, recuperando la sonrisa—. Tu chatarra —le dijo devolviéndole las moneditas.
—Gracias, Santo, te debo un favor.
—Somos los Diamond Dogs, ¿no? —dijo Santo mientras se alejaba.
Christmas esperó a que Santo hubiese doblado la esquina, luego apuntó con un dedo al pecho de Joey.
—Como vuelvas a reírte de él en su cara, te romperé el culo —dijo.
Joey dio un paso atrás, con los brazos abiertos.
Christmas lo miró en silencio.
—He decidido quitármelo de encima —añadió después.
Ruth abrió su diario. Acarició nueve flores secas y guardadas con mimo. Nueve flores que le había regalado Christmas hacía casi un año. Nueve, como los dedos de sus manos.
Alrededor, en el patio del lujoso y exclusivo colegio donde estudiaba, sus compañeros y los de otros cursos reían y bromeaban. Ruth estaba apartada. Al otro lado de la verja podía ver a uno de esos hombres horribles a los que su abuelo había encargado que la protegieran a todas horas. Cada vez que salía de casa, uno de esos tipos que vestía ropa vulgar se le pegaba a las faldas. Entraba con ella en las tiendas, la dejaba en las gradas del colegio y la esperaba a la salida. En una ocasión que un chico de los cursos superiores se le acercó, para hacerse el gracioso, el guarda de turno cogió al muchacho del brazo y dijo: «¿Todo en orden, señorita Isaacson?». En el colegio, a partir de ese día la llamaban Todo-en-orden-señorita-Isaacson. Ruth se aisló aún más. Se volvió huraña. Se negaba a ir a las pocas fiestas a las que todavía la invitaban.