La calle de los sueños (23 page)

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Authors: Luca Di Fulvio

BOOK: La calle de los sueños
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—Un whisky —le pidió al camarero.

—Las bebidas alcohólicas están prohibidas —contestó el camarero mirando fijamente a Bill.

Bill movió la cabeza, miró de un lado a otro, y después señaló a un cliente que estaba a unos metros.

—¿Y ese qué está bebiendo? —inquirió.

—Té frío —respondió el camarero.

—Pues dame un té frío —dijo—. Y que sea bueno —añadió sacando su dinero.

—¿Con hielo o con soda?

—Solo. Y doble.

—Es el mejor té que puede encontrar en circulación —aseguró el camarero, sirviéndole un whisky doble de contrabando.

—¿Y cuánto me costaría la puta que está ahí, amigo? —preguntó entonces Bill en voz baja, inclinándose por encima de la barra y señalando a la mujer que lo excitaba porque era coja.

—La señorita Cetta no es una puta, señor —dijo el camarero, inclinándose también hacia Bill—. Aunque si le interesa la mercancía, hay otras chicas en el piso de arriba.

Bill no respondió. Apuró su whisky de un trago, hizo una mueca y golpeó el vaso contra la barra.

—Otro doble —dijo.

El camarero le llenó el vaso hasta el borde, Bill bebió y pagó. Luego se puso a dar vueltas por el local, sin perder de vista a Cetta. Cuando vio que iba hacia la puerta que daba a la parte de atrás con un cajón de botellas vacías, la siguió.

—Eh, preciosidad —le dijo alcanzándola en la calle—, ¿quieres que te dé un masaje en la pierna?

Cetta se volvió de golpe. Dejó las botellas sobre una pila de otras botellas y avanzó hacia la puerta para entrar en el local.

Pero Bill le cerró el paso.

—¿Qué pasa? ¿Acaso te caigo mal? —le preguntó con una mueca lasciva.

—Déjeme pasar —dijo Cetta.

—No pretendo tirarte los tejos —continuó Bill, agarrándola de un brazo—. Solo quiero follarte, por si no te habías enterado.

—Suélteme.

Pero Bill le apretó con más fuerza el brazo, se lo dobló hacia la espalda y tiró de ella.

—Oye, zorra, que yo pago.

—Suéltame, gilipollas.

—Parece que no me has entendido...

—Te ha entendido perfectamente —lo interrumpió una voz profunda como un eructo.

Bill vio a un hombre de cara fea y manos negras en la puerta del local.

—¿Tú quién coño eres? —le dijo, soltando a Cetta y buscando el puñal que tenía en el bolsillo.

El hombre de las manos negras desenfundó su pistola, con una inesperada velocidad, y se la plantó en la cara, apretándosela en la frente.

—Lárgate, mierda —dijo con su voz profunda y desprovista de emociones.

Bill sacó despacio la mano del bolsillo. Levantó con parsimonia las dos manos y trató de sonreír.

—Oye, que estaba bromeando. ¿Es que aquí no aguantáis las bromas, amigo?

El hombre de las manos negras no dijo ni una palabra ni dejó de apretarle el cañón de la pistola contra su frente.´

Bill retrocedió un par de pasos. Y luego se marchó, despacio, temiendo recibir un tiro por la espalda. Transpirando de miedo. Cuando llegó a la esquina, antes de torcer, se volvió para mirar hacia la parte trasera del local. La mujer estaba abrazando al hombre de las manos negras. «Zorra», dijo dirigiéndose a todas las mujeres del mundo.

Anduvo a toda prisa por tres bloques. Estaba furioso. Y huía de su miedo, de su humillación, de su frustración.

—¿Quieres un trabajito de boca? —le dijo una voz, en la oscuridad de un callejón. La prostituta era vieja. Con el pelo teñido, color paja, estropajoso. El traje escotado dejaba entrever dos pezones oscuros y marchitos. Se quitó la dentadura—. Tengo una boca de terciopelo, cariño.

Bill miró alrededor, la empujó a un rincón, se desabrochó los pantalones y la puso de rodillas.

—Tienes que pagarme —trató de protestar la prostituta.

Bill extrajo el puñal y se lo plantó en el cuello.

—Chupa, zorra —le dijo—. Como respires, te mato. —Y, mientras la mujer se metía en la boca su miembro, endurecido por la rabia, Bill no dejó en ningún momento de acosarla con el puñal en el cuello—. Traga, zorra judía —dijo poco después, mientras se vaciaba de toda su hiel. Entonces dio un paso atrás, se abrochó los pantalones, miró a la prostituta, que seguía de rodillas, y le dio una patada en la cara. Se le abalanzó y volvió a ponerle el cuchillo en el cuello. Le metió una mano en el escote y le rasgó el traje. Los senos flácidos se balancearon en el aire y cayeron unos dólares. Bill los cogió y se los guardó en el bolsillo. Luego se levantó.

—No me mates... —lloriqueó la prostituta.

Bill la miró con profundo desprecio. Acto seguido pisoteó la dentadura, que se le había caído al suelo, haciéndola añicos.

—¡Zorra judía! —le gritó al tiempo que se alejaba a la carrera y abandonaba Manhattan.

Consiguió saltar a un tren de mercancías que iba al norte, pero el tren paró una hora después, antes de que Bill hubiese decidido adónde ir. Se apeó y, todavía temblando, con la mandíbula contraída, leyó el cartel de la estación. «Hackensack», decía. Fue a la carretera nacional y siguió andando hacia el norte. Ninguno de los pocos camiones que circulaban lo cogió. Sin embargo, pasadas unas millas, inesperadamente, un coche negro se detuvo en el arcén.

—¿Adónde vas, muchacho? —dijo el conductor, asomándose por la ventanilla—. ¿Quieres que te lleve?

Bill subió al coche. El hombre tenía unos cincuenta años, aspecto juvenil, la labia del viajante y un peluquín barato que se le movía de sitio y que se recolocaba constantemente.

—Charlo para mantenerme despierto —le dijo, y a partir de ese momento ya no paró de hablar.

Cuando por fin hizo una pausa, Bill dijo:

—Es bonito este coche.

—Es el Tin Lizzie —respondió orgulloso el hombre—. Este no te deja tirado en la carretera. Es un Ford.

—Ford —repitió Bill, embelesado. Y por primera vez en lo que iba de noche se sintió relajado. Le gustaban los coches. Y ese era realmente bonito.

—Es el Model T —prosiguió ufano el hombre, acariciando el salpicadero como habría hecho con un animal de raza—. Muchacho, si eres un auténtico americano, has de tener un Model T.

—Model T.

—Pues sí —dijo el viajante—. Y este es un Runabout, el modelo de lujo, con encendido y rueda de repuesto. Me ha costado cuatrocientos veinte dólares.

—Es precioso.

—Y que lo digas —confirmó el hombre sacando pecho—. ¿Cómo te llamas, muchacho?

—Cochrann. Pero mejor llámame Bill.

—Vale, Bill. ¿Adónde vas?

—¿Dónde se fabrican los Ford? —preguntó Bill.

—¿Cómo que dónde se fabrican? Pues en Detroit, Michigan.

Bill miró la carretera, iluminada por los faros trémulos del vehículo. Y sus oídos se llenaban del sonido del motor que chisporroteaba sin parar. Y, de repente, reencontró su carcajada.

También el viajante rió. Y de nuevo acarició el salpicadero.

—Y bien, Bill, ¿adónde vas? —le preguntó.

—A Detroit, Michigan —respondió Bill.

22

Manhattan, 1923

Christmas estaba furioso. Entre sus manos, que temblaban por la tensión, apretaba el trozo de papel. No oía el griterío de los niños que jugaban alrededor de ellos en los prados de Central Park recién emblanquecidos de nieve; no sentía el frío de aquella primavera que, a finales de marzo, no quería olvidarse del invierno; no veía sino aquella nota, escrita en un papel grueso, basto. No reparaba en nada, embargado por el odio que había estallado en su interior, incontenible. Tenía los ojos clavados en esa pésima caligrafía y recorría obsesivamente el mensaje.

Zorra judía, ¿piensas en mí? Estoy seguro de que sí. Pero yo hago más. Todos los días te observo, te sigo, te vigilo. Y cuando quiera, volveré a cogerte. ¿Te acuerdas de la vez que lo pasamos tan bien juntos? Tu sangre sigue en mis tijeras. Con amor,

BILL

Ruth, sentada al lado de él en su banco, donde se veían cada semana, ya desde hacía meses, tenía la mirada perdida.

—No se la he enseñado a nadie —le había dicho una primera vez a Christmas al entregarle la nota—. No se la he enseñado a nadie —dijo en voz baja ahora, por segunda vez.

Christmas volvió el rostro hacia ella, apartándose con esfuerzo de la nota de Bill. La miró y sintió una corriente de celos y de rabia. «Es suya», pensó.

Ruth tenía los ojos de una niña. Unos grandes ojos verdes, con las pupilas dilatadas por el miedo.

—¿Por qué no se lo has contado a nadie? —le preguntó Christmas.

—Porque no me dejarían hacer nada.

—Hay que contárselo a tu abuelo.

Ruth no respondió, bajó los ojos hacia su mano mutilada. Christmas la abrazó, estrechándola con fuerza. Ruth se crispó, se deshizo del abrazo y se puso de pie, con la cara roja.

—No vuelvas a intentar tocarme —le dijo con voz tajante.

Christmas le clavó los ojos. Estaba acostumbrado a que lo mirara con esa dureza cada vez que se acercaba más de lo debido.

Ruth se dio la vuelta y encaminó sus pasos hacia la acera donde la esperaba Fred, en uniforme, junto al coche que la llevaría de regreso a casa. Christmas la siguió con la nota de Bill en la mano y de nuevo, mientras la observaba caminar delante de él, en su elegante abrigo de cachemira, pensó: «Es suya». No bien llegó al coche, Ruth entró sin pronunciar palabra y cerró la puerta.

—Mantén los ojos abiertos —le dijo Christmas a Fred.

Luego se volvió hacia la ventanilla detrás de la cual estaba Ruth como una estatua de hielo. El motor se puso en marcha y el coche empezó lentamente a avanzar. Christmas estaba inmóvil en la acera. Entonces Ruth lo miró. Sus ojos, ahora que se estaba marchando, habían perdido la dureza de poco antes. Apoyó la mano mutilada en la ventanilla y se quedó mirando a Christmas intensamente, hasta que el vehículo desapareció en el tráfico.

Christmas giraba entre sus manos la nota de Bill que Ruth había olvidado pedirle que le devolviera. O que se la había dejado adrede para que no olvidara. Un panda de chiquillos pasó a su lado gritando y lanzándose bolas de nieve. Un proyectil helado cayó a los pies de Christmas, que se volvió con los ojos aún henchidos de la rabia que lo invadía. «Perdone, señor», dijo uno de los chiquillos, asustado por su mirada. Tendría unos cuatro años menos que Christmas. Pero Christmas ya no parecía un muchacho. De golpe se había hecho hombre. Las cosas no eran como se las había imaginado. Y lo que lo había hecho mayor tan deprisa, lo que lo había arrancado de la adolescencia, era el amor. El amor era algo que quemaba, que consumía, que te embellecía pero también te afeaba. El amor cambiaba a las personas, no era un cuento. La vida no era un cuento.

Ruth y él se veían desde hacía meses, una vez a la semana, siempre los viernes. Se encontraban en la esquina de Central Park Oeste con la Setenta y dos, Christmas saludaba a Fred y luego, andando uno al lado del otro, llegaban a su banco en el parque y se sentaban a conversar mirando, más allá, el lago. Hablaban de todo, bromeaban y reían, pero había largos momentos en que permanecían serios. Y silenciosos. Como si las palabras sobraran. Y tras cada despedida de Ruth, Christmas se fue haciendo un poco más mayor. Ella entraba en el lujoso Rolls-Royce de su abuelo; él rebuscaba en sus bolsillos monedas para ver si en la parada de la Setenta y dos podía coger el tren de la BMT que lo llevaba al gueto del Lower East Side. Ella tenía abrigos cálidos que la protegían del frío cortante del invierno; él se embutía bien en su chaqueta de paño, que se abotonaba hasta el cuello. Ella tenía guantes de cuero forrados de suave piel de conejo; él, los nudillos de las manos agrietados. Ella era una judía occidental rica; él, un
wop
, un «matón», como todo el mundo llamaba a los italianos.

Pero lo que lo había hecho mayor más deprisa no era solamente su amor, sino el amor que leía, a ratos, en los ojos de Ruth. Aquel amor contra el cual ella luchaba, de día y de noche, porque Bill había hecho que se encontraran y, al mismo tiempo, que se separaran. Porque Bill, con sus manazas y sus tijeras y su violencia, había ensuciado el amor, y Ruth no lograba ver sino suciedad. También en Christmas. Y lo mantenía alejado. De manera que, cuanto más crecía el amor de Christmas, menos sabía qué hacer con el suyo. Permanecía en su interior, sin manifestarse y sin embargo violento, y en lugar de dejarlo florecer, lo envenenaba. Su carácter se había vuelto más desconfiado; hasta sus ojos se habían ensombrecido; sus esperanzas, sus sueños, su alegría y su desenfado ya no eran más que pálidos recuerdos de una infancia que no habían sobrevivido a ese huracán que se negaba a estallar, de adulto.

Mientras volvía a casa, con la nota escrita por Bill apretada en su mano, Christmas seguía rabioso. Las ideas se entreveraban en su mente, sin cobrar forma pero sin callarse. Como una masa aullante de fantasmas sin cuerpo, que removían el aire sin producir corriente.

Entró en casa en silencio. La puerta del cuarto de Cetta estaba cerrada. Seguía durmiendo. Christmas fue al salón y encendió la radio a volumen bajo. «Compre un Ford y notará la diferencia», decía un anunciante publicitario. «Y recuerden: desde 1909, pueden tener su Model T de cualquier color... con tal de que sea negro.» Se oían las risotadas del público que acompañaban la famosa humorada de Henry Ford, luego un breve
jingle
y, por último: «El Tin Lizzie puede ser suyo desde tan solo 269 dólares...».

—¿Qué haces en casa? —preguntó Cetta detrás de él, en el salón, con aspecto soñoliento—. ¿No tenías que trabajar?

—¿Qué te has hecho en el pelo? —preguntó Christmas, con los ojos como platos.

—¿Te gusto? Es la última moda —respondió Cetta, girando sobre sí misma y enseñándole el peinado cortísimo y lacio. Se había cortado el pelo a lo
garçon
, dejando la nuca descubierta.

—Pareces un hombre —dijo Christmas.

—Es la nueva moda —contestó Cetta encogiéndose de hombros.

—Pareces un hombre —repitió Christmas.

—Ahora soy una
flapper
.

—¿Una
flapper
?

—Sí,
flapper
. Así se llaman las que siguen esta moda.

—¿Por qué queréis ser hombres?

—Queremos ser independientes y libres como los hombres. Las
flappers
somos mujeres emancipadas.

—Pero ¿quiénes sois vosotras?

—Las mujeres nuevas. Las mujeres modernas.

—Pareces un hombre —zanjó Christmas y le dio la espalda.

—¿No tenías que trabajar hoy? —le preguntó de nuevo Cetta.

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