Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
Ruth vio la cicatriz. Una delgada cicatriz olivácea, en relieve, que parecía una P.
—Puta —dijo Christmas bajando la voz—. Y luego me hizo dar la vuelta al patio, para que me viese todo el mundo, llevándome de una oreja, como si fuese su perrito.—Christmas miró a Ruth en silencio—. A mí me gustaba ir al colegio. Pero a partir de ese día no volví nunca más.
Ruth vio que tenía los ojos hinchados de lágrimas retenidas y de rabia. Sintió el instinto de estirar una mano, de tocarlo.
—Y ese día también descubrí en qué trabajaba mi madre —concluyó Christmas, con un tono apagado, casi neutro.
Ruth dejó las migas y movió lentamente la mano. Ese muchacho era capaz de hacer regalos que no podrían comprarse ni con el mayor tesoro. «Tendrías que haber sido tú», se descubrió pensando. Y se imaginó la delicadeza con que aquel muchacho del mechón rubio la habría estrechado entre sus brazos, sin hacerla sentir en peligro, sin violencia, dispuesto a protegerla de todo y de todos. Se imaginó lo ligeras que habrían sido sus caricias y fragantes sus labios y radiantes sus ojos. Y se sintió atraída hacia él, como por un torbellino —pero limpio— y por un vértigo. Y su cuerpo, muy despacio, obedeció a su impulso. Su boca se acercó a los labios de él, para borrar la sensación de aquellos otros labios.
Y en ese preciso instante Ruth habló. Deprisa, agresivamente.
—Solamente podemos ser amigos —dijo con voz dura, asustada, en un volumen tan alto que sonaba falsa, al tiempo que se echaba hacia atrás.
En la habitación contigua, el viejo Saul suspiró.
Christmas sintió una punzada en el estómago. Y una sensación desagradable, como de frío y sudor a la vez. Y pensó que si hubiese estado de pie las piernas le habrían flaqueado.
—Claro... —dijo después.
Miró el plato. «¡Oh, a la porra!», pensó y mojó un dedo en la nata que no había podido recoger con la cucharita. A continuación, como un gesto de desafío, se lo metió en la boca y lo chupó, mirando a Ruth.
—Claro —repitió, pero esta vez en tono agresivo—. Tú eres una chica rica y yo un pordiosero del Lower East Side, ¿crees que no lo sé?
Ruth se puso de pie de un salto y le lanzó su servilleta.
—¡Eres un idiota! —dijo con el rostro enrojecido por la ira—. Eso no tiene nada que ver.
Christmas hizo una bola con su servilleta, la mojó en la jarra de agua e hizo amago de tirársela a Ruth.
—Ni lo intentes —le advirtió, retrocediendo.
Christmas le sonrió. Volvió a hacer amago de lanzarle la servilleta.
Ruth pegó un gritito y retrocedió más.
Christmas rió. Y entonces Ruth rió también. Christmas dejó la servilleta en la mesa. Miró serio a Ruth.
—Ya veremos.
—Ya veremos ¿qué?
—Ya veremos.
Ruth lo miró en silencio. Haciendo esfuerzos para que no se le apareciera la cara de Bill. Pero le era imposible. Se le aparecía en todas partes. Incluso cuando miraba a su padre. Cada vez que topaba con la mirada de un hombre, veía a Bill. Y sentía aquel humillante desgarro entre las piernas, y aquella viscosa sensación de sangre. Y el crujido —como de una rama seca— producido por las tijeras que le amputaban el dedo.
—No vamos a ver absolutamente nada —repuso Ruth, seria.
Christmas cogió la servilleta y se la lanzó.
—¡Imbécil! —gritó Ruth, y durante un instante la cara de Bill desapareció y solo vio los ojos negros de Christmas bajo el mechón del color del oro viejo de las joyas de la abuela. Y entonces rió, cogió su servilleta y se la lanzó. Como una chiquilla. Como una chiquilla que de vez en cuando conseguía olvidarse de que se había hecho mujer en una sola noche.
El viejo se levantó, con el puro entre los labios, y salió. Fue a buscar a Fred y le dijo:
—Ya es hora de llevar a su casa a ese huracán, antes de que me destroce la casa.
Ruth y el viejo Saul Isaacson permanecieron en los escalones del porche de la mansión mirando el Rolls que se alejaba, haciendo crujir la grava de la alameda.
—Siempre me he preguntado cómo una chica tan guapa como la abuela pudo casarse con un tipo tan feo como tú —dijo Ruth, apoyando la cabeza en el hombro de su abuelo.
El viejo rió quedamente.
Al final de la alameda, el Rolls paró delante de la verja.
—¿De joven eras como Christmas? —le preguntó Ruth.
El guardián empezó a abrir la verja.
—A lo mejor —respondió el viejo, tras una pausa.
El Rolls cruzó la verja, torció a la izquierda y desapareció.
—¿Y yo soy tan guapa como la abuela? —preguntó entonces Ruth.
El viejo se volvió a mirarla. Le acarició el pelo y luego le rodeó los hombros con un brazo.
—Entremos, no vayas a coger frío —dijo.
A lo lejos, el guardián estaba cerrando la verja.
Y Christmas, arrellanado en los cómodos asientos del Rolls, apretaba en una mano la dirección de Ruth en Manhattan. Y la de su colegio. Y un número de teléfono.
Manhattan, 1911-1912
—¿Qué haré cuando mi cuerpo ya no sea deseable? —preguntó Cetta.
—Tienes diecisiete años. Queda tiempo —respondió Sal, tumbado en la cama, en camiseta, distraído por Christmas, que estaba jugando en el suelo con el muñeco que le había regalado por sus tres años—. El meoncete crece rápido, ¿eh? —dijo sonriendo.
—Yo también crezco rápido —contestó Cetta con gesto enfurruñado—. Solo que lo mío se llama envejecer.
Sal siguió mirando unos minutos más a Christmas, que, sin dejar de hablar un solo instante, enfrentaba a un nuevo muñeco —un león al que ya le había cortado la cola— con el muñeco de los Yankees, mutilado mucho más seriamente debido al tiempo y a la vivacidad del niño. Sal se levantó poco después de la cama y se acercó a la cocina, donde Cetta estaba preparando la salsa para la pasta.
—¿Por qué tenemos que fastidiarnos el domingo? —le dijo con su voz profunda, que había aprendido a modular de manera menos ruda, a la vez que le ponía una mano en un hombro.
Al sentir su mano, Cetta se apartó.
—Si no estuviese el meoncete, sabría cómo domesticarte —le dijo Sal guiñándole un ojo.
—¡Muere, meoncete! —gritó Christmas al tiempo que abalanzaba contra el cuello del león al jugador de los Yankees.
Sal soltó una carcajada. Cetta volvió la cabeza para observarlo. Nunca se habría imaginado que vería reír a Sal. Pero Christmas lo hacía reír con frecuencia. Él la miró y ella sonrió, aunque enseguida se puso otra vez seria.
—¿Voy a tener que trabajar siempre en esto? ¿Hasta que ya no valga para nada? ¿Hasta que te canses de probarme? —dijo Cetta, gesticulando con la cuchara de palo.
—Baja las armas —respondió Sal.
—¡Baja las armas, meoncete! —gritó Christmas.
Sal rió de nuevo.
—Estoy hablando en serio —insistió Cetta.
—Eres demasiado sabrosa —bromeó Sal acercándose a ella—. Nunca me cansaré de probarte.
—¡Estoy hablando en serio! —exclamó Cetta y golpeó la cuchara contra la cocina.
—¡Bang! ¡Estás muerto! —gritó Christmas y se tiró al suelo, agonizante.
Sal volvió a reír.
—Perdóname... —se disculpó luego con Cetta.
—Yo quiero tener una casa que sea mía, como Madame.—La voz se le había vuelto bronca—. Y quiero que allí haya muchas chicas guapas que se... —Cetta se interrumpió y miró a Christmas—. Total, quiero que el trabajo lo hagan otras, y no siempre yo.
—Hay tiempo, Cetta —dijo Sal, ceñudo, y ya sin sombra de alegría en su voz—. Ya hemos hablado de eso.
—Pero ¿yo no te importo, Sal?
—Ya me has roto las pelotas —dijo de pronto. Luego se vistió y salió dando un portazo.
—¡Sal! —lo llamó Cetta, pero Sal no se detuvo.
Entonces Cetta se sentó en la cama y empezó a llorar en silencio. Christmas se levantó inseguro, fue hasta donde estaba su madre y se arrimó a ella.
—¿Quieres jugar, mamá? —dijo con su vocecita, poniendo sobre su regazo los dos muñecos.
Cetta le acarició el pelo color de trigo y le estrechó entre sus brazos, sin decir nada.
—Yo también lloré cuando se rompió la cola del león —dijo Christmas—. ¿Te acuerdas, mamá?
—Sí, cariño —sonrió Cetta—. Me acuerdo —y lo estrechó con más fuerza.
Luego vio la pistola en la funda. Y la funda sobre la silla.
Sal decidió ir a la cafetería, seguro de que encontraría a alguien con quien pasar el domingo. Cetta lo estaba poniendo entre la espada y la pared. Sin embargo, eso no era lo que le escocía a Sal, sino que cada vez se sentía más a gusto con esa chiquilla. También había empezado a gustarle el meoncete. La muerte de Tonia y Vito Fraina habían dejado un hueco en su vida. Por un lado, eran todo lo que tenía; por otro, lo habían liberado de su perenne sentimiento de culpa por el asesinato de su hijo. Sal había dejado de reprochárselo. Y, muy despacio, sin darse cuenta, Cetta había llenado ese hueco. «Pero no es más que una de las putas del burdel», seguía repitiéndose, procurando ahuyentar esa idea que se parecía tanto a una emoción.
Y no era el momento de ser débil. No había que cuidarse solamente de esos irlandeses matones. Lo que quedaba de los Eastman —aunque ya nadie los llamaba así desde que, siete años antes, habían detenido a Monk Eastman y cumplía condena en Sing Sing— eran grupos incontrolados. Constantemente surgían nuevos nombres, nuevos jefes, que creían que podían volver a los buenos tiempos de antes, cuando se libraban guerras inconcebibles contra la policía o contra los italianos de Paul Nelly. Cuando para que se reunieran los hombres bastaba hacer correr la voz por las calles, o en la Odessa Tea House de Gluckow, en Broome Street; o en la Hop Joint de Sam Boesje, en Stanton Street; o en la droguería de Dora Gold, en First Street. Cuando bastaba ofrecer una botella gratis de
blue ruin
, el matarratas más económico en circulación. Tiroteos que duraban un día, batallas campales, en las que los transeúntes caían como hojas; y barricadas y piedras, peleas con bates, porras, tubos, hondas. Y así, en los últimos años, todos los días tipos como Zweibach, Dopey, Big Yip, Little Augie y Kid Dropper se empeñaban en no respetar las reglas.
No, no era el momento de ser débil, pensaba Sal mientras conducía hacia la cafetería. Y una mujer te volvía débil. Las emociones te volvían débil. Como siempre, aparcó a medio bloque de distancia, se apeó del coche y compró un puro en el Nora’s. Una vez en la calle, se dio cuenta de que había olvidado la pistola en la casa de Cetta.
Las mujeres y las emociones te vuelven débil.
Y, mientras meneaba la cabeza, tildándose de gilipollas, con el puro en la boca, no reparó en el coche negro que doblaba la esquina a gran velocidad. Solo lo vio tras el primer disparo. Oyó la detonación y al tiempo sintió un repentino ardor en un hombro. Fue a dar contra una farola. Se golpeó la sien y cayó detrás de un coche aparcado. No llevaba pistola. Estaba atrapado. Comenzó a sudar mientras se arrastraba en busca de protección, gritando de dolor por el hombro herido.
«Estoy jodido», se dijo.
Pero enseguida sus amigos de la cafetería salieron del local y empezaron a responder al fuego. El coche negro derrapó, se subió a la otra acera, atropelló a dos mujeres que gritaban petrificadas, las aplastó contra el muro y, por último, se estampó en el escaparate de una barbería.
Los amigos de Sal fueron corriendo hacia el coche. Silver, un chulo completamente canoso pese a que solo tenía treinta años, fue el primero en llegar. Sacó del coche a uno de los que habían disparado a Sal, y lo mató de un tiro. Mientras tanto, los otros vaciaban sus armas hacia el interior del vehículo.
Sal se incorporó. Fue hacia la barbería. Pasó al lado de las dos mujeres que había atropellado el coche. El muro estaba ensangrentado. Una de las dos ya no tenía cara; la otra tenía las rodillas partidas y las piernas dobladas sobre el regazo. Eructó un grumo de sangre y luego cerró los ojos, con un estremecimiento. El barbero, dentro de la barbería, estaba cubierto de sangre. Gritaba, herido por el escaparate, que se había hecho trizas. Dentro del automóvil, dos cadáveres, acribillados a tiros. En el suelo, el tercero.
—Judíos de mierda —estaba diciendo Silver—. Usan niños.
Sal vio que los tres muertos no tenían ni quince años. El que había matado Silver tenía un agujero en el ojo izquierdo, que le había deshecho el proyectil. Y las mejillas regadas de lágrimas que diluían la sangre que caía de la herida.
Hasta que todo se volvió negro y Sal se desmayó.
—¿Todavía te duele? —preguntó Cetta, seis meses después, al ver que Sal apretaba los ojos y fruncía los labios, al tiempo que estiraba un brazo para coger el vaso.
—Ojalá me duela durante lo que me resta de vida. Así no volveré a olvidarme la pistola en la casa de las putas —respondió como siempre Sal.
Desde el día del tiroteo, dos cosas habían cambiado para Sal. Ante todo, el jefe Vince Salemme, vencedor de la guerra, había ascendido a Sal y a Silver. A Sal le había confiado, además del burdel, la dirección de un nuevo antro —al que daban el pomposo nombre de Club House— que Salemme había abierto en la Bowery, en la confluencia entre la Tercera y la Cuarta avenidas. En cambio, Silver había pasado a formar parte de los hombres de gatillo fácil, y de chulo había sido ascendido a asesino.
La otra cosa que había cambiado era el carácter de Sal. A partir de aquel día empezó a tener miedo. Y se volvió paranoico. Se cercioraba continuamente de que la pistola estuviese cargada; miraba siempre a un lado y otro, se volvía de golpe, controlando lo que pasaba a su espalda. Pero, sobre todo, ya no tenía la misma mirada. Aquella bala le había entrado y salido por el hombro, había astillado el extremo del húmero y no le había dejado incapacitado, le había abierto una herida en el alma que se resistía a cicatrizarse como la de la carne. Una herida que segregaba ansiedad, miedo, preocupación. «Una herida abierta por tres chiquillos», pensaba Sal con rabia todas las noches al dormirse, y todas las mañanas al despertarse.
Ahora bien, si por un lado se seguía reprochando aquel descuido que pudo costarle la vida —y también se lo seguía reprochando a Cetta—, por otro, su nueva debilidad lo llevaba con frecuencia creciente a los brazos de su amante. La dirección del antro había reducido drásticamente su tiempo libre. Pero Sal se dividía en cuatro para recoger cada mañana a Cetta en su casa y llevarla al burdel, como si ella también, desde aquel día, estuviese en peligro. Y por la noche se ausentaba del local para recogerla. A veces la llevaba a casa, otras al antro. Y todos los domingos procuraba comer con Cetta y Christmas en la asfixiante habitación que había sido de Vito y Tonia. De modo que en pocos meses su relación empezó a convertirse en una especie de matrimonio.