Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
—Nos pagan bien.
—¿Quién?
—Un tipo judío. Vigilamos también su fábrica. Es archirrico.
—Ah, un judío del Oeste —dijo con sarcasmo Joey.
—¿Tú cómo lo sabes?
—Con que no tienes ni idea sobre los judíos, ¿eh? —respondió Joey, con una sonrisita de superioridad—. Pues yo sí. Desde que tengo pañales solo he oído hablar de Abraham e Isaac, del Diluvio, de las plagas, del Éxodo, de los Mandamientos...
Christmas arrugó las cejas.
—Yo también soy judío, Diamond —le aclaró Joey, riendo por primera vez, y sus ojos, detrás de las grandes ojeras, se iluminaron divertidos—. Joey Fein, pero me llaman Mugre porque todas las carteras se me pegan a las yemas de los dedos grasientos, hijo de Abe el Tonto, un judío del Este que llegó aquí creyendo que encontraría la Tierra Prometida y después de veinte años sigue vendiendo corbatas y tirantes por las calles, con una maleta de cartón y los zapatos agujereados.¿Entiendes ahora por qué lo sé todo acerca de los judíos? Los del Oeste son los ricos, los del Este somos los muertos de hambre.
—Creía que todos los judíos eran ricos —dijo Christmas.
—¿Sí? Bueno, pues un día pásate por mi casa en Brownsville y te haré cambiar de idea.
—¿Dónde?
—Coño, Diamond, ¿es que nunca has salido del East Side? —preguntó Joey—. Brownsville, el culo sucio de Brooklyn.—Joey miró entonces a Christmas durante un instante—. Oye, ¿qué tienes que hacer hoy?
—¿Hoy? Nada...
—¿Y tu asesino?
—He mandado a Greenie, un tipo de confianza, que le pise los talones.
—Pues entonces, ¿por qué no vienes conmigo a Brownsville? Tengo que hacer un trabajito para los Shapiro... ¿Los conoces?
—Sí, he oído hablar de ellos... —mintió Christmas.
—Tragaperras y otros negocios. Si no los matan antes, llegarán a ser alguien. No es fácil envejecer en este oficio —dijo Joey con aire de experto.
—Pues no, no es fácil —acotó Christmas procurando darse ínfulas.
—¿Y bien? ¿Vamos?
Christmas sintió que estaba a punto de entrar en un mundo nuevo y peligroso. Recordó los consejos que Cetta le había dado desde que era pequeño. Y recordó las historias de los muchos muchachos que no habían querido escuchar los consejos de sus madres. Que habían buscado burlarse de su destino. Vaciló. Pero la excitación pudo con él. «Me iré de aquí», pensó. Se encogió de hombros, sonrió y dijo:
—Vamos.
Joey silbó, le rodeó los hombros con un brazo y se encaminaron hacia la parada de la BMT en la Bowery. Una vez en las taquillas de acceso, Christmas hurgó en sus bolsillos en busca de unas monedas.
—De eso nada, amigo —dijo Joey—. ¿Qué coño te da esta ciudad? Nada. Y nosotros tampoco vamos a darle nada.—Miró a derecha e izquierda, paseando la vista entre la multitud del metro—. Esas de allí —dijo y enseguida se dirigió hacia una mujer de aspecto cansado, vestida de negro, que sostenía un cesto con manzanas resecas. Con la mujer había una niña, también vestida de negro, que ya tenía cara de vieja demacrada. Tropezó con las dos, como de forma casual, volcó el cesto, pidió disculpas, ayudó a la mujer a guardar las manzanas, le dio una palmadita en un hombro y una caricia a la niña, y volvió al lado de Christmas, guiñándole un ojo mientras le mostraba dos tíquets.
—Eran dos pobrecillas —protestó Christmas.
—¿No me digas? Yo solo he visto que tenían los tíquets al alcance de la mano, Diamond. No sé quiénes son y me da igual. Esta es la vida aquí en América. Cada día alguien como yo puede ser aplastado, pisoteado en un mercado y dejado en el suelo desangrándose. En un minuto todo se acaba y la gente de alrededor se marcha fingiendo que no ha visto un carajo. No dejaré que me aplasten —continuó mientras el tren paraba rechinando. Entraron en el vagón y se sentaron en el fondo—. Fíjate en Abe el Tonto —dijo entonces Joey, con desprecio—, mi padre —y en los ojos le ardía una rabia sorda, como de brasas—. Llegó aquí sin nada. Conoció aquí a una mujer que no tenía nada, como él, se casaron y siguieron sin tener nada. Hasta que nací yo y por fin tuvieron algo.—Escupió al suelo—. ¿Te das cuenta?
Y mientras Joey seguía hablando, Christmas miraba por la ventanilla y toda la ciudad le parecía diferente, como si hasta entonces hubiera vivido en un sueño. Un sueño que había sido roto por su amor a Ruth. Ese amor imposible. Porque él era un pordiosero. Porque ella era una judía del Oeste. Porque Bill había puesto su marca sobre Ruth. Porque ahora todo le parecía sucio.
—Cuando Abe el Tonto estire la pata, lo tirarán a un hoyo del cementerio de Mount Zion y en su tumba escribirán: «Nacido en 1874. Muerto en...», yo qué coño sé... «1935». Punto final. ¿Y sabes por qué? Porque no hay una mierda más que decir sobre Abe el Tonto —afirmó Joey, y sus ojos refulgían con la misma rabia que los de Christmas.
«En mi tumba no escribirán Christmas-Punto-Final», pensó Christmas.
—Tenemos que bajar —dijo entonces Joey—. Hay que caminar un poquito —añadió al salir de la estación.
Christmas miró alrededor. En el horizonte se veían, borrosos entre las nubes, los rascacielos de Manhattan. Allí, en cambio, las casas eran bajas. Como si fuese otra ciudad. Otro mundo. Se veían hombres cansados como en todas partes, pobres como en todas partes, que salían del primer turno en los molinos o en las fábricas de conservas, semejantes a fantasmas. Y en todas las esquinas de las calles, chavales que los miraban mal, haciéndose los duros.
—Hola, Mugre —dijo uno.
—¿Cómo te va, Red? —respondió Joey.
—¿Y a ti?
—Le estoy dando una vuelta turística a mi amigo Christmas, de los Diamond Dogs, del East Side.
—¿Os apetece partir huesos? Tenemos que ajustarle las cuentas a una rata —dijo el gamberro.
—¿Y te lo han encargado a ti? Debe de ser una chinche, no una rata —se burló Joey, siguiendo su camino sin volver a mirarlo.
—Vete a tomar por culo, Mugre.
—Que tengas un buen día, Red —contestó divertido.
—¿Quién era? —preguntó Christmas.
—Un tipo duro.
—¿Qué quiere decir «rata»?
—Es un tipo condenado a muerte.
Christmas y Joey anduvieron diez minutos más sin hablar. Christmas miraba de un lado a otro. Sí, era otro mundo y, sin embargo, el mismo. Repleto de gente que no salía adelante.
—América no da nada —dijo de improviso Joey, deteniéndose frente a un edificio bajo que se caía a pedazos, en la esquina entre Pitkin Avenue y Watkins Street—. Lo que promete no se consigue con el trabajo, como nos cuentan. Hay que cogerlo, con la fuerza, incluso a costa de vender el alma. Lo importante es llegar, Diamond, y no cómo se llega. Solo los gilipollas discuten sobre la forma de llegar —dijo, y con el índice señaló una ventana de la primera planta, con el marco desconchado—. Hasta allí ha llegado Abe el Tonto —sentenció mientras se acercaba hacia el edificio.
El piso era paupérrimo, como muchos de los que Christmas había visto en el Lower East Side. En vez de a ajo, olía a especias picantes y a buey ahumado; en vez de las imágenes de la Virgen y del Santo Protector, había símbolos hebreos, un pequeño candelabro de latón de siete brazos y una estrella de David. Aromas distintos, imágenes distintas. Nada nuevo. Y también la madre de Joey era una mujer muy semejante a las que Christmas conocía bien: cara resignada, zapatillas de fieltro que arrastraba por el suelo, como si en el cuerpo no le quedase ni la voluntad de doblar las rodillas, o como si tuviese miedo de desprenderse del suelo y advertir, en el aire, que ya no tenía un sueño que soñar.
—¿El Tonto anda por aquí? —preguntó Joey en cuanto entró.
—No lo llames así. Es tu padre —respondió la mujer, sin énfasis, como si fuese más una letanía repetida maquinalmente, sin creer en el milagro.
—Corta el rollo, ma. Este es mi amigo Diamond.
Christmas le sonrió a la mujer y le tendió la mano.
—¿Eres judío? —le preguntó la mujer.
—Soy americano...
—Es italiano —terció Joey.
La mujer, que había estirado la mano para estrechar la de Christmas, interrumpió el gesto y la introdujo en el ancho bolsillo anterior del sucio delantal que llevaba puesto. A continuación se dio la vuelta y entró en la cocina.
—Ven —le dijo Joey a Christmas y lo condujo a un cuarto diminuto, en el que había una cama tan pequeña como la de Christmas. Joey quitó entonces un tarugo de madera, bajo el que había dos navajas. Cogió una y, cuando estaba recolocando el tarugo, cambió de parecer, cogió también la otra navaja, se la entregó a Christmas y dijo—: Si no, ¿cómo te vas a divertir? —Bromeó y tapó el escondrijo—. ¡Salgo, ma! —chilló al abrir la puerta de casa.
Desde la cocina llegó un grito, que, aunque no era ni una despedida ni un consejo, a Christmas le pareció las dos cosas.
—¿Para qué necesitamos esto? —inquirió Christmas nada más salir a la calle, con la navaja en la mano.
—Para el trabajito que tenemos que hacer.
Recorrieron unos bloques, con las manos en los bolsillos, apretando la navaja, sin hablar, hasta que llegaron a una cafetería sucia y sórdida en Livonia. Joey entró y Christmas lo siguió, con el corazón en un puño y la mano sudada y dolorida estrechando la navaja. Joey hizo un gesto con la cabeza a la dueña de la cafetería y fue a sentarse a una mesa del fondo del local.
—¿Qué tomáis? —preguntó la dueña, una mujer gorda, con unas medias oscuras enrolladas en los tobillos.
—Dos bocadillos de rosbif —dijo Joey sin consultar a Christmas.
Cuando la mujer se hubo alejado, Christmas miró alrededor. Pocos clientes. Y todos con la cabeza gacha y en silencio.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó, nervioso.
—Esperar —respondió Joey, y se reclinó sobre el respaldo acolchado del sillón verde oscuro.
Llegaron los bocadillos. Joey se comió el suyo con voracidad. Christmas ni siquiera lo tocó. Lo dejó en el plato blanco, con un lado desportillado. Sentía una punzada en el estómago. La navaja lo presionaba en un costado.
—¿No comes? —preguntó Joey agarrando el bocadillo de Christmas e hincándole el diente sin esperar respuesta. Había dado cuenta de la mitad cuando al otro lado de una portezuela mugrienta que daba a un corredor oscuro sonó un teléfono. Christmas pegó un respingo en la silla, Joey rió y escupió unas migas.
La dueña de la cafetería fue a responder.
—Es para ti, Magro —dijo con el auricular en la mano.
—Mugre —la corrigió Joey irritado, mientras se ponía de pie.
—Pues date un baño —respondió la mujer al darle el teléfono.
—¿Diga? —contestó Joey, en voz baja y tono de conspirador—. Vale.—Eso fue todo lo que añadió tras una breve pausa, y colgó—. Vámonos —le dijo a Christmas—. El camino está despejado.
—Me tienes que pagar los dos bocadillos, Magro —dijo la dueña del local al ver que se marchaban.
—Anótalos en la cuenta, gordinflona —contestó Joey.
Ninguno de los clientes volvió la cabeza ni movió un músculo.
—Eh, ¿qué tal, Mugre? —Ante ellos, en la calle, se paró un chiquillo que podía tener unos doce años. Era flaco y bajo, incluso para su edad. Con ojos avispados y a la vez asustados. No paraba de dar saltitos, como si no encontrase el equilibrio.
—Vete a tomar por culo, Chick —dijo Joey y echó a andar.
Pero el mocoso se les pegó como una lapa y se les cruzó en su camino.
—¿Adónde vas, Mugre?
—No hagas que me cabree, Chick, vete a tomar por culo.
—¿A que tienes que hacer un trabajito? —continuó Chick—. ¿Apuesto que vas al bar clandestino de Buggsy?
—Cierra el pico, Chick —le soltó Joey, que se detuvo y le agarró por el cuello de la chaqueta—. ¿Cómo coño lo sabes?
—Lo he oído...
—Mierda. Si tú lo has oído, puede haberlo oído también Buggsy —reflexionó Joey.
—¡No, no, solo lo sé yo! —chilló Chick—. ¿Puedo ir?
—Calla y déjame pensar.
—¿Hay algún problema? —preguntó Christmas.
Joey lo cogió de un brazo y lo llevó aparte, señalando con un dedo a Chick.
—Déjame hablar en paz con Diamond o te rompo el culo —le dijo.
Luego, en voz queda, le explicó a Christmas que Buggsy era un maleante de poca monta que regentaba un bar clandestino y que se negaba a colocar en su local las tragaperras de los Shapiro. Por eso un soplón le había hecho esa llamada de teléfono avisándole que Buggsy iba a salir de su asqueroso cuchitril, para que así, sin tomar riesgos, ellos pudieran pinchar las ruedas de la furgoneta que utilizaba para transportar la mercancía.
—Pero si lo sabe Chick, podría saberlo también Buggsy y tendernos una trampa —concluyó y miró a Christmas.
Una vez más, Christmas sintió que estaba en una encrucijada. Tenía la oportunidad de irse, de devolverle la navaja a Joey y de regresar a su vida de siempre antes de que fuese demasiado tarde. Sin embargo, la rabia no dejaba de corroerlo. Y no quería regresar a la vida de siempre.
—Vamos —dijo apretando la navaja en el bolsillo.
Joey lo miró en silencio.
—Sí, vamos y a tomar por culo.
Christmas lo detuvo agarrándolo de un brazo.
—Llevemos a Chick con nosotros —le comentó en voz baja.
—¿A ese plasta?
—Si se queda aquí acabará cantando —dijo Christmas—. Si está con nosotros no puede perjudicarnos.
—Tienes cabeza, Diamond. —Joey sonrió satisfecho—. Formamos una pareja cojonuda.
—Una pareja cojonuda —repitió Christmas, con el corazón latiéndole con violencia.
—Muévete, Chick —dijo Joey mientras cruzaba la calle.
—¿Puedo ir con vosotros? —exclamó excitado el chiquillo.
—Pero como respires, te meteré debajo de un tren.
—¡Hurra! No temas, Mugre, estaré callado, lo juro por la cabeza de mi madre, estaré callado como una tumba, estaré callado...
—¡Ya empieza! —gritó Christmas.
El chiquillo enmudeció y sus ojos restallaron aterrorizados. Joey rió. Luego siguieron andando. Christmas y Joey delante, Chick detrás, en silencio, sin dejar de dar saltitos.
El cielo empezaba a oscurecer cuando, tres bloques más allá, Joey señaló una construcción ancha y baja, apenas una casita de tejado plano, pegada a un garaje. Joey apuntó con un dedo hacia el bar clandestino. Luego, siempre en silencio, le señaló a Christmas una valla metálica, tendida entre dos tubos de hierro.
—La furgoneta está ahí detrás —dijo en voz baja—. Tendría que haber un agujero en la valla.