Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
—Sí... —contestó el señor Isaacson, sin fuerza. En silencio, con la mirada ausente, posó sus ojos en Christmas. Luego se dirigió hacia la salida a pasos lentos y pesados—. Ven.
—¿Y yo? —preguntó Santo, que ni un solo segundo había dejado de examinar el billete de diez dólares que tenía en la mano.
—Tú cuéntaselo todo —le ordenó Christmas señalando con la barbilla al capitán. Luego se acercó al oído de Santo—. Pero no le hables de los Diamond Dogs —le susurró.
Justo cuando levantó la vista vio que Joey, el carterista, abrazado a los barrotes, lo estaba observando. Christmas tuvo la impresión de que sus ojeras eran aún más oscuras y profundas, y que los ojos habían perdido su cinismo y su chulería. Ahora no parecía sino un muchacho como ellos. Un muchacho enfermizo que se había criado como ellos, comiendo poco y mal, en habitaciones gélidas en invierno y asfixiantes en verano. Le hizo un gesto con la cabeza, y Joey, en respuesta, esbozó una sonrisa triste.
Christmas alcanzó al señor Isaacson en los pasillos de la comisaría y luego lo siguió en la calle. Un lujoso Hispano-Suiza H6B con chófer uniformado los esperaba frente a la acera de la comisaría. El chófer abrió la puerta y examinó con reprobación a Christmas, su ropa sucia, sus zapatos llenos de barro. Cerró educadamente la puerta, se sentó en el asiento del conductor y puso en marcha el motor.
—¿Al hospital, señor? —inquirió.
El señor Isaacson apenas asintió. El chófer lo miraba por el espejo retrovisor. Arrancó y el gran coche amarillo canario, con guardabarros negros y techo gris, avanzó por las polvorientas calles del East Side.
—¿Tú eres Christmas? —preguntó el señor Isaacson, con la mirada fija al frente, perdida en la nada.
—Sí, señor —contestó Christmas, sintiendo un escalofrío.
El señor Isaacson se dio la vuelta y lo miró en silencio. Quizá sin siquiera verlo, pensó Christmas. Luego el hombre elegante volvió la vista al frente y de nuevo guardó silencio, aturdido por su propio aturdimiento. Christmas jugueteaba con el billete de diez dólares, que hasta ese momento no había mirado, y tenía la sensación de que, pese a todo su dolor, aquel hombre no le gustaba.
«Veinte dólares —se dijo—. Su dolor cuesta veinte dólares.»
El gran coche que todos, por la calle, se volvían a mirar llegó en pocos minutos al hospital. El chófer se apresuró a abrir la puerta del señor Isaacson y Christmas lo siguió, sintiendo sobre sí las miradas de los policías que había en la entrada.
El vestíbulo estaba atestado de gente pobre. La enfermera que había detrás del mostrador, en cuanto vio al señor Isaacson, le hizo un gesto a un enfermero, que fue corriendo hacia ellos.
—El doctor Goldsmith ha llegado. Está en la habitación de la señorita —dijo con actitud servil—. Le abriré camino.
Fueron por una serie de pasillos plagados de gente que se quejaba o que fumaba o que jugaba a las cartas. El enfermero se mostró grosero con todos los que obstaculizaban los pasillos, despreciativo como tal vez se imaginaba que debía de ser un criado del señor Isaacson. Christmas miraba a los niños que jugaban y a los que mandaban callar a gritos a su paso. Y hombres y mujeres que instintivamente bajaban la vista y doblaban la espalda. Luego miró al señor Isaacson. Caminaba como un fantasma, sin reparar en ellos. A lo mejor era el dolor y la preocupación, pensó Christmas, o quizá nunca reparaba en la gente que no importaba.
Pero en aquel momento eso era lo de menos. Christmas tenía una sensación rara, por cuya causa respiraba mal, se sentía mareado como si hubiera bebido y le temblaban las piernas. Se le habían aflojado las rodillas. Recordaba aquellos ojos verdes que había intuido detrás de la sangre. Los ojos de Ruth mirándolo y sonriéndole. Y sentía un cosquilleo en la barriga que jamás había experimentado por ninguna chica. Y se acordaba —como si la acabara de dejar— del dolor en los brazos cuando la cargaba. Y recordaba su reacción instintiva de impedirle a Santo que la tocara, cuando quiso reemplazarlo. Porque era como si Ruth fuese suya. O como si él fuese de Ruth. Como si él hubiese nacido para salvarla aquella mañana. Y cuanto más lo pensaba, más sentía que su respiración se acortaba y se volvía jadeante. Y su corazón joven latía agitado.
—Doctor Goldsmith —llamó el enfermero, dirigiéndose a un hombre tan elegante como el señor Isaacson.
—Philip —dijo enseguida el médico abrazando al señor Isaacson.
—¿La has visto? —preguntó inquieto el señor Isaacson—. ¿Cómo la han tratado?
—Bien, bien, no te preocupes —lo tranquilizó el doctor Goldsmith.
El señor Isaacson miró alrededor, como si viese por primera vez el hospital y la gente que acudía.
—Ephreim... —dijo extendiendo un brazo como para abarcar todo lo que lo rodeaba—. Dios mío, tenemos que sacarla ahora mismo de aquí.
—Ya lo he dispuesto todo —aseguró el médico—. Ruth vendrá a mi clínica...
—¿No viene a casa? —preguntó el señor Isaacson.
—No, Philip, durante los primeros días no es prudente. Prefiero tenerla bajo observación.
—Y Sarah, ¿ha llegado? —El señor Isaacson miró alrededor de nuevo, pero esta vez con cierta esperanza en los ojos.
—Ha dicho que no se atrevía...
El señor Isaacson miró al suelo, moviendo la cabeza. Los ojos ya se le habían apagado.
—Philip, tienes que comprenderla —añadió el doctor Goldsmith, y, como antes el señor Isaacson, extendió el brazo para describir el miserable hospital y toda la miserable gente que había en él.
Christmas, a unos pasos de ellos, alcanzaba a oír su conversación y las dos veces se vio incluido en aquel gesto, que separaba drásticamente a unas personas de otras. Y repentinamente se avergonzó de sus pantalones remendados, de sus zapatos demasiado grandes. Aun así, dio un paso hacia la puerta entornada.
—¿Adónde vas, chico? —lo detuvo enseguida el enfermero.
Christmas se volvió hacia el señor Isaacson. El hombre lo miró sin reconocerlo. Sin verlo.
—Soy Christmas, señor...
—¿Dónde está? ¿Dónde está mi nieta? —preguntó alguien con voz imperiosa.
Christmas vio a un viejo que avanzaba furioso por el pasillo, agitando un bastón de paseo, seguido por dos enfermeros y un chófer en librea.
—Papá —dijo el señor Isaacson—, ¿qué haces aquí?
—¿Que qué hago? ¡He venido a cuidar de mi nieta, so gilipollas! ¿Por qué no me han avisado enseguida? —vociferó el viejo.
—No quería que te preocuparas...
—¡Y una mierda! ¿Dónde está? —El viejo vio entonces al médico—. Ah, doctor Goldsmith. Hágame ahora mismo un informe —ordenó, apuntándole el bastón al pecho.
—Ruth tiene tres costillas fracturadas, una hemorragia interna, el anular amputado, dos dientes rotos, la mandíbula dislocada y el tabique nasal partido —enumeró el médico—. Además, diversas contusiones. Los ojos no deberían haber sufrido lesiones, pero quizá el tímpano izquierdo... y ha sido... ha sido...
—¡Mierda! —exclamó el viejo y golpeó con violencia el bastón contra la pared, astillándolo—. Si está embarazada, tenemos que deshacernos inmediatamente del bastardo.
—Papá, cálmate —intervino el señor Isaacson.
El viejo lo miró con furia, sin hablar.
—¿Dónde está? —preguntó luego—. ¿Allí dentro?
El señor Isaacson asintió.
—Quítate de en medio, chiquillo —dijo el viejo tratando de apartar a Christmas con la punta de su bastón.
Pero Christmas paró el bastón con una mano. Con resolución. Miró al viejo a la cara, sin miedo. Sin saber el motivo de esa reacción.
El enfermero enseguida lo agarró por detrás, procurando inmovilizarlo.
—¡Quiero verla! —gritó Christmas al tiempo que forcejeaba.
—Déjalo —ordenó el viejo al enfermero. Acto seguido, tras bajar el bastón, se acercó a Christmas—. ¿Quién eres?
—Yo encontré a Ruth —dijo el chico. Y de nuevo experimentó esa sensación de pertenencia y de posesión. Como si reivindicase el descubrimiento de un tesoro y de un yugo a la vez—. Yo la traje aquí —añadió mientras desafiaba al viejo con la mirada.
—¿Y qué quieres?
—Quiero verla.
—¿Por qué?
—Porque sí.
El viejo Saul Isaacson se volvió hacia su hijo, y luego hacia el doctor Goldsmith.
—¿Puede verla? —le preguntó al médico.
—Está sedada —respondió el doctor Goldsmith.
—¿Sí o no?
—Sí...
El viejo Saul miró de hito en hito a Christmas.
—¿Eres irlandés? —le preguntó.
—No.
—¿Judío?
—No.
—Ya. Habría sido demasiado bonito. ¿Y qué eres?
—Americano.
El viejo lo miró en silencio.
—¿Qué eres? —repitió luego.
—Mi madre es italiana.
—Ajá... italiano —dijo el viejo—. De todos modos, has hecho más que cualquiera de los que están aquí, muchacho. Vamos —y con el bastón abrió la puerta de la habitación de Ruth.
Una enfermera que estaba leyendo una revista, sentada en un rincón de la habitación, se puso de pie. Las cortinas estaban corridas. Pero incluso en aquella penumbra, Christmas podía ver bien el rostro de Ruth. Era mucho más impresionante que por la mañana. A pesar de que le habían lavado y curado las heridas, la cara de la chica —donde no tenía vendas y esparadrapos— estaba deformada por los moretones y las hinchazones.
El viejo se llevó una mano a los ojos, y se detuvo apoyándose en el bastón. Suspiró.
—Ve tú, muchacho —susurró.
Christmas se acercó a la cama.
—Ruth, soy Christmas —dijo débilmente.
La muchacha volvió la cabeza. Tenía la mandíbula fijada con un hierro. Abrió ligeramente los ojos —y Christmas vio de nuevo que eran verdes como dos esmeraldas purísimas—, y cuando reconoció a su visita, se paralizó. Luego empezó a agitarse, despacio, temblando y moviendo la cabeza. Y los ojos, hasta donde se lo permitía la hinchazón de los párpados —ya completamente amoratados y violáceos—, estaban desencajados. De miedo. Como si no estuviese viendo simplemente a Christmas, sino toda su pesadilla.
Christmas se asustó y dio un paso atrás.
—Soy Christmas —dijo a pesar de todo—. Soy Christmas...
Pero Ruth sacudía la cabeza, de un lado a otro, y seguía temblando. El perno que le mantenía fija la mandíbula le impedía hablar y la chica repetía: «O... o... o...», con lo que trataba de decir «No, no, no». Y, revolviéndose, sacó de debajo de las mantas la mano vendada, más roja en el lado donde faltaba el anular, y se la puso delante de los ojos, que empezaban a derramar lágrimas.
Christmas estaba petrificado. No sabía qué hacer.
—Ahora está el abuelo Saul —dijo el viejo mientras agarraba y besaba la mano de su nieta y la abrazaba con ternura—. Ruth, estoy yo, no tengas miedo, no tengas miedo. Cálmate, cariño, cálmate... —Luego se volvió hacia Christmas—. Sal ahora mismo de aquí, muchacho —le ordenó—. ¡Doctor Goldsmith, doctor Goldsmith!
El médico entró en la habitación. La enfermera ya había preparado una jeringa. El doctor Goldsmith se la quitó de la mano, se acercó a Ruth y le inyectó la morfina en un brazo.
Christmas, en medio del caos, retrocedía lentamente. Lo acababan de echar los ojos de Ruth, los ojos verde esmeralda de la chica que le pertenecía como un tesoro. Franqueó la puerta, se cruzó con la mirada vacía del señor Isaacson, se dio la vuelta y empezó a recorrer a paso lento el pasillo que lo alejaba definitivamente de la chica que había creído que podría amar.
—Muchacho, espera.
Christmas se volvió.
El viejo del bastón le dio alcance a paso firme a pesar de su edad.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó inclinando la barbilla.
—Christmas.
—¿Y eso qué es? ¿Un nombre o un apellido? —preguntó el viejo a su manera cruda, sin preámbulos.
Tenía una mirada penetrante, pensó Christmas. Lo que no tenía su hijo. Y una gran fuerza. Una energía que no minaba la vejez. Todo lo que su hijo nunca tendría.
—Es un nombre —respondió Christmas.
El viejo lo miraba en silencio. Como si lo sopesara. Pero Christmas sabía que ya había sido sopesado antes. De lo contrario, no lo habrían dejado entrar en la habitación de Ruth.
—Christmas Luminita —precisó.
El viejo asintió.
—¿Mi hijo te lo ha agradecido adecuadamente? —le preguntó el hombre.
—Sí —contestó Christmas y sacó de su bolsillo el billete enrollado y se lo enseño al viejo.
—Diez dólares.
Schmuck
! —renegó el viejo. Introdujo una mano en el bolsillo interior de su chaqueta y extrajo una billetera de cocodrilo. Cogió un billete de cincuenta—. Perdónalo —dijo señalando a su hijo con un gesto de la cabeza.
—No lo he hecho por dinero —contestó Christmas sin coger el billete.
—Lo sé —dijo el viejo sin dejar de mirarlo intensamente, como si quisiera penetrar en su interior a través de sus ojos—. Pero nosotros somos gente que no sabe dar las gracias de otra manera. Acéptalos. —Estiró su arrugada mano e introdujo el billete de cincuenta en el bolsillo de Christmas, con rudeza, casi con vulgaridad—. Nosotros no tenemos nada más que dinero.
Christmas sostenía la mirada del viejo sin hablar.
—Fred —le dijo el viejo al chófer—, acompaña al señor Luminita a su casa —le ordenó, y volvió a mirar a Christmas—. Acepta también esto, muchacho. Has sido un caballero.
Cuando el Rolls-Royce Silver Ghost se detuvo en Monroe Street, Christmas estaba embargado en sus pensamientos. La reacción de Ruth lo había turbado al menos tanto como él había turbado a la chica. Se había imaginado que Ruth sonreiría como había tratado de hacerlo cuando la dejó en el hospital. Pensaba que se habrían quedado allí, uno al lado del otro, sin acordarse del mundo que los rodeaba. Creía que ella no apartaría ni un solo instante sus profundos ojos verdes de los suyos. Y que con aquella mirada infinita se dirían todo lo que no brotaba de los labios de dos adolescentes. Y que con aquella mirada que había establecido el destino se llenaría el océano que separaba a una chica rica de un muerto de hambre. En todo esto pensó durante el trayecto desde el hospital hasta su casa, tras decirle a Fred dónde vivía. Estaba arrellanado en el asiento blando, de piel, de aquel habitáculo que olía ligeramente a puro y a brandy, y se miró por dentro, con detenimiento de adulto. Y se olvidó de todo lo demás.
Cuando el Silver Ghost paró en el número 320 de Monroe Street, Christmas seguía inmóvil, con su ropa pobre y raída y sus zapatos manchados de barro y estiércol de caballo, pensando en Ruth y en sus ojos verdes.