Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
—Buenas noches, Nueva York... —volvió a decir, en un débil tono alegre—. Soy el jefe de los Diamond Dogs y os quiero contar alguna historia que... —se interrumpió—. No, antes tengo que explicaros quiénes son los Diamond Dogs. Los Diamond Dogs son una banda y yo, o sea, nosotros, somos... —miró de nuevo a María.
María le sonrió, asintiendo. Pero no había alegría en sus grandes ojos negros. Y Cyril agitó los puños hacia él, para jalearlo. «Ánimo», leyó Christmas en sus labios.
—Por este motivo conozco un montón de secretos —prosiguió Christmas—. Los secretos de los callejones, del Lower East Side, desde Bloody Angle hasta Chinatown, de Brooklyn... y de Blackwell’s Island y de Sing Sing, porque yo... yo soy un matón... ¿sabéis a qué me refiero? Soy uno de esos... —y otra vez se interrumpió.
No conseguía respirar. Ahora que estaba ahí, a un paso de su sueño, balbuceaba. Ahora que tenía su oportunidad al alcance de la mano, se le hacía un nudo en el estómago. Sus pulmones parecían dos trapos mojados, estrujados y anudados. Y en los ojos de María y Cyril leía un creciente nerviosismo. Y quizá cierta decepción. La misma decepción que estaba sintiendo él. Decepción y miedo.
Apartó el micrófono, con rabia. «No puedo», pensó.
—Vuelve a comenzar desde el principio —dijo la voz de Karl Jarach por el interfono.
—En el almacén no te callas ni un segundo —rezongó la voz de Cyril.
Christmas levantó la vista y sonrió. Con enorme esfuerzo.
—Comencemos de nuevo —insistió Karl.
Christmas se acercó al micrófono. El nudo en el estómago y los pulmones no tenía visos de desaparecer.
—Hola, Nueva York... —Christmas permaneció un instante en silencio, luego se puso de pie, de golpe—. Lo siento, señor, no puedo —dijo cabizbajo, con la voz colmada de frustración.
—Déjeme que le hable —dijo Cyril a Karl.
—¿María? —preguntó Karl.
María asintió.
Cyril se dispuso a salir de la sala de realización.
—Espere —lo detuvo Karl—. Espere... —dijo pensando. Luego se volvió hacia el técnico de sonido—. Apaga las luces.
—¿Cuáles?
—Todas.
—¿Las de la sala?
—Las de la sala y las de aquí —dijo Karl con impaciencia.
—No se va a ver nada —protestó el técnico.
—¡Apágalas! —gritó Karl.
El técnico apagó todas las luces. El estudio quedó sumido en la oscuridad.
Y en la oscuridad su voz chirrió al micrófono:
—Una última vez, Christmas.—Una pausa—. Juega. —Una pausa—. Como anoche.
Christmas se quedó inmóvil. «Juega», repitió para sus adentros. Después se sentó, muy despacio. Buscó a tientas el micrófono. Inspiró y espiró. Una, dos, tres veces. Y oyó el silencio tenso del patio de butacas, como en el teatro...
—¡Sube el trapo! —prorrumpió de repente, gritando de forma chabacana.
—¿Qué coño le pasa? —inquirió en la oscuridad el técnico de sonido.
—¡Calla! —dijo Karl.
María se agarró con una mano al hombro de Cyril.
—¡Sube ese trapo! —gritó de nuevo Christmas. Esperó a que se apagara el eco del chillido—. Buenas noches, Nueva York —dijo entonces con una voz cálida, divertida—. No, no me he vuelto loco.—«Sube el trapo» era la forma que se empleaba hace mucho tiempo para decir que se levantara el telón—. Así pues... subamos el trapo, amigos, porque estáis a punto de asistir a una obra que nunca habéis visto. Un viaje a la ciudad de celadores y ladrones, como se llamaba entonces nuestro Nueva York. Estáis en uno de los teatros de la Bowery, y las actrices que están en el escenario son tan corruptas y licenciosas que no podrían actuar en ningún otro teatro, creedme. Preparaos para asistir a farsas vulgares, comedias indecentes, funciones que hablan de gángsteres de la calle y asesinos. Y tened cuidado con la cartera... —Christmas rió quedamente. El nudo en el estómago había desaparecido. El aire entraba y salía libre de los pulmones. Los focos se habían encendido, la música irradiaba sus notas. Y podía oír el parloteo de la gente, sus pensamientos, sus emociones—. Vuestros vecinos de asiento son vendedores de diarios callejeros, barrenderos, recogedores de cenizas, traperos, jóvenes mendigos, pero, sobre todo, prostitutas y sumergibles... sí, habéis oído bien, sumergibles. Ah, claro, perdonad, sois gente chata, no conocéis nuestra jerga. Vale, primera lección. Alguien «chato» es un tipo como vosotros, que no sabe nada de los trucos de los rufianes. Y el «sumergible» es alguien... que sumerge las manos en vuestros bolsillos. Es el mejor carterista que os podéis imaginar. Así que... ojo. ¡Eh, lo he visto! A ti te acaba de birlar la cartera y a ti una «alubia», o sea, una moneda de oro de cincuenta dólares. Y tú puedes despedirte de tu «Charlie». Es lo que tú llamas reloj de oro. Dentro de poco querrás saber qué hora es, te llevarás la mano a la cadena que cuelga de tu «Ben»... ¿Tampoco sabéis qué es eso? Caray, sois realmente chatos, el Ben es el chaleco. Bueno, estábamos en que buscarás tu Charlie y descubrirás que se ha esfumado. Adiós. Y de nada vale que te pongas a chillar, se reirían a tu espalda. Y se reirían aún más como se te ocurriera pedir ayuda a una «rana» o a un «cerdo», o sea, a un poli, porque no podría hacer nada, créeme. Ni aunque se tratara de Hamlet... no, no miréis al escenario.«Hamlet» no es un personaje: es el capitán de la policía.—Christmas hizo una breve pausa. Ahora todo era fácil. Estaba jugando. Rió. Con fuerza—. ¿Sabes hacia dónde corre tu Charlie, el muy bobalicón? Va a la «iglesia». No a la que tú sueles acudir, a esa nosotros la llamamos «otoño». Y para referirnos al otoño decimos «hoja». No, la iglesia de la que te hablo es el sitio donde alteramos los contrastes de las joyas. Y ahora resulta que ya no tienes Charlie y sí un problema: debes volver a casa y explicarle lo ocurrido a tu «desgracia». ¿No lo coges? La desgracia es la mujer, ¿quién, si no? Y tu desgracia no te creerá y te insultará, acusándote de habérselo regalado a tu «zurda», o sea, a tu amante. Estás metido en un lío. Pero si por casualidad antes de ir al teatro has dado unos garbeos con un «murciélago», o sea, con una prostituta que hace la calle de noche, confía en que no te haya visto y seguido un «vampiro». Porque entonces sí que empezarán para ti los auténticos líos. Y es que, verás, los vampiros son tipos que pillan a un «pollo» decente como tú al salir de un burdel y después lo chantajean. Por no contarle nada a tu desgracia puede pedirte un «Ned», y sales del apuro con una moneda de diez dólares. Pero puede que quiera sacarte un «siglo». ¿Tienes cien dólares, pollo? No me gustaría que a causa del desengaño te abandonaras al «bingo», o sea, al alcohol. Pero en tal caso, cerciórate de que no haya sido «bautizado»... aguado... ¿me entiendes?... O que no sea un
blue ruin
, pues, como dice su propio nombre, es una ruina, una lamentable ruina, y en un abrir y cerrar de ojos te me conviertes en un «sentimental», o sea, en un borrachuzo. Así las cosas, ya estás «consagrado», derrotado, y empiezas a despeñarte. Te sientas a una «Caín y Abel», como nosotros llamamos a la mesa, y tus
flappers
... las manos, amigo, no las mujeres de hoy en día que llevan el pelo corto como Louise Brooks... tus
flappers
, en resumen, comienzan a barajar los «libros del diablo», o sea, las cartas, y en un periquete primero se te pone «cara de viernes», o sea, te mustias, luego te juegas hasta la «flauta alemana», las botas, intentas dar un golpe e inmediatamente después eres un «canario» enjaulado y más tarde te encuentras «encuadrado» o, lo que es lo mismo, en la horca...
—Excepcional —dijo en voz baja Karl, en la oscuridad de la sala de realización.
Cyril cogió la mano que María no había soltado en ningún momento de su espalda y se la apretó.
—Así es en el almacén. No se calla ni un instante. Me vuelve loco —dijo con tono orgulloso.
El técnico de sonido reía.
—Pero ¿cómo coño sabe estas historias? —dijo, y enseguida añadió—: Perdone, señor, me he dejado llevar.
—¿Estás grabando? —preguntó en voz baja Karl.
—Sí —respondió el técnico, sin dejar de reír.
—Chis —dijo María.
—... bueno, se ha hecho tarde, Nueva York... —dijo la voz cálida de Christmas, llenando con sus notas luminosas la sala de realización sumida en la oscuridad—. Pero volveré. Mi banda me está esperando. Los Diamond Dogs, los habéis oído nombrar, ¿no es cierto? Claro, somos famosos y por eso sé todas estas cosas. Y os las enseñaré, chatos, así a lo mejor algún día podréis entrar en la banda. Mantened los oídos bien abiertos. Os descubriré cada rincón de nuestra ciudad y os llevaré de la mano por los callejones oscuros... donde bulle la vida que os asusta... y que os fascina. —Hizo una pausa y luego dijo—: Buenas noches, Nueva York...
Y se hizo el silencio.
«Buenas noches, Ruth», pensó Christmas.
Acto seguido las luces se encendieron y al otro lado del cristal Christmas pudo ver que los rostros de sus cuatro espectadores componían una sonrisa entusiástica. María salió corriendo de la sala de realización y lo abrazó.
—Maravilloso, maravilloso, maravilloso —le murmuró a un oído. Y Cyril también apareció en la sala, dando saltitos, cohibido y orgulloso, aunque sin saber qué decir.
—Primero tengo que hablar con la junta directiva —dijo Karl estrechándole la mano—. Pero eres... un programa así no lo ha hecho nadie jamás.
—Nadie —dijo Cyril con voz emocionada.
—¿Qué repertorio tienes? —preguntó Karl.
—¿Repertorio? —contestó Christmas, aturdido y con una extraña sensación en el cuerpo, una mezcla de euforia y de melancolía, como si quisiera reír y llorar al mismo tiempo.
—¿Cuántas historias te sabes?
Christmas apretó la mano de María.
—Infinitas —dijo—. Y cuando las acabe, inventaré otras nuevas —añadió riendo.
—Eres un fenómeno —dijo el técnico de sonido.
—Gracias —respondió Christmas, que ahora lo único que deseaba era marcharse y quedarse solo.
—Un programa así no lo ha hecho nadie jamás —dijo Karl, como hablando para sí.
Los Ángeles, 1927
La muchacha estaba en el centro del plató y miraba alrededor con aire confundido. El pabellón estaba a oscuras. Solo una lámpara, que colgaba del entramado, alumbraba con su haz mortecino el centro del plató, trazando un círculo de contornos difuminados. La escenografía representaba con gran realismo el lavadero de un bloque popular. Una puerta desconchada, en el lado izquierdo de la pared del fondo, introducía en la habitación. A la derecha de la puerta, tres grandes fregaderos. En las dos paredes laterales, muy arriba, como si el lavadero se hallase en la entreplanta del edificio, había dos ventanas, estrechas y largas, tras las cuales se escondían dos cámaras. Una tercera cámara estaba situada detrás de la pared del fondo y seguía la escena por un agujero que simulaba un desagüe, a la altura de un hombre, entre dos fregaderos. Al revés que en otros platós —carentes de la cuarta pared, para rodar sin impedimentos—, aquí la escenografía se cerraba con una red metálica, tendida entre dos palos de hierro. Detrás de la red había dos cámaras, a los lados, para las tomas transversales, lo bastante apartadas para no entrar en el encuadre de la cámara oculta entre los dos fregaderos. Las cinco cámaras, tras la orden del director, empezarían a rodar simultáneamente, y filmarían la escena sin intervalos. Pues no iba a haber más claquetas. No era una escena que se pudiera repetir. Por tal motivo, las cámaras empezarían a rodar a la vez, cada una de ellas cargada con una cinta de veinte minutos de metraje. Un solo rollo. La acción no duraría más.
Había sido una idea de Arty Short. Estaba seguro de que con este sistema lograría un realismo irrealizable de cualquier otro modo. Y la escena que se disponían a rodar precisaba ser absolutamente realista. Resultaba caro, sin duda. Pero últimamente los negocios iban bien, muy bien. Y aquella nueva inversión daría aún más beneficios. «Ha comenzado una nueva era —había dicho Arty a su protegido, a quien todos conocían como
Punisher
, el Castigador—. Nosotros dos —había recalcado el director— estamos iniciando una nueva era. Tú y yo.»
Ahora la muchacha estaba parada en el centro del plató y se retorcía las manos. Se encontraba turbada, no sabía qué hacer. La tensión era alta. Procuraba sonreír, aparentar desenvoltura, pero todo estaba a oscuras y no podía ver al equipo ni al director detrás de la red metálica, y se sentía un poco incómoda. La habían contratado el día anterior, mientras hacía cola con otras decenas de extras para tratar de conseguir un papel en
The Wedding March
, una película del director Erich von Stroheim. Un hombre se le había acercado y le había dicho que le ofrecía la oportunidad de una prueba que, si la superaba, la haría salir del anonimato. Era un papel protagonista, le había asegurado. En una pequeña película, pero que verían los mayores productores de Hollywood. Y todos los que tenían algún peso en la industria. No había podido dormir, había pasado la noche presa de una agitación febril. Había confiado en que la maquilladora le borrase las huellas de la noche en blanco, pero nadie la había maquillado. Solo le habían dado un traje para la escena. Y ropa interior. La encargada del vestuario le había dicho que el director era un maniático del realismo. Pero le había parecido raro. Como también le había parecido raro que no hubiera más chicas para la prueba. Pero Hollywood no contemplaba que una muchacha se hiciera demasiadas preguntas si quería triunfar, se había repetido. Al fin y al cabo, ya había hecho algunas componendas desde que llegara a Los Ángeles y no se arrepentía. Había posado para
GraphiC
como modelo y, para conseguirlo, se había acostado con el fotógrafo. Había tenido además una relación con un hombre casado que era amigo del productor Jesse Lasky, y así había logrado ser figurante en aquella película. De esa manera se hacía carrera en Hollywood. Y para hacer carrera había dejado Corvallis, Oregón, en el corazón del Willamette Valley, tres años atrás. Bien es cierto que si en Corvallis se hubiese acostado con un fotógrafo y con un hombre casado, la habrían considerado una puta; pero en Hollywood las reglas eran distintas, y ella no se sentía una puta. No se acostaba con cualquiera. No lo hacía ni por placer ni por capricho. Solo lo había hecho con el fotógrafo y con el amigo de Jesse Lasky. En Corvallis, su belleza únicamente le habría valido para casarse con un funcionario del ayuntamiento en vez de con un leñador, como todas sus amigas. Eso era lo que se podía esperar de Corvallis, un pueblo cuyo emblema era el crisantemo. Una vez, en la biblioteca municipal, había leído que en ciertas partes del mundo el crisantemo era la flor de los muertos. Y ella no quería vivir como una muerta.