La calle de los sueños (49 page)

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Authors: Luca Di Fulvio

BOOK: La calle de los sueños
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Recogió el tabique y lo arrojó con violencia hacia el rincón en el que estaba amontonando todos los demás. El tabique cogió viento como una vela —o un ala partida—, se elevó, se revolvió y por fin se abatió contra el suelo, donde se combó. Bill le pegó una patada furiosa, lo levantó y lo dejó en el rincón. Después, de vuelta en el plató, se tumbó sobre la gran cama en la que las actrices de aquel día se habían revolcado desnudas, esparciendo sus falsos humores entre las sábanas que los proyectores hacían parecer de seda. Hundió la cara en una almohada y procuró dominar su ira. La nariz se le llenó de Shalimar, el perfume que usaba la actriz principal, aquella zorra que creía ser como Gloria Swanson. Bill la detestaba. Más que a cualquiera de las otras zorras que iban por el pabellón. Las otras ni siquiera reparaban en él, pero ella lo había elegido como blanco desde el primer día. Lo obligaba a llevarle café, agua, le pedía de todo, con tal de humillarlo y escarnecerlo. De la forma que fuera. El café estaba siempre muy negro o muy dulce o muy claro o muy amargo. Y el agua estaba siempre muy caliente o muy fría. O había tardado mucho o poco. La zorra miraba al director y decía: «¿De dónde has sacado a este garrulo, Arty?», y se reía y luego se volvía hacia la maquilladora o el jefe de maquinistas y decía: «Debe de ser un poco papanatas, ¿verdad?». Y Bill tenía que estarse callado, aunque la miraba con ojos que echaban chispas. Y ella, la zorra, lo notaba, disfrutaba, lo desafiaba, se pasaba una mano por las tetas siempre al aire y reía. Se reía de él.

Bill agarró la almohada para desgarrarla. Pero enseguida se contuvo. El jefe de maquinistas, al día siguiente, se la hubiera cobrado. Y Bill no ganaba lo suficiente para permitirse pagar una almohada que olía a Shalimar y a esa zorra. La lanzó lejos y se volvió, boca arriba, con las fosas nasales dilatadas, temblándole de cólera, mirando los entramados que colgaban del techo del pabellón, con todos aquellos focos que lo escrutaban como ojos eléctricos.

No, aquella noche no tenía prisa por volver a casa. Ni tampoco la tendría otras noches. Nunca más tendría pisa por volver a su miserable apartamento del Palermo. Porque ella se había marchado. En los últimos meses Linda le había estado buscando conversación. Pero Bill siempre la había esquivado. No quería que encontrase en él un amigo a quien confiar sus penas. Quería que Linda sufriese sola, pues ahí radicaba su placer. E incluso una noche que había llamado a su puerta para preguntarle si le apetecía compartir una botella de tequila, Bill se la había cerrado groseramente en sus narices. Había dejado que se emborrachase sola, y aquella noche había sido maravillosa. Linda había llorado más de lo habitual. Y había dejado la luz encendida. Se había dejado amar a través de la pared como nunca antes. Había sido una noche de pasión.

Sin embargo, lo que sacaba de sus casillas a Bill no era únicamente la desaparición de Linda. Aquella mañana el nuevo inquilino se había presentado en su puerta. Era un joven de aspecto engreído. Alguien que se consideraba mejor que los demás porque era guionista, porque tenía una máquina de escribir. Y, cuando Bill abrió la puerta, en la cara de aquel guionista de mierda que miraba por encima de su hombro había una sonrisa maliciosa: «Lo siento, amigo, se ha acabado la fiesta —le dijo. Bill no comprendió enseguida. Entonces el guionista, sin dejar de sonreír, enarcó una ceja y señaló con la barbilla la pared del salón—. Tu espectáculo gratuito —dijo—. He visto los agujeros en la pared —rió—. Siento que tu chica se haya ido. Como no pretendo ofrecerte el mismo entretenimiento, los he tapado. Pero me has dado una buena idea para una historia.» Bill habría querido partirle la cara, pero el guionista se dio media vuelta con su aire de superioridad y poco después, desde su salón, Bill lo oyó teclear su mierda de máquina de escribir. Y tenía la certeza de que estaba escribiendo sobre él. De que se estaba riendo de él. De que lo estaba poniendo en ridículo.

—¿Me estás oliendo, garrulo? —resonó de repente una voz en el pabellón.

Bill se levantó de golpe de la cama, con gesto de culpabilidad.

La actriz rió, exhibiendo sus dientes blanquísimos y perfectos.

—Descuida, no se lo diré a nadie —dijo mientras subía las escaleras que conducían a la galería que daba a los camerinos—. Será nuestro secretillo —y, agarrada al pasamanos con una mano enguantada, se volvió hacia Bill y se pasó la lengua por los labios pintados de escarlata, con un movimiento veloz, mordaz—. Me he olvidado del regalo de un admirador —dijo sin dignarle más de una ojeada—. Tú sigue estirándote el rabo, haz como si yo no estuviera —y desapareció riendo en un camerino.

Bill se sulfuró. Empuñó el martillo y se lanzó con saña contra dos vigas. Las arrancó de las tablas a las que estaban clavadas y las apiló en orden. Luego levantó el tabique y lo llevó al rincón, junto con los otros.

—¿Lo has cogido tú? —dijo con voz severa la actriz un instante después.

Bill se volvió a mirarla. Llevaba un abrigo de piel clara, barato, desabrochado, que dejaba ver un traje ceñido de seda rojo púrpura.

—¿Lo has cogido tú? —repitió la actriz, que ya bajaba las escaleras tras recorrer a paso firme la galería.

—¿Qué? —preguntó Bill, sin moverse de donde estaba.

—Piojoso de mierda —lo insultó la actriz mientras se le acercaba y sus pasos retumbaban en el pabellón desierto.

Era mexicana, pero de piel clara. No parecía mexicana, sino judía, se sorprendió pensando Bill. Una rica judía con un abrigo de piel y enjoyada. Delgada. Con los pechos recién brotados. ¿Cuántos años podía tener? ¿Dieciocho? Parecía una mujer porque era una zorra, se dijo Bill. Pero no era más que una chiquilla.

—Mi brazalete. Es de oro, hijo de puta —dijo la actriz cuando estuvo delante de él—. Me lo he olvidado en el camerino y tú lo has robado.

—Yo no lo he cogido —respondió Bill.

—Devuélvemelo y zanjemos aquí el asunto —dijo la actriz apuntándole un dedo a la cara. Tenía las uñas cuidadas, largas, pintadas de rojo. Y un anillo con una esmeralda rectangular de bisutería.

—Yo no lo he cogido —repitió Bill. Y pensó que solo era una chiquilla. Con un largo pelo negro que se le rizaba en suaves bucles.

—Hijo de puta...

—Aquí solo hay una puta —la interrumpió Bill, mientras sentía que toda la cólera acumulada en su interior presionaba para salir.

—Se lo contaré a todo el mundo, ladrón de mierda —le espetó la actriz—. Estás acabado. Te despedirán y acabarás en la cárcel, gilipollas.—Pero a la vez que lo insultaba retrocedió un paso.

Y Bill vio que toda su seguridad, toda su arrogancia de zorra, se esfumaba de su mirada. Y entonces rió, como no reía desde hacía mucho tiempo. Y en su carcajada resonó aquella vieja, alegre nota alta que era antes la voz de su naturaleza.

—¡Acabarás en la cárcel! —gritó la actriz y dio otro paso atrás porque lo que había leído en la mirada de Bill la había puesto en guardia.

—Tienes miedo, ¿no es cierto? —dijo Bill mientras se le acercaba. Pensó que no era más que una chiquilla. Y le acarició los largos rizos negros. Y le pasó una mano sobre su tez clara, que no era de mexicana, sino de judía.

—No me toques —dijo la actriz, rebosando desprecio e intentó darse la vuelta.

Pero Bill ya le había asido una muñeca. No era más que una chiquilla malcriada, pensaba mientras la contemplaba con ojos exaltados. Sombríos. Una rica chiquilla judía, zorra y malcriada.

—Te juro que no te besaré —dijo Bill y le asestó un puñetazo en la cara.

La actriz cayó al suelo, gimiendo. Después trató de huir, andando a gatas.

—No te besaré... Ruth —le susurró Bill agarrándola por el cuello del abrigo de piel clara.

La actriz se soltó chillando, mientras trataba de huir, y el abrigo se le salió. Entonces Bill la cogió por el pelo color azabache y la obligó a volverse. Tenía los labios rotos y la sangre se mezclaba con el carmín. Y los ojos estaban llenos de miedo. Bill rió —oyendo con placer aquella reencontrada nota intensa y ligera que borboteaba de su garganta— y le propinó otro puñetazo. Pensando en Linda, que se había marchado. Pensando en las lágrimas que habían inflamado sus noches solitarias de Hollywood. Pensando en el guionista engreído que se consideraba superior a él porque tenía una máquina de escribir. Pensando en Ruth, en aquella primera vez, en aquel primer goce. En aquella noche en la cual había comprendido que para toda su ira y su frustración había una salida, que no le creaba pesadumbre. Y entonces golpeó otra vez a la actriz. En la cara. Y luego en la tripa y en el estómago. Y la agarró del pelo, la levantó y la arrastró hasta la cama en la que durante todo el día se había revolcado sonriendo de aquella forma insolente y lasciva, con esa sonrisa que ahora había perdido. La tiró sobre las sábanas que las luces hacían parecer de seda, se subió encima de ella a horcajadas, la inmovilizó por las muñecas y le lamió las lágrimas que se mezclaban con la sangre.

—¿Quieres conocer la vida real, zorra? —le dijo sin dejar de darle puñetazos y bofetadas. Le introdujo una mano en el escote del traje de seda y lo rasgó, con violencia, riendo con su carcajada ligera. Y le rasgó el sostén, asestándole un nuevo golpe en la cara cada vez que trataba de resistirse. Y al cabo de tantos años Bill de nuevo se sintió vivo, por fin. Y no le interesaba nada más. No pensaba en las consecuencias. No pensaba en nada. Porque no existía sino eso. Nada sino aquel momento. Nadie sino él. Los pechos pequeños y duros bailotearon ligeramente. Bill asió uno y lo estrujó, con fuerza, como si fuese una naranja, como si tuviese que exprimirlo, como si contuviese un zumo que le apetecía.

La actriz gritó: la sangré se le atragantó y tosió.

Bill rió de nuevo —no podía contener aquella alegría olvidada— y le subió la falda. Le arrancó las bragas y el sostén, le abrió los muslos, se desabrochó los pantalones y se adentró en su cuerpo, excitado. «¿Quieres ver el mundo real, zorra? —le gritó a la cara—. ¡Mira: este es el mundo real, zorra!» Y mientras le hundía el miembro, con rabiosa violencia —regodeándose con cada expresión de dolor y desesperación de su víctima—, era incapaz de pensar en nada que no fuera Ruth. Y al tiempo que llegaba al orgasmo y enarcaba la espalda y volcaba en la actriz toda su hiel, le espantó la idea de que Ruth le hubiese entrado en la sangre y en la cabeza. Entonces apretó las mandíbulas, con tal fuerza que le rechinaron los dientes, poseído por una cólera que la violencia sexual no había conseguido extinguir del todo, dispuesto a seguir ensañándose más con la actriz que tenía a su merced.

La muchacha miraba de lado. En sus ojos negros había otra expresión. Una mirada sorprendida y perpleja que se había añadido al miedo.

Bill se volvió y vio que Arty Short lo estaba observando en silencio, desde detrás de un tabique del plató. Bill tensó los músculos, sin hacer un solo movimiento. Pero estaba listo para saltar. Si era preciso, lo mataría. Y probablemente tendría que hacerlo, se dijo. El director de cine lo miraba con una expresión extraña impresa en la cara. Él tampoco movía un músculo. De su mano izquierda pendía un brazalete. De oro. Era lo único que se movía dentro del pabellón. Los dos hombres se observaban en silencio, enfrentándose con las miradas, examinándose. Y Bill procuraba imaginarse el primer movimiento del director, para que no lo cogiese desprevenido.

La actriz, atrapada por el peso de su violador, se movió ligeramente, gimiendo.

Y entonces habló el director:

—¿Sabrías repetirlo ante la cámara? —preguntó con voz ronca a Bill.

Bill arrugó las cejas. ¿Qué no encajaba en aquella situación? Estaba dispuesto a matar. Pero no a ese tipo.

Y el director ahora sonreía y se estaba acercando a la cama.

—Arty... —lloriqueó la actriz, con los labios rotos y ya hinchados.

—Cállate —la interrumpió el director, sin dejar de mirar a Bill.

Bill se levantó de la cama. Se abotonó la bragueta. Se limpió los dedos pegajosos en un borde de la sábana.

—Si eres capaz de repetirlo ante la cámara, nos haremos ricos —dijo Arty.

Bill lo miraba en silencio.

Entonces el director se volvió hacia la actriz y le colocó el brazalete de oro entre los senos, con delicadeza.

—¿Buscabas esto, Frida? —le preguntó sonriendo—. Te lo dejaste en mi coche.—Luego pasó al lado de Bill y recogió del suelo el abrigo de piel. La solapa izquierda estaba manchada de rojo. Arty le dio dos golpecitos al abrigo, como quitándole el polvo, volvió junto a la actriz y le tendió una mano, como un educado caballero. La ayudó a levantarse y luego le puso el abrigo.

—Abróchatelo —dijo—, así no se ve nada. —Se introdujo una mano en el bolsillo de los pantalones, extrajo un billete de cincuenta de un billetero de muelles, de oro, y se lo alargó a Frida—. Para el taxi. Y la tintorería —y después le pasó dos dedos sobre su pelo claro, manchado de sangre. Rió. Le puso ambas manos sobre los hombros, le hizo dar la vuelta y la empujó hacia la salida del pabellón—. Tómate quince días para restablecerte. Llama al doctor Winchell y dile que yo pago.—Le dio un beso en el pelo y de nuevo la empujó hacia la salida—. Y no le menciones a nadie lo que ha ocurrido, si quieres seguir trabajando.

—Arty... —murmuró la actriz.

—Buenas noches, Frida —dijo el director de cine y le dio la espalda, al tiempo que clavaba en Bill una mirada intensa, en silencio, hasta que los pasos inseguros de Frida dejaron de repiquetear en el pabellón. Después, en cuanto se encontraron solos, en su cara picada de viruelas se dibujó una sonrisa cordial—. Ven, vamos a comer y a hablar de negocios —dijo pasando un brazo sobre los hombros de Bill—. Te convertiré en una estrella.

43

Manhattan, 1927

—Puedes empezar cuando quieras —dijo Karl Jarach por el interfono.

Christmas miró hacia el otro lado del cristal, hacia la sala de realización desde donde el directivo de la N. Y. Broadcast, el técnico de sonido, María y Cyril —a quienes Christmas había pedido que asistieran— lo observaban en silencio. Trató de sonreír a María y Cyril. Pero solo le salió una mueca. Tenía los labios secos. Estaba tenso.

—Cuando quieras —repitió Karl.

Christmas hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Estiró una mano hacia el micrófono y lo apretó. Tenía la palma sudada.

—Buenas noches, Nueva York... —dijo con voz insegura.

Levantó la vista. María lo miraba ansiosa, mordisqueándose una uña. Cyril parecía impasible, pero Christmas vio que tenía los puños cerrados.

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