Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
Christmas entró en el estudio sumido en la penumbra, se sentó a la mesa, dejó en el suelo su crujiente abrigo, se quitó la chaqueta y se remangó la camisa, como había visto hacer a los actores. Se acercó un micrófono y lo encendió.
Sonó la crepitación electroestática y luego nada más.
Christmas recordó el silencio tenso que se había hecho en el teatro antes de que se levantara el telón. Cerró los ojos y súbitamente le pareció que revivía la explosión de luces que había habido en cuanto la orquesta empezó a interpretar la envolvente música de Gershwin.
Y entonces se aclaró la voz y dijo: «Buenas noches, Nueva Yo r k...».
Karl Jarach contaba treinta y un años. El padre de Karl, Krzysztof, hijo de un pequeño comerciante de semillas de cereales de Bydgoszcz, en Polonia, había llegado a Nueva York en 1892. Cuando desembarcó en Ellis Island no sabía hacer nada. Trabajó en el puerto, como estibador, pero como era de estatura baja y de complexión frágil, no pudo aguantar más que tres meses. Durante seis meses más intentó trabajar de albañil. Sin embargo, Krzysztof tampoco era lo bastante musculoso para trabajar de albañil. En un baile —organizado por la pequeña colonia de polacos que frecuentaba de noche, para hablar su idioma—, el inmigrante conoció a Grazyna, y los dos jóvenes se enamoraron. Aquel mismo año se casaron y Krzysztof fue contratado como dependiente en la ferretería del padre de Grazyna. Un año más tarde, Krzysztof había aplicado en la ferretería las reglas que aprendiera de su padre, en el almacén de semillas de cereales de Bydgoszcz, racionalizando compras y suministros e invirtiendo en los nuevos hallazgos. La actividad comercial de la tienda obtuvo grandes beneficios. El padre de Grazyna lo ascendió a director y en el curso del año siguiente Krzysztof, endeudándose hasta el cuello con los bancos, trasladó la ferretería del reducido local en Bleeker Street a otro mucho más aireado y comercial en Worth Street, esquina con Broadway. Krzysztof tenía buen olfato para los negocios y los dos grandes escaparates de la ferretería —donde exponían artículos para el hogar que atraían también a las mujeres de los distritos colindantes— pronto demostraron ser una buena inversión, tanto, que pudo devolver rápidamente el dinero a los bancos. Lo único que fallaba en la vida de Krzysztof era que su Grazyna no podía darle un hijo. Así, la madre de Grazyna, a la que aquello le estaba amargando la vida, fue a la iglesia y le puso una ofrenda a la Virgen.
Y en tan solo tres meses Karl fue concebido.
Karl fue el niño más mimado de toda la colonia polaca. Se crió despreocupado, sin problemas económicos, y cuando tuvo edad para ir a la universidad, Krzysztof había ahorrado la suma necesaria para que estudiara. Pero Karl, sorprendiendo a todos, dijo que no le apetecía. Entonces Krzysztof, aunque decepcionado, empezó a prepararlo para la dirección de la ferretería. Karl, sin embargo, siempre distraído, no se aplicaba, se aburría y en cuanto podía se ponía a leer incomprensibles libros sobre la naciente tecnología de la transmisión de ondas radiofónicas. «¡La leche! —gritó un día Krzysztof en la mesa, perdiendo la paciencia con su hijo por primera vez desde que naciera—. ¡Si es esa dichosa radio lo que te interesa, dedícate a ella, mecachis, pero no desaproveches tu vida!»
El grito paterno tuvo un efecto beneficioso sobre la pereza de Karl. Una semana después las abstracciones de los libros se habían plasmado en una lista de las nacientes emisoras radiofónicas y de las fábricas de radio y telefonía en Nueva York y alrededores. Karl llamó a todas las puertas y por fin fue contratado en la N. Y. Broadcast, como empleado de primer nivel.
Su padre le compró dos trajes nuevos porque, dijo, no debía parecer nunca un pordiosero polaco. Y gracias a uno de esos trajes, un directivo se fijó en Karl, le tomó simpatía y lo puso a prueba. Y así como Krzysztof había aplicado a la dirección de la ferretería las reglas que aprendiera de su padre en el almacén de semillas de cereales, así Karl aplicó en la emisora de radio las reglas de la ferretería que aprendiera del suyo.
Adaptando a las personas los mismos criterios que su padre empleaba para tornillos y clavos, Karl dio un impulso racional al «almacén humano» que tenía que dirigir. Al cabo de pocos años, trabajando fuera de horario, dedicándose en cuerpo y alma, hizo carrera y se convirtió en un directivo de segundo nivel de la N. Y. Broadcast, encargado no solo de dirigir las emisiones, sino además de proponer otras nuevas.
Y aquella noche Karl, como solía ocurrir, seguía en su despacho ya muy entrada la noche, tratando de que se le ocurriera una idea para reemplazar un tedioso programa cultural conducido por un profesor de la universidad —amigo de uno de los directivos de primer nivel—, que hablaba de la historia de América sin conseguir suscitar el menor interés en los oyentes porque usaba palabras demasiado complicadas. El profesor tenía una voz nasal capaz de dormir hasta a un hombre atiborrado de café una semana entera, pensaba Karl. Porque no sabía a quién estaba hablando, no conocía a la gente a la que se dirigía ni tenía el menor interés por entenderla. Pero si en la N. Y. Broadcast querían que la radio entrase en las casas de las personas corrientes, había dicho Karl varias veces a la junta directiva, la radio debía hablar su idioma, conocer sus problemas y sus sueños.
Karl se frotó los ojos cansados. Cerró descorazonado la carpeta en la que apuntaba las ideas para nuevas emisiones y se puso la chaqueta y el abrigo. Estaba desmoralizado. Desde hacía semanas buscaba una idea que hablase de América sin las aburridas palabras de aquel engreído profesor. Cerró con llave su despacho, se envolvió al cuello la cálida bufanda de cachemira que le había regalado su padre y empezó a bajar por las escaleras de servicio, pues de noche no se atrevía a coger ninguno de los dos ascensores. A esa hora los ascensoristas ya no estaban y el vigilante nocturno era conocido por su sueño pesado. Si Karl se quedaba encerrado en el ascensor, probablemente tendría que esperar hasta la mañana, cuando llegaran los ascensoristas. Por eso, cuando trabajaba hasta tarde, siempre bajaba a pie.
El edificio estaba sumido en la penumbra y el silencio. Los pasos de Karl repiqueteaban en los escalones. Sin embargo, cuando ya había llegado casi a la segunda planta, oyó ascender una voz por el hueco de la escalera. Amplificada. Cálida, expresiva. Alegre. Viva. Una desconocida voz joven. Karl abrió entonces la puerta que daba a la segunda planta y avanzó sigilosamente por el pasillo donde se encontraban los estudios de grabación.
Junto a la puerta del estudio número tres vio un corrillo de personas.
—... porque la regla fundamental del gángster —decía la voz, ahora más fuerte y clara— es que un hombre posee algo solo hasta que sea capaz de conservarlo...
Karl se acercó más. Un hombre del grupito reunido fuera del estudio tres se giró y lo vio. Era un negro y sujetaba un escobón y un cubo de agua. Sus grandes ojos bulbosos y blancos destellaron en la oscuridad. Tocó inquieto el hombro de la mujer que tenía delante. También esta se volvió y en su rostro se dibujó asimismo una expresión preocupada. Abrió la boca para decir algo, pero Karl se lo impidió con un gesto de la mano y luego se llevó un dedo a los labios, pidiéndole que callara. Se unió al grupo y a cada uno de ellos, según se daban la vuelta, les fue haciendo la misma seña para que se callaran. Todos eran negros. Todos, empleados de la limpieza.
—Os preguntaréis cómo sé todas estas cosas —prosiguió la voz—. Bueno, es fácil. Soy uno de ellos. Soy el jefe de los Diamond Dogs, la banda más famosa del Lower East Side. He sido un muerto de hambre...
Karl tocó despacio el hombro de la mujer que limpiaba su despacho.
—Hola, Betty —le susurró Karl.
—Buenas noches, míster Jarach —dijo la negra, dando un respingo.
—¿Quién es? —le preguntó Karl en voz baja, señalando el estudio tres sumido en la oscuridad.
Betty se encogió de hombros.
—No lo sabemos —respondió.
Y Karl advirtió que la mujer le había respondido solo por educación cuando lo único que quería era escuchar la voz. Karl le sonrió y guardó silencio.
—... todo nació en los Five Points del que antes se llamaba el Bloody Ould Sixth Ward, el Distrito Sexto. Pero ni vosotros ni yo habíamos nacido, por suerte...
Karl vio que los empleados sonreían y se miraban entre sí, asintiendo.
—... eran lugares salvajes y malsanos en el cruce de Cross, Anthony, Orange y Little Water... —continuaba la voz—. ¿No conocéis esas calles?
Los empleados movieron la cabeza.
—Nunca las he oído —farfulló Betty.
—... pues apuesto a que habéis pasado por ellas docenas de veces —prosiguió la voz, como si hubiese oído la respuesta—. Anthony Street es la actual Worth Street...
Karl vio que los empleados se quedaban boquiabiertos. Y él mismo abrió la boca, asombrado, y pensó: «Es la calle de la ferretería de mi padre. La calle donde me he criado».
—... la Orange ahora se llama Baxter. Y Cross es Park Street. En cambio, Little Water ha desaparecido... Pues bien, ¿cuántas veces habéis pasado por esas aceras históricas?...
Los empleados movían la cabeza incrédulos. Y también Karl estaba maravillado y fascinado. Se abrió paso entre el grupito y trató de mirar en el estudio tres, pero cuanto veía era el perfil negro de una figura inclinada sobre la mesa, que empuñaba el micrófono.
—... y en aquel extraño lugar, lleno de garitos y salas de fiestas, que era una especie de Coney Island de la época, al que iba gente como nosotros, marineros, ostreros, obreros y empleados con salarios modestos, nació la cultura del gángster, que en aquellos días era mucho más rudo que hoy...
Karl estaba embrujado. Y escuchaba en el mismo silencio tenso de los empleados que lo rodeaban.
—... es tarde, ha llegado la hora de que te deje, Nueva York...
Entre los empleados se oyó un murmullo de decepción.
—... pero pronto volveré y os hablaré de las barriadas, de los que reclutaban matones, de la Old Brewery, de Mose el gigante, de Gallus Mag, de Patsy the Barber y de Hell-Cat Maggie, una mujer con la que no querríais cruzaros jamás...
Los empleados rieron quedamente y se dieron codazos. Y Karl rió con ellos.
—... y os revelaré la gesta de los gángsteres de hoy, con los que me codeo cada día y a los que veis paseando por las calles con sus trajes de seda chillones. Os enseñaré a hablar como ellos y os contaré las fantásticas aventuras que se ocultan en los callejones de nuestra ciudad...
—¿Cuándo? —preguntó ingenuamente una de las empleadas.
—... os dejo con un chiste sobre Monk Eastman, de los tiempos en que trabajaba como gorila en una sala de fiestas del East Side, al principio de su sanguinaria carrera, y mantenía la calma en el local con un enorme garrote sobre el cual hacía una muesca cada vez que tumbaba a un cliente alborotador. Pues bien, sabed que una noche Monk se acercó a un pobre viejecito inofensivo y le abrió el cráneo con un golpe tremendo...
—¡Oh...! —exclamó una negra gorda que estaba al lado de Karl, llevándose una mano al pecho.
—¡Chis! —la mandó callar Betty.
—... cuando le preguntaron por qué lo había hecho, Monk respondió: «Bueno, ya tenía cuarenta y nueve muescas en el garrote, y quería redondear la cifra...».
Los empleados rieron por lo bajo. Y también Karl rió.
—... ahora os dejo. Tengo que ajustarle las cuentas a una rata por chota y cobrar la mordida en mi bar clandestino —concluyó la voz—. Buenas noches, Nueva York. Y recuerda... los Diamond Dogs velan sobre tus historias.
Luego se oyó el crujido del micrófono al apagarse.
«Esta es la historia de América», pensó Karl y, tras unos segundos de silencio, comenzó a aplaudir. Y los empleados aplaudieron con él.
Entonces se oyó el ruido de una silla que era apartada presurosamente de la mesa, y cuando Karl encendió la luz del estudio todos se encontraron delante con un muchacho asustado de veinte años, con un mechón rubio despeinado sobre la frente, en mangas de camisa a la altura de los codos, que los miraba con ojos atónitos y balbucía dirigiéndose a Karl:
—Perdóneme... yo... perdóneme... me voy enseguida.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Karl.
—Se lo ruego, no me despida...
—¿Cómo te llamas?
—Christmas Luminita.
—¿De verdad sabes muchas historias así?
—Sí... señor —respondió Christmas.
—A las diez. Mañana. Aquí —le espetó Karl, con una sonrisa en los labios—. Grabaremos el primer episodio.
Los Ángeles, 1927
Bill estaba desmontando una escenografía. Eran las nueve de la noche y no había nadie más en el pabellón. En aquellos meses no había hecho ningún progreso en el mundo del cine. Su primera etapa de aproximación a Hollywood y a la riqueza había sido un fiasco. Había sido contratado como ayudante de maquinista y así se había quedado. Su sueldo era ligeramente más alto que el de un negro bien pagado. Sin embargo, sus posibilidades de hacer carrera eran las mismas que las de cualquier negro: nulas.
Bill golpeó con decisión la base de una de las dos pequeñas vigas que mantenían recto un tabique de la escenografía. Luego hizo lo mismo con la otra. Asió los dos palos de madera y dejó que los tabiques cayeran al suelo, retumbando en el pabellón. Eso era lo que había aprendido en Hollywood. Todo dependía del lado del plató en el que te hallaras. Si estabas delante de la escenografía podías ser lo que se te antojara. Hoy un pachá, mañana un rico industrial, pero siempre el amo del mundo. Y podías encontrarte en una mansión de ensueño, en un despacho de directivo, en una piscina climatizada. Bill se volvió a mirar el plató mutilado. El harén suntuoso donde se habían rodado escenas sáficas durante todo el día, ahora resultaba patético y ridículo. Si estabas detrás de la escenografía, veías lo que eran todas aquellas realidades: tabiques de cartón pintados, sujetos a vigas de madera. Y aquellos tabiques se pintarían de nuevo y mostrarían otro camelo. El jefe de maquinistas, el primer día, al tiempo que pasaba la mano por los palos de madera que mantenían rectas las escenografías, le había dicho: «Lo importante es la madera, recuérdalo. Cuando desmontes un plató, has de cuidarte de la madera. La madera permanece. En cambio, el cartón no vale un carajo». Porque Hollywood era eso: nada. Peor, una ilusión.
Bill puso el tabique en un rincón y luego desmontó dos vigas más, arrancó los clavos de abajo y de arriba y los juntó cuidadosamente con los otros. Casi siempre tenía prisa por terminar su trabajo y regresar a casa. Para espiar a Linda Merritt llorando. Pero no aquella noche. Y desde aquella noche ya no volvería a tener prisa. Porque Linda ya no estaba. Se había marchado. No iba a convertirse en una estrella. Había izado bandera blanca y regresado a su granja. Seguramente no dejaría de llorar, aunque por nuevos motivos, por nuevas añoranzas, por nuevas decepciones. Pero lo que escocía a Bill era que ya no iba a poder espiarla.