La calle de los sueños (43 page)

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Authors: Luca Di Fulvio

BOOK: La calle de los sueños
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—¿Es su madre? —preguntó Christmas.

Cyril le arrancó la foto de la mano y la puso otra vez en su mesa. Volvió a sentarse y sacó un panel con cursores de otra caja. Agarró el destornillador y empezó a desmontarlo, en silencio.

Christmas permaneció un instante inmóvil, luego se dio la vuelta y fue a sentarse en el suelo, al otro lado del almacén, desmoralizado. Pasados unos segundos oyó salir un crujido electrostático del altavoz que había encima de su cabeza.

—Eres un ignorante como todos los blancos, muchacho —dijo la voz amplificada de Cyril—. No es mi madre, sino Harriet Tubman. Era una esclava. Su amo la prestaba a otros negreros. Fue azotada, atada con cadenas, le partieron la cabeza y los huesos, vio vender a sus hermanas a otros amos. Y cuando consiguió huir, su marido, que era un negro libre, la abandonó, por miedo a perder lo poco que tenía. A partir de entonces Harriet ayudó a huir a decenas y decenas de esclavos. Después de la guerra civil ofrecían una recompensa de cuarenta mil dólares por su cabeza. Más que por cualquier criminal de la época. Porque Grandma Moses, como nosotros la llamamos, era peor que un criminal para vosotros los blancos. Hablaba de libertad, que es una palabra de la que los blancos os llenáis la boca y nada más. Pero en la boca de un negro se convierte en un crimen. Luchó hasta el final por la abolición de la esclavitud. Murió aquí, en el condado de Nueva York, el 10 de marzo de 1913. Y cada 10 de marzo yo escupo sobre algo que pertenece a un blanco, para honrarla. Así que ese día no dejes nada tuyo cerca, estás avisado.

Christmas se quedó un instante en silencio.

—Mi madre es italiana —dijo luego—. Y la trataron como a una especie de negra.

—Chorradas —repuso Cyril—. Luego sonó el crujido del altavoz, al ser desconectado.

Durante unos minutos no pronunciaron palabra. Cyril estaba inclinado sobre su mesa. Christmas, sentado en el suelo.

—Acércate a sujetarme este cable —dijo en un momento dado Cyril.

Christmas se levantó y fue hasta la mesa.

—Aquí, agárralo así —rezongó Cyril.

—¿Aquí?

Cyril le asió una mano y se la plantó en la mesa, donde debía sujetar bien el cable. Luego empezó a soldar la punta a otro cable.

—Gracias —dijo Christmas.

—Hablas demasiado.

39

Manhattan, 1926

Como siempre, Cyril estaba agachado sobre su mesa de trabajo. Y en su fea cara arrugada podía leerse —desde hacía una semana— una expresión satisfecha. Cyril lo sabía todo acerca de la radio. La radio era su vida. Jamás podría haber hecho carrera porque tenía la piel negra como el carbón, pero eso le importaba poco. Se conformaba con poder arreglar cuanto se rompía y encontrar soluciones nuevas para mejorar la transmisión de palabras y música por las ondas. Era todo lo que pedía. A su manera ya había hecho carrera. Cuando lo habían contratado como almacenista, su única competencia era la de clasificar las piezas y entregarlas a los técnicos encargados de reparar las averías. Después, con el tiempo, pese a que había seguido con el salario de almacenista, se había convertido en el técnico al que recurrían de todas las plantas superiores. Y eso había convertido a Cyril en un hombre feliz. El almacén era su mundo y su reino. Conocía cada estantería y siempre sabía dónde encontrar lo que se requería, por mucho que a cualquiera el almacén pudiera parecerle una leonera. Cuando unos diez días antes le habían avisado que iba a tener un ayudante, Cyril se había irritado. No soportaba tener a ningún extraño. Enseguida lo había sentido como una invasión. Sin embargo, desde hacía una semana podía advertirse en él cierta satisfacción por la llegada de Christmas, aunque la disimulara con su trato arisco. Si había algo que Cyril odiaba era subir a las plantas superiores, las plantas de los blancos, para entregar y montar las piezas arregladas. Cuando se encontraba en los estudios propiamente dichos, dejaba de ser el rey que se sentía en el almacén. Volvía a ser solo un negro. «No es momento de hacer limpieza», le decían al verlo aparecer. Pues sí, ¿qué podía hacer un negro en un lugar de blancos? La limpieza. ¿Qué, si no? Entonces no tenía más remedio que explicarles —con la mayor educación posible, pues los blancos eran además muy susceptibles— que tenía que montar un micrófono arreglado, pongamos por caso. Y cada vez su pálido interlocutor lo miraba estupefacto. Y jamás lo reconocía ninguno de aquellos blancos de las plantas superiores. Todos los negros eran iguales para los blancos. Como una plasta de mierda de perro en la acera, que se asemejaba a todos los restantes millones de plastas de mierda de perro de todas las aceras de Nueva York. En cambio, ahora era tarea de Christmas entregar las piezas arregladas. Era él quien subía con las cajas de cartón blancas a las plantas superiores de los blancos. Y Cyril no dejaba de ser nunca el rey del almacén. Y por eso también en aquel instante, mientras extraía un cristal de galena de una vieja radio, sonreía para sus adentros.

—¡Diamond! —gritó de improviso una voz—.¡Eh, Diamond!

Cyril se volvió hacia la puerta de metal del almacén, que retumbaba bajo los golpes de la persona que chillaba al otro lado. Se levantó de su mesa y se acercó con cautela a la puerta.

—¿Diamond, Diamond, estás ahí? ¡Abre esta mierda de puerta!

—¿Quién eres? —preguntó Cyril, sin abrir.

Los golpes cesaron.

—Busco a Christmas —dijo la voz—. ¿No trabaja aquí?

—¿Quién eres? —volvió a preguntar Cyril.

—Soy un amigo suyo.

Cyril giró la cerradura y entornó la puerta. Vio a un muchacho de poco más de veinte años, blanco, cara de vicioso, profundas ojeras y un traje demasiado chillón para ser una persona decente. Inmediatamente se arrepintió de haber abierto.

—Christmas no está. Ha ido a hacer una entrega —dijo apresuradamente e intentó cerrar la puerta.

Pero el muchacho metió un pie antes de que la cerrara. Calzaba unos zapatos de charol muy horteras.

—¿Y cuándo vuelve? —preguntó.

—Dentro de poco —contestó Cyril y de nuevo trató de cerrar la puerta—. Espera fuera.

—¿Quién te crees que eres para darme órdenes, negro? —dijo el muchacho, agresivamente, empujando con fuerza la puerta y abriéndola de par en par.—. Lo esperaré dentro.

—No puedes estar aquí —protestó Cyril.

El muchacho abrió la hoja de una navaja y se pasó la punta entre dos dientes.

—Aborrezco los sándwiches de rosbif. Se te mete toda la carne entre los dientes —dijo mirando alrededor con aire chulesco.

—Y yo aborrezco a los fanfarrones. ¡Largo de aquí, mamón! —respondió Cyril alzando la voz.

—¿A quién llamas mamón? —replicó el muchacho, que se le acercó empuñando la navaja—. El mamón será el negro de tu padre.

—No me asustas.

—Anda, que te estás cagando de miedo, negro de mierda.—El muchacho rió y le dio un empujón.

—Vete... —dijo más débilmente Cyril.

El muchacho volvió a empujarlo.

—Te he dicho que no me des órdenes, negro. Más vale que vuelvas a tu rincón si no quieres que...

—¡Joey! —gritó con fuerza Christmas, que entraba en ese momento por la puerta interior.

—¡Eh, Diamond! —exclamó Joey, balanceando los pies, como si estuviese bailando una música que solo él oía—. Aquí, tu esclavo, creía que podía darme órdenes —dijo riendo.

Christmas llegó hecho una furia y se interpuso entre los dos.

—Guarda esa navaja —dijo con rudeza.

Joey lo miró sonriendo. Luego cerró la navaja, dando saltitos, y se la guardó en el bolsillo con un gesto veloz. Paseó la vista por el almacén.

—Conque trabajas en esta ratonera...

Christmas lo cogió por un brazo, bruscamente, y lo condujo hacia la puerta que daba al callejón.

—Dispénseme, míster Davies. Vuelvo enseguida —dijo dirigiéndose a Cyril mientras seguía empujando a Joey hacia la salida.

—¿Míster Davies? —Joey abrió la boca, con una expresión exageradamente asombrada en sus ojos oscuros.

—Camina, Joey.

—¿Míster Davies a un negro? —Joey rió—. Coño, eres la hostia, Diamond. ¿Te has rebajado tanto? ¿Trabajas para un negro y encima tienes que llamarlo míster?

—Tardaré un segundo —continuó diciendo Christmas a Cyril al tiempo que cerraba la puerta. Cuando estuvieron solos en el callejón, dio un empujón a Joey y le soltó el brazo.

—¿Qué quieres? —le preguntó con frialdad.

Joey abrió los brazos y giró sobre sí mismo.

—¿No notas nada?

—Bonito traje.

—Ciento cincuenta dólares.

—Bonito, ya te lo he dicho.

—¿Y no quieres saber cómo me lo puedo permitir?

—Me lo imagino.

—Oye, amigo, yo apuesto a que no. Ahora tengo un trabajo. Setenta y cinco dólares a la semana, pero pronto serán ciento veinticinco. ¿Sabes lo que quiere decir eso? Quinientos al mes. Seis mil al año.—Joey guiñó un ojo a Christmas mientras se lucía en otro giro—. Significa que pronto podré comprarme un coche propio.

—Me alegro por ti.

—¿Y tú cuánto sacas en este agujero?

—Veinte.

—¿Veinte? Me cago en la leche, no compensa ser honrado. —Joey rió de nuevo—. Cuando se te agujerean los zapatos tienes que remendarlos con cartón, igual que Abe el Tonto, ¿a que sí?

—Claro —dijo Christmas—. Ahora tengo que regresar.

—¿No quieres saber en qué trabajo?

—Traficas con droga.

—Incorrecto.
Schlamming
.

Christmas lo miró sin hablar.

—Me juego el culo a que no sabes de qué estoy hablando, ¿verdad?

—No me interesa, Joey.

—Pues yo te lo contaré de todos modos. Así aprenderás algo. En el fondo, todo lo que sabes te lo he enseñado yo. ¿Es cierto o no?

—Y también lo he olvidado.

Joey rió.

—Eres la hostia, Diamond. Tú pareces el hijo de Abe el Tonto. Respondes igual que él.

Christmas asintió con aire de indiferencia. Una mirada distante, fría, que hizo temblar de rabia a Joey.


Schlamming
quiere decir que te agencias una barra de hierro y la envuelves en un ejemplar del
New York Times
. Luego vas a partir unas cuantas cabezas y piernas de obreros. Es divertido. ¿Has oído todas esas chorradas que cuentan sobre la solidaridad que hay entre los judíos? Bueno, pues son auténticas trolas. Los obreros ricos del Oeste pagan a los gángsteres pobres del Este para que rompan los huesos a los judíos muertos de hambre del Este que se declaran en huelga para que les aumenten el salario. Divertido, ¿no?

—Mucho.

—Anda, baja la guardia, Diamond.—Joey le dio un puñetazo en el hombro, dando saltitos, a la manera de un púgil—. Somos amigos, ¿no? —Acto seguido abrió los brazos—. Si cambias de parecer y decides entrar en el negocio, siempre me encontrarás en el Knickerbocker Hotel, entre la Cuarenta y dos y Broadway. Eres grandote, nos vendrías bien. Piénsatelo.

—Vale, ahora me tengo que ir. Gusto de verte —dijo Christmas y se dio la vuelta hacia la puerta verde en la que destacaban las letras de la N. Y. Broadcast, que también había lustrado esa mañana.

—Diamond, ¿por qué no te tomas un par de horas libres? —dijo entonces Joey, con la voz que vibraba de cólera.

—No puedo.

—¿No puedes o no quieres?

—¿Qué diferencia hay?

Joey frunció los labios en una sonrisa maliciosa.

—Anda, dile a ese míster negro que volverás dentro de dos horas. En el Knickerbocker hay dos putas de rechupete. Te echas un buen polvo y regresas a este agujero. Yo invito.

—No voy de putas —respondió Christmas, tenso, clavándole una mirada severa.

Joey retrocedió unos pasos. Se tocó la frente con la mano, teatralmente.

—Ah, claro, me había olvidado de que tu madre era puta. —Sonrió, con los ojos henchidos de hiel, mientras seguía retrocediendo—. Si te tiras a una zorra debes creer que te estás follando a tu madre. ¿Es eso lo que te pasa?

—Vete a tomar por culo, Joey —respondió Christmas y entró en el almacén dando un violento portazo. Después le pegó una patada a una caja, luego otra y una tercera más. Hasta que destrozó la caja.

Cyril estaba sentado a su mesa. Se volvió y no dijo nada.

Christmas interceptó su mirada.

—Perdone, míster Davies —dijo con voz que temblaba de ira.

—Si tienes ganas de romper algo, acércate y sé útil, hay algunas bodas judías que festejar —repuso Cyril.

Christmas se aproximó a la mesa, de mal humor.

—¿Cómo ha dicho?

Cyril sonrió.

—Las llamo así porque los judíos en sus bodas envuelven un vaso en un pañuelo y lo rompen —dijo mientras señalaba a Christmas un contenedor—. Aquello está lleno de válvulas rotas. Coge aquel trapo y el martillo. Machácalas y guarda el cátodo en esta cajita, el ánodo en esta otra y las rejillas de control aquí.

—Vale —dijo Christmas con expresión sombría.

—Cuando te hayas desahogado tienes que subir a la quinta planta e ir a la sala de Conciertos. ¿Eres capaz de montar un micrófono?

—No sé si...

—¿Para qué quiero un ayudante que no sabe hacer nada? —rezongó Cyril—. Me lo has visto hacer docenas de veces. Los sabría montar hasta un memo.

—Vale...

Cyril volvió entonces a inclinarse sobre su mesa.

Christmas cogió el contenedor de las válvulas estropeadas y empezó a romperlas rabiosamente, golpeando el martillo con furia. Partió más de cincuenta. Luego se detuvo. Miró a Cyril, que estaba enfrascado en arreglar un cuadro eléctrico. Inspiró y espiró profundamente.

—Lamento lo que ha ocurrido, míster Davies —dijo.

—Si ya has terminado de armar todo ese jaleo, ¿te vendría bien ir a montar el micrófono a la quinta planta? Sin prisa, por supuesto. La N. Y. Broadcast está a tu disposición —bromeó Cyril.

Christmas sonrió, volcó los vidrios rotos en la papelera y cogió la caja del micrófono.

—Voy, míster Davies.

—Y deja de llamarme míster Davies, capullo. ¿Quieres que todo el mundo se ría de ti?

La sala de Conciertos se llamaba así porque era la más amplia de las salas de la N. Y. Broadcast y estaba equipada para acoger a una orquesta de cuarenta miembros. Christmas ya había estado con Cyril y desde la primera vez lo había fascinado su forma de anfiteatro, con los emplazamientos elevados para los músicos. En la pared de enfrente había un gran cristal rectangular a cuyo través se veía la cabina que ocupaban los técnicos de sonido. Y en medio de la sala, con un micrófono, el sitio del solista o el cantante. A la derecha, un monumental piano de cola, negro y brillante.

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