Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
—Cada cual debe encontrar su equilibrio —dijo pasada una semana de muda convivencia la señora Bailey, sin dejar de mirar fijamente hacia el frente, a un punto impreciso, como si hubiese notado la mirada de Ruth.
La señora Bailey fue la primera paciente que Ruth fotografió con su Leica.
—¿Puedo sacarle una foto? —le preguntó aquel día.
—Las gallinas no piden permiso para poner huevos —respondió la mujer.
—¿Cómo?
—Y el zorro no pide permiso para comérselos.
—Entonces, ¿puedo hacerle la foto?
—Y el campesino no pide permiso al zorro para colocar el cepo.
Ruth levantó la cámara y encuadró a la señora Bailey, de perfil.
—Por eso estoy aquí —dijo la mujer, con los ojos fijos en el mismo punto—. Por culpa del cepo... —y una lágrima le corrió por su arrugada mejilla.
Ruth tomó la foto y recargó el carrete.
La señora Bailey se volvió a mirarla.
Ruth hizo otra foto. Y cuando la mandó revelar, los maravillosos y dramáticos ojos azules de la señora Bailey la contemplaban desde el papel. Como aquel día. Pero sin asustarla. Ruth había estado mucho tiempo observándola y le había parecido que sabía quién era la señora Bailey. Mirarla a través del objetivo establecía al mismo tiempo una mayor y menor distancia. Le permitía indagar sin que la indagaran. Tenía la sensación de ver, pero no de que la vieran. Como si su Leica fuese una armadura, un biombo, un escondite. Como si el carrete conciliase sus emociones, como si estas se simplificaran en el blanco y negro de la impresión.
Y las volviese soportables. Aceptables.
Tras la señora Bailey, fue el turno de la joven Esther, que cada vez que era enfocada por la Leica se llevaba una mano a su boca fina y se mordía las uñas, inquieta, y enseguida preguntaba: «¿Le puedes sacar una también a mi madre?», pese a que Ruth había descubierto que su madre había muerto al darla a luz. Estaba además la señora Lavander, que se dejaba fotografiar solamente con los ojos cerrados. Y Estelle Rochester, a la que siempre preocupaba el fondo, pues no quería que su marido viera ninguna grieta en la pared de detrás, dado que era constructor y daba suma importancia a las paredes. O Charlene Summerset Villebone, que no reparaba en Ruth ni en nadie. O Daisy Thalberg, que le pedía que contara en voz alta hasta tres antes de disparar la foto porque no soportaba ignorar el momento en que se le iba a tomar y contenía el aliento, presa de una agitación creciente, hasta que oía el clic de la cámara fotográfica.
—Hazme a mí también una foto —le pidió pasado un tiempo un médico joven.
—No —dijo Ruth.
—¿Por qué?
—Porque usted sonríe.
Sin embargo, el motivo preferido de Ruth siguió siendo la señora Bailey.
Le había tomado más de cincuenta fotos en sus tres semanas de convivencia. Y las guardaba todas en el cajón de su mesilla, separadas de las otras internas de la Newhall Spirit Resort for Women. Quizá porque la señora Bailey era su compañera de habitación. Quizá porque le gustaba más que las demás. Quizá porque tenía en la mirada algo que le recordaba a sí misma. Quizá porque era la única a la que le hablaba —de noche, cuando los enfermeros cerraban con llave la habitación— de ella y de Bill y de Christmas, aunque la señora Bailey nunca le respondía ni daba muestras de escucharla. O quizá justo por eso.
—Enséñaselas a él —le dijo un día la señora Bailey.
Era un domingo. Y era el primer domingo que los padres de Ruth no iban a visitarla. El padre le había mandado un telegrama. Tenían que ver a un posible comprador de la mansión de Holmby Hills.
—¿A quién? —preguntó Ruth mecánicamente, sin curiosidad, acostumbrada a las frases incongruentes que decía la mujer, rompiendo de vez en cuando su silencio.
En ese instante la puerta de su habitación se abrió y entró un hombre de unos sesenta años, rechoncho, bajo, de nariz chata, cejas blancas muy pobladas y ojos minúsculos y claros, hundidos y avispados.
—Clarence —dijo la señora Bailey—, mira las fotos de Ruth.
El hombre exhibió una sonrisa que rebosaba dicha.
—¿Cómo estás, cariño? Me encanta oírte hablar —dijo con el mayor entusiasmo, mientras se acercaba a su esposa y la besaba tiernamente en la cabeza—. Te quiero —susurró tenuemente, para que no lo oyera Ruth.
Pero la señora Bailey se había encerrado de nuevo en su mundo y otra vez miraba con fijeza hacia un punto impreciso.
—Cariño... —dijo el hombre—. Cariño...
La sonrisa que había brotado de sus labios se esfumó de golpe. Agarró una silla y la colocó al lado de la de su mujer. Con delicadeza, sin hacer ruido. Se sentó y puso la mano de su mujer entre las suyas, acariciándola suavemente. En silencio.
Permaneció así una hora, al cabo de la cual se levantó, besó de nuevo a su mujer en la cabeza y otra vez le susurró: «Te quiero». Entonces salió, con paso cansino, y cerró despacio la puerta tras sí sin mirar ni una sola vez a Ruth.
—¿Cómo sabía que iba a llegar su marido? —le preguntó Ruth en cuanto estuvieron solas.
La mujer no contestó.
A la semana siguiente, la señora Bailey le dijo:
—Porque siempre lo he oído, incluso antes de conocerlo.
Era domingo y su padre le había anunciado, con un nuevo telegrama, que tampoco ese día irían a visitarla. Ruth, como el domingo anterior, no había bajado al patio, sino que se había quedado en su habitación con la señora Bailey.
—¿Quién? —preguntó Ruth.
Luego Clarence Bailey entró en la habitación.
—Mira las fotos de Ruth, Clarence —dijo la señora Bailey.
Entonces el hombre, por primera vez desde que iba a visitarla, desvió la mirada de su esposa y se volvió hacia Ruth.
—Ayúdala, Clarence —dijo la señora Bailey.
Mientras regresaban a casa, tras cuatro meses de estancia en la Newhall Spirit Resort for Women, Ruth se sentía tan desorientada como excitada. Su padre y su madre estaban sentados delante, su padre al volante y su madre mirando por la ventanilla de su lado, aparentemente pendiente del paisaje. Ruth ocupaba el asiento trasero. El coche no tenía el habitual olor a cuero y a limpio que había caracterizado siempre los vehículos de la familia. No era lujoso como habían sido siempre los coches en los que había viajado Ruth, desde su infancia. Pero a Ruth no le importaba. Era el coche de su primera foto. Y delante de ella estaba su padre, el hombre que le había regalado la Leica, el hombre que le había hablado dulcemente, con una voz que se parecía a la de su abuelo Saul, el hombre que le había acariciado una pierna y que la iba a cuidar. Su padre. Su nuevo padre. Porque en eso pensaba Ruth cada día desde aquella visita que había cambiado su vida en la clínica. Tenía un nuevo padre. Que la abrazaría, le daría calor, la protegería.
—Prepárate —dijo de repente su madre, rompiendo el silencio, dándose la vuelta y clavando los ojos en su hija—. Encontrarás grandes cambios en casa.—Luego volvió a mirar por la ventanilla, durante un instante—. Y todo gracias a tu padre...
—Sarah, no empieces de nuevo —protestó con tono cansado su padre, sin apartar la mirada de la carretera.
—... y a su olfato para los negocios —continuó impertérrita la mujer.
—Acaba se salir de aquel sitio.
—Manicomio para ricos —dijo gélida la señora Isaacson, y de nuevo se volvió a mirar a su hija.
Ruth bajó los ojos y apretó el paquete de fotografías que sujetaba.
—Conviene que sepa que ya no somos ricos gracias a ti...
—Sarah... por lo que más quieras.
—Mírame a los ojos, Ruth —prosiguió su madre.
Ruth alzó la vista. Habría querido ocultarse detrás de su Leica.
—Si te ocurriera de nuevo —dijo mirándola fijamente—, ya no podríamos permitirnos mandarte a aquel sitio, como lo llama tu padre...
Habría querido ocultarse detrás de su Leica. Pero jamás habría fotografiado a su madre, pensó Ruth.
—¡Sarah, basta ya! —gritó el señor Isaacson y dio un puñetazo contra el volante.
En aquel chillido no había fuerza, se dijo Ruth. La voz de su padre no resonaba con la fuerza de su abuelo Saul.
—Quiero que tu hija... que al menos ella —respondió entonces su madre, observando a su marido con una gélida sonrisa de desprecio— tenga el valor de mirar a la realidad cara a cara.
—No le hagas caso, Ruth —intervino su padre, buscando la mirada de su hija en el espejo retrovisor.
Ruth vio que su padre tenía los ojos débiles de siempre. No la centelleante luz de su abuelo Saul.
—No le hagas caso, cariño...
Ni su misma dulzura.
—Estoy a punto de entrar en un proyecto interesante —indicó su padre y enseguida se detuvo, balbuceó, eludió la mirada de su hija—. Voy a producir una película —añadió al fin, en voz baja.
La madre de Ruth lo miró y estalló en una carcajada cruel.
—Para, Sarah...
—Anda, cuéntaselo, gran productor —y rió de nuevo—. Cuéntale a tu niña. Cuéntale qué película vas a producir.
—¡Sarah, cierra la boca!
La señora Isaacson miró fijamente a su marido. En silencio, largamente. Luego se puso a mirar de nuevo por la ventanilla.
—Tu padre va a invertir el poco dinero que nos ha quedado... —empezó a decir con voz plana.
—¡Sarah! —gritó su padre y frenó violentamente. El coche desbandó, mientras paraba en el arcén de la carretera.
La madre de Ruth se golpeó la frente contra el parabrisas. Ruth pegó una sacudida, se dio de cara contra el asiento delantero y se le cayó el paquete de fotografías. Las fotos se desparramaron por el suelo.
—No te lo consiento —soltó el señor Isaacson, apuntando un dedo tembloroso hacia su esposa.
La mujer se tocó la frente, en el nacimiento del pelo. Después se miró el dedo. Estaba manchado de sangre.
—Acostúmbrate, cariño —dijo con voz fría y sosegada a su hija, mirándola por el espejo retrovisor que había doblado para examinar la herida que se había hecho en su piel cuidada—. La atmósfera que vas a respirar es esta. Tu padre se ha olvidado de quién es hijo, de dónde procede, quiénes somos.
El señor Isaacson apoyó la cabeza en el volante.
—Por favor, Sarah... —imploró con voz llorosa.
Su esposa no lo miró. Se pasó un pañuelo inmaculado por su herida, con elegancia.
—Tu padre va a hacer una película solo para hombres, Ruth...
Ruth se agachó y comenzó a recoger sus fotografías. No quería oír, se repetía, no quería oír.
—Una película llena de putas. Para depravados...
—Por favor, Sarah...
—Y a partir de ahora nos trataremos con putas y depravados...
—Sarah...
Ruth seguía recogiendo sus fotos. El rostro de la señora Bailey. Y el de Estelle Rochester y Charlene Summerset Villebone y Daisy Thalberg y la joven Esther, y además Clarisse, Dianne, Cynthia. «No hables, mamá —pensaba—. Cállate.»
La señora Isaacson abrió su bolso y cogió un frasquito de metal, brillante y fino.
—No delante de ella, por favor, Sarah...
La mujer desenroscó el tapón, mojó el pañuelo y se lo pasó por la frente. Luego le dio un generoso trago.
Y Ruth comprendió de dónde procedía aquel olor tan distinto al de los coches que habían tenido hasta entonces.
—No delante de ella... —repitió su padre.
La señora Isaacson enroscó el tapón y guardó el frasquito metálico en su bolso.
—Y conseguirá fracasar también en esta sórdida empresa —añadió con una especie de mohín. Se repasó los labios con carmín y se peinó—. Llévanos a casa, perdedor.
El señor Isaacson permaneció un instante inmóvil. Después puso en marcha el coche y aceleró, obediente. Con la mirada perdida en la carretera.
Ruth terminó de recoger las fotos y las estrechó contra su pecho.
—Tienes talento —le dijo Clarence Bailey a Ruth, tras mirar con atención las fotos aquel domingo—. Sé de esto. Tienes talento. Sabes ver el alma de las personas.—Luego cogió una foto de su esposa y sus ojos pequeños y vivaces se humedecieron—. ¿Me la puedo quedar? —le preguntó—. Es ella como era... antes.—Y, antes de marcharse, Clarence Bailey apuntó detrás de una foto de su mujer unas señas y le dijo—: Te ayudaré. Ven a verme si... cuando...
—No ha caído en el cepo —dijo entonces la señora Bailey—. Ella saldrá. Ayúdala, Clarence.
—La ayudaré, amor mío —respondió el señor Bailey, y, como cada domingo, salió de la habitación cerrando suavemente la puerta tras la cual se quedaba su esposa desde hacía diez años.
Ahora en el coche nadie hablaba, mientras Ruth recordaba aquel domingo de hacía dos meses, con las fotos apretadas a su pecho.
Cuando avistaron la imponente verja de la mansión de Holmby Hills, Ruth agarró una foto. Los ojos de la señora Bailey la miraban inexpresivos. Ruth giró la foto. La letra del señor Bailey era pequeña y clara.«Wonderful Photos - 1305 Venice Boulevard - cuarta planta.»
El padre de Ruth paró el coche. Bajó, abrió la verja y volvió al coche.
—Tengo un trabajo —dijo entonces Ruth—. No voy a regresar al instituto ni voy a quedarme a vivir aquí.
Ni su padre ni su madre se volvieron a mirarla. Su madre se quedó inmóvil, elegante como siempre, sin perder la compostura. Su padre aferró con fuerza el volante. Ruth vio que los nudillos se le volvían blancos.
—Vamos —dijo su madre.
El señor Isaacson arrancó.
Manhattan, 1927
—Puedes estar tranquilo. El próximo 10 de marzo, para honrar la muerte de Harriet Tubman, no voy a escupir sobre ninguna de tus cosas —dijo Cyril riéndose, al tiempo que agitaba un viejo diario en las narices de Christmas—. ¿Sabes por qué?
—Porque soy un estupendo ayudante de almacenista y gracias a mí ya no tienes que ir a las plantas superiores —contestó sonriendo Christmas.
—No digas bobadas. No voy a escupir sobre tus cosas porque no eres blanco —respondió Cyril, riendo con ganas, y abrió el diario sobre la mesa de trabajo—. Fíjate. Alabama, 1922. Jim Rollins, un negro más negro que yo, se acuesta con una blanca.
Miscegenation
, mezcla de razas, un delito grave. Antes te colgaban por algo así, muchacho. Pero luego se descubre que la mujer con la que Jim Rollins se ha acostado es italiana. Lee aquí... Edith Labue. Y es absuelto. Porque los italianos no sois blancos para los americanos. Tenéis la que ellos llaman «gota negra».—Cyril rió de nuevo—. Somos casi hermanos, muchacho, así que el 10 de marzo no voy a incluirte en la lista de los blancos a los que escupiré.