Read La calle de los sueños Online
Authors: Luca Di Fulvio
Caminando arrimados a las paredes, los tres muchachos llegaron a la valla. Una cadena con un candado cerraba la entrada de la desvencijada valla. Joey miró alrededor.
—Bien, el coche de Buggsy no está. Así que tampoco está él. —Enseguida se dirigió a Chick—. Acércate a ver qué tamaño tiene el agujero.
El chiquillo apretó los puños, abrió mucho los ojos y luego avanzó hacia el sitio donde la valla estaba fijada al muro del bar. La movió y sonrió hacia Joey y Christmas, dando saltitos.
—Es nuestro turno —dijo Joey, haciendo saltar la hoja de su navaja—. Tú encárgate de las ruedas delanteras, yo me encargaré de las traseras.
Christmas sintió un nudo en la garganta que le impedía tragar. La mano que apretaba la navaja no se movía, estaba como petrificada. Hasta que la rabia que anidaba en su interior estalló y la hoja saltó.
—Vamos —dijo dirigiéndose más a sí mismo que a Joey.
Pasaron por el agujero que había abierto el topo, según lo acordado, y se encontraron en una especie de patio de reducidas dimensiones, de tierra apisonada. La furgoneta, un pequeño camión con una plataforma de madera y un techo de hule para tapar la mercancía que transportaba —alcohol de contrabando, naturalmente—, estaba en una esquina del patio. Joey fue con resolución hacia las ruedas traseras. Christmas se acercó a las delanteras y hundió la navaja. El chiflido le pareció de una intensidad insoportable, como una queja, como un grito. Como el grito que iba a arrancar de la garganta de Bill, pensó mientras se ensañaba con el otro neumático. Una, dos, tres veces. Como si estuviese clavando la navaja en el cuerpo de un hombre que se llamaba William Hofflund. Bill. Al cuarto golpe, la hoja se partió.
—Larguémonos, ¿qué coño estás haciendo? —le recriminó Joey tirándolo de un brazo.
—¡Mugre! —exclamó en ese momento Chick, que estaba mirando y dando saltitos inquieto.
—¡Soplapollas de mierda, os he pillado! —gritó un treinteañero bajo y fornido, la cara de púgil con la nariz aplastada, al salir de la trastienda empuñando una pistola, seguido por otros dos individuos armados.
—¡Sal pitando! —le gritó Joey a Christmas mientras empezaban a oírse en el aire las primeras detonaciones y saltaba polvo del suelo del patio, en los puntos donde caían las balas.
Joey fue el más rápido en pasar por el agujero de la valla. Christmas lo alcanzó al mismo tiempo que Chick. Pero, presa del pánico, le dio un empujón y salió a la calle. Chick había tropezado por el empujón de Christmas, se puso de pie y de pronto gritó. Y cayó al suelo. Christmas se volvió. Sus ojos se cruzaron con los aterrorizados de Chick. Volvió sobre sus pasos, mientras las balas mellaban el muro del bar, estiró una mano y lo sacó del agujero.
—No puedo —lloriqueó Chick.
En ese momento también regresó Joey, agarró de un brazo a Chick y lo levantó del suelo.
—¡Corre, Chick, o te mato yo! —bramó.
Christmas asió al chiquillo por el otro brazo y comenzaron a correr, los tres enlazados, al tiempo que el individuo con la cara de púgil se enredaba, maldiciendo, en los alambres cortados de la valla.
Los tres muchachos no dejaron de correr hasta que pasaron dos bloques, mientras Chick cada vez pesaba más. Pararon, jadeando, en un callejón angosto y oscuro. Christmas y Joey se miraban, con las pupilas dilatadas y las fosas nasales hinchadas. Pero ninguno de los dos se atrevía a mirar a Chick, que se había dejado caer al suelo y gemía.
—Estoy sangrando —dijo Chick, y levantó una mano roja.
Entonces, tanto Christmas como Joey, se volvieron hacia él.
—¿Dónde coño estás herido, plasta? —preguntó Joey, con voz temblorosa.
—En la pierna —balbuceó Chick—. Me duele...
Los pantalones del chiquillo estaban empapados de sangre, desde la rodilla hacia arriba. Joey extrajo de un bolsillo un trapo que alguna vez pudo ser un pañuelo y se lo ató con fuerza al delgado muslo de Chick, justo por encima de la herida.
—¿Qué hacemos? —preguntó asustado Christmas.
Joey miró de un lado a otro. Se asomó por el callejón.
—Vamos a llevarlo donde Big Head —dijo. Luego se dirigió a Chick—. Tienes que caminar hasta los billares, mamarracho. Si no lo consigues, te dejaré en medio de la calle y Buggsy te hará papilla. ¿Te enteras? Y deja de lloriquear.
Chick tragó saliva y procuró también tragarse sus lágrimas. Christmas pensó que ahora parecía más pequeño y que tenía los ojos de un niño. Y otro pensamiento empezó a fraguarse en su cabeza, pero cerró los ojos, como para ahuyentarlo, y dijo con voz dura y firme:
—Vamos, camina, mariquita.
Cuando entraron en los billares de Sutter Avenue, Chick estaba palidísimo. Christmas y Joey tuvieron que cargarlo en brazos para subirlo por las escaleras. En cuanto entraron, todos los clientes se volvieron hacia ellos. Eran malhechores, acostumbrados a la sangre. Aun así, se pusieron tensos porque lo primero que pensaba cada uno de ellos era que, la mayoría de las veces, la sangre llamaba más sangre. Y, mirando a los tres muchachos, tenían que decidir si se iban o si podían acabar su partida.
—¿Qué coño hacéis aquí? —dijo un hombre robusto y feo, que, sentado a la mesilla que había en una esquina, jugaba a los dados. Tenía una cabeza grande, con un lado casi deforme, que le ensanchaba la sien y parte de la frente. Por ese motivo todos lo llamaban Big Head.
—El topo nos ha traicionado —respondió Joey, jadeando—. Buggsy nos estaba esperando.
—Te dije que este trabajo lo hicieras solo. Me cago en la puta, ¿qué hacías allí con Chick, si sabes que no sirve para una mierda? ¿Y el otro quién es? —preguntó Big Head poniendo una manaza llena de cicatrices sobre el hombro de Joey.
—Diamond, del Lower East Side. Tiene una banda propia —dijo Joey.
Big Head miró a Christmas.
—¿Has venido aquí a tocar los huevos? —le preguntó.
—No, señor —repuso Christmas—. Chick está mal.
—Llevadlo al despacho —ordenó Big Head a Joey a la vez que señalaba un cuartito que estaba al fondo del salón—. Ve a llamar a Zeiger —dijo luego a uno de sus compañeros de dados—. Y date prisa.
Mientras tanto, Joey y Christmas llevaron a Chick al cuartito, donde había un sofá mugriento y desfondado. Justo cuando lo estaban poniendo en el sofá, Big Head entró.
—Eh, eh, ¿qué coño estáis haciendo, mamones? —bramó—. Ese es mi sofá. Dejadlo en el suelo y desapareced.
Christmas y Joey se miraron.
—¡Largo! —gritó Big Head.
Los dos muchachos salieron de la habitación y se fueron a un rincón oscuro de los billares. Todos los jugadores levantaron los tacos y los observaron durante un instante. Después continuaron con la partida. Christmas y Joey no pronunciaron palabra. Christmas pensaba. No podía evitarlo. Había llegado a la valla con Chick. Él era más grande, más fuerte. Chick era un niño, flaco y frágil, y él lo había empujado, para pasar antes. Y a Chick lo había alcanzado la bala. En eso estaba pensando Christmas. A Chick lo había alcanzado la bala que le tocaba a él. Que el destino le tenía reservada.
Zeiger, un hombre de unos cincuenta años que parecía un empleado de correos con un sombrero de paja, entró en los billares, escoltado por el hombre de Big Head. Zeiger trastabillaba. Pero no estaba borracho. Era como si su cuerpo lo recorriera un escalofrío ininterrumpido. Tenía una cara larga y amarillenta, y dientes oscuros y sin encías. El maletín negro que sostenía en la mano se le cayó al suelo y se abrió. Se desparramaron instrumentos quirúrgicos por todas partes. Zeiger los volvió a guardar en el maletín y, tras asirlo de nuevo, siguió andando hacia el despacho.
Christmas miró a Joey. Tenía los ojos en el suelo y se retorcía las manos.
—Toma —le dijo Christmas tendiéndole la navaja partida.
Joey observó el arma, hizo una mueca y luego la cogió sin levantar la vista hacia su compañero.
—Lo siento, Diamond —dijo con voz tenue.
Christmas no dijo nada. Un instante después vio que el individuo que había acompañado a Zeiger a ver a Chick abandonaba la habitación y entraba en un almacén. Salió con una tela para tapar las mesas de billar y volvió a entrar en el despacho. Christmas se acercó lentamente hacia la habitación. Joey lo cogió de un brazo pero Christmas se soltó, con violencia. No quería que lo tocaran. Joey lo siguió. Cuando llegaron ante la puerta entornada, de la habitación salía Big Head, que miró a los dos muchachos.
—A partir de este momento, el topo y Buggsy son dos ratas —dijo—. Me ocuparé personalmente de ellos.
Christmas metió la cabeza en el cuartito, lo justo para ver a Chick llorando, tumbado en la tela que servía para tapar las mesas de billar.
Big Head se metió una mano en el bolsillo de los pantalones y extrajo un rollo de billetes. Le tendió cien dólares a Joey.
—Estos son para la madre de Chick. Va a quedarse cojo. Buggsy le ha dado en una rodilla. Encárgate de que lleguen a buen puerto —dijo. Luego cogió dos billetes de cincuenta y le entregó uno a Christmas y otro a Joey—. Y estos son para vosotros, chicos.
Zeiger salió del despacho.
—¿Tienes algo para mí? —masculló dirigiéndose a Big Head.
—Vete a tomar por culo —le dijo Big Head, sin siquiera mirarlo—. Ve a buscar tu mierda donde los chinos.
—Estoy sin blanca.
—Que te vayas a tomar por culo —rezongó Big Head, siempre sin mirarlo. Después —mientras Zeiger abandonaba los billares con su renqueante paso de yonqui— Big Head señaló con un dedo a un viejo que estaba sentado en una sillita situada al lado de una escupidera y le gritó—: ¡Me cago en la puta, qué estás esperando para limpiar esa sangre de mierda de mi suelo!
El viejo se puso de pie de un salto, entró en el almacén, salió con un cubo, un escobón y un trapo y arrastró sus pies cansados hasta el despacho. A Chick lo sacaron en brazos del despacho y lo dejaron en una silla. Tenía los ojos hinchados de lágrimas, los pantalones cortados por el muslo y una venda en la rodilla. Se le formaban grumos de sangre en el calcetín.
—Y vosotros dos, ¿qué más queréis? —preguntó Big Head a Christmas y a Joey—. ¿El beso de buenas noches?
Joey cogió de un brazo a Christmas y lo sacó de los billares de Sutter Avenue.
—Tendré que tomarme unas vacaciones mientras Big Head ajusta las cuentas a las dos ratas —dijo Joey en cuanto estuvieron en la calle—. A lo mejor encuentro un hueco en tu zona.
Christmas movió la cabeza en señal de asentimiento, distraídamente. No conseguía pensar sino en Chick. En Chick dando saltitos, como un resorte. Y en sus oídos solo sonaban sus pisadas.
Joey se enrolló el billete en un dedo.
—Abe el Tonto no tarda menos de seis meses en ganar uno de cincuenta —dijo, tratando de reír.
—Ya... —repuso Christmas. Pero no oía lo que decía. Solo quería regresar a casa. Estaba vivo. Y Chick estaba cojo por él.
Joey siguió enrollándose el billete en el dedo. Lo enrollaba y desenrollaba una y otra vez.
—Nos vemos, amigo —dijo al fin.
—Nos vemos —contestó Christmas mientras se dirigía hacia el Lower East Side.
Cuando entró en casa, no encontró el piso oscuro como se esperaba. Cetta estaba sentada en el sofá del saloncito. Inmóvil. Con la radio apagada.
—¿No has ido a trabajar? —preguntó, sorprendido, Christmas.
—No —respondió simplemente Cetta. No le dijo que lo estaba esperando, que le había rogado a Sal que no la hiciera trabajar esa noche, porque sabía que su hijo la necesitaba.
Christmas permaneció de pie. Sin hablar. Con la rabia de aquel día aún envenenándolo. Sin poder dejar de pensar en Chick. Y en Bill. Y en Ruth. En la vida.
—Siéntate aquí —dijo Cetta, allanando con la mano el sitio que había a su lado.
Christmas vaciló. Luego se sentó. Permanecieron sentados el uno al lado del otro, rígidos, en silencio. Con la cabeza gacha, mirando la punta de sus zapatos. Y poco a poco la rabia dejó paso al miedo.
—Mamá... —dijo en voz baja, después de muchos minutos.
—¿Sí?
—¿Al hacerte adulto lo ves todo sucio?
Cetta no respondió. Miraba el vacío. Había preguntas a las que no había qué responder. Porque la respuesta era tan fea como la pregunta. Entonces atrajo hacia sí a su hijo de quince años, lo estrechó entre sus brazos y empezó a acariciarle suavemente el pelo.
Christmas tuvo el instinto de apartarse, pero enseguida se abandonó entre los brazos de su madre. Porque sabía que esas eran sus últimas caricias de niño. En silencio. Porque no había nada más que decir.
Manhattan, 1913
Cetta se quedó entre las sábanas mientras Andrew se levantaba de la cama y empezaba a vestirse.
—¿Qué tal la huelga en Paterson? —le preguntó.
—Bueno... —dijo distraídamente Andrew.
—¿Eso qué significa? —insistió Cetta, con una sonrisa forzada.
—Pues eso —respondió Andrew sin volverse. Se sentó en el borde de la cama, dándole le espalda a Cetta, y se ató los zapatos.
—¿Y vais a conseguir lo que reclamáis? —volvió a preguntar Cetta, estirando una pierna y acariciándole la espalda con el pie.
Andrew enderezó la espalda y de nuevo se puso de pie. Cogió el reloj de la mesilla de noche y se lo guardó en el bolsillo del chaleco. Luego se abrochó los cinco botones.
—He de irme, amor —dijo—. No tengo tiempo, perdóname.
Andrew la llamaba siempre amor, pensó Cetta mientras observaba cómo se ponía la chaqueta con parches en los codos y se limpiaba las gafas oscuras con su pañuelo. La llamaba siempre amor pero nunca tenía mucho tiempo para estar con ella. No después de haber hecho el amor. Tampoco había ido nunca a su casa, el domingo, para comer juntos y conocer a Christmas. Y no la había vuelto a llevar al restaurante italiano de Delancey. Ni había habido velas. Solo ese cuarto en la pensión de South Seaport, cerca de la sección del sindicato. Siempre el mismo cuarto. El jueves. A veces, también el martes.
Andrew volvió la cabeza y se quedó mirándola.
—Amor, no te enfades...
Sí, amor era una palabra que Andrew pronunciaba con gran alegría, pensó Cetta. Al revés que Sal, que no se la había dicho ni una sola vez. Pero que iba a buscarla al semisótano de Tonia y Vito Fraina todos los domingos, con sus manazas negras, o que llevaba salchichas picantes y vino, y que nunca la ayudaba a cocinar.
Andrew se inclinó sobre la cama y la besó.
Siempre la besaba en los labios, siguió pensando Cetta. Cuando se veían, cuando hacían el amor y cuando se marchaba y le pedía que esperara un rato para salir de la pensión pues era preferible que no los vieran juntos. Porque era un hombre casado.