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Authors: Marqués de Sade

Justine (28 page)

BOOK: Justine
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Así que despojé a mi ama de su túnica y la conduje desnuda al lado de su esposo, ya instalado en un gran sillón: al corriente del ceremonial, ella se subió al sillón, y ella misma le presentó a besar aquella parte favorita que tanto había celebrado en mí, y que me parecía interesarle igualmente en todos los seres y en todos los sexos.

–Abrase pues, señora –le dijo brutalmente el conde...

Y celebró largo tiempo lo que deseaba ver haciéndole tomar sucesivamente diferentes posiciones. Entreabría, cerraba; con la punta del dedo, o con la lengua, cosquilleaba el estrecho orificio; y otras veces, arrastrado por la ferocidad de sus pasiones, cogía un pellizco de carne, lo apretaba y lo arañaba. Así que había producido una leve herida, su boca se posaba inmediatamente sobre ella. Durante estos crueles preliminares, yo aguantaba a su desdichada víctima, y los dos garzones completamente desnudos se relevaban a su lado; sucesivamente de rodillas entre sus piernas, utilizaban las bocas para excitarlo. Fue entonces cuando vi, no sin una asombrosa sorpresa, que aquel gigante, aquella especie de monstruo, cuyo mero aspecto bastaba para echarse a temblar, apenas era, sin embargo, un hombre: la más menuda, la más ligera excrecencia de carne, o, para que la comparación sea más exacta, lo que se le vería a un niño de tres años, era lo máximo que se descubría en aquel individuo tan enorme y tan corpulento, por otra parte, en todo; pero no por ello sus sensaciones eran menos vivas, y cada vibración de placer significaba para él un ataque de espasmo. Después de esta primera sesión, se tendió sobre el canapé, y quiso que su mujer, a caballo sobre él, mantuviera el trasero sobre su cara, mientras que con su boca le devolvería, por medio de la succión, los mismos ultrajes que acababa de recibir de los jóvenes Ganímedes, los cuales eran excitados, a derecha e izquierda, con sus manos; las mías trabajaban durante ese rato en su trasero: lo cosquilleaba, lo masturbaba en todos los sentidos. Como esta actitud, proseguida durante más de un cuarto de hora, no producía ningún efecto, hubo que cambiarla; por orden del conde, tendí a la condesa sobre una tumbona, acostada de espaldas, con los muslos abiertos al máximo. La visión de lo que se entreabría colocó al conde en una especie de rabia; mira... sus miradas despiden fuego, blasfema; se precipita como un loco furioso sobre su mujer, la pincha con su lanceta en cinco o seis lugares del cuerpo, pero todas estas heridas eran superficiales, apenas dejaban escapar una o dos gotas de sangre. Estas primeras crueldades cesaron finalmente para ser sustituidas por otras. El conde se tranquiliza, deja respirar un instante a su mujer; y ocupándose de sus dos favoritos, los obligaba a chuparse mutuamente, o bien los colocaba de tal modo que a la vez que él chupaba a uno, el otro le chupaba a él, y el que le chupaba volvía con su boca a prestar el mismo servicio al que era chupado: el conde recibía mucho, pero no daba nada. Su saciedad y su impotencia eran tales que ni los mayores esfuerzos conseguían sacarle de su embotamiento: parecía sentir unas titilaciones muy violentas, pero no se manifestaba nada; a veces me ordenaba que yo misma chupara a sus miñones y que corriera inmediatamente a devolver a su boca el incienso que recogiera. Al fin los arroja a los dos sobre la desdichada condesa. Los jóvenes se acercan, la insultan, llevan su insolencia hasta golpearla, y abofetearla, y cuanto más la molestan, más elogiados y aplaudidos son por el conde.

Gernande estaba entonces ocupado conmigo; yo me colocaba frente a él, con mis riñones a la altura de su cara, y él rendía homenaje a su dios, pero no me hizo daño; no sé por qué tampoco atormentó a sus Ganímedes: sólo se metía con la condesa. Es posible que el honor de pertenecerle fuera un título para ser maltratada por él; es posible que sólo le impulsaran a la crueldad los vínculos que conferían fuerza a sus ultrajes. Cabe suponerlo todo en semejantes cabezas, y apostar casi siempre a que lo que les parezca un crimen mayor será lo que más los excite. Al fin nos coloca a sus jóvenes y a mí a los lados de su mujer, entremezclados los unos con los otros: aquí un hombre, allí una mujer, y los cuatro ofreciéndole el trasero; los examina primero de frente, un poco distante, después se acerca, toca, compara, acaricia; los jóvenes y yo no teníamos que sufrir nada, pero cada vez que llegaba a su mujer, la molestaba, la vejaba de una u otra manera. La escena cambia de nuevo: hace colocar a la condesa boca abajo sobre un canapé, y tomando sucesivamente a cada uno de los jóvenes, él mismo los introduce en el estrecho camino ofrecido por la posición de la señora de Gernande: les permite calentarse, pero el sacrificio sólo debe consumarse en su boca; los chupa igualmente a medida que sale. Mientras el uno actúa, se hace chupar por el otro, y su lengua se pierde en el trono de voluptuosidad que le presenta el agente. Este acto es largo, el conde se enfada, se levanta, y quiere que yo sustituya a la condesa; le suplico insistentemente que no me lo exija, no hay manera. Coloca a su mujer de espaldas a lo largo del canapé, me hace pegarme a ella, con los riñones vueltos hacia él, y allí ordena a sus muchachos que me sondeen por el camino prohibido: me los presenta, sólo se introducen guiados por sus manos; es preciso entonces que yo excite a la condesa con mis dedos, y que la bese en la boca. Para él, su ofrenda es la misma; como cada uno de sus miñones sólo puede actuar mostrándole uno de los más dulces objetos de su culto, lo aprovecha lo mejor que puede, y al igual que con la condesa hace que el que me perfora, después de unas cuantas idas y venidas, acuda a derramar en su boca el incienso encendido por mí. Cuando los jóvenes han terminado, se pega a mis riñones y parece querer sustituirlos.

–¡Esfuerzos superfluos! –exclama–... ¡No es eso lo que necesito!... ¡Acción!... ¡Acción!... Por lamentable que parezca mi estado... ya no aguanto más... ¡Vamos, condesa, vuestros brazos!

La cogió entonces con ferocidad, la coloca como había hecho conmigo, los brazos colgados del techo por dos cintas negras: yo estoy encargada de colocarle las vendas; examina las ataduras: viéndolas poco apretadas, las aprieta más, a fin, dice, de que la sangre salga con mayor fuerza; pulsa las venas, y pincha las dos casi al mismo tiempo. La sangre salta muy lejos: él se extasía; y colocándose de nuevo de frente, mientras que los dos manantiales manan, me hace arrodillarme entre sus piernas, a fin de que le chupe; él hace lo mismo a cada uno de sus queridos, sucesivamente, sin apartar la mirada de los chorros de sangre que lo excitan. Por mi parte, convencida de que el instante en que la crisis que espera se produzca significará el cese de los tormentos de la condesa, pongo todo mi esfuerzo en precipitar esa crisis, y me vuelvo, como veis, señora, ramera por beneficencia y libertina por virtud. Al fin llega el desenlace tan esperado, del que yo no conocía ni sus peligros ni su violencia; la última vez que se había producido, estaba desvanecida... ¡Oh, señora! ¡Qué extravío! Gernande llevaba cerca de diez minutos en pleno delirio, debatiéndose como un hombre enfermo de epilepsia, y lanzando unos gritos que se oirían a una legua de distancia; sus juramentos eran excesivos, y golpeando todo lo que le rodeaba, desplegaba unos esfuerzos terribles. Los dos miñones caen patas arriba; quiere arrojarse sobre su mujer, le retengo; acabo de chupársela: la necesidad que siente de mí hace que me respete; al fin lo devuelvo a la razón, desprendiéndole de aquel fluido encendido, cuyo calor, cuyo espesor, y sobre todo cuya abundancia, le ponen en tal estado de frenesí, que yo creía que iba a expirar; siete u ocho cucharas apenas habrían bastado para contener la dosis, y el potaje más espeso describiría mal su consistencia; con todo ello nada de erección, la apariencia misma del agotamiento: son unas contradicciones que explicarán los médicos mejor que yo. El conde comía en exceso, y sólo se desahogaba cada vez que sangraba a su mujer, o sea cada cuatro días. ¿Estaba ahí la causa del fenómeno? Lo ignoro, y no atreviéndome a explicar lo que no entiendo, me limitaré a referir lo que vi.

Mientras tanto corro hacia la condesa, restaño su sangre, la desato y la coloco sobre un canapé en un gran estado de debilidad; pero el conde, sin preocuparse, sin dignarse arrojar ni una mirada sobre la desdichada víctima de su rabia, sale bruscamente con sus miñones, dejándome ordenarlo todo como yo quiera. Esta es la fatal indiferencia que caracteriza, mejor que cualquier otra cosa, el alma de un auténtico libertino: ¿sólo está arrastrado por la fogosidad de sus pasiones? El remordimiento se dibujará en su rostro, cuando vea en estado de calma los funestos efectos del delirio; ¿su alma está enteramente corrompida? Semejantes consecuencias no le horrorizarán en absoluto: las contemplará sin pena y sin pesar, quizás incluso todavía con alguna emoción por las infames voluptuosidades que las produjeron.

Hice acostar a la señora de Gernande. Por lo que ella me dijo, esta vez había perdido mucho más que de costumbre; pero se le prodigaron tantos cuidados y tantos reconstituyentes que, al cabo de dos días, ya no lo parecía. Aquella misma noche, así que ya no tuve nada que hacer al lado de la condesa, Gernande me comunicó que fuera a hablar con él. Cenaba; yo tenía que servir aquella cena consumida por él con aún mayor intemperancia que el almuerzo; cuatro de sus miñones se sentaban a su mesa, y allí, regularmente todas las noches, el libertino bebía hasta emborracharse: pero veinte botellas de los más excelentes vinos apenas bastaban para conseguirlo, y más de una vez le vi vaciar treinta. Sostenido por sus favoritos, el libertino se acostaba luego cada noche en la cama con dos de ellos. Pero él no daba nada por su parte, y todo ello no eran más que vehículos que le preparaban para la gran escena.

Mientras tanto, yo había descubierto el secreto de agradar de manera increíble a aquel hombre: confesaba espontáneamente que pocas mujeres le habían gustado tanto. Con ello adquirí derecho a su confianza, de la que sólo me aproveché para servir a mi ama.

Una mañana que Gernande me había hecho ir a su gabinete para comunicarme unos nuevos proyectos de libertinaje, después de haberle escuchado y aplaudido calurosamente, quise, viéndole bastante tranquilo, intentar enternecerle sobre la suerte de su desdichada esposa:

–¿Es posible, señor –le dije–, que podáis tratar a una mujer de esta manera, independientemente de todos sus vínculos con vos? Dignaos pensar en las gracias conmovedoras de su sexo.

–¡Oh, Thérèse! –me contestó el conde–. Sé inteligente. ¿Cómo puedes utilizar como razones para calmarme las que precisamente más me excitan? Atiéndeme, querida muchacha –prosiguió haciéndome sentar a su lado–, sean cuales sean los insultos que me oirás proferir contra tu sexo, no te acalores. Dame razones, y si son buenas, me rendiré a ellas.

»¿Con qué derecho, por favor, pretendes, Thérèse, que un marido esté obligado a procurar la felicidad de su mujer? ¿Y qué títulos se atreve a alegar esa mujer para exigirlo de su marido? La necesidad de hacerse recíprocamente felices sólo puede existir legalmente entre dos seres igualmente dotados de la facultad de hacerse daño, y por consiguiente entre dos seres de idéntica fuerza. Una asociación semejante sólo puede producirse si se establece inmediatamente el pacto entre esos dos seres de comportarse entre sí de modo que el uso de sus respectivas fuerzas no pueda dañar a ninguno de los dos; pero es imposible que exista esta convención entre el ser fuerte y el ser débil. ¿Con qué derecho exigirá el último que el otro le trate con miramientos? ¿Y por qué imbecilidad se comprometería el primero a hacerlo? Puedo consentir en no utilizar mis fuerzas contra aquel que es capaz de hacérseme temible con las suyas; pero ¿por qué motivo debilitaría sus efectos con el ser cuya naturaleza me sirve? Tú me contestarás: ¿por piedad? Ese sentimiento sólo es compatible con el ser que se me asemeja, y como es egoísta su efecto sólo se produce con la condición tácita de que el individuo que me inspirará conmiseración también la sienta respecto a mí: pero si yo lo domino constantemente con mi superioridad, al serme inútil su conmiseración, jamás debo, por poseerla, consentir en ningún sacrificio. ¿No sería un engaño sentir piedad del pollo que degüellan para mi cena? Un individuo tan inferior a mí, privado de cualquier relación conmigo, jamás puede inspirarme ningún sentimiento. Pues bien, las relaciones de la esposa con el marido no tienen una consecuencia diferente que la del pollo conmigo; ambos son unos animales familiares que hay que utilizar, que hay que emplear para el uso indicado por la naturaleza, sin diferenciarlos en lo más mínimo. Vaya, me pregunto que si la intención de la naturaleza fuera la de que vuestro sexo hubiera sido creado para la dicha del nuestro, y viceversa, ¿habría cometido, esta naturaleza ciega, tantas inepcias en la construcción de uno y otro sexo?, ¿les habría conferido mutuamente unos errores tan graves de los que debían resultar indefectiblemente el alejamiento y la antipatía mutuas? Sin ir a buscar unos ejemplos más lejos, con la conformación que tú me conoces, dime, por favor, Thérèse, ¿a qué mujer podría yo hacer feliz, y, a la inversa, qué hombre podrá encontrar dulce el goce de una mujer, si no está dotado de las gigantescas proporciones necesarias para contentarla? ¿Serán, en tu opinión, las cualidades morales las que la compensarán de los defectos físicos? ¿Y qué ser razonable, conociendo una mujer a fondo, no exclamará con Eurípides: «Aquel de los dioses que ha puesto la mujer en el mundo, puede vanagloriarse de haber producido la peor de todas las criaturas, y la más molesta para el hombre?». Si, por consiguiente, está demostrado que los dos sexos no se convienen mutuamente en absoluto, y que no existe querella fundada, por parte de uno, que no convenga inmediatamente al otro, es falso, pues, a partir de ahí, que la naturaleza los haya creado para su felicidad recíproca. Puede haberles permitido el deseo de juntarse para concurrir al objetivo de la propagación, pero en absoluto el de unirse con la intención de que el uno procure la felicidad del otro. Así, pues, no teniendo el más débil ningún título a reclamar para obtener la piedad del más fuerte, y no pudiendo ya oponerle que puede hallar su felicidad en él, no tiene otra opción que la sumisión; y como, pese a la dificultad de esta felicidad mutua, está en la esencia de los individuos de uno y otro sexo trabajar en procurársela, el más débil debe reunir sobre él, mediante esta sumisión, la única dosis de felicidad que le sea dable recoger, y el más fuerte debe trabajar en la propia, por la vía de opresión que le plazca emplear, ya que está demostrado que la única dicha de la fuerza reside en el ejercicio de las facultades del fuerte, es decir en la más completa opresión. Así, esa felicidad que los dos sexos no pueden encontrar conjuntamente, la encontrarán, el uno con su obediencia ciega, el otro con la más absoluta energía de su dominación. ¡Qué!, si no estuviera en la intención de la naturaleza que uno de los sexos tiranizara al otro, ¿acaso no los habría creado de fuerza igual? Al hacer a uno de ellos inferior al otro en todos los puntos, ¿no ha indicado de manera suficiente que su voluntad era que el más fuerte utilizara los derechos que ella le daba? Cuanto más extiende éste su autoridad, más desdichada hace, con ello, a la mujer unida a su suerte, y mejor ejecuta así los designios de la naturaleza. No es a partir de las quejas del ser débil que hay que juzgar el procedimiento; en tal caso los juicios sólo podrían ser viciosos, ya que sólo tomaríais, al hacerlos, las ideas del débil: hay que juzgar la acción por el poder del fuerte, por la amplitud que ha dado a su poder, y cuando los efectos de esta fuerza recaen sobre una mujer, examinar entonces lo que es una mujer, la manera como este ser despreciable ha sido vista, tanto en la antigüedad como en nuestros días, por las tres cuartas partes de los pueblos de la Tierra.

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