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Authors: Marqués de Sade

Justine (25 page)

BOOK: Justine
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El aire comenzó a sonar inmediatamente con los silbidos de las varas y el sordo ruido de sus azotes sobre las bellas carnes; se mezclan a ellos los gritos de Octavie y les responden las blasfemias del monje; ¡qué escena para esos libertinos entregados, en medio de todas nosotras, a mil obscenidades! Aplauden, le animan: mientras tanto la piel de Octavie cambia de color, los tintes del rosicler más vivo se juntan con el resplandor de los lirios; pero lo que tal vez divertiría un instante al Amor, si la moderación dirigiera el sacrificio, se vuelve a fuerza de rigor en un crimen espantoso contra sus leyes. Ya nada detiene al pérfido monje; cuanto más se queja la joven alumna, más estalla la severidad del regente; desde la mitad de los riñones hasta la parte baja de los muslos, todo es tratado con idéntica severidad, y al fin sobre los vestigios sangrantes de sus placeres el pérfido apaga sus fuegos.

–Yo seré menos salvaje que todo eso –dijo Jérôme agarrando a la bella, y pegándose a sus labios de coral–. Este es el templo donde voy a sacrificar... y en esta boca encantadora...

Me callo... Es el reptil impuro ajando una rosa, mi comparación os lo dice todo.

El resto de la velada fue semejante a todo lo que ya sabéis, de no ser que la belleza, la edad conmovedora de la joven, excitando aún más a esos malvados, redoblaron todas sus infamias, y la saciedad mucho más que la conmiseración, llevando a la desdichada a su cámara, le devolvió al menos por unas pocas horas la calma que necesitaba.

Yo habría deseado poder consolarla esa primera noche, pero obligada a pasarla con Severino, era yo, por el contrario, la que se hallaba en el caso de sentir gran necesidad de ayuda. Había tenido la desgracia, no de gustar, la palabra no sería adecuada, sino de excitar más vivamente que cualquier otra los infames deseos de este sodomita; ahora me deseaba casi todas las noches. Agotado por ésta, sintió necesidad de experimentos: temiendo sin duda no haberme hecho todavía suficiente daño con la espantosa espada de que estaba dotado, imaginó esta vez perforarme con uno de esos artefactos de religiosas que la decencia no me permite nombrar y que era de un grosor desmesurado. Hubo que prestarse a todo. El mismo hacía penetrar el arma en su querido templo; a fuerza de empujones entró muy adentro; grito: el monje se divierte; después de unas cuantas idas y venidas, retira de golpe y con violencia el instrumento y se engulle él mismo en la sima que acaba de entreabrir... ¡Vaya capricho! ¿No es exactamente lo contrario de todo lo que los hombres pueden desear? Pero ¡quién puede definir el alma de un libertino? Hace mucho que sabemos que allí está el enigma de la naturaleza: todavía no nos ha dado la clave.

A la mañana, encontrándose algo más fresco, quiso probar otro suplicio. Me mostró una máquina mucho más gruesa todavía: estaba hueca y provista de un émbolo que despedía el agua con una fuerza increíble por una abertura que daba al chorro más de tres pulgadas de circunferencia. Este enorme instrumento tenía nueve de perímetro por doce de largo. Severino lo hizo llenar de agua muy caliente y quiso hundírmelo por delante. Horrorizada ante semejante proyecto, me arrojo a sus rodillas para pedirle gracia, pero él se halla en una de esas malditas situaciones en las que la piedad ya no se atiende, y en las que las pasiones, mucho más elocuentes, ponen en su lugar, sofocándola, una crueldad muchas veces peligrosa. El fraile me amenaza con toda su cólera si no me presto; debo obedecer. La pérfida máquina penetra dos tercios, y el desgarro que me produce unido a su extremo calor, están a punto de desmayarme. Durante ese tiempo, el superior, sin cesar de insultar las partes que ofende, se hace masturbar por su doncella. Después de un cuarto de hora de este frote que me lacera, suelta el émbolo que arroja el agua hirviente a lo más profundo de la matriz... Me desvanezco. Severino se extasiaba... Había alcanzado un delirio por lo menos igual a mi dolor.

–Eso no es nada –dijo el traidor, cuando hube recuperado los sentidos–, aquí a veces tratamos estos encantos con mucha mayor dureza... Una ensalada de espinas, ¡diantre!, con su pimienta, con su vinagre, hundida dentro con la punta de un cuchillo, eso es lo que les conviene para remozarlos. A la primera falta que cometas, te condeno a ello– dijo el malvado manoseando una vez más el único objeto de su culto.

Pero dos o tres homenajes, después de los excesos de la víspera, le habían dejado para el arrastre: me despidió.

Al regresar, encontré a mi nueva compañera hecha un mar de lágrimas; hice cuanto pude por calmarla, pero no es fácil entender rápidamente un cambio de situación tan espantoso. Esta joven poseía, además, un gran fondo de religión, de virtud y de sensibilidad, con lo que su estado le parecía aún más terrible. Omphale tenía razón al decirme que la veteranía no influía en nada en los despidos; que dictados simplemente por la fantasía de los monjes, o por su temor de algunas pesquisas posteriores, cabía sufrirlo tanto al cabo de ocho días como al cabo de veinte años. Octavie sólo llevaba cuatro meses con nosotras, cuando Jéróme vino a anunciarle su partida, aunque fuera él quien más había gozado de ella durante su estancia en el convento, y hubiera podido quererla y desearla más. La pobre niña se fue, haciéndonos las mismas promesas que Omphale; tampoco ella las cumplió.

A partir de entonces, sólo me ocupé del proyecto que había concebido desde la partida de Omphale; decidida a todo por escapar de esa guarida salvaje, nada me asustó para conseguirlo. ¿Qué podía temer llevando a cabo mi intención? La muerte. ¿Y de qué estaba segura permaneciendo? De la muerte. Y si lo conseguía, me salvaba. Así que no había nada que discutir, pero necesitaba, antes de esta empresa, que los funestos ejemplos del vicio recompensado se reprodujeran una vez más bajo mis ojos; estaba escrito en el gran libro de los destinos, en ese libro oscuro que ningún mortal alcanza a comprender, estaba grabado en él, digo, que todos aquellos que me habían atormentado, humillado, esclavizado, pagaran incesantemente ante mis miradas el precio de sus fechorías, como si la Providencia se empeñara en mostrarme la inutilidad de la virtud... Funestas lecciones que, sin embargo, no me corrigieron, y que, aunque tuviera que seguir escapando de la espada colgada sobre mi cabeza, no me impedirían seguir siendo siempre la esclava de esta divinidad de mi corazón.

Una mañana, sin que lo esperáramos, Antonin apareció en nuestra habitación y nos anunció que el reverendo padre Severino, pariente y protegido del Papa, acababa de ser nombrado por Su Santidad general de la orden de los benedictinos. Y al día siguiente, en efecto, el religioso partió sin vernos: esperaban, nos dijeron, otro muy superior en los excesos a todos los que se quedaban; nuevos motivos para acelerar mis gestiones.

El día después de la marcha de Severino, los monjes se habían decidido a licenciar a otra de mis compañeras; elegí para mi evasión el mismo día en que vinieron a anunciar la baja de aquella miserable, a fin de que los monjes más ocupados se fijaran menos en mí.

Estábamos al comienzo de la primavera; la longitud de las noches todavía favorecía en algo mis diligencias. Llevaba dos meses preparándolas sin que nadie se lo imaginara; serraba poco a poco, con una mediocre tijera que había encontrado, las rejas de mi cuarto de aseo; mi cabeza ya pasaba fácilmente por ellas, y, con la ropa de cama que me daban, había trenzado una cuerda más que suficiente para salvar los siete u ocho metros de altura que Omphale me había dicho que tenía el edificio. Cuando se llevaron mis ropas, había tenido la precaución, como ya os dije, de apartar mi pequeña fortuna que ascendía a cerca de seis luises, y siempre la había ocultado cuidadosamente. La escondí en el pelo y, como casi toda nuestra cámara estaba en la cena aquella noche, a solas con una de mis compañeras que se acostó así que las otras hubieron bajado, entré en el cuarto de aseo; allí, destapando el agujero que había tenido el cuidado de cubrir todos los días, até mi cuerda a uno de los barrotes que estaba intacto, y, dejándome deslizar por ese medio, no tardé en tocar el suelo. No era eso lo que más me preocupaba: los seis recintos de muros o de setos vivos, de que me había hablado mi compañera, me inquietaban mucho más.

Una vez allí, descubrí que cada espacio o avenida circular dejado entre uno y otro seto no tenía más de ocho pies de anchura, y esta proximidad permitía imaginar a primera vista que todo lo que se hallaba en este lado sólo era un macizo boscoso. La noche era muy oscura; al contornear la primera avenida circular para investigar si encontraría una abertura en el seto, pasé por debajo de la sala de las cenas. Ya no estaban allí; mi inquietud aumentó; proseguí, sin embargo, mis investigaciones. Llegué así a la altura de la ventana de la gran sala subterránea que se hallaba debajo de la de las orgías ordinarias. Descubrí en ella mucha luz, fui lo bastante atrevida como para acercarme; por mi situación, tenía que agacharme. Mi desdichada compañera estaba tendida sobre un caballete, los cabellos sueltos y destinada sin duda a algún espantoso suplicio en el que encontraría, como libertad, el eterno fin de sus desgracias... Me estremecí, pero lo que mis miradas acabaron de descubrir aún me asombró más: Omphale, o no lo sabía todo, o había callado algo; descubrí en ese subterráneo cuatro jóvenes desnudas, que me parecieron muy hermosas y muy jóvenes, y que sin duda no eran de las nuestras. Así que en este horrible asilo había más víctimas de la lubricidad de esos monstruos... otras desdichadas desconocidas por nosotras... Me apresuré a huir, y seguí girando hasta llegar al lado opuesto del subterráneo: no habiendo encontrado todavía la brecha, decidí hacer una. Sin que nadie se hubiera dado cuenta, me había provisto de un largo cuchillo: trabajé. Pese a mis guantes, mis manos no tardaron en quedar desgarradas, pero nada me detuvo. El seto tenía más de dos pies de espesor, lo entreabrí, y ya estaba en la segunda avenida. Allí me sorprendió notar bajo mis pies una tierra blanda y flexible en la que me hundía hasta el tobillo: cuanto más avanzaba por el tupido bosquecillo, más profunda era la oscuridad. Curiosa por saber a qué obedecía el cambio del suelo, lo toco con mis manos... ¡Oh, santo cielo! ¡Cojo la cabeza de un cadáver! ¡Dios mío!, pensé asustada, es aquí sin duda, como me habían dicho, el cementerio donde esos verdugos arrojan a sus víctimas; ¡casi ni se toman la molestia de cubrirlas de tierra!... ¡Puede que este cráneo sea el de mi querida Omphale, o el de la desdichada Octavie, tan hermosa, tan dulce, tan buena, y que sólo ha aparecido en la tierra como las rosas de las que sus encantos era la imagen! ¡Yo misma, ay, aquel hubiera sido mi lugar! ¡Por qué no sufrir mi suerte! ¡Qué ganaría en ir a buscar nuevos reveses? ¡Acaso no he cometido ya suficientes males? ¿No me he convertido en el motivo de un número más que suficiente de crímenes? ¡Ah, cumplamos mi destino! ¡Oh, tierra, ábrete para engullirme! ¡Cuando alguien se halla tan desamparada, tan pobre, tan abandonada como yo, por qué hay que tomarse tantos trabajos para seguir vegetando unos instantes más entre los monstruos!... Pero no, debo vengar la virtud aherrojada... Ella lo espera de mi valor... No nos dejemos abatir... sigamos: es esencial que el universo se libre de unos malvados tan peligrosos como éstos. ¿Debo temer perder a tres o cuatro hombres a cambio de salvar a millones de individuos que su política o su ferocidad sacrifica?

Atravieso, pues, el seto en que me encuentro; era más espeso que el anterior; a medida que iba avanzando eran más impenetrables. Consigo, sin embargo, agujerearlo, y más allá un suelo firme... ya nada que me anunciara los mismos horrores que acababa de encontrar. Alcanzo de ese modo el borde del foso sin haber descubierto la muralla que me había anunciado Omphale; seguramente no existía, y es verosímil que los monjes hablaran de ella para aterrorizarnos aún más. Menos encerrada más allá del séxtuplo recinto, diferenciaba mejor los objetos: la iglesia y el cuerpo de un edificio que tenía adosado se ofrecieron inmediatamente a mis miradas. El foso bordeaba uno y otro. Evité intentar franquearlo por este lado; recorrí los bordes, y viéndome al fin ante uno de los senderos del bosque, decidí cruzarlo por allí e introducirme por ese sendero una vez que hubiera pasado al otro lado. El foso era muy profundo, pero, para mi suerte, estaba seco. Como el revestimiento era de ladrillo, no había ningún medio de deslizarme por él, así que me arrojé. Un poco aturdida por la caída, tardé unos instantes en levantarme... Prosigo, alcanzo el otro lado sin obstáculo, pero ¿cómo trepar por él? A fuerza de buscar un lugar accesible, encuentro al final uno donde unos cuantos ladrillos rotos me permitían a la vez la facilidad de servirme de los otros como escalones y la de hundir, para sostenerme, la punta de mi pie en el suelo. Ya estaba casi en la cima, cuando, desmoronándose todo bajo mi peso, caigo al foso debajo de los escombros que había arrastrado. Me creí muerta. Aquella caída, realizada involuntariamente, había sido más ruda que la anterior. Además, estaba enteramente recubierta de los materiales que me habían seguido; algunos de ellos me habían golpeado la cabeza, me sentía totalmente fracasada... «¡Oh, Dios mío!», me dije desesperada; «no sigamos; quedémonos aquí; es una advertencia del cielo; no quiere que siga: mis ideas me engañan sin duda; es posible que el mal sea útil en la Tierra, y cuando la mano de Dios lo desea, ¡quizás es un error oponerse a él!» Pero, prontamente rebelada contra un sistema demasiado desdichado fruto de la corrupción que me había rodeado, me libero de los escombros que me cubren, y encontrando mayor facilidad en subir por la brecha que acabo de hacer, a causa de los nuevos agujeros que se han formado en ella, lo intento una vez más, me animo, me hallo en un instante en la cima. Todo eso me había alejado del sendero que había descubierto, pero habiéndome fijado bien en él, lo alcanzo de nuevo y escapo a la carrera. Antes del final del día, ya me hallaba fuera del bosque, y a no tardar sobre aquel montículo desde el cual, seis meses atrás, para mi desdicha, había divisado el terrible convento. Descanso allí unos minutos, estaba empapada; mi primera preocupación es arrojarme de rodillas y de nuevo pedir perdón a Dios por las faltas involuntarias que había cometido en aquel odioso receptáculo del crimen y de la impureza; lágrimas de pesar no tardaron en manar de mis ojos. «¡Ay!», me dije «¡yo era mucho menos criminal cuando abandoné, el pasado año, este mismo sendero, guiada por un principio de devoción tan funestamente burlado! ¡Oh, Dios, en qué estado puedo contemplarme ahora!» Levemente calmadas estas funestas reflexiones por el placer de verme libre, proseguí mi camino hacia Dijon, imaginando que sólo en esa capital mis denuncias podían ser legítimamente admitidas...

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