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Authors: Marqués de Sade

Justine (23 page)

BOOK: Justine
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»Así pues, los placeres aislados tienen atractivos, pueden tener más que todos los restantes. ¡Vaya!, si no fuera así, ¿cómo gozarían tantos ancianos, tantas personas o contrahechas o llenas de defectos? Están más que seguras de que no son amadas; más que convencidas de que es imposible que se comparta lo que ellos sienten: ¿sienten por ello menor voluptuosidad? ¿Desean únicamente la ilusión? Totalmente egoístas en sus placeres, sólo les ves ocupados en tomar, sacrificarlo todo para recibir, sin sospechar jamás, en el objeto que les sirve, otras propiedades que las pasivas. Así que no es en absoluto necesario dar placer para recibirlo; y, por tanto, la situación feliz o desgraciada de la víctima de nuestro desenfreno es completamente indiferente para la satisfacción de nuestros sentidos. No tiene ninguna importancia el estado en que pueda hallarse su corazón y su mente; da igual que a este objeto le guste o le horrorice lo que le hacéis, puede amarte o detestarte: todas estas consideraciones son inútiles en tanto que sólo se trata de los sentidos. Estoy de acuerdo en que las mujeres pueden establecer unas máximas contrarias; pero las mujeres, que sólo son las máquinas de la voluptuosidad, que sólo deben de ser sus comodines, son recusables siempre que sea preciso establecer un sistema real sobre este tipo de placer. ¡Existe un solo hombre razonable que esté deseoso de hacer compartir su goce a las prostitutas? ¿Y no existen, en cambio, millones de hombres que reciben grandes placeres de estas criaturas? Son otros tantos individuos persuadidos de lo que digo, que lo ponen en práctica, sin dudarlo, y que censuran ridículamente a aquellos que legitiman sus acciones por buenos principios, porque el universo está lleno de estatuas en movimiento que van, vienen, actúan, comen, digieren, sin enterarse jamás de nada.

»Una vez demostrado que los placeres aislados son tan deliciosos como los otros, y probablemente mucho más, es mucho más sencillo entonces, por consiguiente, que este goce, tomado independientemente del objeto que nos sirve, no sólo esté muy alejado de lo que pueda gustarle, sino que sea incluso contrario a sus placeres. Voy más lejos: puede llegar a ser un dolor impuesto, una vejación, un suplicio, sin que eso tenga nada de extraordinario, sin que de ahí resulte otra cosa que un incremento de placer mucho más seguro para el déspota que atormenta o veja. Intentemos demostrarlo.

»La emoción de la voluptuosidad sobre nuestra alma no es más que una especie de vibración producida por medio de unas sacudidas que la imaginación inflamada por el recuerdo de un objeto lúbrico hace experimentar a nuestros sentidos, bien a través de la presencia de este objeto, o bien, y aún mejor, por la irritación que siente este objeto en el género que nos conmueve más fuertemente. Así pues, nuestra voluptuosidad, ese cosquilleo inefable que nos extravía, que nos transporta al punto más elevado de felicidad que pueda alcanzar el hombre, sólo se encenderá siempre por dos causas: ya descubriendo real o ficticiamente en el objeto que nos sirve el tipo de belleza que más nos halaga, ya viendo experimentar a este objeto la más fuerte sensación posible. Ahora bien, no hay ningún tipo de sensación más viva que la del dolor; sus impresiones son seguras, jamás engañan como las del placer, perpetuamente interpretadas por las mujeres y casi nunca sentidas. ¡Cuánto amor propio, por otra parte, cuánta juventud, fuerza, salud hace falta para estar seguro de producir en una mujer esta dudosa y poco satisfactoria impresión de placer! La de dolor, por el contrario, no exige nada: cuantos más defectos tenga un hombre, cuanto más viejo y menos seductor sea mejor la conseguirá. Respecto al objetivo, será alcanzado con mucha mayor seguridad, ya que hemos establecido que no le afecta, quiero decir que jamás se excitan mejor los sentidos que cuando se ha producido en el objeto que nos sirve la mayor impresión posible, no importa por qué camino. Así pues, quien haga nacer en una mujer la impresión más tumultuosa, quien altere al máximo toda la estructura de esta mujer, habrá conseguido decididamente asegurarse la mayor dosis posible de voluptuosidad, porque el choque resultante de las impresiones de los demás sobre nosotros, que debe estar en proporción con la impresión producida, será necesariamente más activo si la impresión de los demás ha sido penosa que si ha sido suave y blanda. Y, a partir de ahí, el egoísta voluptuoso que está persuadido de que sus placeres sólo serán vivos en la medida que sean enteros, impondrá, pues, cuando sea su dueño, la más fuerte dosis posible de dolor al objeto que le sirve, absolutamente seguro de que la voluptuosidad que obtendrá estará en proporción con la más viva impresión que habrá producido.

–Estos sistemas son espantosos, padre –le dije a Clément–, llevan a unos gustos crueles, a unos gustos horribles.

–¿Y qué importa? –contestó el bárbaro–. Una vez más, ¡somos los dueños de nuestros gustos? ¿No debemos ceder al dominio de los que hemos recibido de la naturaleza de igual manera que la orgullosa cabeza del roble se dobla bajo la tempestad que la azota? Si la naturaleza se sintiera ofendida por esos gustos, no nos los inspiraría; es imposible que podamos recibir de ella un sentimiento hecho para ultrajarla, y, en esta extrema certidumbre, podemos entregarnos a nuestras pasiones, del tipo que sean, por mucha violencia que puedan contener, segurísimos de que todos los inconvenientes que provoca su choque no son más que unos designios de la naturaleza de los que somos los órganos involuntarios. ¿Y qué nos importan las consecuencias de estas pasiones? Cuando queremos deleitarnos con una acción cualquiera, nadie piensa en las consecuencias.

No os hablo de las consecuencias –le interrumpí bruscamente–, se trata de la cosa en sí. Seguramente si sois el más fuerte, y por unos atroces principios de crueldad sólo os gusta disfrutar a través del dolor, con la intención de aumentar vuestras sensaciones, llegaréis insensiblemente a producirlas sobre el objeto que os sirve con un grado de violencia capaz de arrebatarle la vida.

–De acuerdo; eso significa que por unos gustos concedidos por la naturaleza yo habré servido sus designios porque ella, que siempre opera sus creaciones a través de destrucciones, sólo me inspira la idea de éstas últimas cuando necesita las primeras. Significa que de una porción de materia oblonga habré formado tres o cuatro mil redondas o cuadradas. ¡Oh, Thérèse! ¡Eso son crímenes? ¿Se puede denominar así lo que sirve a la naturaleza? ¿El hombre tiene la potestad de cometer crímenes? Y cuando, prefiriendo su felicidad a la de los demás, derriba o destruye todo lo que encuentra a su paso, ¿ha hecho otra cosa que servir a la naturaleza cuyas primeras y más seguras inspiraciones le dictan ser feliz, sin que importe a expensas de quién? El sistema del amor al prójimo es una quimera que debemos al cristianismo y no a la naturaleza; el secuaz del Nazareno, atormentado, desdichado y por consiguiente en un estado de debilidad que debía hacerle reclamar la tolerancia y la humanidad, tuvo que establecer necesariamente esta relación fabulosa entre un ser y otro: preservaba su vida consiguiendo que triunfara. Pero el filósofo no admite estas relaciones gigantescas; ve y considera sólo a sí mismo en el universo, y sólo a sí mismo lo refiere todo. Si perdona o acaricia un instante a los demás, sólo es en relación con el provecho que cree sacar de ello. ¿No los necesita, predomina con su fuerza? Entonces abjura para siempre jamás de esos bonitos sistemas de humanidad y de beneficencia a los cuales sólo se sometía por política. Ya no teme quedarse con todo, hacerse con todo lo que le rodea, y pese a lo que puedan costar a los demás sus goces, los satisface sin examen ni remordimientos.

–¡Pero el hombre de quien habláis es un monstruo!

–El hombre de quien hablo es el de la naturaleza.

–¡Es un animal feroz!

–Bien, el tigre o el leopardo de los que este hombre es, si te parece, la imagen, ¿no han sido como él creados por la naturaleza y creados para cumplir las intenciones de la naturaleza? El lobo que devora al cordero cumple los proyectos de esta madre común, de la misma manera que el malhechor que destruye el objeto de su venganza o de su lubricidad.

–¡Oh! Por mucho que digáis, padre, jamás admitiré esta lubricidad destructiva.

–Porque temes convertirte en objeto de ella: eso es egoísmo. Cambiemos de papel y la concebirás; pregunta al cordero, tampoco querrá que el lobo pueda devorarlo; pregunta al lobo para qué sirve el cordero: «Para alimentarme», contestará. Unos lobos que comen corderos, unos corderos devorados por los lobos, el fuerte que sacrifica al débil, el débil víctima del fuerte, así es la naturaleza, así son sus opiniones, así sus planes: una acción y una reacción perpetuas, una multitud de vicios y de virtudes, un perfecto equilibrio, en una palabra, resultante de la igualdad del bien y del mal en la Tierra; equilibrio esencial para el mantenimiento de los astros, de la vegetación, y sin el cual todo sería inmediatamente destruido. Oh, Thérèse, la naturaleza se sentiría muy sorprendida si pudiera por un instante razonar con nosotros, y le dijéramos que esos crímenes que la sirven, que esos desmanes que exige y que ella nos inspira, están castigados por unas leyes que se nos asegura que son la imagen de las suyas. Imbéciles, nos contestaría, duerme, bebe, come y comete sin miedo tales crímenes cuando te parezca: todas tus supuestas infamias me complacen, y las quiero, ya que te las inspiro. ¡A ti te corresponde decidir lo que me irrita, o lo que me deleita! Entérate de que no hay nada en ti que no me pertenezca, nada que yo no haya colocado ahí por unas razones que no te conviene conocer; que la más abominable de tus acciones sólo es, al igual que la más virtuosa de otra persona, una de las maneras de servirme. Así que no te contengas, búrlate de tus leyes, de tus convenciones sociales y de tus dioses; atiéndeme sólo a mí, y convéncete de que si existe un crimen que me afecta, es la oposición que pusieras con tu resistencia o tus sofismas a lo que te inspiro.

–¡Oh, santo cielo! –exclamé–, hacéis que me estremezca. Si no hubiera crímenes contra la naturaleza, ¿de dónde procedería la invencible repugnancia que experimentamos por ciertos delitos?

–Esta repugnancia no está dictada por la naturaleza –replicó vivamente el malvado–; no tiene otra fuente que la falta de costumbre. ¿Acaso no ocurre lo mismo con determinados manjares? Aunque sean excelentes, ¿no nos repugnan sólo por la falta de costumbre? ¿Nos atreveremos a decir, a partir de ahí, que esos manjares no son buenos? Intentemos dominarnos, y no tardaremos en apreciar su sabor. Nos repugnan los medicamentos, aunque, sin embargo, nos resulten saludables. Acostumbrémonos también al mal, y no tardaremos en encontrarle sólo encantos. Esta repugnancia momentánea es más una astucia, una coquetería de la naturaleza, que una advertencia de que la cosa la ultraja: así nos prepara a los placeres del triunfo; con ello aumenta los de la acción misma. Hay más, Thérèse, hay más: cuanto más espantosa nos parece una acción, cuanto más contraría nuestros hábitos y nuestras costumbres, cuantos más frenos rompe, cuanto más sorprende nuestras convenciones sociales, cuanto más hiere lo que creemos ser las leyes de la naturaleza, más útil es, por el contrario, a esta misma naturaleza. Siempre recupera los derechos que le arrebata sin cesar la virtud con los crímenes. Si el crimen es liviano, y difiere, por tanto, menos de la virtud, restablecerá más lentamente el equilibrio indispensable para la naturaleza; pero cuanto más capital sea, más iguala los pesos, más ataca el dominio de la virtud, que sin ello lo destruiría todo. Que cese, pues, de asustarse el que medita una fechoría, o el que acaba de cometerla: cuanta más amplitud tenga su crimen, mejor habrá servido a la naturaleza.

Estos espantosos sistemas me hicieron pensar inmediatamente en los sentimientos de Omphale sobre la manera de cómo saldríamos de aquella terrible casa. Así que fue a partir de entonces cuando adopté los proyectos que me veréis ejecutar a continuación. De todos modos, para acabar de aclararme, no pude dejar de seguir planteando algunas preguntas al padre Clément.

–Por lo menos –le dije– no seguís manteniendo eternamente a las desdichadas víctimas de vuestras pasiones. Cuando os cansáis de ellas, ¿las despedís?

–Seguro, Thérèse –me contestó el monje–, tú sólo has entrado en esta casa para salir de ella, cuando los cuatro nos pongamos de acuerdo en concederte el retiro. Lo tendrás sin duda.

–¿Pero no teméis –continué– que mujeres más jóvenes y menos discretas puedan revelar a voces lo que ocurre aquí?

–Es imposible.

–¿Imposible?

–Por completo.

–¿Podríais explicármelo?

–No, ahí está nuestro secreto; pero todo cuanto puedo asegurarte es que, discreta o no, te será absolutamente imposible, cuando estés fuera de aquí, decir una sola palabra sobre lo que ocurre. De modo que ya ves, Thérèse, no te recomiendo ninguna discreción; una política forzosa no encadena en absoluto mis deseos...

Y, con estas palabras, el fraile se durmió. A partir de ese instante ya me resultó imposible dejar de ver que las medidas más violentas se tomaban con las desdichadas despedidas y que la terrible seguridad de que se vanagloriaba sólo era el fruto de su muerte. Me afiancé más que nunca en mi decisión; no tardaremos en ver el efecto.

Así que Clément se durmió, Armande se acercó a mí.

–No tardará en despertarse enfurecido –me dijo–; la naturaleza sólo adormece sus sentidos para otorgarles, después de un poco de reposo, una energía mucho mayor; una escena más, y quedaremos tranquilas hasta mañana.

–Pero –le dije a mi compañera– ¿tú no duermes unos instantes?

–¿Puedo hacerlo? –me contestó Armande–, si no velara de pie alrededor de su cama, y mi negligencia fuera descubierta, sería capaz de apuñalarme.

–¡Cielos! –exclamé–. ¡Cómo! Incluso durmiendo, ¿este malvado quiere que lo que le rodea siga sufriendo?

–Sí –me contestó mi compañera–, la barbarie de esta idea es lo que le proporciona el furioso despertar que vas a ver. En eso es como aquellos escritores perversos cuya corrupción es tan peligrosa, tan activa, que sólo tienen por objetivo, al imprimir sus espantosos sistemas, extender más allá de su vida la suma de sus crímenes. Ya no pueden cometer más, pero sus malditos escritos harán cometerlos, y esta dulce idea que se llevan a la tumba les consuela de la obligación en que les pone la muerte de renunciar al mal.

–¡Qué monstruos! –exclamé.

Armande, que era una criatura muy dulce, me besó derramando unas cuantas lágrimas, y después comenzó a pasear alrededor de la cama de aquel desalmado.

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