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Authors: Marqués de Sade

Justine (27 page)

BOOK: Justine
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–¡Señor, señor! –exclamé–, tened piedad de mí, me mareo...

Y me tambaleé; retenida por las cintas, no pude caer; pero como mis brazos se movían y mi cabeza flotaba sobre mis hombros, mi cara se inundó de sangre. El conde estaba en plena ebriedad... Sin embargo, no presencié el final de la operación, me desmayé antes de que llegara a buen fin; ¿es posible que sólo pudiera alcanzarlo viéndome en este estado, es posible que su éxtasis supremo dependiera de este cuadro de muerte? Sea como fuere, cuando recuperé el sentido, me encontré en una cama excelente y con dos viejas a mi lado. Así que me vieron con los ojos abiertos, me ofrecieron un caldo, y cada tres horas, durante dos días, sabrosas sopas. En aquel momento, el señor de Gernande me hizo decir que me levantara y que fuera a hablarle al mismo salón donde me había recibido al llegar. Me acompañaron allí: seguía estando un poco débil, pero por lo demás bastante bien; llegué.

–Thérèse –me dijo el conde, haciéndome sentar–, repetiré muy pocas veces pruebas semejantes contigo; tu persona me es útil para otros menesteres; pero era esencial que te hiciera conocer mis gustos y la manera como acabarás un día en esta casa, si me traicionas, si desgraciadamente te dejas sobornar por la mujer a cuyo lado voy a colocarte.

»Esta mujer es la mía, Thérése, y este título es sin duda el más funesto que pueda tener, ya que le obliga a prestarse a la pasión extravagante de la que tú acabas de ser víctima. No imagines que la trato así por venganza, por desprecio, o por algún sentimiento de odio: es simplemente la historia de las pasiones. Nada iguala el placer que experimento al derramar su sangre... cuando mana me siento embriagado; jamás he disfrutado de ninguna mujer de otra manera. Hace tres años que me casé con ella y exactamente cada cuatro días sufre el tratamiento que tú has experimentado. Su gran juventud (sólo tiene veinte años) y los cuidados especiales que se le dan, todo eso la sostiene; y como se la repara en la misma medida de lo que se la obliga a perder, se va manteniendo bastante bien. Con una sujeción semejante, ya puedes darte cuenta de que no puedo dejarla salir, ni dejar que nadie la vea. Así que la hago pasar por loca, y su madre, la única pariente que le queda, que vive en su castillo a seis leguas de aquí, está tan convencida de ello que ni siquiera se atreve a venir a verla. La condesa implora con mucha frecuencia su perdón, no hay nada que no haga por enternecerme; pero jamás lo conseguirá. Mi lujuria ha decretado su arresto, es invariable, seguirá así mientras pueda: nada le faltará en toda su vida, y como me gusta agotarla, la aguantaré lo más posible; cuando ya no pueda aguantar, ¡mala suerte! Es la cuarta, pronto tendré una quinta, nada me inquieta tan poco como la suerte de una mujer; ¡hay tantas en el mundo, y es tan agradable cambiarlas!

»En cualquier caso, Thérèse, tu trabajo es cuidarla: pierde regularmente dos paletas de sangre cada cuatro días, ahora ya no se desmaya; la costumbre le confiere fuerzas, su agotamiento dura veinticuatro horas, está bien los tres días restantes. Pero puedes entender fácilmente que esta vida le disgusta; no hay nada que no haga por librarse de ella, nada que no emprenda para conseguir comunicar su auténtica situación a su madre. Ya ha seducido a dos de sus camareras, pero sus maniobras fueron descubiertas con el tiempo suficiente para impedir que triunfaran: ella ha sido la causa de la pérdida de las dos desdichadas, ahora se arrepiente de ello, y, aceptando la invariabilidad de su suerte, ha tomado una decisión, y promete no volver a intentar seducir las personas de las que la rodearé. Pero este secreto, lo que puede ocurrir si me traicionan, todo eso, Thérèse, me obliga a colocar a su lado a personas secuestradas como tú lo has sido, a fin de evitar con ello las persecuciones. No habiéndote quitado a nadie, no teniendo que responder de ti a nadie, estoy más capacitado para castigarte, si lo mereces, de una manera que, aunque te arrebate la vida, no me pueda suponer pesquisas ni ningún tipo de sospechas. A partir de este momento, ya no existes en el mundo, dado que puedes desaparecer de él por el más ligero acto de mi voluntad: esta es tu suerte, hija mía, ya ves; afortunada si te portas bien, muerta si intentas traicionarme. En cualquier otro caso, te pediría una respuesta: en la situación en que te encuentras no tengo ninguna necesidad de hacerlo; estás en mi poder, tienes que obedecerme, Thérèse... Pasemos a ver a mi mujer.

Sin nada que objetar a un discurso tan preciso, seguí a mi amo. Cruzamos una larga galería, tan sombría y tan solitaria como el resto del castillo; se abre una puerta, entramos en una antecámara en la que reconozco a las dos viejas que me atendieron durante mi desfallecimiento. Se levantaron y nos introdujeron en un soberbio aposento donde encontramos a la desdichada condesa bordando en un bastidor sobre una tumbona; se levantó cuando vio a su marido.

–Sentaos –le dijo el conde–, os permito que me escuchéis así. Aquí está, al fin, una camarera que os he encontrado, señora –prosiguió–. Confío en que os acordaréis de la suerte que habéis hecho correr a las otras, y que no intentaréis sumir a ésta en las mismas desdichas.

–Eso sería inútil –dije entonces, llena de deseos de servir a esa infortunada, y queriendo disimular mis intenciones–; sí, señora, me atrevo a asegurarlo delante de vos, sería inútil, no diréis una sola palabra sin que yo la comunique inmediatamente a vuestro señor esposo, y tened por seguro que no arriesgaré mi vida por serviros.

–No intentaré nada que pueda colocaros en esa situación, señorita –dijo la pobre mujer, que todavía no entendía los motivos que me hacían hablar así–; estad tranquila: sólo pido vuestros cuidados.

–Serán enteramente para vos, señora –contesté–, pero nada más.

Y el conde, encantado conmigo, me estrechó la mano diciéndome al oído:

–Bien, Thérèse, has hecho tu fortuna si te portas como dices.

Después el conde me mostró mi habitación, contigua a la de la condesa, y me hizo observar que el conjunto de este apartamento, cerrado por unas puertas excelentes y rodeado de dobles rejas en todas sus aberturas, no dejaba ninguna esperanza de evasión.

–Aquí hay una terraza –prosiguió el señor de Gernande, acompañándome a un pequeño jardín que estaba a la altura del apartamento–, pero no creo que su altura te dé ganas de medir sus muros. La condesa puede venir a respirar el aire fresco siempre que quiera, tú la acompañaras... Adiós.

Regresé al lado de mi dueña, y como en un principio las dos nos examinamos sin hablar, en este primer instante la estudié lo bastante bien como para poder describirla.

La señora de Gernande, con diecinueve años y medio de edad, poseía el más bello talle, el más noble y más majestuoso que había podido ver; ni uno de sus gestos, ni uno de sus ademanes que no fuera una gracia, ni una de sus miradas que no fuera un sentimiento. Sus ojos eran de la más bella negrura: aunque fuera rubia, nada igualaba su expresión; pero una especie de languidez, consecuencia de sus infortunios, que suavizaba su resplandor, los hacía mil veces más interesantes; tenía la piel muy blanca, y los más hermosos cabellos, la boca muy pequeña, demasiado quizá, me hubiera sorprendido un poco que le hubieran encontrado este defecto: era una bonita rosa todavía poco crecida, pero los dientes de una frescura... ¡los labios de un rosicler!... diríase que el Amor la había coloreado con matices robados a la diosa de las flores. Su nariz era aquilina, estrecha, ceñida por arriba, y coronada por dos cejas de ébano; la barbilla perfectamente bonita, un rostro, en una palabra, bellamente ovalado, en cuyo conjunto reinaba una especie de encanto, de ingenuidad, de candor, que habrían hecho tomar esa cara encantadora, más por la de un ángel que por la fisonomía de una mortal. Sus brazos, su seno, su trasero eran de un esplendor... de una redondez capaz de servir de modelo a los artistas; un vello suave y negro cubría el monte de Venus, sostenido por dos muslos torneados; y, cosa que me sorprendió, pese a la ligereza del talle de la condesa, pese a sus desdichas, nada alteraba su lozanía: sus nalgas redondas y rollizas eran tan carnosas, tan abundantes, tan firmes como si su cintura hubiera sido más marcada y ella hubiera vivido siempre en el seno de la felicidad. Mostraba, sin embargo, sobre todo ello espantosas marcas del libertinaje de su esposo, pero, lo repito, nada alterado... la imagen de un bello lirio donde la abeja ha dejado algunas manchas. A tantos dones, la señora de Gemande sumaba un carácter dulce, una mente novelesca y tierna, ¡un corazón de una sensibilidad!... Instruida, con talento... un arte innato para la seducción, a la que sólo su infame esposo era capaz de resistir, un sonido de voz encantador y mucha piedad. Así era la desdichada esposa del conde de Gernande, así era la criatura angelical contra la que había conspirado; parecía que cuantas más cosas inspiraba, más encendía su ferocidad, y que la abundancia de dones que había recibido de la naturaleza sólo servía de motivos suplementarios para las crueldades de aquel malvado.

–¿Qué día fuisteis sangrada, señora? –le dije, a fin de mostrarle que estaba al corriente de todo.

–Hace tres días –me dijo–, y me toca mañana...

–A continuación, con un suspiro–: Sí, mañana... señorita, mañana... seréis testigo de esa bonita escena.

–¿Y la señora no se debilita?

–¡Oh, cielos! Aún no he cumplido veinte años, y estoy segura de que no se está más débil a los setenta. Pero me consuela saber que eso terminará; es absolutamente imposible que viva mucho tiempo así: iré a reunirme con mi padre, iré a buscar en los brazos del Ser Supremo un reposo que los hombres me han negado tan cruelmente en la Tierra.

Estas palabras me rasgaron el corazón; queriendo mantener mi personaje, disimulé mi turbación, pero, en el fondo de mí misma, me prometí a partir de entonces perder mil veces la vida, si era preciso, a cambio de arrebatar del infortunio a esta desdichada víctima de los excesos de un monstruo.

Era el momento de la cena de la condesa. Las dos viejas vinieron a avisarme de que la hiciera pasar a su gabinete: se lo dije. Ella estaba acostumbrada a todo aquello, salió inmediatamente, y las dos viejas, ayudadas por los dos lacayos que me habían detenido, sirvieron una comida suntuosa en una mesa donde mi cubierto estaba colocado en frente del de mi dueña. Los lacayos se retiraron, y las dos viejas me avisaron de que ellas no se moverían de la antecámara a fin de estar a disposición de recibir las órdenes de la señora sobre todo lo que ella pudiera desear. Advertí a la condesa, se sentó, y me invitó a hacer lo mismo con un aire de amistad y de afabilidad que acabó de conquistarme el alma. Sobre la mesa había por lo menos veinte platos.

–A este respecto, ya veis que me cuidan, señorita –me dijo.

–Sí, señora –contesté–, y sé que la voluntad del señor conde es que no os falte nada.

–¡Oh, sí! Pero como los motivos de estas atenciones son tan crueles, me conmueven poco.

La señora de Gernande agotada, y vivamente estimulada por la naturaleza a unas constantes reparaciones, comió mucho. Quiso unas perdices y un ánade de Rouen que le sirvieron inmediatamente. Después de la comida, fue a tomar el aire en la terraza, pero cogida de mi mano: le hubiera sido imposible dar diez pasos sin esta ayuda. Fue en ese momento cuando me enseñó todas las partes de su cuerpo que acabo de describiros; me mostró sus brazos, estaban llenos de cicatrices.

–¡Ah!, no acaba ahí –me dijo–, no hay una sola parte de mi desdichada persona de la que no le guste ver correr la sangre.

Y me mostró sus pies, su cuello, la parte inferior de su seno y otras zonas carnosas igualmente cubiertas de cicatrices. El primer día me limité a algunas protestas suaves, y nos acostamos.

El siguiente era el día fatal de la condesa. El señor de Gernande, que sólo realizada esta operación al final de su cena, terminada siempre antes que su mujer, me hizo decir que me sentara a la mesa con él; allí fue, señora, donde vi operar a aquel ogro de una manera tan terrible que, pese a estar viéndolo, me costó esfuerzo creerlo. Cuatro lacayos, entre los que estaban los dos que me habían conducido al castillo, servían la asombrosa comida. Merece ser detallada: voy a hacerlo sin exagerar; seguramente no habían añadido nada para mí. Así que lo que vi era la historia de todos los días.

Sirvieron dos sopas, una de pasta al azafrán, y la otra de cangrejos con caldo de jamón; en medio un solomillo de buey a la inglesa, ocho entremeses, cinco grandes entrantes, cinco disfrazados y más ligeros, una cabeza de jabalí en medio de ocho platos de asados, a los que siguieron dos servicios de dulces, y dieciséis platos de frutas; helados, seis tipos de vino, cuatro clases de licores, y café. El señor de Gernande probó todos los platos, y algunos los vació por completo; bebió doce botellas de vino, cuatro de Borgoña, con los primeros platos, y cuatro de
champagne
en el asado; el tokai, el mulseau, el hermitage y el madeira fueron consumidos con la fruta. Terminó con dos botellas de licores de las Islas y diez tazas de café.

Tan fresco al levantarse como si acabara de despertarse, el señor de Gernande me dijo:

–Vamos a sangrar a tu ama; te pido que me digas si lo hago tan bien con ella como contigo.

Dos muchachos a los que todavía no había visto, de la misma edad que los anteriores, nos esperaban a la puerta de los aposentos de la condesa: fue allí donde el conde me contó que tenía doce que le cambiaban cada año. Estos me parecieron aún más lindos que ninguno de los que había visto anteriormente: estaban menos exhaustos que los demás; entramos... Todas las ceremonias que aquí voy a detallaros, eran las que exigía el conde: se respetaban regularmente todos los días, y lo máximo que se cambiaba era el local de las sangrías.

La condesa, envuelta simplemente en una tela de muselina flotante, se arrodilló así que el conde entró. –¿Estáis preparada? –le preguntó su esposo.

–A todo, señor –contestó humildemente–: sabéis perfectamente que soy vuestra víctima, y que no tenéis más que mandar.

Entonces el señor de Gernande me dijo que desnudara a su mujer y que se la trajera. Por mucha repugnancia que yo sintiera ante todos estos horrores, ya sabéis señora, que no tenía otra opción que la más total resignación. Vedme siempre, os lo suplico, como una esclava en todo lo que os he contado y en todo lo que me queda por referiros: sólo me prestaba a ello cuando no podía hacer otra cosa, pero no actuaba de buena gana en nada de todo ello.

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