Justine (31 page)

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Authors: Marqués de Sade

BOOK: Justine
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–¡Ah, señor! –le interrumpí acaloradamente–. ¿Puede haber alguno más dulce que el de aliviar el infortunio? Dejemos a un lado el horror de sufrirlo uno mismo: ¿existe una satisfacción más grande que la de complacer?... Disfrutar de las lágrimas de la gratitud, compartir el bienestar que se acaba de esparcir entre unos desdichados que, semejantes a vos, carecían sin embargo de las cosas que para vos son vuestras primeras necesidades, oírles entonar vuestros elogios y llamaros padre, reinstaurar la serenidad sobre unas frentes oscurecidas por el desfallecimiento, por el abandono y por la desesperación. No, señor, ninguna voluptuosidad en el mundo puede igualarla: es la de la propia divinidad, y la dicha que promete a quienes la hayan servido en la tierra sólo será la de ver o de hacer dichosos en el cielo. Todas las virtudes nacen de ésa, señor; se es mejor padre, mejor hijo, mejor esposo, cuando se conoce el encanto de aliviar el infortunio. Al igual que los rayos del sol, diríase que la presencia del hombre caritativo esparce, en todo lo que lo rodea, la fertilidad, la dulzura y la alegría; y el milagro de la naturaleza, a partir de este foco de la luz celeste, es el alma honesta, delicada y sensible cuya felicidad suprema es trabajar en favor de la de los demás.

–¡Cuentos, Thérèse! Los placeres del hombre están en relación con el tipo de órganos que ha recibido de la naturaleza; los del individuo débil, y por consiguiente de todas las mujeres, deben llevar a unas voluptuosidades morales, más excitantes, para tales seres, que las que sólo influirían sobre un físico totalmente desprovisto de energía: ocurre lo contrario con las almas fuertes, que, mucho mejor complacidas con los choques vigorosos impresos sobre lo que las rodea de lo que lo estarían por las impresiones delicadas percibidas por esos mismos seres que existen a su alrededor, prefieren inevitablemente, a partir de esta constitución, lo que afecta a los demás en sentido doloroso a lo que sólo los conmovería de una manera más dulce. Esta es la única diferencia entre las personas crueles y las personas bondadosas; unas y otras están dotadas de sensibilidad, pero cada cual a su manera. Yo no niego que existan goces en ambas clases, pero sostengo, al igual que, sin duda, muchos filósofos, que los del individuo constituido de la manera más vigorosa serán incontestablemente más vivos que todos los de su adversario; y una vez establecidos estos sistemas, puede y debe encontrarse un tipo de hombres que encuentre tanto placer en todo lo que inspira la crueldad como los otros lo saborean en la beneficencia. Pero estos serán unos placeres suaves, y los otros unos placeres muy vivos: los primeros serán los más seguros, los más auténticos sin duda, ya que caracterizan las inclinaciones de todos los hombres todavía en la cuna de la naturaleza, y de los mismos niños, antes de que hayan conocido el dominio de la civilización; los otros sólo serán el efecto de esta civilización, y por tanto unas voluptuosidades engañosas y sin ninguna finura. Por otra parte, hija mía, como estamos aquí menos para filosofar que para consolidar una determinación, sé tan amable como para darme tu última palabra... ¿Aceptas, o no, el encargo que te propongo?

–Con toda seguridad lo rechazo, señor –respondí levantándome–... Soy muy pobre... ¡oh, sí, muy pobre, señor!; pero, más rica por los sentimientos de mi corazón que por todos los dones de la Fortuna, jamás sacrificaré los primeros para poseer los otros: sabré morir en la indigencia, pero no traicionaré la virtud.

–Vete –me dijo fríamente aquel hombre detestable–, y sobre todo que no tenga que temer indiscreciones tuyas: no tardarías en ir a dar a un lugar donde ya no tendría que temerlas.

Nada estimula tanto la virtud como los temores del vicio: mucho menos tímida de lo que habría supuesto, me atreví, prometiéndole que no tendría nada que temer de mí, a recordarle el robo que me había hecho en el bosque de Bondy, y contarle que, en la circunstancia en que me hallaba, ese dinero me resultaba indispensable. Entonces el monstruo me contestó duramente que sólo de mí dependía ganarlo, y que me negaba a ello.

–No, señor –contesté con firmeza– os lo repito, moriré mil veces antes que salvar mis días a este precio.

Y yo –dijo Saint–Florent no hay nada que no prefiriera a la pena de dar mi dinero sin que se lo ganen: pese al rechazo que has tenido la insolencia de darme, quiero pasar todavía un cuarto de hora contigo. Vamos, pues, al tocador, y unos instantes de obediencia pondrán tus fondos en una mejor situación.

–Tengo tan pocas ganas de servir a vuestros excesos en un sentido como en otro, señor –repliqué altivamente–: no es caridad lo que os pido, hombre cruel; no, no os concedo este goce; sólo reclamo lo que se me debe, lo que me robasteis de la más cruel de las maneras... Quédatelo, cruel, quédatelo, si te parece: contempla sin compasión mis lágrimas; escucha sin conmoverte, si eres capaz, los tristes acentos de la necesidad, pero recuerda que si cometes esta nueva infamia, habré comprado, al precio que vale, el derecho de despreciarte para siempre.

Furioso, Saint–Florent me ordenó que saliera, y pude leer en su horrible cara que, sin las confidencias que me había hecho, y cuya propagación temía, tal vez hubiera pagado con algunas brutalidades de su parte el atrevimiento de haberle hablado demasiado sinceramente... Salí. En aquel mismo instante llevaban al libertino una de las desdichadas víctimas de su sórdida crápula. Una de aquellas mujeres, cuya horrible condición me proponía compartir, le traía una pobre chiquilla de unos nueve años, con todos los atributos del infortunio y de la languidez... «¡Oh, cielos!» pensé al verlo, «¡cómo es posible que semejantes objetos puedan inspirar otros sentimientos que la piedad! ¡Infeliz el ser depravado que pueda sospechar unos placeres en un seno consumido por la necesidad; que quiera recoger besos de una boca reseca por el hambre, y que sólo se abre para maldecirlo!»

Corrieron mis lágrimas: hubiera querido arrebatar esta víctima al tigre que la esperaba, pero no me atreví. ¿Habría podido? Regresé rápidamente a mi posada, tan humillada por un infortunio que me suscitaban tales proposiciones como rebelada contra la opulencia que se atrevía a hacerlas.

Salí de Lyon al día siguiente para tomar el camino del Delfinesado, imbuida siempre de la loca esperanza de que un poco de dicha me aguardaba en esta provincia. Así que estuve a dos leguas de Lyon, a pie como de costumbre, con un par de camisas y unos cuantos pañuelos en mis bolsillos, me encontré con una anciana que me abordó con aire de dolor y que me imploró una limosna. Lejos de la dureza de la que tan crueles ejemplos acababa de recibir, sin conocer otra dicha en el mundo que la de complacer a un desdichado, saqué al instante mi bolsa con la intención de sacar de ella un escudo y dárselo a esta mujer; pero la indigna criatura, mucho más rápida que yo, aunque en un primer momento la hubiera juzgado vieja y sin fuerzas, salta ágilmente sobre mi bolsa, se apodera de ella, me derriba de un vigoroso puñetazo en el estómago, y sólo reaparece a mis ojos a cien pasos de allí, rodeada de cuatro tunantes que me amenazan si me atrevo a avanzar.

«¡Dios mío!», exclamo con amargura, «¡así que es imposible que mi alma se abra a algún sentimiento virtuoso sin que yo sea al instante castigada con los más severos castigos!» En ese momento fatal me abandonó todo mi valor: todavía hoy pido muy sinceramente perdón al cielo; pero la desesperación me cegó. Me sentí tentada de abandonar una carrera en la que se ofrecían tantas espinas: se presentaban dos opciones, la de juntarme con los bribones que acababan de robarme, o la de retroceder a Lyon para aceptar allí la proposición de Saint-Florent. Dios me concedió la gracia de no sucumbir, y aunque la esperanza que encendió de nuevo en mí fuera engañosa, ya que me seguían esperando tantas adversidades, le agradezco, sin embargo, que me hubiera apoyado: la fatal estrella que me condujo, aunque inocente, al cadalso, no me valdrá más que la muerte; otras opciones me hubiesen valido la infamia y la primera es mucho menos cruel que las restantes.

Sigo dirigiendo mis pasos hacia la ciudad de Vienne, decidida, para llegar a Grenoble, a vender allí lo que me quedaba. Caminaba entristecida, cuando, a un cuarto de legua de esa ciudad, descubro en la llanura, a la derecha del camino, dos jinetes que maltrataban a un hombre a los pies de sus caballos, y que, después de haberlo dejado como muerto, escaparon a galope tendido; este espantoso espectáculo me enterneció hasta las lágrimas. «¡Ay!», me dije, «he aquí un hombre más digno de lástima que yo; a mí me queda por lo menos la salud y la fuerza, puedo ganarme la vida, y si este desdichado no es rico, ¿qué será de él?»

Por mucho que hubiera debido precaverme de los impulsos de la conmiseración, por funesta que resultara para mí entregarme a ellos, no pude vencer el extremo deseo que experimentaba de acercarme a ese hombre y de prodigarle mis auxilios. Corro hacia él, respira gracias a mis cuidados un poco de aguardiente que llevaba conmigo: abre finalmente los ojos, y sus primeras palabras son de agradecimiento; todavía más deseosa de serle útil, desgarro una de mis camisas para vendar sus heridas y restañar su sangre: sacrifico por este desgraciado una de las pocas pertenencias que me quedan. Cumplidos estos primeros cuidados, le hago beber un poco de vino; el infortunado ha recuperado por completo el sentido; lo observo y le conozco mejor. Aunque fuera a pie, y con un equipaje bastante ligero, no parecía sin embargo de pobre condición, tenía algunos objetos de valor, unas sortijas, un reloj, unas cajas, aunque todo ello muy estropeado por su aventura. Me pregunta, así que puede hablar, quién es el ángel benefactor que le aporta esta ayuda, y qué puede hacer por demostrarle su gratitud. Poseyendo todavía la simplicidad de creer que un alma encadenada por el reconocimiento debería ser mía sin rodeos, creo poder disfrutar con seguridad del dulce placer de hacer compartir mis lágrimas a quien acaba de derramarlas en mis brazos: le pongo al corriente de mis desdichas, las escucha con interés, y cuando he llegado a la última catástrofe que acaba de sucederme, cuyo relato le permite ver el estado de miseria en que me hallo, exclama:

–¡Qué feliz soy de poder por lo menos agradecer cuanto acabáis de hacer por mí! Me llamo Roland –prosigue el aventurero–, poseo un castillo muy hermoso en la montaña, a unas quince leguas de aquí, os invito a seguirme; y para que esta propuesta no alarme vuestra delicadeza, voy a contaros inmediatamente en qué me seréis útil. Yo soy soltero, pero tengo una hermana a la que amo apasionadamente, que se ha entregado a mi soledad, y que la comparte conmigo: necesito alguien para servirla; acabamos de perder a la que desempeñaba este empleo, os ofrezco su puesto.

 

Di las gracias a mi protector, y me tomé la libertad de preguntarle por qué eventualidad un hombre como él se exponía a viajar sin séquito, y, tal como acababa de ocurrirle, a ser molestado por unos malandrines.

–Un poco cargado de peso, aunque joven y vigoroso, hace varios años –me dijo Roland– que tengo la costumbre de viajar de mi casa a Vienne de esta manera. Con ello mejoran mi salud y mi bolsa: no es que esté en la obligación de vigilar mis gastos, porque soy rico; no tardaréis en ver la prueba, si me hacéis el favor de venir a mi casa; pero el ahorro jamás estropea nada. En cuanto a los dos hombres que acaban de ofenderme, son dos gentilhombres del cantón, a los que gané cien luises la pasada semana, en una casa de juego de Vienne; me conformo con su palabra, hoy los encuentro, les pido lo que me deben, y así es como me tratan.

Yo deploraba con ese hombre la doble desgracia de que era víctima, cuando me propuso continuar el viaje: –Gracias a vuestros cuidados, me siento algo mejor –me dijo Roland–; la noche se acerca, lleguemos a una posada que debe estar a dos leguas de aquí. Mediante los caballos que allí tomaremos mañana, podremos llegar a mi casa por la noche.

Absolutamente decidida a aprovechar unos auxilios que el cielo parecía enviarme, ayudo a Roland a ponerse en marcha, le sostengo durante el camino, y encontramos efectivamente a dos leguas de allí la posada que había indicado. Allí cenamos correctamente los dos juntos; después de la comida, Roland me confía a la dueña de la posada, y de mañana, montando dos mulas de alquiler que escoltaba el criado de la posada, cruzamos la frontera del Delfinesado, encaminándonos siempre hacia las montañas. Como la tirada era demasiado larga para hacerla en un día, nos detuvimos en Virieu, donde recibí los mismos cuidados y las mismas consideraciones de mi amo, y al día siguiente proseguimos nuestra marcha siempre en la misma dirección. A las cuatro de la tarde, llegamos al pie de las montañas: allí, haciéndose el camino casi impracticable, Roland recomendó al mulero que no se separara de mí por miedo a un accidente y penetramos en las gargantas. No hicimos más que dar vueltas, subir y bajar durante más de cuatro leguas, y hasta tal punto habíamos abandonado cualquier morada y cualquier camino hollado, que me creí al final del universo. A mi pesar, una cierta inquietud se apoderó de mí; Roland no pudo dejar de notarla, pero no decía palabra, y su silencio aún me asustaba más. Al fin divisamos un castillo encaramado en la cresta de una montaña, al borde de un precipicio espantoso, en el que parecía a punto de desplomarse: ningún camino parecía llevar a él; el que seguíamos, utilizado únicamente por las cabras, totalmente lleno de guijarros, llegaba sin embargo a esa terrorífica guarida, que se parecía más a un asilo de ladrones que a la morada de personas virtuosas.

–Ahí está mi casa –me dijo Roland, así que creyó que el castillo había tropezado con mis miradas.

Y cuando yo le expliqué mi asombro por verle habitar una soledad semejante, me contestó con brusquedad:

–Es lo que me conviene.

Esta respuesta reduplicó mis temores: nada escapa en la desdicha; una palabra, una inflexión más o menos acusada en aquellos de quienes dependemos, sofoca o reanima la esperanza. Pero como ya no podía tomar una opción diferente, me contuve. A fuerza de dar vueltas, la antigua mansión apareció de repente ante nosotros: a lo máximo nos separaba de ella un cuarto de legua. Roland se apeó de su mula, y, diciéndome que hiciera otro tanto, devolvió las dos al criado, le pagó y le ordenó que se volviera. Este nuevo gesto aún me inquietó más; Roland se dio cuenta.

–¿Qué os pasa, Thérèse? –me dijo, mientras nos encaminábamos a su casa–. No os halláis fuera de Francia; este castillo está en las fronteras del Delfmesado, depende de Grenoble.

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