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Authors: Marqués de Sade

Justine (34 page)

BOOK: Justine
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Después de decir estas palabras Roland salió, y me dejó en unas reflexiones que, como podéis imaginar, no eran nada favorables para él.

Ya llevaba seis meses en esa casa, sirviendo de cuando en cuando los insignes excesos de aquel malvado, cuando una noche le vi entrar en mi habitación con Suzanne.

–Acompáñame, Thérèse –me dijo–, me parece que ya hace mucho que no te he hecho bajar al panteón que tanto te asustaba. Seguidme las dos, pero no con fiéis en subir. Es absolutamente necesario que allí se quede una; ya veremos sobre cuál caerá la suerte. Me levanto, dirijo unos ojos alarmados sobre mi compañera, veo que las lágrimas ruedan de los suyos... salimos.

Tan pronto como nos encerramos en el subterráneo, Roland nos examina a las dos con miradas feroces. Se complacía en repetirnos nuestra sentencia y en con vencernos a ambas de que allí se quedaría con toda seguridad una de las dos.

–Vamos –dijo sentándose y haciéndonos permanecer de pie delante de él–, ocupaos cada una de vosotras sucesivamente del desencantamiento de este tullido, y ay de la que consiga devolverle su energía.

–Es una injusticia –dijo Suzanne–; la que mejor os excite debe ser la que obtenga el perdón.

–En absoluto –dijo Roland–; así que quede demostrado quién es la que me inflama mejor, se afirma que es la misma cuya muerte me proporcionará más placer... y a mí sólo me interesa el placer. Por otra parte, si concediera el perdón a la que me excite antes, lo intentaríais una y otra con tal ardor que es posible que sumierais mis sentidos en el éxtasis antes de que el sacrificio fuera consumado, y no debe ser así.

–Es querer el mal por el mal, señor –le dije a Roland–. El complemento de vuestro éxtasis es lo único que debéis desear, y si lo conseguís sin crimen, ¿por qué queréis cometerlo?

–Porque sólo así lo alcanzaré de manera deliciosa, y porque jamás desciendo a esta bodega si no es para cometer uno. Sé perfectamente bien que lo conseguiría sin eso, pero lo quiero para conseguirlo.

Y, durante este diálogo, habiéndome elegido para comenzar, lo excito por delante con una mano, con la otra por detrás, mientras él toca a su capricho todas las partes de mi cuerpo que se le ofrecen a través de mi desnudez.

–Todavía falta mucho, Thérèse –me dijo tocándome las nalgas– para que estas hermosas carnes estén en el mismo estado de callosidad y de mortificación que las de Suzanne. Aunque abrasáramos las de esta querida joven, seguro que no lo notaría; pero tú, Thérèse, pero tú.... son todavía rosas que abrazan lirios: ya lo conseguiremos, ya lo conseguiremos.

No podéis imaginaros, señora, cómo me tranquilizó esta amenaza: sin duda Roland no se daba cuenta, al hacerla, de la tranquilidad que esparcía en mí, pero ¿acaso no quedaba claro que, si proyectaba someterme a nuevas crueldades, no tenía ganas todavía de inmolarme? Ya os he dicho, señora, que todo afecta en la desgracia, y a partir de entonces me sentí aliviada. ¡Otro incremento de dicha! Yo no conseguía nada, y aquella masa enorme, blandamente replegada debajo de sí misma, resistía a todas mis sacudidas. Suzanne, en la misma posición, era manoseada en los mismos lugares; pero como sus carnes estaban mucho más endurecidas; Roland la trataba aún con menos consideraciones, pese a que Suzanne fuera más joven.

–Estoy convencido –decía nuestro perseguidor– de que ni los látigos más terribles conseguirían ahora arrancar una gota de sangre de ese culo.

Nos hizo agachar a las dos, y alcanzando con nuestra posición inclinada los cuatro caminos del placer, su lengua coleó en los dos más estrechos, y el malvado escupió en los otros. Nos cogió por delante, nos hizo arrodillarnos entre sus muslos, de modo que nuestros pechos se hallaran a la altura de lo que le excitábamos.

–¡Oh!, en lo que se refiere al pecho –dijo Roland– Suzanne te gana. Jamás tuviste unas tetas tan hermosas. ¡Mira, fíjate lo dotada que está!

Y diciendo eso, apretaba el seno de aquella desdichada hasta magullarlo entre sus dedos. Entonces ya no era yo quien lo excitaba, Suzanne me había sustituido. Apenas se encontró en sus manos cuando el dardo, saliendo del carcaj, ya amenazaba vivamente todo lo que lo rodeaba.

–Suzanne –dijo Roland–, un éxito terrible... Me temo, Suzanne, que es tu sentencia –proseguía aquel hombre feroz pellizcándole y arañándole los pezones.

En cuanto a los míos, sólo los chupaba y mordisqueaba. Coloca finalmente a Suzanne de rodillas en el borde del sofá. Le hace agachar la cabeza, y disfruta de ella en esta posición, de la espantosa manera que le es natural: reavivada por nuevos dolores, Suzanne se debate, y Roland, que sólo quiere escaramuzas, satisfecho con algunas correrías, viene a refugiarse en mí en el mismo templo donde ha sacrificado en el de mi compañera, a la que no cesa de vejar y de maltratar durante todo ese rato.

–Es una buscona que me excita cruelmente –me dijo–; no sé lo que me gustaría hacerle.

–¡Oh, señor, tened piedad de ella! –le dije–. Es imposible que sus dolores sean más intensos.

–¡Oh, claro que sí! –dijo el malvado–. Se podría... ¡Ah!, si yo tuviera aquí al famoso emperador Kie, uno de los peores malvados que la China haya visto en el trono,
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está claro que haríamos algo más. Entre su mujer y él, inmolando cada día sus víctimas, se dice que los dos las hacían vivir veinticuatro horas en las más crueles angustias de la muerte, y en tal estado de dolor que en todo momento estaban dispuestas a entregar el alma sin llegar a conseguirlo, gracias a los cuidados crueles de esos monstruos que, haciéndolas flotar de ayudas en tormentos, sólo les recordaban este minuto a la luz para ofrecerles la muerte en el siguiente... Yo soy demasiado suave, Thérèse, no sé nada de todo eso, sólo soy un colegial.

Roland se retira sin concluir el sacrificio, y me hace casi tanto daño con esta precipitada retirada como el que había hecho al introducirse. Se arroja a los brazos de Suzanne, y, sumando el sarcasmo al ultraje, le dijo:

–¡Amable criatura, con qué delicia recuerdo los primeros instantes de nuestra unión! ¡Jamás mujer alguna me dio placeres más intensos; jamás amé a nadie como

a ti!... Abracémonos, Suzanne, vamos a separarnos, por mucho tiempo quizá.

–Monstruo –le dijo mi compañera rechazándole horrorizada– aléjate; no sumes a los tormentos que me infringes la desesperación de oír tus horribles palabras. Tigre, satisfaz tu rabia, pero respeta por lo menos mis desdichas.

Roland la tomó, la acostó sobre el sofá, con los  muslos muy abiertos, y el taller de la generación absolutamente a su alcance.

–Templo de mis antiguos placeres –exclamó el infame–, tú que me procuraste algunos tan dulces cuando recogí tus primeras rosas, es preciso que te haga también mis adioses...

¡Malvado! Introdujo sus uñas, y revolviéndolas durante varios minutos en el interior, a lo largo de los cuales Suzanne lanzaba los gritos más agudos, las retiró cubiertas de sangre. Saciado por esos horrores, y notando que ya no le era posible contenerse, me dijo:

–Vamos, Thérèse, vamos, querida muchacha, acabemos todo esto con una pequeña escena del juego de cortar la cuerda.
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Ese era el nombre de la funesta broma que ya os he descrito, la primera vez que os hablé de la bodega de Roland. Me subo al trípode, el malvado me ata la cuerda al cuello, se coloca frente a mí; Suzanne, aunque en un estado espantoso, le excita con sus manos; al cabo de un instante, él tira del taburete sobre el que se posan mis pies, pero armada con la podadera, corto inmediatamente la cuerda y caigo al suelo sin el menor daño.

–Bien, bien –dijo Roland–, ahora te toca a ti, Suzanne. Todo está dicho, y te perdono si te salvas con la misma destreza.

Suzanne se coloca en mi lugar. ¡Oh, señora!, permitid que pase por alto los pormenores de esa espantosa escena... La desdichada ya no volvió.

–Salgamos, Thérèse –me dijo Roland–; sólo volverás aquí cuando sea tu turno.

–Cuando queráis, señor, cuando queráis –contesté–. Prefiero la muerte a la vida espantosa que me dais. ¿Acaso puede resultarnos valiosa la vida a unas desdichadas como nosotras?...

Y Roland me encerró en mi calabozo. Al día siguiente mis compañeras me preguntaron qué había pasado con Suzanne. Se lo conté. No se asombraron; todas esperaban la misma suerte, y todas, siguiendo mi ejemplo, viendo en ello el fin de sus males, la deseaban con urgencia.

Así pasaron dos años, Roland en sus excesos habituales, yo en la horrible perspectiva de una muerte cruel, cuando finalmente se divulgó por el castillo la noticia de que no sólo los deseos de nuestro amo habían sido satisfechos, no sólo recibía con destino a Venecia la inmensa cantidad de pagarés que había deseado, sino que le pedían otros seis millones más de falsas monedas cuyos fondos le harían llegar a su voluntad a Italia. Era imposible que el malvado gozara de una suerte mayor; se iba con más de dos millones de renta, sin contar las esperanzas que podía concebir. Este era el nuevo ejemplo que me ofrecía la Providencia, la nueva manera con la que quería convencerme una vez más de que la prosperidad sólo correspondía al crimen y el infortunio a la virtud.

Así estaban las cosas cuando Roland vino a buscarme para bajar por tercera vez a la bodega. Me estremecí al recordar las amenazas que me había hecho la última vez que habíamos ido allí.

–Tranquilízate –me dijo–, no tienes nada que temer, se trata de algo que sólo me concierne a mí... una voluptuosidad especial de la que quiero disfrutar y que no te hará correr ningún riesgo.

Le sigo. Así que ha cerrado todas las puertas, Roland me dice:

–Thérèse, en toda la casa sólo me atrevo a confiar en ti para este asunto. Necesitaba una mujer muy honrada... Confieso que sólo te he encontrado a ti, a quien prefiero antes incluso que a mi hermana...

Llena de sorpresa, le ruego que se explique.

–Escúchame –me dice–; mi fortuna está hecha, pero por muchos favores que haya recibido de la suerte, ésta puede abandonarme de un momento a otro. Es posible que me espíen, es posible que se apoderen de mí en el traslado que voy a hacer de mis riquezas, y, si esta desgracia se produce, lo que me espera, Thérèse, es la soga; el mismo placer que me encanta hacer saborear a las mujeres me servirá de castigo. Estoy convencido, en la medida en que es posible estarlo, de que esta muerte es infinitamente más dulce que cruel; pero, como las mujeres a las que he hecho experimentar las primeras angustias jamás han querido ser sinceras conmigo, quiero conocer la sensación sobre mi propia persona. Quiero saber, por mi propia experiencia, si es o no cierto que esta compresión determina, en el que la experimenta, el nervio erector de la eyaculación. Una vez convencido de que esta muerte no es más que un juego, la afrontaré con mucho mayor valor, pues no es el final de mi existencia lo que me asusta: mis principios están basados en eso, y absolutamente convencido de que la materia sólo puede convertirse en materia, temo tan poco el infierno como espero el paraíso; pero sí me asustan los tormentos de una muerte cruel; no me gustaría sufrir al morir: probémoslo pues. Tú harás conmigo todo lo que he hecho contigo; voy a desnudarme; subiré al taburete, atarás la cuerda, me excitaré un momento, luego, así que veas que las cosas adquieren una cierta consistencia, retirarás el taburete, y quedaré colgado. Me dejarás así hasta que veas o la emisión de mi semen o los síntomas del dolor. En el segundo caso, me soltarás inmediatamente; en el otro, dejarás actuar la naturaleza, y no me soltarás hasta después. Ya ves, Thérèse, voy a poner mi vida en tus manos: tu libertad, tu fortuna, será el precio de tu buen comportamiento.

–¡Ah, señor! –le contesté–, qué proposición tan extravagante.

–No, Thérèse, te lo exijo –replicó desnudándose–, pero pórtate bien. ¡Ya ves qué prueba te doy de mi confianza y de mi estima!

¿De qué hubiera servido titubear? ¿Acaso no era mi dueño? Por otra parte, me parecía que el daño que me disponía a hacer sería inmediatamente compensado por el extremo cuidado que pondría en preservarle la vida. Yo iba a ser la dueña de su vida, pero pese a cualesquiera que fueran sus intenciones respecto a mí, con toda seguridad sólo serviría para devolvérsela.

Nos preparamos: Roland se calienta con algunas de sus caricias normales; sube al taburete, yo lo ato; quiere que durante ese tiempo lo insulte, le reproche todos los horrores de su vida: lo hago. Su dardo no tarda en amenazar el cielo... él mismo me indica que retire el taburete..., obedezco. Creedme, señora, nada más cierto que lo que había imaginado Roland: en su rostro sólo se dibujaron unos síntomas de placer, y casi al mismo instante unos chorros rápidos de semen se lanzaron a la bóveda. Cuando todo está esparcido, sin que yo haya ayudado en nada, corro a soltarlo, cae desvanecido, pero a fuerza de cuidados consigo que pronto recupere el sentido.

–¡Oh, Thérèse! –me dijo al volver a abrir los ojos–, no puedes imaginarte qué sensaciones; están por encima de todo lo que se pueda decir: que hagan ahora con migo lo que quieran, desafío la espada de Temis. Me creerás aún más culpable hacia la gratitud, Thérèse –me dijo Roland atándome las manos a la espalda–, pero qué quieres, querida mía, a mi edad nadie se corrige... Querida criatura, acabas de devolverme a la vida, y jamás he conspirado tan fuertemente contra la tuya; lamentaste la suerte de Suzanne, pues bien, voy a reunirte con ella; voy a sepultarte viva en la bodega donde ella expiró.

No os describiré mi estado, señora, podéis imaginarlo. Por más que llore, por más que gima, ya no me escucha. Roland abre el panteón fatal, hace descender una lámpara, a fin de que yo pueda divisar mejor la multitud de cadáveres que lo llenan, pasa después una cuerda por debajo de mis brazos, atados, como ya os he dicho, a mi espalda, y mediante esta cuerda me baja a veinte pies del fondo del panteón y a unos treinta de donde él estaba: en esta posición sufría horriblemente, era como si me arrancaran los brazos. ¡Qué espanto se apoderaba de mí, y qué perspectiva se me ofrecía! ¡Trozos de cadáveres en medio de los cuales acabaría mis días y cuyo olor ya me infectaba! Roland amarra la cuerda a un bastón fijado a través del agujero y, después, armado con un cuchillo, oigo que se excita.

Vamos, Thérèse –me dice–, encomienda tu alma a Dios, el instante de mi delirio coincidirá con aquel en que te arrojaré a este sepulcro, donde te sumiré en el eterno abismo que te espera. ¡Ah, ah... Thérèse, ah...! Y noté mi cabeza cubierta de las pruebas de su éxtasis sin que, afortunadamente, hubiera cortado la cuerda: me saca de allí.

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