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Authors: Marqués de Sade

Justine (15 page)

BOOK: Justine
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De estas primeras verdades, yo deducía fácilmente las demás, y Rosalie, deísta, no tardó en ser cristiana. Pero ¿qué medio, repito, para añadir un poco de práctica a la moral? Rosalie, obligada a obedecer a su padre, ya no podía hacerlo sin mostrar repugnancia, y, con un hombre como Rodin, ¿no podía ser eso peligroso? Era intratable; ninguno de mis razonamientos se sostenía contra él, pero, si bien yo no conseguía convencerle, por lo menos no me quebrantaba.

Sin embargo, una escuela semejante, unos peligros tan permanentes y tan reales, me hicieron temblar por Rosalie, hasta el punto que no me creí nada culpable comprometiéndola a escapar de esa casa perversa. Me parecía que existía un menor daño en arrancarla del seno de su incestuoso padre que en dejarla al arbitrio de todos los riesgos que podía correr. Ya había abordado ligeramente esta materia, y puede que no estuviera muy lejos de conseguirlo cuando, de repente, Rosalie desapareció de la casa, sin que me fuera posible saber su paradero. Interrogué a las mujeres de la casa, o al propio Rodin; y me aseguraron que había ido a pasar el verano a casa de una parienta, a diez leguas de allí. Me informé en la vecindad, donde primero se asombraron ante semejante pregunta hecha por alguien de la casa, y luego me contestaron lo mismo que Rodin y sus criadas: la habían visto, la habían abrazado la víspera, el mismo día de su partida; y en todas partes recibía las mismas respuestas. Cuando preguntaba a Rodin por qué me había sido ocultada esta partida, por qué no había seguido a mi ama, me aseguraba que la única razón había sido evitar una escena dolorosa para ambas, y que seguramente no tardaría en ver a la que amaba. Tuve que conformarme con estas respuestas, pero convencerme era más difícil. ¿Era presumible que Rosalie, Rosalie que me quería tanto, hubiera consentido en abandonarme sin decirme una palabra? Y, a partir de lo que yo sabía del carácter de Rodin, ¿no había que temer por la suerte de la desdichada? Así que decidí ponerlo todo en práctica para saber qué había sido de ella, y para conseguirlo todos los medios me parecieron buenos.

Desde la mañana siguiente, hallándome sola en casa, recorro cuidadosamente todos los rincones; creo escuchar unos gemidos en el fondo de una bodega muy oscura... Me acerco, una pila de madera parece ocultar una puerta estrecha y hundida; avanzo apartando todos los obstáculos... se oyen nuevos sonidos; creo descubrir la voz... Pongo mayor atención... ya no dudo.

–¡Thérèse! –escucho finalmente–, oh, Thérèse, ¿eres tú?

–Sí, mi querida y tierna amiga... –exclamo, reconociendo la voz de Rosalie–, sí, soy Thérèse que el cielo envía a ayudarte...

Y mis múltiples preguntas apenas dejan a la cautivadora joven el tiempo de contestarme. Me entero finalmente de que unas horas antes de su desaparición, Rombeau, el amigo, el colega de Rodin, la había examinado desnuda, y que había recibido de su padre la orden de prestarse, con ese Rambeau, a los mismos horrores que Rodin exigía cada día de ella; que se había resistido, pero que Rodin, furioso, la había agarrado y presentado él mismo a los desbordados ataques de su colega; que, después, los dos amigos habían hablado largo rato en voz baja, dejándola siempre desnuda, y apareciendo a intervalos a examinarla de nuevo, a disfrutarla siempre de la misma manera criminal, o maltratarla de cien maneras diferentes; que definitivamente, después de cuatro o cinco horas de esta sesión, Rodin le había dicho que la enviaría al campo a casa de una de sus parientas; pero que era preciso irse inmediatamente y sin hablar con Thérèse, por unas razones que le explicaría al día siguiente en ese lugar, donde no tardaría en acompañarla. Había dado a entender a Rosalie que se trataba de una boda para ella, y que por esa razón su amigo Rambeau la había examinado, a fin de ver si estaba capacitada para ser madre. Rosalie había partido efectivamente acompañada de una anciana; había cruzado la aldea y se había despedido de pasada de varios conocidos; pero al echarse la noche, su guía la había devuelto a la casa de su padre donde había entrado a medianoche. Rodin, que la esperaba, la había agarrado, le había tapado la boca con la mano y, sin decir palabra, la había enterrado en esta bodega; allí, por otra parte, la habían alimentado y tratado bastante bien.

–Me temo lo peor –añadió la pobre muchacha–; el comportamiento de mi padre conmigo desde hace un tiempo, sus discursos, lo que ha precedido al examen de Rambeau, todo, Thérèse, demuestra que esos monstruos quieren utilizarme para algunas de sus experiencias, y terminarán con tu pobre Rosalie.

Tras de las lágrimas que corrieron abundantemente por mis ojos, pregunté a la pobre muchacha si sabía dónde guardaban la llave de la bodega: lo ignoraba, pero no creía, sin embargo, que tuvieran la costumbre de llevársela. La busqué por todas partes; fue inútil; y llegó la hora de reaparecer sin que yo pudiera dar a la querida niña más ayuda que unos consuelos, algunas esperanzas, y lágrimas. Me hizo jurar que volvería al día siguiente; se lo prometí, asegurándole incluso que si, por aquel entonces, no había descubierto nada satisfactorio en lo que la concernía, abandonaría inmediatamente la casa, presentaría una denuncia, y la sustraería, al precio que fuera, a la suerte horrible que la amenazaba.

Subo; Rombeau cenaba aquella noche con Rodin. Decidida a todo para esclarecer la suerte de mi ama, me oculto cerca de la habitación donde se hallaban los dos amigos, y su conversación basta para convencerme del proyecto horrible que les ocupa a ambos.

–Jamás –dijo Rodin– la anatomía llegará a su último grado de perfección sin que se realice el examen de los vasos de una niña de catorce o quince años, expirada de una muerte cruel. Sólo de esta contracción podemos obtener un análisis completo de una parte tan interesante.

–Ocurre lo mismo –prosiguió Rombeau– con la membrana que asegura la virginidad; es absolutamente necesaria una muchacha para este examen. ¿Qué se observa en la edad de la pubertad? Nada; las menstruaciones desgarran el himen, y todas las investigaciones son inexactas. Tu hija es exactamente lo que necesitamos; aunque tenga quince años, todavía no ha tenido las primeras reglas; el modo en que hemos gozado de ella no acarrea ningún daño a esta membrana, y la trataremos con toda comodidad. Me encanta que al fin te hayas decidido.

–Así es –replicó Rodin–; es odioso que unas fútiles consideraciones detengan el progreso de las ciencias. ¿Se dejaron los grandes hombres cautivar por tan despreciables cadenas? Y cuando Miguel Ángel quiso pintar un Cristo al natural, ¿se torturó la conciencia por crucificar a un joven, y copiarlo en sus angustias? Pero cuando se trata de los progresos de nuestro arte, ¡de qué gran necesidad deben ser estos mismos medios! ¡Y cómo puede haber el menor mal en permitírselos! Un individuo sacrificado para salvar a un millón; ¿podemos vacilar a este precio? El homicidio tratado por las leyes no tiene nada en común con el que vamos a cometer, y acaso el objetivo de estas leyes, que se consideran tan sabias, ¿no es el sacrificio de uno para salvar a mil?

–Es la única manera de instruirse –dijo Rombeau–, y en los hospitales, donde yo he trabajado toda mi juventud, he visto hacer mil experiencias semejantes. A causa de los vínculos que te encadenan a esta criatura, confieso que temía que te echaras atrás.

–¡Cómo! ¡Porque es mi hija? ¡Menudo motivo! –exclamó Rodin–. ¡Qué rango imaginas, pues, que este título debe tener en mi corazón? La contemplo como un poco de semen fructificado con el mismo origen y más o menos el mismo peso que aquel que me gusta perder en mis placeres. Jamás he hecho más caso de uno que de otro. Somos dueños de recuperar lo que hemos dado; jamás el derecho de disponer de sus hijos ha sido negado por ningún pueblo de la Tierra. Los persas, los medas, los armenios, los griegos lo disfrutaban en toda su amplitud. Las leyes de Licurgo, el modelo de los legisladores, no sólo dejaban a los padres todos los derechos sobre sus hijos, sino que condenaban incluso a muerte a aquellos que los padres no querían alimentar, o a los que estaban mal conformados. Una gran parte de los salvajes matan a sus hijos al poco de nacer. Casi todas las mujeres de Asia, de África y de América abortan sin que nadie las censure; Cook descubrió esta costumbre en todas las islas de los mares del Sur. Rómulo permitió el infanticidio; la ley de las Doce Tablas también lo toleró y, hasta Constantino, los romanos exponían o mataban impunemente a sus criaturas. Aristóteles aconseja este supuesto crimen; la secta de los estoicos lo consideraba elogiable; todavía es muy practicado en China. Cada día se encuentran en las calles sobre los canales de Pekín más de diez mil individuos inmolados o abandonados por sus padres, y sea cual sea la edad del hijo, en este sabio imperio, un padre, para librarse de él, sólo necesita ponerlo en manos de un juez. Según las leyes de los partos, se mataba al hijo, a la hija o al hermano, incluso en la edad núbil; César encontró esta costumbre generalizada entre los galos; varios pasajes del Pentateuco demuestran que estaba permitido matar a los hijos en el pueblo de Dios; y el propio Dios, en suma, se lo exigió a Abraham. Durante mucho tiempo se creyó, afirma un famoso moderno, que la prosperidad de los imperios dependía de la esclavitud de los hijos; esta opinión tenía como base los principios de la más sana razón. ¡Sería un contrasentido que un monarca se sintiera autorizado a sacrificar veinte o treinta mil súbditos suyos en un solo día por su propia causa, y un padre no pueda, cuando lo estime conveniente, convertirse en dueño de la vida de sus hijos! ¡Qué absurdo! ¡Qué inconsecuencia y qué debilidad en los que están atados a semejantes cadenas! La autoridad del padre sobre sus hijos, la única real, la única que ha servido de base a todas las demás, nos es dictada por la voz de la misma naturaleza, y el estudio profundo de sus operaciones nos ofrece en todos los instantes ejemplos de ello. El zar Pedro no dudaba en absoluto de este derecho; lo utilizó, y dirigió una declaración pública a todas las jerarquías de su imperio por la que decía que, de acuerdo con las leyes divinas y humanas, un padre tenía el derecho total y absoluto de condenar a muerte a sus hijos, sin apelación ni consulta con nadie. Sólo en nuestra bárbara Francia una falsa y ridícula piedad creyó tener que arrumbar este derecho. No –prosiguió Rodin acaloradamente–, no, amigo mío, jamás entenderé que un padre que quiso dar la vida no sea libre de dar la muerte. El valor ridículo que concedemos a esta vida es lo que nos hace disparatar el tipo de acción que lleva a un hombre a librarse de su semejante. Creyendo que la existencia es el mayor de los bienes, imaginamos estúpidamente que es un crimen sustraerlo a los que la disfrutan; pero el cese de esta existencia, o por lo menos lo que le sigue, no es un mal, de la misma manera que la vida no es un bien; o mejor dicho si nada muere, si nada se destruye, si nada se pierde en la naturaleza, si todas las partes descompuestas de cualquier cuerpo sólo esperan la disolución para reaparecer inmediatamente bajo nuevas formas, ¿qué indiferencia no habrá en la acción del homicidio, y cómo se osará considerarla mal? Aunque sólo se debiera a mi sola fantasía, lo vería como algo de lo más simple: con mucha mayor razón cuando se hace necesaria para un arte tan útil a los hombres...

Cuando puede ofrecer luces tan grandes, ya no es un mal, amigo mío, ya no es una fechoría, es la mejor, la más sabia, la más útil de las acciones, y sólo en negársela podría existir un crimen.

–¡Ah! –dijo Rombeau, lleno de entusiasmo por tan horribles máximas–, estoy de acuerdo contigo, querido mío. Me encanta tu sensatez, pero me asombra tu indiferencia, te creía enamorado.

–¡Yo! ¿Prendado de una joven?... Vamos, Rombeau, suponía que me conocías mejor; me sirvo de esas criaturas cuando no tengo nada mejor; la extrema inclinación que siento por los placeres del tipo que tú me ves saborear me hace apreciar todos los templos donde este tipo de incienso puede ofrecerse, y para multiplicarlos asimilo a veces una joven a un hermoso muchacho; pero por poco que uno de esos individuos hembras haya desgraciadamente alimentado demasiado tiempo mi ilusión, experimento una fuerte repugnancia, y sólo conozco un medio de satisfacerla deliciosamente... Ya me entiendes, Rombeau; Chilperico, el más voluptuoso de los reyes de Francia, pensaba lo mismo. Decía claramente que en último término se podía utilizar una mujer, pero con la expresa condición de exterminarla una vez se hubiera gozado de ella.
[3]
Desde hace cinco años esta putita sirve a mis placeres: ya es hora de que pague el cese de mi ebriedad con el de su existencia.

La cena terminaba; por las actitudes de aquellos dos elementos, por sus frases, por sus actos, por sus preparativos, por su estado, en fin, que bordeaba el delirio, vi perfectamente que no había un instante que perder, y que el momento de la destrucción de la desdichada Rosalie estaba fijado para aquella misma noche. Corro a la bodega, decidida a morir o a liberarla.

–Oh, querida amiga –exclamé–, no podemos entretenernos ni un minuto... ¡esos monstruos!... es para esta noche... están a punto de llegar...

Y diciendo eso, hago los más violentos esfuerzos por derribar la puerta. Uno de mis empujones hace caer algo, acerco la mano, es la llave, la recojo, me apresuro a abrir... abrazo a Rosalie, la urjo a escapar, le digo que me siga, se precipita... ¡Santo cielo! estaba escrito que la virtud debía sucumbir, y que los sentimientos de la más tierna compasión serían duramente castigados... Rodin y Rombeau, informados por la gobernanta, aparecen repentinamente; el primero cogió a su hija en el momento en que franqueó el umbral de la puerta, más allá de la cual sólo le faltaban unos pasos para hallar la libertad.

–¿Dónde vas, desgraciada? –exclama Rodin deteniéndola, mientras Rombeau se apodera de mí...– ¡Vaya, vaya! –prosigue mirándome–, ¡esta bribona es la que favorecía tu huida! Thérèse, éste es el resultado de tus grandes principios virtuosos... ¡arrebatar una hija a su padre!

–Sin duda –contesté con firmeza–, y seguiré haciéndolo mientras ese padre sea tan bárbaro como para conspirar contra los días de su hija.

–¡Ah, ah!, espionaje y seducción –continuó Rodin–; ¡los vicios más peligrosos en una criada! Subamos, subamos, hay que juzgar ese caso.

Rosalie y yo, arrastradas por los dos malvados, subimos a los aposentos; las puertas se cierran. La desdichada hija de Rodin es atada a las columnas de una cama, y toda la rabia de esos dementes se dirige contra mí; me veo abrumada por las más duras invectivas, y se dictan las más horribles sentencias; se trata nada menos que de diseccionarme en vida, para examinar los latidos de mi corazón, y realizar sobre esta parte unas observaciones impracticables sobre un cadáver. Mientras tanto me desnudan, y me convierto en la víctima de los manoseos más impúdicos.

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