Authors: Marqués de Sade
El segundo me hizo arrodillar entre sus piernas, y mientras la Dubois le apaciguaba como al otro, dos acciones le ocupaban por entero: a veces golpeaba con la palma abierta, pero de manera muy nerviosa, bien mis mejillas o bien mi seno, y otras su boca impura hurgaba en la mía. Mi rostro y mi pecho se volvieron al instante del color de la púrpura... Yo sufría, le pedía gracia, y las lágrimas caían de mis ojos. Le irritaron; aumentó su esfuerzo. En ese momento, me mordió la lengua, y las dos fresas de mis senos estaban tan magulladas que me eché hacia atrás, pero algo me sujetaba. Me echaron sobre él, me sentí abrazada con mayor fuerza por todas partes, y alcanzó el éxtasis...
El tercero me hizo subir a dos sillas alejadas, y sentándose debajo, excitado por la Dubois colocada entre sus piernas, me obligó a agacharme hasta que su boca quedara perpendicular al templo de la naturaleza. No podéis imaginaros, señora, lo que este obsceno se atrevió a desear: con ganas o sin ellas, tuve que satisfacer mis necesidades menores... ¡Santo cielo! ¡Qué hombre tan depravado puede sentir un instante de placer en semejantes cosas!... Hice lo que quería, lo inundé, y mi absoluta sumisión consiguió de ese malvado una ebriedad que nada habría logrado sin esta infamia.
El cuarto me ató unos cordeles a todas las partes donde era posible fijarlos y sostenía el ovillo en su mano, sentado a siete u ocho pies de mi cuerpo, fuertemente excitado por los manoseos y los besos de la Dubois. Yo estaba de pie, y el salvaje aumentaba su placer tirando fuertemente de cada una de las cuerdas. Me tambaleaba, perdía a cada instante el equilibrio, y él se extasiaba con cada uno de mis traspiés. Al fin, tiró de todos los cabos a un tiempo, con tanta precipitación, que caí al suelo a su lado. Ese era su único objetivo, y mi frente, mi seno y mis mejillas recibieron las pruebas de un delirio que sólo debía a esta manía.
Eso fue lo que soporté, señora, pero mi honor se vio por lo menos respetado, aunque mi pudor no lo fuera. Algo más calmados, los bandidos hablaron de reanudar el camino, y aquella misma noche llegaron al Tremblay con la intención de acercarse a los bosques de Chantilly, donde confiaban dar algunos buenos golpes.
Nada igualaba mi desesperación al verme obligada a acompañarlos, y sólo lo hice absolutamente decidida a abandonarlos en cuanto pudiera hacerlo sin riesgos. Al día siguiente nos acostamos en los alrededores de Louvres, en unos almiares. Yo quise ampararme en la Dubois, y pasar la noche a su lado, pero me pareció que ella tenía la intención de dedicarla a una cosa distinta a preservar mi virtud de los ataques que yo temía. La rodearon tres, y la abominable criatura se entregó a los tres al mismo tiempo. El cuarto se acercó a mí, era el jefe.
—Hermosa Thérése —me dijo—, confío en que no me negaras por lo menos el placer de pasar la noche a tu lado. —Y como se dio cuenta de mi extraordinaria repugnancia, añadió—: No temas, charlaremos, y no haré nada en contra de tu voluntad. Pero, Thérèse —continuó abrazándome—, ¿no es una gran insensatez tu pretensión de mantenerte pura con nosotros? Aunque llegáramos a consentirlo, ¿cómo compaginarlo con los intereses de la banda? Es inútil que te lo ocultemos, querida niña, pero hemos pensado que, cuando vivamos en las ciudades, cazaremos a nuestras víctimas con las trampas de tus encantos.
—Pues bien, señor —contesté—, ya que está claro que preferiré la muerte a esos horrores, ¿para qué puedo serviros?, ¿por qué os oponéis a mi huida?
—Claro que nos oponemos a eso, ángel mío —contestó «Corazón-de-Hierro»—, tienes que servir a nuestros intereses o a nuestros placeres. Tus desgracias te imponen ese yugo, debes sufrirlo. Pero ya sabes, Thérèse, que no hay nada en el mundo que no tenga remedio. Atiéndeme, pues, y decide tú misma tu suerte: accede a vivir conmigo, querida, consiente en pertenecerme y te evitaré el triste papel que tienes adjudicado.
—¡Yo, señor! —exclamé—, ¡convertirme en la querida de un...!
—Pronuncia la palabra, Thérèse, pronúnciala, de un bribón, ¿no es cierto? Lo confieso, pero no puedo ofrecerte otros títulos. Ya puedes imaginarte que nosotros no nos casamos. El himeneo es un sacramento, Thérèse, y puesto que sentimos igual desprecio por todos, jamás nos acercamos a ninguno. Sin embargo, razona un poco: en la inevitable necesidad en que te hallas de perder lo que tanto quieres, ¿no es mejor sacrificarlo a un solo hombre, que se convertirá a partir de entonces en tu apoyo y tu protector, que prostituirse a todos?
—Pero ¿cómo es posible —contesté— que no haya otra solución?
—Porque estás en nuestras manos, Thérèse, y la razón del más fuerte siempre es la mejor, como dijo hace tiempo La Fontaine. A decir verdad —prosiguió rápidamente—, ¿no es una ridícula extravagancia conceder, como tú haces, tanto valor a la más banal de las cosas? ¿Cómo puede ser una muchacha tan necia como para creer que la virtud depende de una mayor o menor amplitud en una de las partes de su cuerpo? ¿Eh? ¿Qué puede importar a los hombres o a Dios que esta parte esté intacta o ajada? Y te digo más: si la intención de la naturaleza es que cada individuo cumpla aquí abajo las funciones para las que ha sido formado, y la única razón de existir de las mujeres es servir de goce a los hombres, resistir de ese modo a la función que te ha encomendado es insultarla abiertamente. Es querer ser una criatura inútil para el mundo y, por consiguiente, despreciable. Esta quimérica castidad, que desde tu infancia han cometido la absurdidad de presentártela como una virtud y que, muy lejos de ser útil a la naturaleza y a la sociedad, ultrajaba visiblemente a ambas, no es más que una testarudez reprensible de la que una persona tan inteligente como tú no debiera sentirse culpable. Pero no importa y sigue escuchándome, querida muchacha, porque voy a demostrarte el deseo que tengo de complacerte y de respetar tu debilidad. No tocaré, Thérèse, ese fantasma cuya posesión tanto te deleita. Una muchacha tiene más de un favor que conceder, y Venus puede ser celebrada en ella en más de un templo. Me contentaré con el más mediocre. Ya sabes, querida, que al lado de los altares de Cipris, hay un antro oscuro donde acuden a aislarse los Amores para seducirnos con mayor energía; ese será el altar donde quemaré el incienso. Allí no hay el menor inconveniente. Si los embarazos te asustan, Thérèse, de esa manera no pueden producirse: tu bonito talle no se deformará jamás. Y las primicias que te resultan tan dulces se conservarán sin quebranto, y sea cual sea el uso que de ellas quieras hacer, podrás ofrecerlas puras. Nada puede traicionar a una muchacha desde ese punto de vista, por rudos y múltiples que sean los ataques. Así que la abeja ha libado el jugo, el cáliz de la rosa se cierra, y nadie es capaz de imaginar que alguna vez haya podido entreabrirse. Hay muchachas que han disfrutado diez años de esta manera, e incluso con varios hombres, y no por ello han dejado de casarse después y pasado por intactas. ¡Cuántos padres, cuántos hermanos, han abusado así de sus hijas o de sus hermanas, sin que ellas se hayan vuelto menos dignas de sacrificar después su himeneo! ¡A cuántos confesores también no ha servido esta misma ruta para solazarse, sin que los padres tuvieran la menor idea! En una palabra, es el asilo del misterio, donde se encadena a los Amores con los vínculos de la prudencia... ¿Tengo que decirte más, Thérèse? Aunque este templo sea el más secreto, también es el más voluptuoso. Ahí sólo se encuentra lo necesario para la felicidad, y la vasta comodidad de su vecino está muy lejos de valer los excitantes atractivos de un local que se alcanza con esfuerzo, y en el que te alojas con trabajo. Hasta las mujeres ganan con ello, y aquellas a las que la razón obliga a conocer este tipo de placeres, jamás lamentarán los otros. Pruébalo, Thérèse, pruébalo, y los dos estaremos contentos.
–¡Oh, señor! –contesté–, no tengo ninguna experiencia sobre ese terreno, pero he oído decir que el extravío que preconizáis, señor, ultraja a las mujeres de una manera aún más sensible... ofende más gravemente la naturaleza. La mano del cielo se venga en este mundo, y Sodoma puede servir de ejemplo.
–¡Qué inocencia, querida, qué chiquillada! –prosiguió el libertino–. ¿Quién te ha enseñado estas cosas? Préstame un poco más de atención, Thérèse, y te haré cambiar de idea. La pérdida de la semilla destinada a propagar la especie humana, hija mía, es el único crimen posible. En este caso, si esta semilla ha sido metida en nuestro cuerpo con el único fin de la propagación, acepto que desviarla sea una ofensa. Pero si queda demostrado que al colocar esta semilla en nuestros riñones, la naturaleza está muy lejos de haber tenido el objetivo de emplearla por entero en la propagación, ¿qué más da, en este caso, Thérèse, que se pierda en un lugar o en otro? El hombre que entonces la desvía no ocasiona mayor daño que la naturaleza, que tampoco la emplea. Ahora bien, estas pérdidas de la naturaleza que a nosotros sólo nos corresponde imitar, ¿acaso no se producen en muchísimos casos? En principio, la posibilidad de hacerlas es una primera prueba de que no la ofenden en absoluto. Estaría en contra de todas las leyes de la equidad y de la profunda sabiduría, que le reconocemos en todo, que permitiera lo que la ofende. En segundo lugar, estas pérdidas son ejecutadas cien y hasta cien millones de veces todos los días por ella misma. Las poluciones nocturnas, la inutilidad de la semilla en la época de los embarazos de la mujer, ¿no son pérdidas autorizadas por sus leyes? Las cuales nos demuestran que, indiferente al destino de este licor al que cometemos la estupidez de conceder tanta importancia, nos permite malgastarlo con la misma despreocupación con que ella la práctica todos los días; que tolera la propagación, pero siempre que la propagación entre en sus cálculos; que sí quiere que nos multipliquemos, pero que, no ganando más en este acto que en su contrario, la elección que nosotros hagamos le es indiferente; que, dejándonos dueños de crear, de no crear o de destruir, no la contentaremos ni la ofenderemos en mayor medida adoptando, ante una u otra opción, la que más nos convenga; y que la que elijamos, al no ser más que el resultado de su poder y de su acción sobre nosotros, es mucho más probable que le guste que susceptible de ofenderle. Ah, puedes creer, Thérèse, que la naturaleza se inquieta muy poco ante esos misterios a los que nosotros cometemos la extravagancia de consagrarles un culto. Sea cual sea el templo en el que se sacrifica, si permite que el incienso arda en él, es que el homenaje no la ofende. El mal uso o las pérdidas de la semilla que sirve para la reproducción, la extinción de esta semilla cuando ha germinado, el aniquilamiento de este germen incluso mucho tiempo después de su formación, todo eso, Thérèse, son crímenes imaginarios que no interesan para nada a la naturaleza, y de los que se ríe como de todas nuestras instituciones que, con frecuencia, la ultrajan en lugar de servirla.
«Corazón-de-Hierro» se excitaba al exponer sus pérfidas máximas, y no tardé en verle en el estado que tanto me había asustado la víspera. Quiso, para dar más peso a la lección, juntar inmediatamente la práctica al precepto; y sus manos, pese a mis resistencias, se perdían hacia el altar por donde el traidor quería penetrar... ¿Tendré que confesároslo, señora? Pues bien, obcecada por las seducciones de aquel malvado; contenta, al ceder un poco, de salvar lo que parecía más esencial; sin pensar ni en las inconsecuencias de sus sofismas, ni en lo que yo misma iba a arriesgar, ya que aquel deshonesto hombre, poseedor de unas medidas gigantescas, ni siquiera tenía la posibilidad de visitar una mujer en el lugar más permitido, y llevado por su maldad natural, no tenía seguramente otro objetivo que el de lisiarme; con los ojos fascinados por todo eso, digo, estaba a punto de abandonarme y, por virtud, convertirme en criminal; mis resistencias se debilitaban; ya dueño del trono, el insolente vencedor sólo se ocupaba de instalarse en él, cuando en el camino real se oyó el rumor de un carruaje. «Corazón-de-Hierro» abandona al instante sus placeres por sus deberes, reúne a sus gentes y vuela hacia nuevos crímenes. Poco después oímos unos gritos, y los malvados, ensangrentados, regresan triunfantes y cargados de trofeos.
Huyamos rápidamente –dijo «Corazón-de-Hierro»–, hemos matado a tres hombres, los cadáveres están en el camino y ya no hay seguridad para nosotros.
Reparten el botín. «Corazón-de-Hierro» quiere que yo tenga mi parte. Ascendía a veinte luises, y me fuerzan a tomarlos. Yo me estremezco ante la obligación de conservar ese dinero; sin embargo, nos acucian, todos se preparan y partimos.
Al día siguiente nos encontrábamos a resguardo en el bosque de Chantilly. Durante la cena, contaron lo que les había valido su última operación, y evaluando sólo en doscientos luises la totalidad de la presa, uno de ellos dijo:
–¡A decir verdad, no valía la pena cometer tres asesinatos por una suma tan pequeña!
–Calma, amigos míos –contestó la Dubois–. No era por la cantidad por lo que yo misma os he exhortado a no perdonar a esos viajeros, sino sólo por nuestra seguridad. Son las leyes las culpables de estos crímenes, no nosotros: mientras ajusticien tanto a los ladrones como a los asesinos, jamás se cometerán robos sin asesinatos. Como los dos delitos se castigan en igual medida, ¿por qué negarse al segundo si puede encubrir el primero? ¿De dónde sacáis además –prosiguió esta horrible criatura– que doscientos luises no valgan tres asesinatos? Siempre hay que calcular las cosas por la relación que guardan con nuestros intereses. La pérdida de la vida de cada uno de los seres sacrificados tiene un valor nulo en relación con nosotros. Probablemente no daríamos ni un óbolo para que esos individuos siguieran vivos o en la tumba; por consiguiente, si el interés más mínimo se nos ofrece con uno de los casos, debemos sin ningún remordimiento decidirlo preferentemente a nuestro favor; pues, ante una cosa totalmente indiferente, debemos, si somos prudentes y podemos permitírnoslo, inclinarla claramente del lado que nos resulte ventajoso, pasando por alto todo lo que en ella pueda perder el adversario, porque no hay ninguna proporción razonable entre lo que nos afecta y lo que afecta a los demás. Lo primero lo sentimos físicamente, lo segundo sólo moralmente, y las sensaciones morales son engañosas mientras que la verdad sólo está en las sensaciones físicas. Así, no sólo doscientos luises compensan los tres asesinatos, sino que treinta sueldos también los habrían compensado, pues los treinta sueldos nos habrían procurado una satisfacción que, aunque pequeña, debe de todos modos afectarnos mucho más vivamente de lo que puedan hacerlo los tres asesinatos, que para nosotros no son nada, y de cuya lesión sólo nos llega un rasguño. La debilidad de nuestras voces, la ausencia de reflexión, los malditos prejuicios en los que se nos ha educado, los vanos terrores de la religión o de las leyes, eso es lo que frena a los necios en la carrera del crimen, lo que les impide ir a lo
grande.
Pero todo individuo dotado de fuerza y de vigor, provisto de un espíritu enérgicamente organizado, que se prefiere, como es debido, a los demás, sabrá sopesar sus intereses en la balanza de los propios, burlarse de Dios y de los hombres, desafiar la muerte y despreciar las leyes; y totalmente convencido de que sólo a él debe referirlo todo, sentirá que el número más amplio imaginable de lesiones ajenas, que no le duelen físicamente en absoluto, no puede ser comparado con el más leve de los goces comprados con este conjunto increíble de fechorías. El placer le halaga, está en su interior: el efecto del crimen no le afecta, está fuera de él. Ahora bien, yo os pregunto ¿qué hombre razonable no preferirá lo que lo deleita a lo que le es extraño, y no accederá a cometer esta cosa extraña que no le produce ninguna molestia, para granjearse aquella que lo conmueve agradablemente?