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Authors: Marqués de Sade

Justine (3 page)

BOOK: Justine
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La señora de Lorsange lo ejecutó, afortunadamente para ella, con tanto secreto que estuvo al amparo de cualquier persecución, y sepultó junto con su esposo las huellas del espantoso delito que le precipitaba a la tumba.

Viéndose libre y condesa, la señora de Lorsange recuperó sus antiguos hábitos; pero creyéndose algo en el mundo, puso en su conducta un tanto menos de indecencia. Ya no era una muchacha mantenida, era una rica viuda que daba estupendas cenas, a las que tanto nobles como burgueses les encantaba ser admitidos; mujer decente en una palabra, pero que aun así se acostaba por doscientos luises, y se entregaba por quinientos al mes.

Hasta los veintiséis años, la señora de Lorsange siguió haciendo brillantes conquistas; arruinó a tres embajadores extranjeros, cuatro recaudadores de impuestos, dos obispos, un cardenal y tres caballeros de las órdenes reales; pero como es inusual pararse después de un primer delito, sobre todo cuando se ha coronado felizmente, la desgraciada Juliette se denigró con dos nuevos crímenes semejantes al primero; uno para robar a uno de sus amantes, que le había confiado una suma considerable, ignorada por la familia de ese hombre, y que la señora de Lorsange pudo ocultar gracias a esta espantosa acción; el otro, para poseer cuanto antes un legado de cien mil francos que uno de sus adoradores le hacía en nombre de un tercero, encargado de devolver la cantidad después de la defunción. A esos horrores, la señora de Lorsange juntaba tres o cuatro infanticidios. El temor de estropear su bonito talle, el deseo de ocultar una doble intriga, todo ello le hizo tomar la decisión de sofocar en su seno el fruto de sus excesos; y esas fechorías, tan desconocidas como las anteriores, no fueron óbice para que esta mujer artera y ambiciosa encontrara diariamente nuevas víctimas.

Es cierto, por tanto, que la prosperidad puede acompañar la peor conducta, y que en el mismo centro del desorden y de la corrupción, cuanto los hombres denominan la felicidad puede esparcirse sobre la vida; pero que no nos alarme esta cruel y fatal verdad; que el ejemplo de la desdicha, persiguiendo por doquier a la virtud, como no tardaremos en ofrecer, no atormente más a las personas honradas. Esta felicidad del crimen es engañosa, sólo aparente; además del castigo reservado sin duda por la Providencia a quienes han seducido sus éxitos, ¿no alimentan en el fondo de sus almas un gusano que, royéndolos incesantemente, les impide regocijarse con estos falsos fulgores, y sólo deja en sus almas, en lugar de delicias, el recuerdo desgarrador de los crímenes que les han llevado dónde están? En cambio, el infortunado al que la suerte persigue, tiene su corazón como consuelo, y los goces interiores que le procuran sus virtudes le compensan muy pronto de la injusticia de los hombres.

Esa era, pues, la situación de la señora de Lorsange cuando el señor de Corville, de cincuenta años de edad, gozando del crédito y de la consideración que antes hemos descrito, decidió sacrificarse enteramente por esa mujer y retenerla para siempre con él. Sea por las atenciones recibidas, sea por los procedimientos empleados, o bien por la habilidad de la señora de Lorsange, el señor de Corville lo había conseguido, y llevaba cuatro años viviendo con ella, exactamente como con una esposa legítima, cuando la adquisición de una bellísima finca cerca de Montargis les obligó a ambos a pasar algún tiempo en esa provincia.

Un atardecer, en que la bondad de la temperatura les animó a prolongar su paseo desde la propiedad que habitaban hasta Montargis, encontrándose demasiado cansados para decidir volver tal como habían venido, se detuvieron en la posada donde para la diligencia de Lyon, con la intención de enviar desde ahí un hombre a caballo a buscarles un coche. Reposaban en una sala baja y fresca, que daba al patio de esta casa, cuando la diligencia de la que acabamos de hablar entró en la hospedería.

Es una diversión bastante natural contemplar cómo descienden los pasajeros de una diligencia; es posible apostar por el tipo de personajes que salen de allí y, si uno ha nombrado una ramera, un oficial, unos cuantos curas y un fraile, puede estar casi siempre seguro de ganar. La señora de Lorsange se levanta, el señor de Corville la sigue, y los dos se divierten viendo entrar en la posada al traqueteado grupo. Parecía que ya no quedaba nadie en el coche cuando un jinete de la gendarmería, bajando del pescante, recibió en sus brazos de uno de sus compañeros, también situado en el mismo lugar, una joven de veintiséis a veintisiete años, vestida con una mala chambra de india y envuelta hasta las cejas por una gran manteleta de tafetán negro. Estaba maniatada como una criminal, y tan débil, que seguramente habría caído si sus guardianes no la hubieran sostenido. Ante el grito de sorpresa y de horror que suelta la señora de Lorsange, la joven se gira, y deja ver junto al más bello talle del mundo, el rostro más noble, más agradable, más interesante, todos los atractivos en suma más placenteros, hechos mil veces aún más excitantes por la tierna y conmovedora aflicción que la inocencia añade a los rasgos de la belleza.

El señor de Corville y su amante no pueden dejar de interesarse por la miserable joven. Se acercan, preguntan a uno de los guardias qué ha hecho la infortunada.

—Se la acusa de tres delitos —contesta el jinete—: de asesinato, de robo y de incendio; pero os confieso que mi compañero y yo jamás hemos conducido a un criminal con tanta desgana; es la criatura más dulce, y aparentemente la más honesta.

—¡Ya, ya! —dijo el señor de Corville—, ¿no podría tratarse de uno de esos errores habituales de los tribunales de segundo orden?... ¿Y dónde se ha cometido el delito?

—En una posada a pocas leguas de Lyon; la han juzgado en esta ciudad y, siguiendo la costumbre, la trasladamos a París para la confirmación de su sentencia, ya que volverá a Lyon para ser ejecutada.

La señora de Lorsange, que se había acercado y escuchaba este relato, comentó al señor de Corville que desearía enterarse por boca de la propia joven de la historia de sus desdichas, y el señor de Corville, que compartía también el mismo deseo, lo comunicó a los dos guardias presentándose ante ellos. Estos no consideraron necesario oponerse. Decidieron que convenía pasar la noche en Montargis; pidieron un alojamiento cómodo; el señor de Corville respondió de la prisionera, la desataron; y cuando le hicieron tomar algunos alimentos, la señora de Lorsange, que no podía dejar de sentir por ella el más vivo interés, y que sin duda se decía a sí misma: «Esta criatura, tal vez inocente, es tratada, sin embargo, como una criminal, mientras que alrededor de mí... que me he manchado con crímenes y horrores, todo prospera», la señora de Lorsange, digo, al ver a la pobre muchacha algo mejorada, algo consolada por las caricias que se apresuraban a hacerle, le rogó que contara por qué acontecimiento, con una apariencia tan dulce, se hallaba en una circunstancia tan funesta.

—Contaros la historia de mi vida, señora —dijo la bella infortunada, dirigiéndose a la condesa—, es ofreceros el ejemplo más sorprendente de las desdichas de la inocencia, es acusar a la mano del cielo, es quejarse de las voluntades del Ser Supremo, es una especie de rebelión contra sus sagrados designios... No me atrevo...

Brotaron entonces abundantes lágrimas de los ojos de la interesante muchacha y, después de haberlas dejado correr un instante, comenzó su relato en los siguientes términos:

—Me permitiréis, señora, ocultar mi nombre y mi origen; sin —ser ilustres, fueron honrados, y en nada me destinaban a la humillación en la que me veis reducida. Perdí muy joven a mis padres; creí que con la poca ayuda —que me habían dejado podría aguardar un empleo conveniente y, rechazando todos los que no lo eran, me comí sin darme cuenta, en París, donde he nacido, lo poco que poseía; cuanto más pobre me volvía, más despreciada era; cuanto más apoyo necesitaba, menos confiaba en obtenerlo; pero de todas las durezas que experimenté en los comienzos de mi infortunada situación, de todas las frases horribles que me dirigieron, sólo os citaré lo que me ocurrió en casa del señor Dubourg, uno de los más ricos comerciantes de la capital. La mujer en cuya casa me alojaba me encaminó hacia él, pues su crédito y riquezas podían suavizar seguramente el rigor de mi suerte. Después de una larga espera en la antecámara de ese hombre, me hicieron pasar: el señor Dubourg, de cuarenta y ocho años de edad, acababa de salir de la cama, envuelto en una bata flotante que apenas ocultaba su agitación; se disponían a peinarle, ordenó que se retiraran y me preguntó qué quería.

—¡Ay!, señor —le contesté confusísima—, soy una pobre huérfana que todavía no tiene catorce años y que ya conoce todos los grados del infortunio. Imploro vuestra conmiseración, tened piedad de mí, os lo ruego.

Y entonces le detallé todos mis males, la dificultad de encontrar un trabajo, quizás incluso la pena que sentía en buscarlo, al no haber nacido para ese estado. La desgracia que había tenido, durante todo eso, de comerme lo poco que tenía... La falta de trabajo. La esperanza que tenía de que él podría facilitarme los medios de vivir. En suma, todo lo que dicta la elocuencia del infortunio, siempre presta en un alma sensible, siempre remisa en la opulencia... Después de haberme escuchado con escasa atención, el señor Dubourg me preguntó si yo había sido siempre buena.

No estaría tan pobre ni tan preocupada, señor —le contesté—, si hubiera querido dejar de serlo.

—¿A título de qué —me replicó a eso el señor Dubourg— pretendes que las personas ricas te ayuden si tú no les sirves para nada?

—¿Y a qué servicio se refiere usted, señor? —contesté—. No pido otra cosa que prestar aquello que la decencia y mi edad me permiten cumplir.

—Los servicios de una criatura como tú son poco útiles en una casa —me contestó Dubourg—. No tienes edad ni constitución para colocarte como pides. Mejor harías en ocuparte de gustar a los hombres, y de trabajar en encontrar a alguien que quiera ocuparse de ti. Esta virtud que tanto exhibes no sirve de nada en el mundo; por mucho que te arrodilles ante sus altares, su inútil incienso no te alimentará. La cosa que menos halaga a los hombres, aquella a la que prestan menos atención, la que desprecian más soberanamente, es la decencia de vuestro sexo: aquí sólo se aprecia, hija mía, lo que beneficia o lo que deleita. ¿Y qué beneficio puede significar para nosotros la virtud de las mujeres? Son sus desórdenes los que nos sirven y nos divierten, pero su castidad es lo que menos nos interesa. En una palabra, cuando las personas de nuestra clase dan, sólo es para recibir. Ahora bien, ¿cómo una chiquilla como tú puede agradecer lo que se hace por ella si no es abandonando cuanto se quiera su cuerpo?

—¡Oh, señor! —contesté con el corazón henchido de suspiros—. ¿Ya no existe honradez ni beneficencia entre los hombres?

—Muy pocas —replicó Dubourg—. Si se habla tanto de ellas, ¿cómo quieres que existan? Estamos de vuelta de esta manía de ayudar a los demás gratuitamente; se ha reconocido que los placeres de la caridad sólo eran goces del orgullo y, como nada se disipa con mayor rapidez, se han querido sensaciones más reales. Se ha visto que con una criatura como tú, por ejemplo, era mucho mejor quedarse como anticipo con todos los placeres que puede ofrecer la lujuria que con los muy fríos y muy fútiles de aliviarla de manera desinteresada. La reputación de un hombre liberal, caritativo, generoso, no es nada comparada, en el instante en que mejor se disfruta, con el más ligero placer de los sentidos.

—¡Oh, señor! ¡Con semejantes principios, es necesario pues que el infortunado perezca!

—Qué más da, hay un exceso de súbditos en Francia. Con tal de que la máquina tenga siempre la misma elasticidad, ¿qué le importa al Estado el mayor o menor número de los individuos que la aprietan?

—Pero ¿creéis que los hijos, cuando son así maltratados, respetarán a sus padres?

—¡¿Qué le importa a un padre el amor de unos hijos que le estorban?

—¡Sería mejor entonces que nos hubieran ahogado en la cuna!

—Probablemente. Es lo que se hace en muchos países; era la costumbre de los griegos y es la de los chinos: allí los niños desgraciados son abandonados o se les da muerte. ¿Para qué dejar vivir unas criaturas que ya no pueden contar con la ayuda de sus padres, porque carecen de ellos, o porque no han sido reconocidos, cuando en tal caso sólo sirven para sobrecargar al Estado con un producto que ya le sobra? Los bastardos, los huérfanos, los niños deformes, deberían ser condenados a muerte desde su nacimiento. Los primeros y los segundos porque, al no tener a nadie que quiera o que pueda ocuparse de ellos, manchan la sociedad con unas heces que un día u otro tiene que resultarle funesta; y los otros porque no pueden resultarle de ninguna utilidad. Las dos clases son para la sociedad como excrecencias de la carne que, alimentándose del jugo de los miembros sanos, los degradan y los debilitan, o, si lo prefieres, como esos vegetales parásitos que, juntándose a las plantas buenas, las deterioran y las roen adaptándose su simiente nutritiva. A esas limosnas destinadas a alimentar a semejante escoria, esas casas dotadas de todos los lujos que se tiene la extravagancia de construirles, son abusos escandalosos. ¡Como si la especie de los hombres fuera tan escasa, tan preciosa que hubiera que conservar hasta su más vil porción! Pero dejemos una política de la que no debes de entender nada, hija mía: ¿por qué quejarse de su suerte cuando sólo corresponde a uno mismo remediarla?

—¡A qué precio, santo cielo!

—Al de una quimera, algo que sólo tiene el valor que tu orgullo le atribuye. Por lo demás —prosiguió el bárbaro al mismo tiempo que se levantaba y abría la puerta—, eso es todo lo que puedo hacer por ti. Consiente, o libérame de tu presencia. No me gustan los mendigos...

Corrieron mis lágrimas, fue imposible retenerlas, y creeréis, señora, que en lugar de enternecer a aquel hombre lo irritaron. Cierra la puerta y agarrándome por el cuello del vestido, me dice brutalmente que me obligará a hacer a la fuerza lo que no quiero concederle de buen grado. En este instante cruel, mi desgracia me insufla valor. Me libero de sus manos y, abalanzándome hacia la puerta, le digo mientras escapo:

—¡Hombre odioso, ojalá el cielo, tan gravemente ofendido por ti, te castigue un día como mereces, por tu execrable crueldad! No eres digno ni de tus riquezas, de las que haces tan vil uso, ni siquiera del aire que respiras en un mundo manchado por tus barbaries. Me apresuré a contar a mi hospedera la acogida de la persona a la que me había enviado, pero cuál fue mi sorpresa al ver a esa miserable abrumarme con reproches en lugar de compartir mi dolor.

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