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Authors: Marqués de Sade

Justine (26 page)

BOOK: Justine
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Aquí la señora de Lorsange quiso obligar a Thérèse a recuperar el aliento, por lo menos durante unos minutos; lo necesitaba; el calor que ponía en su narración, las llagas que esos funestos relatos volvían a abrir en su alma, todo, en fin, la obligaba a unos cuantos momentos de tregua. El señor de Corville hizo traer unos refrescos, y al cabo de un poco de reposo, nuestra heroína prosiguió, como veremos a continuación, el detalle de sus deplorables aventuras.

SEGUNDA PARTE

Estaba en mi segundo día, absolutamente tranquila respecto a los temores que había sentido al principio de ser perseguida; hacía un calor extraordinario, y siguiendo mi costumbre ahorrativa, me había alejado del camino para encontrar una sombra donde pudiera efectuar una ligera comida que me permitiera aguardar la noche. Un bosquecillo a la derecha del camino, en medio del cual serpenteaba un límpido arroyuelo, me pareció adecuado para refrescarme. Tranquilizada por el agua pura y fresca, alimentada con un poco de pan, la espalda apoyada en un árbol, dejaba circular por mis venas un aire puro y sereno que me descansaba, y calmaba mis sentidos. Allí, meditaba sobre aquella fatalidad casi sin parangón que, pese a las espinas que me rodeaban en la carrera de la virtud, me llevaba siempre, sea como fuere, al culto de esa divinidad, y a unos actos de amor y de resignación hacia el Ser Supremo del que emana, y del cual es la imagen. Una especie de entusiasmo acababa de apoderarse de mí: «¡Ay!», me decía, «ese buen Dios al que adoro no me abandona, ya que en ese mismo instante acabo de encontrar los medios para reparar mis fuerzas. ¿Acaso no le debo a El este favor? ¿Y no existen en la Tierra seres a los que se les niega? Así que no soy totalmente desgraciada, ya que los hay que todavía son más de compadecer que yo... ¡Ah! ¿Acaso no lo soy mucho menos que las desdichadas a las que dejo en esa guarida del vicio de la que la bondad de Dios me ha hecho salir como por una especie de milagro? ... ». Y llena de gratitud, me había prosternado; contemplando el sol como la obra más hermosa de la divinidad, como la que mejor manifiesta su grandeza, arrancaba de la sublimidad de ese astro nuevos motivos de oraciones y de acciones de gracias, cuando de repente me siento agarrada por dos hombres que, después de cubrirme la cabeza para impedirme ver y gritar, me atan como a una criminal y me arrastran sin decir palabra.

Caminamos así cerca de dos horas sin que me sea posible ver qué camino emprendemos, cuando uno de mis guías, oyéndome respirar con esfuerzo, propone a su camarada liberarme del velo que me oprime la cabeza; él lo permite, respiro y descubro finalmente que estamos en medio de un bosque donde seguimos un camino bastante ancho, aunque poco frecuentado. Mil funestas ideas se presentan entonces a mi mente, temo que se han apoderado de mí los agentes de aquellos indignos frailes... temo que me devuelven a su odioso convento.

–¡Ah! –le digo a uno de mis guías–, señor, ¿puedo suplicaros que me digáis dónde me lleváis? ¡.Puedo preguntaros qué pretendéis hacer conmigo?

–Cálmate, hija mía –me dice el hombre–, y no te asustes por las precauciones que nos vemos obligados a tomar. Te llevamos hacia un buen amo. Graves problemas le obligan a buscar camareras para su esposa sólo con este aparatoso misterio, pero estarás bien allí.

–¡Ay, señores! –contesté–, si estáis procurando mi felicidad, es inútil que me forcéis: soy una pobre huérfana, muy digna de compasión, sin duda. No pido más que un empleo: si me lo dais, ¡por qué teméis que pueda escapar?

–Tiene razón –dice uno de los guías–, dejémosla más cómoda, atémosle solamente las manos.

Lo hacen, y prosigue la caminata. Al verme tranquila, responden incluso a mis preguntas, y acabo por enterarme de que el amo al que me destinan se llama el conde de Gernande, nacido en París, pero propietario de considerables bienes en esta comarca, y con más de quinientas mil libras de renta, que come a solas, me dice uno de los guías.

–¿A solas?

–Sí, es un hombre solitario, un filósofo; jamás ve a nadie. A cambio, es uno de los mayores glotones de Europa; no existe otro en el mundo que sea capaz de competir con él. Es inútil que te lo cuente, ya lo verás.

–Pero ¿qué significan estas precauciones, señor?

–Te lo cuento. Nuestro amo tiene la desgracia de tener una mujer que se ha vuelto loca. Hay que vigilarla, no sale jamás de su habitación, nadie quiere servirla. Por mucho que te lo hubiéramos propuesto, si hubieras sabido algo, jamás habrías aceptado. Nos vemos obligados a secuestrar jóvenes a la fuerza para ejercer este funesto empleo.

–¡Cómo! ¡Estaré cautiva al lado de esa dama?

–A decir verdad, sí, por eso te tenemos así, pero estarás bien... tranquilízate, perfectamente bien. Salvo esa molestia, no te faltará nada.

–¡Ah, justo cielo! ¡Qué opresión!

–Vamos, vamos, criatura, valor, un día saldrás y con una fortuna encima.

Mi guía no había terminado sus palabras, cuando descubrimos el castillo. Era un soberbio y vasto edificio en medio del bosque, pero le faltaba mucho a ese gran edificio para estar tan poblado como su tamaño permitía. Sólo vi un poco de movimiento, un poco de afluencia en torno de las colinas situadas en unos porches, en la mitad del cuerpo del edificio. Todo el resto estaba tan solitario como la situación del castillo: nadie se fijó en nosotros cuando entramos; uno de mis guías se fue a las cocinas, y el otro me presentó al conde. Estaba en el fondo de un vasto y soberbio aposento, envuelto en un batín de satén de las Indias, echado en una otomana, y tenía a su lado dos jóvenes tan indecentemente, o, mejor dicho, tan ridículamente vestidos, peinados con tanta elegancia y tanto arte, que al principio los tomé por muchachas; un examen más detenido me hizo finalmente reconocerlos como dos muchachos, uno de los cuales podía tener quince años, y el otro dieciséis. Me pareció que tenían un rostro encantador, pero en tal estado de blandura y de abandono, que al principio creí que estaban enfermos.

–Aquí tenéis a una joven, monseñor –dijo mi guía–. Nos parece que os conviene: es dulce, honrada, y sólo pide colocarse. Confiamos en que os contentará.

–Está bien –dijo el conde, sin mirarme apenas–. Al retirarte, cierra la puerta, Saint-Louis, y di que nadie entre si no llamo.

Después el conde se levantó y se acercó a examinarme. Mientras él me observa, yo puedo describíroslo: la singularidad del retrato merece por un instante vuestras miradas. El señor de Gemande era entonces un hombre de cincuenta años, de unos seis pies de altura, y una obesidad monstruosa. Nada más terrible que su rostro, la longitud de su nariz, la espesa oscuridad de sus cejas, sus ojos negros y malvados, su gran boca casi desdentada, su frente tenebrosa y desnuda, el sonido de su voz terrible y ronca, sus enormes brazos y manos; todo contribuye a hacer de él un individuo gigantesco, cuya cercanía inspira más miedo que seguridad. No tardaremos en ver si la moral y los actos de esta especie de centauro respondían a su terrible caricatura. Después de un examen de lo más brusco y de lo más insolente, el conde me preguntó mi edad.

Y añadió a esta primera pregunta otras sobre mi persona. Le puse al corriente de todo lo que me concernía. Ni siquiera olvidé la deshonra que había recibido de Rodin; y cuando le hube descrito mi miseria, cuando le hube demostrado que la desdicha me había perseguido constantemente, el malvado me dijo con dureza:

–¡Tanto mejor, tanto mejor! Así serás más flexible aquí. Es un minúsculo inconveniente que la desdicha persiga a esta raza abyecta del pueblo que la naturaleza condena a arrastrarse cerca de nosotros por el mismo suelo: así es más activa y menos insolente, cumple mejor sus deberes hacia nosotros.

–Pero, señor, ya os he contado mi cuna, no es en absoluto abyecta.

–Sí, sí, ya me conozco la historia. Siempre se hace uno pasar por mucho cuando no es nada, o está en la miseria. Es preciso que las ilusiones del orgullo acudan a consolar de los embates de la fortuna; luego nos toca a nosotros creernos lo que nos parezca de esas cunas abatidas por los golpes de la suerte. Por otra parte, todo eso me da igual: te he encontrado al aire libre, y más o menos vestida como una sirvienta. De modo que así te tomo, si te parece bien. Sin embargo –prosiguió con dureza aquel hombre–, sólo de ti depende ser feliz; ten paciencia, discreción, y en unos pocos años te despediré de aquí en situación de prescindir de servir.

Entonces cogió mis dos brazos, y arremangándome las mangas hasta el codo, los examinó con atención preguntándome cuántas veces me habían sangrado.

–Dos veces, señor –le contesté, bastante sorprendida por esa pregunta; y le cité las épocas, refiriéndole las circunstancias de mi vida en que eso había ocurrido.

Apoya sus dedos sobre las venas como cuando se quiere hincharlas para realizar esa operación, y cuando alcanzan el punto que él desea, les aplica la boca chupándolas. A partir de entonces, ya no dudé de que el libertinaje estaba relacionado con las prácticas de ese mal hombre, y los tormentos de la inquietud se despertaron en mi corazón.

–Tengo que saber cómo estás hecha –prosiguió el conde, mirándome con un aire que me hizo temblar–. Para el puesto que vas a ocupar, es preciso que no tengas ningún defecto. Así que muéstrame cómo eres.

Me defendí; pero el conde, entregando a la cólera todos los músculos de su terrible rostro, me anuncia duramente que me aconseja que no me haga la mojigata con él, porque dispone de medios seguros para convencer a las mujeres.

–Lo que me has contado –me dijo– no anuncia una virtud muy elevada. Así que tus resistencias quedarían tan fuera de lugar como ridículas.

Con esas palabras, hace un signo a sus muchachos, que, acercándoseme inmediatamente, se ocupan de desnudarme. Con unos individuos tan débiles, tan desmadejados como los que me rodean, la defensa no es seguramente difícil; pero ¿de qué serviría? El antropófago que me los enviaba me habría pulverizado, de haber querido, de un puñetazo. Así que comprendí que tenía que ceder. Me desnudan en un instante. Tan pronto como acaban, descubro que provoco las risas de los dos Ganímedes.

–Amigo mío –le decía el más joven al otro–, ¡no está mal una joven!... ¡Pero qué lástima que ahí esté vacía!

–¡Oh! –decía el otro–, no hay nada tan infame como ese vacío. No tocaría a una mujer ni que me fuera la fortuna en ello.

Y mientras mi parte delantera era tan ridiculizada por sus sarcasmos, el conde, íntimo partidario del trasero (¡ay!, desdichadamente como todos los libertinos), examinaba el mío con la mayor atención. Lo manipulaba duramente, lo manoseaba con fuerza; y, pellizcando unos trozos de carne con sus cinco dedos, los reblandecía hasta magullarlos. Después me ordenó caminar unos pasos, y volver hacia él a reculones, a fin de no perder la perspectiva que se le ofrecía. Cuando llegué a su lado, me hizo agachar, levantar, apretar, abrir. A menudo se arrodillaba ante esta parte que era la única que le interesaba. La besaba en varios lugares diferentes, a veces incluso en el orificio más secreto; pero todos estos besos eran del tipo de la succión, no daba ni uno que no tuviera esta acción por objetivo: era como si mamara de cada una de las partes donde se posaban sus labios. Fue durante este examen cuando me preguntó muchos detalles sobre lo que me habían hecho en el convento de Santa María de los Bosques, y sin darme cuenta de que lo excitaba doblemente con esos relatos, tuve el candor de hacérselos todos con ingenuidad. Hizo acercar a uno de los jóvenes y, colocándolo a mi lado, soltó el nudo corredizo de un gran lazo de cinta rosa que sostenía un calzón de gasa blanca, y dejó al descubierto todos los encantos velados por esa prenda. Después de unas suaves caricias en el mismo altar donde el conde sacrificaba conmigo, cambió de repente de objeto y comenzó a chupar al muchacho en la parte que caracterizaba su sexo. No dejaba de tocarme: fuera costumbre en el joven, fuera habilidad por parte del sátiro, en muy pocos minutos, la naturaleza vencida derramó en la boca de uno lo que salía del miembro del otro. Así es como ese libertino agotaba a los desdichados niños que tenía consigo, cuyo nombre no tardaremos en conocer; así es como los debilitaba, y ésta era la causa del estado de languidez en que los había encontrado. Veamos ahora qué hacía para poner a las mujeres en el mismo estado, y cuál era la auténtica razón del retiro en que tenía a la suya.

El homenaje que me había rendido el conde había sido largo, pero sin la menor infidelidad al templo que había elegido para sí: ni sus manos, ni sus besos, ni sus deseos se apartaron de él un solo instante. Después de haber igualmente chupado al otro joven, y haber recogido y devorado de la misma manera su semen, me dijo, llevándome a un gabinete vecino, sin dejarme recoger mis ropas.

–Ven, voy a mostrarte de qué se trata.

No conseguí disimular mi turbación, fue espantoso; pero no había manera de hacer cambiar la cara a mi suerte, tenía que beber hasta la hez el cáliz que me habían ofrecido.

Otros dos jóvenes de dieciséis años, no menos bellos ni exhaustos que los dos primeros que habíamos dejado en el salón, tejían un tapiz en aquel gabinete. Se levantaron cuando entramos.

Narcisse –le dijo el conde a uno de ellos–, ésta es la nueva camarera de la condesa. Tengo que probarla, dame mis lancetas.

Narcisse abre un armario, y saca inmediatamente de él todo lo necesario para sangrar. Dejo que vos misma penséis cómo me puse. Mi verdugo vio mi apuro, y se limitó a reírse.

–Colócala, Zéphire –dijo el señor de Gernande al otro joven.

Y aquel niño, al acercarse a mí, me dijo sonriendo: No tenga miedo, señorita, eso sólo puede hacerle bien. Póngase así.

Se trataba de estar ligeramente apoyada sobre las rodillas, en el borde de un taburete colocado en el centro de la habitación, con los brazos atados por dos cintas colgadas del techo.

Así que estoy colocada, el conde se me acerca, con la lanceta en la mano. Apenas respiraba, sus ojos soltaban chispas, su rostro daba miedo. Venda mis dos brazos, y en menos de un abrir y cerrar de ojos pincha los dos. Tan pronto como ve la sangre, lanza un grito acompañado de dos o tres blasfemias. Se sienta a seis pies, frente a mí. El ligero ropaje que le cubre no tarda en abrirse: Zéphire se arrodilla entre sus piernas, le chupa; y Narcisse, con los dos pies sobre el sillón de su amo, le presenta para mamar el mismo objeto que él ofrece a chupar al otro. Gernande agarraba los riñones de Zéphire, lo abrazaba, lo apretaba contra sí, pero lo abandonaba de vez en cuando para arrojarme unas miradas encendidas. Mientras tanto mi sangre manaba a grandes chorros y caía sobre dos cuencos blancos colocados debajo de mis brazos. No tardé en debilitarme.

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